Los perfeccionistas

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estrellas, segundos, cilindros y vapor

Es propio del hombre instruido buscar la exactitud en cada materia en la medida en que la admite la naturaleza del asunto.1

aristóteles (384-322 a. c.),

ética nicomáquea

El hombre a quien por consenso de la fraternidad ingenieril se considera el padre de la auténtica precisión fue un caballero inglés que vivió en el siglo xviii, de nombre John Wilkinson, cuya fama pública era la de ser un loco entrañable, especialmente debido a su pasión, rayana en la obsesión, por el hierro metálico. Construyó un barco de hierro, su escritorio de trabajo era de hierro, levantó un púlpito de hierro, quiso ser enterrado en un ataúd de hierro que guardaba en su taller (y dentro del cual gustaba esconderse y aparecer de pronto para diversión de sus visitantes femeninas más codiciables) y su recuerdo se preserva en un pilar de hierro que él mismo mandó erigir antes de su tránsito postrero en un pueblo remoto del sur de Lancashire.

Sin embargo, puede también argüirse que el ampliamente conocido Iron-Mad Wilkinson tuvo predecesores que pueden competir con él en su reivindicación de la paternidad de la precisión. Uno de ellos fue un infortunado relojero de Yorkshire, llamado John Harrison, que unas décadas antes se afanó en crear mecanismos para llevar casi a la perfección la cuenta del tiempo; el otro, y esto sorprenderá a quienes suponen que la precisión es de creación más o menos moderna, fue un artífice de nombre desconocido que ejerció en la antigua Grecia, unos dos mil años antes que Harrison, y cuyo pináculo en la hechura de precisión fue descubierto en el fondo del Mediterráneo a comienzos del siglo pasado por unos pescadores de esponjas.

Un grupo de pescadores griegos que buceaba en las tibias aguas al sur del Peloponeso, cerca de la isla de Anticitera, halló una serie de esponjas, como solía pasarles, pero también algo más: las cuadernas y mástiles dispersos de un barco hundido, muy probablemente un buque de carga de la época romana. Entre la pedacería de madera se toparon con el sueño de todo buzo, un cuantioso tesoro de maravillosos objetos de arte y ornato entre los cuales se hallaba algo de aspecto misterioso: un bloque de bronce y madera, corroído y calcificado, del tamaño de un listín telefónico, en el que nadie reparó al principio; a punto estuvo de ser descartado como algo de escasa importancia arqueológica.

Ignorado durante dos años en el fondo de un cajón en Atenas, donde sin embargo había ido secándose pacientemente, aquel objeto amorfo se deshizo. Se partió en tres pedazos para revelar, ante el asombro general, un revoltijo compuesto por más de treinta engranajes, ingeniosamente endentados. El diámetro de uno de aquellos engranajes era casi tan largo como el objeto entero y había otros no mayores de un centímetro. Todos tenían dientes triangulares cortados a mano, los más pequeños tan pocos como 15 y el mayor la cantidad entonces inexplicable de 223. Todos los engranajes parecían haber sido cortados de una misma placa de bronce.

El asombro que produjo este descubrimiento entre los científicos pronto se transformó en incredulidad, en escepticismo, en una suerte de temerosa perplejidad. Simplemente era inconcebible que aun los ingenieros helenos más sofisticados hubiesen sido capaces de fabricar un objeto así. De manera que esta máquina amenazante –suponiendo que en efecto se tratase de una máquina– fue encerrada bajo llave, confinada y resguardada como si fuese un patógeno letal. Se lo bautizó como “el mecanismo de Anticitera”, por la isla a mitad de camino entre Creta y los zarcillos meridionales de Grecia continental cerca de cuyas costas fue hallado. Luego, calladamente y como quien no quiere la cosa, fue casi borrado de los registros de la historia arqueológica griega, mucho más a sus anchas entre el surtido habitual de vasijas y joyas, ánforas y monedas, estatuas de mármol o del más reluciente bronce. Se publicaron cuatro o cinco opúsculos o cuadernillos, según los cuales se trataba de una suerte de astrolabio o planetario, pero fuera de eso el hallazgo fue acogido con una indiferencia casi universal.

