Los perfeccionistas

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Fuera de esos casos acumulan polvo y salitre, o se guardan bajo capelos de vidrio, y su nombre comenzará a resbalar poco a poco hacia popa para desaparecer pronto e inevitablemente entre la niebla de la historia, como escalas sin importancia al comienzo de un viaje.

Para que la precisión sea un fenómeno que altere radicalmente la sociedad de los hombres, como innegablemente ha ocurrido y ocurrirá en el futuro previsible, debe poder replicarse: tiene que ser posible fabricar el mismo artefacto preciso una y otra vez con relativa facilidad y con una frecuencia y un coste razonables. Cualquier artesano auténtico y conocedor de su oficio (como John Harrison) puede, provisto de suficiente destreza, mucho tiempo y herramientas y materiales de buena calidad, fabricar una cosa elegante y de precisión evidente. Puede incluso hacer cuatro o cinco de esas mismas cosas. Serán todas hermosas, muchas de ellas admirables.

Los amplios gabinetes de los museos dedicados a la historia de la ciencia (los más notables están en Oxford, Cambridge y Yale) están hoy llenos de tales objetos. Hay astrolabios y planetarios, esferas armilares, cuadrantes, octantes y sextantes formidablemente complejos, tanto de pared como de mesa, particularmente abundantes estos últimos, casi todos exquisitos en grado sumo, intrincados y armados con la destreza de un joyero.

Al mismo tiempo, cada uno de estos instrumentos fue por fuerza hecho a mano. Cada engranaje tallado a mano, como cada uno de los restantes componentes (cada madre y cada araña y cada tímpano y cada alidada, por ejemplo –los astrolabios tienen un léxico propio bastante nutrido–), cada tornillo tangente y cada espejo principal (los términos específicos de los sextantes son también numerosos). Además, el ensamblaje de las diferentes partes entre sí y el ajuste de todo el conjunto tenían que ser resueltos literalmente con la punta de los dedos. Estas circunstancias producían instrumentos de gran calidad e impresionante apariencia, sin duda, pero dada la forma en que eran hechos y armados, los tiene que haber habido en un número más bien escaso y a disposición de una élite de compradores. Habrán sido precisos, pero para unos cuantos solamente. Fue solo cuando la precisión pudo ser puesta al alcance de todos cuando empezó a tener, como un concepto, la profunda influencia en el conjunto de la sociedad de la que hoy goza.

Y el hombre que logró esta única hazaña, la de crear algo con gran exactitud y fabricarlo no a mano, sino con una máquina y, más aún, con una creada expresamente para fabricarlo –e insisto en la palabra creada con toda intención, porque una máquina que hace máquinas, llamada hoy máquina-herramienta, fue, es y será por mucho tiempo parte esencial de la historia de la precisión– fue aquel inglés dieciochesco a quien acusaban de lunático por su desmedida afición al hierro, el único metal del que por entonces podían fabricarse todos sus notables y novedosos ingenios.

En 1776, con cuarenta y ocho años cumplidos, John Wilkinson, quien habría de acumular una fortuna considerable durante sus ochenta años de vida, se hizo retratar por sir Thomas Gainsborough, así que está lejos de ser un ilustre desconocido, aunque tampoco es exactamente célebre. Es de destacar que este gallardo retrato de un notable ha estado colgado desde hace décadas no de manera prominente en Londres o Cumbria, donde Wilkinson nació en 1728, sino en un salón silencioso de un museo en el lejano Berlín, junto con otros cuatro cuadros de Gainsborough, entre ellos Study of a Bulldog [Estudio de un bulldog]. Esta distancia sugiere que pocos sienten añoranza por él en su natal Inglaterra. Y la sentencia del Nuevo Testamento de que nadie es profeta en su tierra parece venirle como anillo al dedo, porque hoy casi nadie lo recuerda. Lo eclipsa casi totalmente la sombra de su colega y cliente, el mucho mejor conocido escocés James Watt, cuyas primeras máquinas de vapor fueron posibles, básicamente, gracias a la excepcional destreza técnica de John Wilkinson.

