Los perfeccionistas

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La palabra precisión, un vocablo atractivo y suavemente seductor (gracias, en buena medida, a la sibilancia al comienzo de su tercera sílaba), es de origen latino, se empezó a extender su uso en el francés y apareció por vez primera en el habla inglesa a comienzos del siglo xvi. Su sentido original, “el acto de separar o cortar” –piense en otra palabra para el acto de recortar: resumir– casi no se usa hoy día.2 El sentido en el que tan a menudo se usa actualmente, al grado de haberse vuelto casi un cliché, se relaciona, como lo registra el Oxford English Dictionary, con “exactitud y certeza”.

En lo que sigue, usaré las palabras precisión y exactitud de manera casi –pero no enteramente– intercambiable, porque convencionalmente significan más o menos lo mismo, aunque no exactamente lo mismo: no precisamente.

Dado el tema particular de este libro, es importante explicar la diferencia, porque para quienes verdaderamente persiguen la precisión en la ingeniería, la diferencia entre las dos palabras es importante, un recordatorio de que la lengua inglesa no tiene prácticamente sinónimos, de que todas las palabras del inglés son específicas, sirven a un sentido y un significado muy acotados. Precisión y exactitud tienen, para algunos hablantes, una diferencia importante de sentido.

El origen latino de las dos palabras apunta a esta diferencia fundamental. La etimología de exactitud está muy cerca de palabras latinas que significan ‘cuidado’ y ‘atención’. Precisión, por su parte, se origina en una cascada de significados antiguos que giran alrededor de la idea de separación. Cuidado y atención parecerían en principio tener algo en común, aunque muy poco, con el acto de separar una parte de algo mediante un corte. La precisión, empero, goza de una asociación más próxima con significados tardíos de ‘minuciosidad’ y ‘detalle’.3 Si se describe algo con gran exactitud, se lo describe tan cercanamente como es posible a lo que es, a su valor verdadero. Si se describe algo con gran precisión, se lo describe con el mayor detalle posible, aun cuando ese detalle no sea necesariamente el verdadero valor de lo que se describe.

Se puede describir la proporción constante entre el diámetro y la circunferencia de un círculo, pi, con una gran precisión, como 3,14159265358979323843, digamos. O pi puede felizmente expresarse con exactitud hasta siete cifras decimales como 3,1415927, y esto es estrictamente cierto porque la última cifra, 7, es la manera aceptada por las matemáticas para redondear el valor de un número (como acabo de escribirlo y señalarlo dejando un espacio inmediatamente después) cuyo verdadero valor termina con 65.

Un modo un poco más simple de explicar más o menos lo mismo es mediante un blanco para tiro con pistola formado por tres círculos concéntricos. Supongamos que usted dispara seis veces al blanco y los seis tiros yerran por mucho, no impactan siquiera en el blanco. Sus disparos en este caso no son ni precisos ni exactos.

Quizá todos los disparos han caído en el círculo interior, pero en distintas partes alrededor del blanco. Esta vez ha disparado usted exactamente, porque están todos cerca de la diana, pero con escasa precisión, pues los disparos han impactado en distintos puntos del blanco.

Acaso los disparos están todos en alguno de los anillos exteriores, muy cerca unos de otros. Aquí hace usted gala de una gran precisión, pero no es lo suficientemente exacto.

Finalmente, está el caso anhelado, merecedor de un redoble de tambor: los disparos forman un grupo compacto y han impactado la diana. Este es el desempeño ideal, pues usted ha conseguido ser muy preciso y exacto.