No sería hasta 1951 cuando Derek Price, un joven estudiante inglés interesado en la historia y la función social de la ciencia, obtuvo un permiso para examinar más de cerca el mecanismo de Anticitera. Durante las dos décadas siguientes, expuso la reliquia despedazada, de la que encontró más de ochenta piezas y partes adicionales, además de los tres grandes fragmentos originales, a ventiscas de rayos X y brisas de radiación gamma, explorando los secretos que permanecieron dos mil años escondidos. Finalmente, Price estableció que el artefacto era mucho más complejo e importante que un simple astrolabio. Se trataba más bien del corazón, que alguna vez había latido, de un misterioso ordenador de insólita complejidad mecánica, que evidentemente había sido fabricado en el siglo ii a. C. y era la obra de un genio colosal.

El estudio de Price de los años cincuenta se vio limitado por la tecnología entonces disponible para realmente asomarse dentro del artefacto. Veinte años después, la cosa cambió con la invención de la imagen por resonancia magnética, o IRM, que condujo en 2006 –más de un siglo después de que los pescadores de esponjas lo encontraran– a la publicación en la revista Nature de un estudio más profundo y pormenorizado.

El equipo de investigadores, repartidos por distintas partes del mundo, que escribió el artículo de Nature concluyó que lo que habían sacado del fondo del mar los buzos griegos eran los restos de un dispositivo mecánico en miniatura, muy bien armado; era esencialmente un ordenador analógico, con cuadrantes y punteros, y con unas rudimentarias instrucciones de uso. El dispositivo “calculaba y representaba información astronómica, particularmente fenómenos cíclicos como las fases de la Luna y un calendario solar-lunar”. Pero hacía algo más: una leyenda minúscula grabada en griego corintio en el armazón de latón de la máquina –hasta ahora se han identificado un total de 3.400 letras de cuerpo milimétrico– parece indicar que el engranaje, una vez puesto a girar con la ayuda de una manivela situada en un costado de la caja, podía también predecir el movimiento de los cinco planetas conocidos de los antiguos griegos.2

Un pequeño pero devoto grupo de este compacto instrumento extraordinario ha fabricado recientemente con entusiasmo modelos para replicar el mecanismo, de madera y latón y en un caso con diagramas con el despiece de las tripas de bronce, como si se tratara de un tablero de damas en 3D, en hojas de acrílico transparente. Las primeras pistas sobre cómo habían combinado los distintos engranajes los fabricantes originales de la máquina estaban en el número de dientes de cada uno. El hecho de que el engranaje más grande tuviese 223 dientes, por ejemplo, hizo gritar “¡Eureka!” a los investigadores, cuando recordaron que los astrónomos babilonios, los más asombrosamente avezados observadores del cielo, calcularon que el tiempo habitual entre dos eclipses lunares sucesivos era de 223 plenilunios. Este engranaje en particular habría permitido al dueño de la máquina predecir la ocurrencia de los eclipses lunares (así como otros engranajes o combinaciones de ellos habrían girado los punteros sobre los cuadrantes para representar fases y perturbaciones planetarias) y las fechas, en un uso más trivial, de los próximos eventos deportivos, destacadamente los antiguos Juegos Olímpicos.

Los investigadores actuales han concluido que el artefacto está muy bien hecho, “algunas de sus partes fueron construidas con la precisión de pocas décimas de milímetro”. Con esta sola medida, parecería que el mecanismo de Anticitera puede ufanarse de ser un instrumento sumamente preciso y, crucialmente para los efectos de este arranque de nuestro relato, quizá el primer instrumento de precisión fabricado en la historia.

Pero hay un defecto inherente a esta presunción: el artefacto, en las pruebas que a través de sus modelos han hecho las legiones de modernos estudiosos, resulta ser lamentable, vergonzosa e inútilmente inexacto. Uno de los punteros, el que presuntamente indica la posición de Marte, queda en muchas ocasiones apuntando 38º alejado de la posición correcta. Alexander Jones, profesor de Antigüedades de la Universidad de Nueva York y quizá quien más ha escrito sobre el mecanismo de Anticitera, se refiere a su sofisticación como “propia de una tradición artesanal joven y en rápido desarrollo” y señala “opciones de diseño discutibles” de los fabricantes, quienes en resumidas cuentas produjeron un artefacto “notable, pero lejos de ser un milagro de perfección”.