La historia mostrará que la ventura de estas máquinas, que jugaron uno de los papeles centrales en la mecánica de la Revolución Industrial del siglo siguiente, está inextricablemente imbricada con la de la manufactura de cañones, y no solamente por el hecho de que ambos hombres utilizaran como componentes pesados trozos de hierro. Puede hallarse otro eslabón entre el armero Wilkinson y Watt, de un lado, y el relojero John Harrison, del otro, si recordamos que los relojes de Harrison fueron puestos a prueba al principio a bordo de buques de guerra de la Armada Real, que iban erizados de cañones. Eran los maestros herreros ingleses quienes fabricaban aquellos cañones, entre los cuales era prominente, y también resultaría el más ingenioso, John Wilkinson. Así que nuestra historia propiamente comienza aquí, con la fabricación del tipo de armamento pesado que requería la Marina británica a mediados del siglo xviii, una época en la que los marinos y soldados de aquella nación tenían muchísimo que hacer.7

John Wilkinson nació en pleno comercio del hierro. Isaac, su padre, originalmente un pastor de la Región de los Lagos, en Inglaterra, descubrió de manera fortuita la presencia tanto de mineral de hierro como de carbón mineral en sus pastizales y se convirtió en maestro fundidor, un negocio muy de la época. El término describe al dueño de una batería de hornos de fundición, que usaba para fundir y forjar hierro a partir de arrabio. Los hornos se alimentaban con carbón vegetal (lo que arrasó grandes extensiones de bosques en Inglaterra) o con carbón parcialmente quemado y transmutado en coque (una alternativa más responsable con el medio ambiente). El propio John, de quien se decía que había venido al mundo en medio de incomodidades, dando saltos encima de un carretón pues su madre iba de camino a una feria del condado, pronto se vio fascinado por el blanco incandescente y el metal fundido, y por el proceso de extraer simples piedras del subsuelo y crear cosas útiles con solo calentarlas violentamente y golpearlas con un martillo. Aprendió el oficio en distintos lugares del centro de Inglaterra y las Marcas Galesas, donde su padre se estableció. Para comienzos de 1760, casado con una mujer rica y dueño de una fundición considerable en la villa de Bersham, en la frontera entre Gales e Inglaterra, era ya tan diestro que comenzó de inmediato a producir, de acuerdo con el primer libro de asientos contables de la compañía, “rodillos de presión, rodillos para molinos de grano y de azúcar, tuberías, casquillos, granadas y armas”. Fue el ítem al final de esta lista el que daría a la pequeña villa de Bersham, junto con el hombre que se convirtió en su residente más próspero y su más importante empleador, su distinción como un lugar único en la historia del mundo.

Asentado en la vega del río Clywedog, Bersham tuvo un papel indiscutible, si bien algo olvidado, tanto en los fundamentos de la Revolución Industrial como en la historia de la precisión. Fue allí, el 27 de enero de 1774, donde John Wilkinson, cuya fundición de hornos alimentados con carbón producía semanalmente la nada despreciable cantidad de veinte toneladas de hierro de buena calidad, inventó una técnica para la manufactura de armas. La técnica tuvo un efecto inmediato de cascada, mucho más profundo de lo que Wilkinson hubiese imaginado nunca y de mayor importancia a largo plazo –yo estaría dispuesto a argumentarlo– que el mucho más famoso legado de su amigo y rival, Abraham Darby III, quien levantó el gran puente de hierro de Coalbrookdale, que permanece incólume, atrae a millones de turistas aún hoy día y para los británicos actuales es el símbolo más poderoso y reconocible de la Revolución Industrial.

Wilkinson registró una patente, la 1.063 –estamos aún en los comienzos de la historia de las patentes en Gran Bretaña, que se expidieron por primera vez en 1617– con el título “A New Method of Casting and Boring Iron Guns or Cannon” [Nuevo método para fundir y horadar armas de hierro o cañones]. Para los estándares de hoy, su “nuevo método” parece casi pedestre, una mejora más que obvia en la fabricación de cañones, pero en 1774, cuando la artillería naval en toda Europa pasaba por un momento de rápido avance científico, tanto en la técnica como en el equipamiento disponible, las ideas de Wilkinson parecieron caídas del cielo.