El dibujo de un blanco permite fácilmente diferenciar la precisión de la exactitud. En A, los disparos están agrupados y cerca de la diana: hay precisión y exactitud. En B hay precisión, sí, pero como los disparos han caído lejos del blanco no son exactos. En C, los disparos están muy dispersos, no exhibe precisión ni exactitud. Y en D, donde se observa cierto agrupamiento y una mayor proximidad a la diana, hay cierto grado de precisión y de exactitud, pero muy moderado

En estos dos casos, al escribir el valor de pi o tirar al blanco, la exactitud se logra cuando la acumulación de resultados se acerca al valor deseado, que en estos ejemplos es el verdadero valor de la constante o el centro del blanco, respectivamente. La precisión, en cambio, se alcanza cuando los resultados acumulados son cercanos entre sí, cuando el intento de dar en el blanco varias veces tiene exactamente el mismo resultado, aun cuando este no se acerque necesariamente al valor verdadero buscado. En suma, la exactitud se cumple en la intención; la precisión, en sí misma.

Hay una última definición que agregar en esta confusa madeja: el concepto de tolerancia. La tolerancia es un concepto particularmente importante para nuestro propósito por razones tanto filosóficas como organizativas: este es el principio alrededor del cual está organizado este libro. En vista de que el anhelo creciente de una precisión cada vez mayor parece ser un leitmotiv de la sociedad moderna, he dispuesto los capítulos a continuación en orden ascendente de tolerancia, comenzando la historia con tolerancias bajas, del orden de 0,1 o 0,01, para terminar con las tolerancias absurdas, casi imposiblemente altas, con las que hoy día trabajan algunos científicos –hay reportes recientes de mediciones de diferencias tan minúsculas como 0,00000000000000000000000000001 gramos, 10 a la -28 gramos, por ejemplo–.4

Y, sin embargo, este principio también motiva una pregunta filosófica más general: ¿Para qué?, ¿cuál es la necesidad de estas tolerancias?, ¿acaso la carrera por alcanzar cada vez mayor precisión que sugieren estas mediciones ofrece un beneficio real para la sociedad?, ¿no habrá un riesgo de convertir la precisión en un fetiche, de fabricar objetos dentro de tolerancias cada vez más extraordinarias simplemente porque lo podemos hacer o porque nos parece que deberíamos poder hacerlo? Dejaremos estas preguntas para después, pero por lo pronto imponen la necesidad de definir qué es la tolerancia, para que sepamos tanto de este aspecto particular de la precisión como de la precisión misma.

Aunque he dicho que puede uno ser preciso en la forma de emplear el lenguaje, o exacto a la hora de pintar un cuadro, en la mayor parte de este libro examinaré esas propiedades en su aplicación a objetos manufacturados y, en la mayoría de los casos, a objetos manufacturados por maquinaria a partir de materiales duros: metal, vidrio, cerámica, etcétera. No de madera, sin embargo. Si bien puede ser tentador observar un ejemplo exquisito de mobiliario de madera o el retablo de un templo, admirar la exactitud del cepillado y la precisión de los ensambles, los conceptos de precisión y exactitud nunca pueden estrictamente aplicarse a los objetos hechos de madera, porque la madera es flexible; se hincha y se contrae en formas impredecibles y no puede tener nunca unas dimensiones verdaderamente fijas porque por naturaleza es una materia que aún pertenece al mundo natural. Cepillada o unida, ensamblada o torneada o barnizada hasta brillar, es fundamentalmente inherentemente imprecisa.

Una pieza de metal trabajada en varias máquinas, una lente de vidrio pulido, un filo de cerámica de alta temperatura, en cambio, pueden fabricarse con precisión auténtica y definitiva, y si el proceso de manufactura es impecable, pueden fabricarse una y otra vez, cada una igual a la otra, cada cual potencialmente intercambiable por otra cualquiera.

Cualquier pieza de metal (o vidrio o cerámica) manufacturada tiene por fuerza propiedades químicas y físicas: tendrá masa, densidad, un coeficiente de expansión, un grado de dureza, calor específico, etcétera. Posee por fuerza características geométricas: debe tener grados medibles de rectitud, llanura, circularidad, cilindricidad, perpendicularidad, simetría, paralelismo y posición en el espacio, entre otras cualidades aún más esotéricas e ignoradas.