Hay otro asunto inexplicable del mecanismo que no deja de intrigar a los historiadores de la ciencia hasta nuestros días: aunque el artefacto contiene lo que no es sino un complicado mecanismo de relojería, a ninguno de sus fabricantes aparentemente se le ocurrió darle un uso de reloj.

Es la visión retrospectiva lo que nos provoca perplejidad, naturalmente, y nos entran ganas de ir a buscar a esos griegos y zarandearlos un poco por haber pasado por alto lo que a nosotros nos parece obvio. En la antigua Grecia ya medían el tiempo con ayuda de toda suerte de artefactos. Los relojes de sol eran los más socorridos, pero los había de gotas de agua, de granos de arena (como los que miden el tiempo para cocer un huevo), lámparas de aceite con depósitos graduados por el tiempo que tardaban en consumirse y cirios de combustión lenta con marcas incisas para registrar el tiempo. Y a pesar de que los griegos tuvieron (como ahora sabemos por la existencia del mecanismo) los medios para aprovechar los engranajes y fabricar medidores de tiempo, nunca lo hicieron. No se les encendió la bombilla. No se les encendió a los griegos ni después a los árabes ni, antes de ellos, a ninguna de las venerables civilizaciones orientales. Pasarían muchos siglos más antes de que se inventase en cualquier parte del mundo un reloj mecánico, aunque cuando ocurrió la precisión fue su componente más esencial.

 

Aunque la función asignada al reloj mecánico, de cuya invención en el siglo xiv varios contendientes se atribuyen la primicia, fue indicar las horas y los minutos al paso de los días, no deja de parecer una excentricidad de la época (desde nuestro actual punto de vista, claro) que al principio el papel del tiempo en estos mecanismos haya sido relativamente subordinado. En sus más tempranas materializaciones, los mecanismos de relojería representaban información astronómica cuando menos a la par que la información horaria, por medio de complicados juegos de engranajes del estilo de los del mecanismo de Anticitera y con ayuda de cuadrantes y ornamentos rebuscados y hermosamente ejecutados. Como si el paso de los cuerpos celestes cruzando la bóveda fuese considerado más importante que el incansable tictac del pasar de los instantes, de esa flecha unidireccional del tiempo a la que Newton tan célebremente llamó duración.

Había una razón detrás de esto. La aurora, el mediodía y el ocaso que nos regalaba la natura ya proveían un marco temporal para las actividades mundanas: cuándo había que levantarse para trabajar, cuándo tomar un descanso, secarse el sudor y beber un trago de agua, y cuándo llegaba el momento de alimentarse y prepararse para dormir. Los detalles más puntillosos del tiempo (una invención del hombre, a fin de cuentas), si eran las 6:15 de la mañana o faltaban diez minutos para la medianoche, eran forzosamente de importancia secundaria. El comportamiento de los cuerpos celestes, en cambio, era dispuesto por los dioses y, por ende, se trataba de un asunto de importancia para el espíritu. En esta calidad era mucho más digno de la atención humana que nuestras construcciones numéricas de horas y minutos, y merecía sobradamente dedicarle una representación mecánica más fastuosa.

Al cabo del tiempo, sin embargo, la reputación y el predominio de las horas y los minutos en sí mismos consiguieron mejorar su posición hasta llegar a acaparar para sí el uso de los mecanismos de relojería, que terminaron por llamarse genéricamente, cronómetros. Los antiguos alzaban la vista al cielo para establecer el momento del día o la noche, pero una vez que apareció la maquinaria para realizar esa misma tarea, un vasto repertorio de aparatos se hizo cargo de ella y ha seguido haciéndolo desde entonces.

Los primeros cronómetros se emplearon en los monasterios, por la necesidad de los monjes de estar pendientes de las horas canónicas, desde los maitines hasta las completas, pasando por la tercia, la nona y las vísperas. Y a medida que otras profesiones y oficios empezaron a aparecer en la sociedad (tenderos, oficinistas, hombres de negocios interesados en reunirse, maestros obligados a seguir un horario rígido, obreros pendientes del cambio de turno), la necesidad de un conocimiento mejor medido del tiempo numérico se iba imponiendo cada vez con mayor firmeza. En el campo, los labradores podían siempre mirar o escuchar la hora en el reloj de la iglesia lejana, pero los urbanitas a quienes se les hacía tarde para llegar a una reunión necesitaban saber cuántos minutos faltaban para la “hora convenida” (frase cuyo uso se generalizó apenas en el siglo xvi, cuando ya podían verse por doquier, colocados en edificios públicos, relojes mecánicos, etcétera).