Antes de Wilkinson, los cañones navales –muy especialmente el cañón largo de 32 libras, un armamento estándar en los navíos de línea de primera clase de la Armada Real, de los que a menudo se ordenaba fabricar un centenar cuando un nuevo buque iba a ser botado– se fundían huecos, con el ánima, a través de la cual se cargaba la pólvora y el proyectil para luego disparar el cañón, preformada mientras el hierro se enfriaba en un molde. Después se montaba el cañón en un soporte y se introducía una herramienta de corte afilada, colocada en la punta de una pértiga, para eliminar cualquier rebaba en la superficie interior del tubo.

El problema con esta técnica es que la herramienta de corte seguía naturalmente el interior del tubo, que para empezar podía no haber sido fundido perfectamente recto. Este procedimiento de terminado y pulido causaba excentricidades en el tubo y el adelgazamiento en las partes de la pared interior del cañón donde la herramienta de corte se desviaba del eje del tubo. Y esos adelgazamientos eran peligrosos: implicaban explosiones, tubos reventados, cañones destruidos y lesiones a los marineros que tripulaban las probadamente peligrosas cubiertas de artillería. La mala calidad de las piezas de artillería de principios del siglo xviii provocaba fallas en tal cantidad que causaron alarma entre los amos de los mares en el cuartel general del Almirantazgo en Londres.

Fue entonces cuando apareció John Wilkinson con su novedosa idea. Decidió que no fundiría cañones huecos, sino sólidos. Con ello, para empezar, se aseguraba la integridad de la pieza de hierro –por ejemplo, había menos partes susceptibles de enfriarse antes de tiempo, como ocurría si se había insertado una pieza para formar el ánima del tubo–. Con el debido cuidado, de los hornos de Bersham podía salir un cilindro macizo de hierro, aun cuando fuera muy pesado, sin las burbujas de aire y las secciones esponjosas (“problemas de panal” se las llamaba) que eran comunes en los cañones de fundición hueca.

 

Pero el verdadero secreto yacía en la horadación del ánima del cañón. Los dos extremos de la operación, la parte que taladraba y la que iba a ser horadada tenían que mantenerse rígidos e inmóviles. Esto es una verdad establecida, tan cierta hoy como lo era en el siglo xviii: para cortar o pulir un objeto con medidas de entera precisión, tanto este como la herramienta tienen que estar tan sujetos y fijos como sea posible para asegurar su inmovilidad. Además, en el caso particular de las horadaciones de los cañones, no podía haber margen para que el barreno deambulara durante la perforación. De lo contrario, el riesgo era una explosión catastrófica.

En la primera instalación del proceso patentado por Wilkinson, el cilindro sólido del cañón se ponía a girar (se rodeaba de una cadena y esta se conectaba a una rueda hidráulica) y un barreno muy afilado para perforar el hierro, fijo en el extremo de una base rígida, se hincaba directamente en la cara de la pieza cilíndrica mientras esta giraba. Esto creaba un agujero, recto y preciso, a medida que la herramienta se iba adentrando en la pieza de hierro. “Con un barreno rígido y un soporte seguro –escribió un biógrafo reciente de Wilkinson, tomándose una licencia poética– tenía que lograrse la exactitud”. En versiones posteriores era el cañón lo que permanecía fijo y el barreno conectado a la rueda hidráulica lo que giraba. En teoría, si el fuste del barreno giratorio era rígido, si estaba soportado en los extremos para mantener su rigidez y, si al adentrarse en el agujero que estaba perforando, la cara del cilindro no se torcía ni giraba ni trastabillaba ni se pandeaba, podía conseguirse un agujero de gran exactitud.

Fue esto efectivamente lo que se obtuvo. Un cañón tras otro rodaba de la máquina, cada cual con las medidas exactas solicitadas por la armada, cada uno, una vez desmontado de la máquina, idéntico al anterior, cada uno con la certeza de ser igual al que enseguida iba a montarse en la máquina. El nuevo sistema funcionó de manera impecable desde el principio, lo que animó a Wilkinson a solicitar su famosa patente que, desde luego, le fue concedida.

En lugar de una versión taladrada excéntricamente en el ánima previamente fundida de un cañón, de antemano mechado de imperfecciones y puntos débiles y que, si llegaba a dispararse, escupía por el aire la bala o la bala encadenada o la granada en trayectorias impredecibles, la Armada Real recibía ahora, procedentes de Bersham, carretadas de cañones de mucha mayor vida útil y que disparaban metralla o balas de fragmentación o bombas que impactaban exactamente en el blanco. El crédito de todas estas mejoras correspondía a los empeños de John Wilkinson, maestro fundidor. Aunque ya era un hombre acaudalado, Wilkinson prosperó mucho, su reputación aumentó y se vio inundado de pedidos. Pronto su fundición daba abasto para producir la octava parte de todo el hierro fabricado en el país y con ello Bersham se afianzó para permanecer en el mapa por los siglos de los siglos.