Para cada una de estas dimensiones y geometrías, la pieza manufacturada debe tener lo que hoy ha llegado a conocerse como tolerancia.5 Tiene que tener cierto grado de tolerancia si ha de formar parte de una máquina, sea esta un reloj, un bolígrafo, una turbina de jet, un telescopio o el sistema de guía de un torpedo. Hay una ínfima necesidad de tolerancia si el objeto manufacturado va a colocarse aislado en medio de un desierto. Pero si tiene que acoplarse con otra pieza de metal de manufactura igualmente fina, tendrá que cumplir con un grado de variación en sus dimensiones y geometría especificado o previamente acordado que asegure la posibilidad de su acoplamiento. Esa variación permitida es la tolerancia, y cuanto más precisa sea la pieza manufacturada, mayor será la tolerancia requerida y especificada.

Un zapato, por ejemplo, es invariablemente un objeto que requiere de muy baja tolerancia. Por un lado, una zapatilla mal hecha puede tener un grado de variación permitido en sus dimensiones especificado o convenido (que es la definición formal de tolerancia para un ingeniero) de media pulgada, es decir una holgura tan generosa entre el pie y el forro que vuelve casi irrelevante el concepto de precisión. Un zapato hecho a mano por Lobbe de Londres, por el otro, parecerá ajustarse cómodamente, perfectamente, hasta precisamente, pero aún tendrá una tolerancia de un octavo de pulgada –y para un zapato es una tolerancia aceptable y puede por supuesto lucirse con orgullo–. Pero en términos de ingeniería de precisión, su hechura es cualquier cosa menos precisa, no es ni siquiera exacta.6

Uno de los dos instrumentos más precisos construidos por iniciativa humana se ubica en la región noroeste de la costa pacífica de Estados Unidos, lejos de todo, en el interior árido del estado de Washington. Fue erigido justo fuera de las instalaciones nucleares ultrasecretas donde Estados Unidos fabricó los primeros suministros de plutonio para la bomba que arrasó Nagasaki. El plutonio fue durante décadas la materia prima del corazón de la mayor parte del arsenal de armas nucleares de ese país.

 

Los años de manejo de materiales nucleares han dejado una herencia de proporciones inimaginables de sustancias peligrosamente contaminadas por radiación, desde las barras de combustible hasta las prendas de vestir, que apenas ahora, tras un escándalo público, están siendo regeneradas –o remediadas, como prefieren decir los conservacionistas–. Hoy día, el Hanford Site, como se lo conoce, es oficialmente el más grande emplazamiento de limpieza ambiental del mundo, con costes por descontaminación que alcanzan decenas de billones de dólares y una tarea indispensable de reparación que probablemente no termine antes de mitad del siglo.

La primera vez que pasé por delante era muy tarde por la noche, venía conduciendo desde Seattle. Desde mi coche, que avanzaba velozmente con rumbo al sur, podía ver el resplandor de las luces en la distancia. Tras las vallas de seguridad coronadas por alambre de navajas y señales de “peligro”, custodiadas por guardias armados, unos once mil trabajadores se afanan día y noche para limpiar el terreno y las aguas de la venenosa radioactividad que tan peligrosamente los impregna. Hay quienes piensan que es una tarea tan vasta que jamás podrá ser cabalmente terminada.

Al sur del área principal de los trabajos de limpieza, justo fuera de la cerca, pero a la vista de las torres de los reactores atómicos que aún están en pie, se lleva a cabo uno de los experimentos más notables de la ciencia contemporánea. No es en absoluto un secreto, difícilmente dejará un legado en algún sentido peligroso y requiere de la fabricación y puesta en marcha de un conjunto de las máquinas y los instrumentos más precisos que la humanidad haya intentado construir nunca.

Se trata de un lugar sin pretensiones, fácil de pasar de largo. Yo llegué a mi cita con la primera luz de la mañana, cansado tras conducir toda la noche. Hacía frío, el camino estaba prácticamente vacío y la desviación principal sin señalizar. Un pequeño letrero a la izquierda apuntaba a un conjunto de edificios bajos pintados de blanco a cien metros del camino. “ligo –decía– bienvenido”. Nada más. Bienvenido a la catedral –podría además haber dicho– del culto a la ultraprecisión.