En tierra, tocó a los ferrocarriles mostrar de manera más prolija –cabría decir definir– cómo se empleaba el tiempo. El enorme reloj de la estación atraía más miradas que cualquier otro detalle del edificio; la imagen del conductor de tren consultando su reloj de bolsillo (Elgin, Hamilton, Ball o Waltham) sigue siendo icónica. El folleto con los horarios volvióse un volumen de importancia bíblica en algunos hogares y en todas las bibliotecas. El concepto de las zonas horarias y su aplicación a la cartografía se derivó de la manera de llevar la cuenta del tiempo que los ferrocarriles implantaron en la sociedad.

Pero aún antes de la influencia cronológica de los ferrocarriles, existía otra profesión que, más que ninguna otra, tenía una verdadera necesidad de medir el tiempo con la mayor precisión. Esta había estado creciendo rápidamente desde el descubrimiento de América por los europeos en el siglo xv y tras la posterior consolidación de las rutas de comercio con Oriente. Se trata, sí, de la industria naviera.

La navegación a través de vastas y desiertas extensiones del océano era esencial para el negocio del comercio marítimo. Perderse en el mar era en el mejor de los casos gravoso y en el peor, mortal. El conocimiento exacto de dónde podía hallarse un navío en cualquier momento determinado era esencial para navegar una ruta y, como una parte de ese conocimiento depende crucialmente de saber a bordo de la nave cuál es la hora exacta y, todavía más crucialmente, de conocer la hora exacta en otro punto de referencia fijo en el globo terráqueo, eran los artífices que fabricaban los relojes marinos quienes tenían que hacer los aparatos más precisos.3

Nadie se aplicó con mayor perseverancia para conseguir este grado de exactitud que ese carpintero y ebanista de Yorkshire, que con el tiempo se convertiría en el más respetado relojero de Inglaterra y quizá del mundo: John Harrison, el hombre cuya más célebre aportación fue dar a los marineros una manera fiable de determinar la longitud. Lo consiguió fabricando afanosamente una familia de relojes extraordinariamente precisos, tan exactos que en varios años perdían o ganaban unos cuantos segundos, sin importar cuánto los maltratase el mar durante sus viajes en el puente de mando. En 1714 se creó oficialmente en Londres un Consejo de la Longitud y se ofreció un premio de veinte mil libras esterlinas a aquel que lograra determinar la longitud con una diferencia no mayor a treinta millas náuticas. Fue John Harrison quien, tras empeñar heroicamente su vida en el diseño de cinco cronómetros distintos, se embolsó la cantidad ofrecida.

El legado de Harrison es apreciadísimo. El curador del Real Observatorio de Greenwich, trepado en una colina panorámica encima del National Maritime Museum, al este de Londres, se persona diariamente al despuntar el día para dar cuerda a tres grandes relojes que él y sus colaboradores tienen a bien llamar simplemente “los relojes de Harrison”. Se planta con toda ceremonia para darles cuerda, sabedor de la inmensa significación histórica encerrada en esos tres cronómetros y en su hermano descompuesto. Cada uno de ellos fue un prototipo para el moderno cronómetro marino que, al permitir a los barcos fijar con precisión su posición en medio del mar, ha salvado incontables vidas (antes de existir los cronómetros marinos, antes de que los capitanes tuviesen la posibilidad de determinar exactamente dónde se encontraban, los navíos solían encallar con incómoda frecuencia en islas o cabos que surgían de pronto bajo la proa. El catastrófico accidente del hundimiento de la flota de navíos de guerra del almirante sir Cloudesley Shovell en la costa de Cornualles en 1707 –en el que él y dos mil marineros murieron ahogados– fue, de hecho, lo que obligó al Gobierno británico a pensar seriamente cómo hacer para calcular la longitud, a fundar el Consejo de la Longitudy a ofrecer un premio en efectivo; eso condujo, al cabo, a la fabricación de la exclusiva familia de relojes a los que se les da cuerda cada amanecer en Greenwich).