Sin embargo, lo que impulsó el nuevo método de Wilkinson al rango de invención transformadora del mundo y, consecuentemente, plantó a Bersham en el escenario mundial, vendría al año siguiente, en 1775, cuando empezó a emprender negocios importantes con James Watt. Sería ese el año del casamiento de su técnica de fabricación de cañones –esta vez, empero, sin la precaución de una buscar una nueva patente– con el invento que Watt estaba a punto de alumbrar, un invento que pondría al servicio de la Revolución Industrial y de todo lo que vendría después: la fuerza motriz del vapor inteligentemente domesticado.

El principio de la máquina de vapor es conocido y se basa en el simple hecho físico de que cuando se calienta agua hasta su punto de ebullición esta se convierte en gas. Pero como el gas llena un volumen 1.700 veces mayor al ocupado originalmente por el agua, puede extraérsele trabajo. Muchos experimentaron con esta posibilidad. Thomas Newcomen, un ferretero de Cornualles, fue el primero en concebir un producto a partir de ese principio: a través de un tubo con una válvula, conectó una caldera y un cilindro con un pistón, y el pistón a una biela unida a un balancín. Cada vez que el vapor de la caldera entraba en el cilindro, empujaba el pistón hacia arriba, la biela se inclinaba y cualquier dispositivo conectado a la biela podía efectuar cierta cantidad de trabajo (muy pequeña).

Pero Newcomen pronto se dio cuenta de que podía incrementar esa cantidad de trabajo inyectando agua fría dentro del cilindro, para provocar la condensación del vapor que lo llenaba y volverlo a la fracción 1/1.700 de su volumen; en esencia, crear un vacío que permitía a la presión atmosférica empujar el pistón hacia abajo. Este fuerte impulso hacia abajo podía alzar el extremo opuesto del balancín y efectuar en ese curso un trabajo real. El balancín, por poner un ejemplo, podía extraer el agua que inundaba el tiro de una mina de estaño.

Así nació una máquina de vapor muy rudimentaria, casi inútil para cualquier otra aplicación como no fuera bombear agua. Pero como resulta que al comienzo del siglo xviii Inglaterra estaba inundada de minas someras, que a su vez estaban inundadas de agua, el mecanismo ganó aceptación rápidamente por su utilidad para la comunidad de mineros del carbón mineral. La máquina de Newcomen y sus imitaciones siguieron fabricándose por más de setenta años y su popularidad comenzó a menguar hacia mediados de la década de los sesenta del siglo xviii. Por esas fechas, James Watt, que trabajaba a mil kilómetros de Cornualles fabricando y reparando instrumentos científicos en la Universidad de Glasgow, estudió concienzudamente un modelo de la máquina de Newcomen y decidió, en una sucesión de epifanías del genio más puro, que podía mejorarse sustancialmente. Podía hacerse más eficiente, según pensó. Hasta podía hacerse extremadamente poderosa.

Y fue John Wilkinson quien ayudó a que así fuera –después, claro está, de los arrebatos geniales de Watt–. Es bastante simple resumir dichos arrebatos. Watt pasó semanas encerrado en sus aposentos estudiando intrigado un modelo de la máquina de Newcomen, famosa por inoperante e ineficiente, por derrochar todo el calor y la energía que se le suministraba. Se dice que mientras probaba pacientemente variantes para mejorar el invento de Newcomen, Watt observó fatigado que “la naturaleza tiene un punto débil, solo nos falta encontrarlo”.

Terminó por hallarlo, según cuenta la leyenda, un domingo de 1765, durante un paseo para reponer energías por un parque del centro de Glasgow. Cayó en la cuenta de que la principal ineficiencia de la máquina que había estado estudiando era que el agua fría que se inyectaba al cilindro para lograr la condensación del vapor y producir un vacío también enfriaba al cilindro mismo. Pero para mantener la máquina funcionando eficientemente era preciso mantener todo el tiempo el cilindro lo más caliente posible. ¿Y si la inyección del agua fría para condensar el vapor tenía lugar no en el cilindro, sino en un recipiente por separado, manteniendo el vacío en el cilindro? Así, el cilindro conservaría el calor y admitiría de inmediato un nuevo flujo de vapor. Más aún: para hacer el proceso todavía más eficiente, el vapor nuevo podría ingresar al pistón por la cabeza, en lugar de hacerlo por la parte inferior, asegurándose de colocar alguna suerte de empaque alrededor del émbolo del pistón que impidiera fugas de vapor.

Estas dos mejoras (añadir un condensador de vapor por separado y modificar los conductos del vapor para que este fuese inyectado en la parte superior del cilindro en lugar de por la parte de abajo) –tan sencillas que desde nuestra perspectiva actual parecen obvias, aun cuando para James Watt no lo fuesen en modo alguno–, transformaron la llamada máquina de fuego de Newcomen en una auténtica y funcional máquina propulsada por vapor. Instantáneamente se convirtió en un ingenio que podía producir cantidades casi ilimitadas de fuerza motriz.


Sección transversal de una máquina de vapor de Boulton y Watt de finales del siglo xviii. El cilindro principal (C) fue seguramente horadado por Wilkinson. El pistón (P) encaja ceñidamente en el interior, con holgura del canto de un chelín inglés, una décima de pulgada

Al comienzo de lo que resultaría ser una década entera de construir prototipos y ponerlos a prueba, exhibirlos en funcionamiento y buscar fondos (época durante la cual se mudó del sur de Escocia a los alrededores en vías de rápida industrialización de las regiones centrales de Inglaterra), Watt solicitó una patente que le fue rápidamente otorgada: la número 913 de enero de 1769. Tenía un título engañosamente inocuo: “A New Invented Method of Lessening the Consumption of Steam and Fuel in Fire-Engines” [Método de nueva invención para reducir el consumo de vapor y combustible en las máquinas de fuego]. La discreta redacción falsifica la importancia del invento: una vez perfeccionado, se convertiría en la principal fuente de potencia en casi todas las fábricas, fundiciones y sistemas de transporte, en Gran Bretaña y el resto del mundo, durante todo el siglo siguiente y algunos años más.

Lo más especialmente notable, además, es que se fraguaba una convergencia histórica. Vecino y activo en el centro del país, y pronto dueño él mismo de una patente (la ya mencionada patente número 1.063 de enero de 1774, separada de la de James Watt por exactamente 150 patentes y cinco años), había otro inventor, ni más ni menos que el maestro fundidor John Wilkinson.

Para entonces, la afable locura de Wilkinson empezaba a manifestarse en medio de la comunidad del negocio del hierro: todos se enteraron de que había construido un púlpito de hierro desde el que peroraba sus sermones, un barco de hierro que había echado a navegar en varios ríos, un escritorio de hierro y un ataúd de hierro dentro del cual se escondía de vez en cuando para dar sustos con su travesura. Muchas mujeres gustaban de visitarlo, a pesar de ser un hombre poco atractivo, con el rostro enteramente picado de viruelas. Tenía un apetito sexual vigoroso. A los setenta y ocho años engendró un hijo con una sirvienta, ímpetu del que estaba extraordinariamente orgulloso. Durante una época, mantuvo un serrallo con tres mujeres del servicio, cada cual ignorante de las otras dos.

Pero Wilkinson podía prescindir de tales distracciones y lo hizo. Para el año 1775, él y Watt, dueños de temperamentos muy diferentes, habían hecho amistad, si bien dicha amistad se cimentaba más en los negocios que en el afecto. No pasó mucho tiempo antes de que sus dos inventos fuesen combinados para su mutuo beneficio comercial. El “New Method of Casting and Boring Iron Guns or Cannon” de Wilkinson contrajo matrimonio con el “New Invented Method of Lessening the Consumption of Steam and Fuel in Fire-Engines” de Watt. Un matrimonio que resultaría a la postre tan conveniente como necesario.