Hay otras razones que otorgan mucha importancia a los relojes de Harrison. Al permitir a los barcos conocer su posición y trazar su rumbo con eficiencia, exactitud y precisión, estos relojes y sus descendientes favorecieron la acumulación de enormes fortunas comerciales. Y aunque hoy pudiera no sonar muy decente afirmarlo, el hecho de que los relojes de Harrison se hubiesen inventado en Gran Bretaña y sus vástagos se hubiesen fabricado primeramente ahí le permitió al país en el apogeo del imperio convertirse durante más de un siglo en dueño indiscutible de los mares y océanos del mundo. La relojería precisa propició la navegación precisa; la navegación precisa trajo consigo el conocimiento y el control de los mares, así como el poder imperial.

Entonces el conservador se calza sus guantes blancos y, con un único par de llaves de bronce para cada caso, abre las cerraduras de las alargadas vitrinas que encierran los cronómetros. Cada uno de los tres está allí en calidad de préstamo, prácticamente sin fecha de vencimiento, del Ministerio de Defensa británico. Para dar cuerda al más antiguo, terminado en 1735 y conocido hoy como H1, hay que dar un único tirón hacia abajo a una cadena de eslabones de latón. Para los otros dos, H2 y H3, que son más tardíos, de mediados de siglo, basta un rápido giro de llave.

El último artefacto, el magnífico “reloj marino” H4 con el que Harrison se alzó finalmente con el premio, permanece sin cuerda y silente. Alojado en un estuche de plata de cinco pulgadas de diámetro y del grueso de una galleta, lo que le da la apariencia de una versión agrandada del reloj de bolsillo del abuelo, ha de ser lubricado y, si anduviera, iría perdiendo precisión a medida que pasara el tiempo y el aceite se espesara; perdería el paso, como dicen los relojeros. Pero, además, si al H4 se lo mantuviera andando, la gente vería que únicamente se mueve el segundero, de manera que daría un espectáculo bien poco interesante. Retrasar el inevitable desgaste y deterioro que causan los movimientos internos dejando solamente a la vista el segundero a nadie le pareció una buena idea. Así que, desde hace años, la decisión de los encargados del observatorio ha sido preservar esta obra maestra en su estado casi virginal, así como nadie toca el violín Stradivarius propiedad del Ashmolean Museum de Oxford, que permanece como un testimonio intacto del arte de su fabricante.4

¡Y vaya piezas sublimes del arte mecánico las que hizo John Harrison! Cuando decidió lanzarse al ruedo en pos del premio al cálculo de la longitud, tenía ya en su haber la fabricación de numerosos cronómetros de fina calidad y gran precisión, en su mayoría relojes de péndulo de uso normal, muchos de ellos de caja larga; cada nuevo reloj era mejor que el anterior. La destreza de Harrison no se advertía tanto en la belleza ornamental que dio fama a muchos de sus contemporáneos dieciochescos como en su imaginación para mejorar sus mecanismos.

Le fascinaba, por ejemplo, el problema de la fricción. Distanciándose radicalmente de lo acostumbrado fabricó todos sus primeros relojes con engranajes de madera, que no requerían ninguno de los lubricantes disponibles entonces, aceites cuya viscosidad aumentaba notoriamente con el tiempo y provocaban el exasperante efecto de retrasar casi todos los movimientos de la maquinaria. Para resolver este problema, Harrison fabricó todos sus engranajes en un principio con madera de boj (Buxus sempervirens) y después de guayacán (Lignum vitae), una madera del Caribe tan densa que no flota, en ambos casos combinados con ejes de latón. Además, diseñó un extraordinario mecanismo de escape –el que está en el corazón del reloj haciendo tictac–, que no tenía partes deslizantes (y por ende no estaba sujeto a la fricción), que a la fecha se conoce como escape saltamontes, porque uno de sus componentes se desacopla con un salto de la rueda de escape, como un saltamontes que brinca entre la hierba.

Un reloj de precisión portátil diseñado para funcionar a bordo de un barco que se mece en el mar difícilmente puede funcionar por el efecto de la gravedad en un largo péndulo, así que los primeros tres cronómetros que Harrison diseñó animado por el concurso hacían uso de sistemas de pesas de aspecto muy diferente a las pesadas plomadas que cuelgan en un reloj de péndulo convencional. En su lugar encontramos varias mancuernas de latón, colocadas verticalmente en los costados del mecanismo y sus engranajes y unidas en los extremos superior e inferior por sendos resortes cuya tensión aporta al reloj una suerte de gravedad artificial, como el propio Harrison lo describió. Estos resortes provocan que los brazos de las balanzas oscilen en vaivén, acercándose y alejándose sin detenerse (siempre y cuando el conservador de guante blanco, sucesor en tierra del capitán en altamar, dé cuerda al reloj diariamente), mientras el reloj se dedica a contar los segundos.

Los tres relojes, H1, H2 y H3, cada cual sutilmente mejor que su predecesor, cada uno fruto de años de paciente experimentación –Harrison tardó diecinueve años en construir el H3–, emplean esencialmente el mismo principio de las mancuernas y, cuando se los ve funcionando, son máquinas de una belleza asombrosa e hipnótica, y de complejidad aparentemente increíble. Muchas de las mejoras que el antiguo carpintero y violista, afinador de campanas y maestro de coro –porque los sabios en el siglo xviii eran sabios de verdad– incorporó en sus relojes son hoy día componentes esenciales de la moderna maquinaria de precisión: Harrison creó el rodamiento de rodillos confinado, por ejemplo, antecesor del rodamiento de bolas, lo que dio pie a la aparición de gigantescas compañías modernas como Timeken y SKF. Y la tira bimetálica, que Harrison inventó sin ayuda de nadie al tratar de compensar los efectos de los cambios de temperatura en su cronómetro H3, se emplea aún hoy día en docenas de aparatos esenciales: termostatos, tostadoras de pan, teteras eléctricas y cosas semejantes.

 

Y, sin embargo, ninguno de estos tres fantásticos artefactos, con su belleza aparente y su revolucionario diseño, resultaron exitosos. Cada uno de ellos fue llevado a bordo de un barco y puesto en marcha por la tripulación como cronómetro y, en cada ocasión, aunque el cronómetro mejoró la aproximación a distintas posiciones del barco, la exactitud de la medida de la longitud derivada de su puntualidad tenía discrepancias mucho mayores que las exigidas por el Consejo de la Longitud, de manera que no se hicieron acreedores al premio. Pero el genio y la aplicación de Harrison sí fueron reconocidos y no dejó de recibir sumas importantes con la expectativa de que terminaría por encontrar el busilis cronológico. Finalmente lo consiguió cuando entre 1755 y 1759 construyó no otro reloj de mesa, sino un reloj de bolsillo, al que desde que fue limpiado y restaurado en los treinta se le conoce simplemente como H4.5

El reloj de bolsillo fue técnicamente un triunfo en todos los sentidos. Tras treinta años de trabajo casi obsesivo, Harrison consiguió apretujar prácticamente todas las innovaciones que había ingeniado en sus relojes de contrapesos y algunas más en una caja de plata de cinco pulgadas de diámetro, para asegurarse de que su cronómetro estaría tan cerca de la infalibilidad cronológica como fuese humanamente posible.

Las mancuernas oscilantes, ese mecanismo que daba a la mágica locura de sus grandes relojes tanta espectacularidad, las sustituyó por un resorte central en espiral controlado por temperatura y un volante de rápida oscilación que giraba en un movimiento de vaivén a la frecuencia sin precedente de cerca de dieciocho mil veces por hora. También le puso un así llamado remontoire que recargaba el resorte central ocho veces por minuto para mantener su tensión constante y la cadencia invariable. Pero no todo era perfecto: el reloj necesitaba ser aceitado. Así que, buscando disminuir la fricción y reducir al mínimo la cantidad de aceite requerida, Harrison usó, donde le fue posible, cojinetes de diamante, en uno de los primeros mecanismos de escape en usar piedras preciosas.

Sigue siendo un misterio cómo, sin el auxilio de máquinas o herramienta de precisión –cuyo desarrollo es primordial para la historia–, Harrison logró todo esto. Es un hecho que todos aquellos que han construido copias del H4, y de su sucesor, el K1 (el que llevó a bordo en sus viajes el capitán Cook), tuvieron que usar máquinas o herramienta para fabricar las partes más delicadas de los relojes: la idea de que piezas así hayan podido ser hechas a mano por el sexagenario John Harrison sigue siendo inverosímil.