James Watt, escocés afamado por su talante pesimista, su trato pedante, su escrúpulo en sus afectos y sus convicciones calvinistas, vivía obsesionado por lograr que sus máquinas fuesen lo más correctas posible. Mientras fabricaba, reparaba y mejoraba instrumentos científicos en su taller de Glasgow, se volvió poco menos que esclavo de su pasión por la exactitud, casi al mismo grado que John Harrison en su taller de relojero en Lincolnshire. Watt estaba bastante familiarizado con las máquinas para dividir, las terrajas, los tornos y otros instrumentos con los que los ingenieros se ayudaban en sus primeros pasos tentativos hacia la perfección de las máquinas. Estaba acostumbrado a usar instrumentos de fabricación cuidadosa y mantenimiento diligente, que cumplían la función para la que habían sido hechos. Le parecía entonces mortalmente ofensivo que las cosas no funcionaran, que las ineficiencias se multiplicaran y que las colosales máquinas de hierro que intentaba construir en la gigantesca fábrica de Boulton y Watt en el barrio de Soho tuvieran un desempeño inferior a los modelos de vidrio y latón con los que había experimentado cuando estaba en Escocia.

 

Sus primeros prototipos de gran escala eran leviatanes espectaculares: diez metros de altura, con un cilindro de vapor principal de más de un metro de diámetro y dos de largo, una caldera alimentada con carbón y aparte el condensador de vapor, todas piezas inmensas. Todas las partes móviles estaban conectadas por una retorcida telaraña de tubos de latón con válvulas y palancas bien aceitadas, con un regulador centrífugo de dos esferas para evitar el descontrol. Encima de todo había una pesada viga de madera que oscilaba con la regularidad de un metrónomo, haciendo girar un enorme volante de hierro que a su vez accionaba una bomba que escupía grandes chorros de agua o aire comprimido, o movía cualquier otra cosa quince veces por minuto. Una vez alcanzada la máxima potencia, la máquina producía un intenso barullo de ruido, calor, vibraciones y sacudidas que revolvía el estómago y hacía difícil creer que todo aquello fuese una mera consecuencia de calentar agua hasta su punto de ebullición.

Y, sin embargo, por todas partes, permanentemente envolviendo su máquina en una opaca niebla gris húmeda y caliente, había enormes nubes de vapor. Era este manto de miasma abrasador lo que sacaba de sus casillas al escrupuloso y pedante James Watt. Probara lo que probara, hiciera lo que hiciera, el vapor parecía fugarse siempre, no sigilosamente, sino en chorros prodigiosos y, lo más descarado de todo, se fugaba del cilindro principal de la máquina.

Trató de impedir la fuga con toda suerte de dispositivos, materiales y sustancias. La separación entre la superficie exterior del pistón y la pared interior del cilindro debería teóricamente ser mínima y más o menos la misma sin importar dónde se tomara la medida. Pero como los cilindros estaban hechos con placas de hierro forjadas a martillazos y luego selladas por los bordes, la separación en realidad variaba enormemente de un punto a otro. En algunas partes, el pistón y el cilindro se rozaban, provocando fricción y desgaste; en otras estaban separados hasta por media pulgada, así que cada vez que se inyectaba vapor ocurría una erupción en la hendidura. Watt intentó sellar esas hendiduras cerrándolas con pedazos de cuero embebidos en aceite de linaza, con una pasta hecha de harina y papel empapado, con cuñas de corcho, pedazos de hule, hasta con boñigas de caballo semisecas. Encontró algo parecido a una solución cuando decidió enredar una soga alrededor del pistón y, como esta podía comprimirse, ajustar por fuera lo que llamó un “anillo de estopa”.

Fue entonces cuando, por mero accidente, John Wilkinson, de Bersham, pidió que le fabricaran una máquina para mover el fuelle de una de sus forjas de hierro. De inmediato advirtió y reconoció el problema de las fugas de vapor de Watt y de inmediato supo que tenía la solución: aplicaría su técnica para la horadación de cañones a la fabricación de los cilindros de las máquinas de vapor.

Así que, sin tomar la precaución de tramitar una nueva patente para esta aplicación nueva en su metodología, se dio a la tarea de hacer con los cilindros de Watt exactamente lo mismo que había hecho con los cañones para la Marina. Puso a los obreros de Watt a acarrear un cilindro de hierro sólido los 120 kilómetros del trayecto hasta Bersham. Luego amarró el cilindro (en este caso el que formaría parte de la máquina que él, como cliente, había pedido, de dos metros de carrera por uno de diámetro) en una plataforma firmemente asentada y todavía lo aseguró con cadenas para tener la certeza de que no se movería ni una fracción de pulgada. Después fabricó una descomunal herramienta de corte del hierro más duro y tres pies de ancho (que en teoría habría producido un cilindro de 38 pulgadas de diámetro con pared de una pulgada de grueso) y la atornilló en el extremo de una barra rígida de hierro de dos metros y medio de longitud. Instaló la herramienta en un soporte que la sostenía por ambos extremos y lo montó todo en un pesado carro de hierro que podía proyectarse de manera gradual y sólida contra la enorme pieza de hierro.

En cuanto todo estuvo listo para empezar a cortar, Wilkinson mojó con una manguera la superficie de contacto con una mezcla de agua y aceite vegetal para enfriar los metales en choque y apartar los restos del metal cortado, abrió la compuerta del caz para la rueda hidráulica que haría girar la barra y la herramienta de corte en el extremo y, despacio pero sin detenerse, milímetro a milímetro, fue acercando la herramienta hasta que las cuchillas empezaron a morder la cara del cilindro de hierro.

Solo media hora después de empezados el calor al rojo vivo y el estrépito del frotamiento, el cilindro quedó cortado. Se extrajo la herramienta, caliente pero apenas mellada. La horadación de tres pies de diámetro lucía limpia y pulida, recta y alineada. Con ayuda de cadenas y de un polispasto, Wilkinson colocó el pesado cilindro (ahora mucho menos pesado) en posición vertical, apoyado en el extremo cerrado. El pistón, con un diámetro apenas un ápice menor que los tres pies y embadurnado con grasa lubricante, fue alzado con cautela sobre el borde del cilindro y luego dejado caer hasta el fondo.

Me gusta imaginar que se oyó una ovación, porque el pistón se deslizó sin ruido alguno y ajustadamente dentro del cilindro y podía ser movido fácilmente de arriba abajo y sin fugas aparentes de aire, grasa u otra cosa. A Watt le llevó apenas unos días, una vez que las piezas desarmadas regresaron a su fábrica en Soho, montar el cilindro en el lugar preferente de lo que ahora sería el primer motor funcional de acción simple a escala real en el mundo: su motor. Él y sus ingenieros procedieron a añadir las partes suplementarias (tuberías, el segundo condensador, la caldera, el balancín, el regulador centrífugo, el depósito de agua, el volante), luego llenaron de carbón el ténder, lo cebaron, lo encendieron y, una vez que el agua alcanzó la temperatura para empezar a soltar vapor por la válvula de seguridad, abrieron la válvula principal.

Con un potente rugido el pistón empezó a moverse de arriba abajo dentro del cilindro recién fabricado. El balancín empezó a oscilar subiendo y bajando, la biela en el extremo opuesto replicó el movimiento, el engranaje planetario en el volante comenzó a moverse y enseguida la enorme rueda, varias toneladas de hierro macizo cuya función era almacenar la fuerza motriz, dio su primer giro.

A los pocos minutos, la pareja de esferas brillantes del regulador centrífugo giraba alegremente para mantener todo bajo control, la máquina rugía a plena potencia, se oían los golpes secos del pistón, los zumbidos y pujidos de la máquina, pero ahora todo a plena vista, porque por primera vez desde que Watt comenzara sus experimentos, el vapor no se fugaba por ningún lado. La máquina trabajaba a su máxima eficiencia: era veloz, poderosa y cumplía con su función. Watt no cabía en sí del gusto. Wilkinson había resuelto su problema y –hoy podemos afirmar lo que aquel par no pudo siquiera imaginar– ahora podía ponerse formalmente en marcha la Revolución Industrial.

Así surgió, pues, el número, el número esencial, la cifra que está en el centro de esta historia, la que encabeza este capítulo e irá afinándose en su exactitud en los que restan a esta historia. La cifra es 0,1 –una décima de pulgada–, porque, como más tarde lo formularía James Watt, “el señor Wilkinson ha horadado varios cilindros para nosotros casi sin error, el de cincuenta pulgadas de diámetro no tiene error mayor al grueso de un viejo chelín en ningún lado”. El grueso de un viejo chelín era de una décima de pulgada. Esta era la tolerancia con la que John Wilkinson había taladrado su primer cilindro.