Terminada su tarea, Harrison entregó el reloj al Almirantazgo para su prueba de fuego. El instrumento (custodiado por William, el hijo de Harrison, en calidad de chaperón) fue embarcado en el HMS Deptford, un desvencijado navío de cuarta clase de cincuenta cañones, en un viaje de cinco mil millas náuticas desde Portsmouth a Jamaica.6 Una cuidadosa inspección al llegar a puerto reveló que el reloj había acumulado un error de cronometraje de solo 5,1 segundos, muy dentro de los límites establecidos para el premio a la longitud. Al cabo de los 147 días de viaje, sumado un regreso difícil y accidentado arrostrando varias tormentas (durante el cual William Harrison tuvo que arropar el cronómetro entre unas mantas), el error en el reloj era apenas de un minuto 54,5 segundos, un nivel de exactitud jamás imaginado en un instrumento para medir el tiempo que hubiese cruzado el mar.

Y aunque sería grato informar que con esto la maravillosa obra de John Harrison ganó el premio, el hecho de que no lo recibiera ha dado mucho que decir. El Consejo de la Longitudprevaricó durante años, después de que el astrónomo real declarara que había un método mucho mejor para determinar la longitud, el de la distancia lunar, que estaba siendo perfeccionado y que por lo tanto no había necesidad de fabricar relojes marinos. El pobre John Harrison se vio obligado a solicitar una audiencia con el rey Jorge III (que resultó ser su gran admirador) y pedirle que intercediera por él.

Siguió un rosario de humillaciones. El H4 fue una vez más puesto a prueba y registró un error de 39,2 segundos en un viaje de 47 días de duración, de nueva cuenta muy dentro de los límites fijados por el Consejo de la Longitud. Luego Harrison tuvo que desarmar su reloj frente a un panel de observadores y hacer entrega de su precioso instrumento al Real Observatorio para una prueba de su exactitud durante diez meses (otra vez más, esta en un emplazamiento estable). Fue tortuoso y vejatorio para un ya viejo Harrison, que a sus setenta y nueve años se encontraba explicablemente cada vez más amargado por el maltrato.

Por fin, y gracias en buena parte a la intervención del rey Jorge, Harrison cobró casi todo su premio. La gente lo recuerda como un genio agraviado. Sus tres relojes y los dos relojes marinos de bolsillo, H4 y K1, son poderosos testimonios, tres de ellos marcando firme e incesantemente el tiempo, de cómo su hacedor, artífice devoto de la precisión y la exactitud en su trabajo, contribuyó de manera tan honda a cambiar el mundo.

El mecanismo de Anticitera es un artefacto notable por la precisión de su hechura y apariencia, pero por su inexactitud y su construcción de principiantes, como no pudo ser de otra manera, es poco confiable y, para todo propósito práctico, poco menos que inútil. Los cronómetros de Harrison, en cambio, son precisos y exactos, pero tardó años en construirlos y perfeccionarlos y son el resultado de una artesanía inmensamente cara, así que sería ocioso proponerlos como paradigma o fuente de una auténtica precisión que revolucionaría al mundo. Más aún, sin querer menoscabar un logro técnico permanente, cabe señalar que los cronómetros de Harrison tuvieron una utilidad práctica a lo sumo de tres siglos. Hoy día, el reloj de latón en el puente de mando de un navío, al igual que el sextante guardado en su estuche de piel impermeable, es un objeto más decorativo que esencial. Señales de tiempo de exactitud impecable llegan hoy por la radio. Los valores digitales de las coordenadas de latitud y longitud llegan al puente después de que un Sistema de Posicionamiento Global (GPS, por sus siglas en inglés) procese los datos de satélites lejanos. Las máquinas de relojería, no importa cuán bellamente tallados y montados hayan sido sus engranajes, cuán delicada e intrincadamente grabadas sean sus carátulas, son creaciones de tecnologías pretéritas y hoy subsisten principalmente por su valor preventivo: si un barco en altamar pierde sus generadores de energía, o si el capitán es un purista desdeñoso de la tecnología, entonces los relojes de John Harrison cobran realmente un valor práctico.