Llevó varias décadas diseñar los instrumentos científicos que están regados en medio de este polvoriento y seco lugar de nadie. “Nuestra seguridad es nuestra discreción”, es el lema de quienes se preocupan por los costosos experimentos instalados aquí, sin un pedazo de alambre de púas ni una malla metálica que los proteja. La tolerancia de las máquinas en el emplazamiento del LIGO es casi inimaginablemente inmensa y la consecuente precisión de sus componentes, de un grado y una naturaleza desconocidos e inalcanzables en cualquier otro lugar de la tierra.

LIGO es un observatorio, el Laser Interferometer GravitationalWave Observatory. El propósito de estos equipos tan extraordinariamente sensibles, complejos y costosos es tratar de detectar el paso, a través del tejido del espacio-tiempo, de esas breves sacudidas, distorsiones u ondulaciones conocidas como ondas gravitacionales, un fenómeno cuya ocurrencia predijo Albert Einstein en 1916 como parte de su teoría general de la relatividad.

Si Einstein estaba en lo cierto, entonces con alguna frecuencia, cada vez que un evento colosal ocurre allá lejos en las profundidades del espacio (el choque de dos agujeros negros, por ejemplo), las ondulaciones interestelares se extienden como un abanico, moviéndose a la velocidad de la luz, y tarde o temprano llegan a la Tierra y la traspasan. En ese tránsito provocan el cambio de su forma en una magnitud infinitesimal y durante el más breve instante de tiempo.

Ningún ser vivo podría percibir ese fenómeno y el ligero aplastamiento sería tan minúsculo, instantáneo e inocuo que no quedaría rastro de él en ninguna máquina o dispositivo conocido, con la excepción del LIGO. Y tras décadas de experimentos con instrumentos que se rediseñaban una y otra vez para alcanzar grados cada vez mayores de sensibilidad, los dispositivos instalados en el noroeste desértico del estado de Washington y en los pantanos de Luisiana –donde se construyó el segundo de estos observatorios– por fin han traído el trofeo a casa.

En septiembre de 2015, casi un siglo después de la publicación de la teoría de Einstein, en la víspera de la Nochebuena de ese mismo año y de nuevo en 2016, los instrumentos del LIGO detectaron sin lugar a dudas qué series de ondas gravitacionales, después de viajar durante billones de años desde los confines del universo, habían pasado a través de la Tierra y, en el fugaz instante de su tránsito, cambiado su forma.

Para ser capaces de detectar este fenómeno, las máquinas del LIGO tuvieron que ser construidas bajo estándares de perfección mecánica que apenas unos años atrás eran poco menos que inconcebibles, y antes de ello no era posible siquiera imaginarlos y menos alcanzarlos. Porque no siempre existió esta delicadeza, esta sensibilidad, esta forma ultraprecisa de fabricar cosas. La precisión no estuvo siempre ahí, a la sombra, esperando ser descubierta y después aprovechada para lo que sus más tempranos admiradores pensaron que sería el bien común. De ninguna manera.

La precisión es un concepto que se inventó, con toda deliberación, para atender una única y bien identificada necesidad histórica. Fue concebida atendiendo a razones rigurosamente prácticas, que muy poco tuvieron que ver con un sueño del siglo xxi de poder confirmar (o no) la existencia de vibraciones procedentes del choque de estrellas lejanas. Tuvo más bien que ver con el muy pragmático descubrimiento, de principios del siglo xviii, de que había un asunto urgente para la física relacionado con el poder potencialmente increíble de esa forma del agua de temperatura elevada que desde el siglo anterior se conocía y había definido con la palabra vapor.

El origen de la precisión se deriva de la posibilidad que entonces se imaginó de contener, manejar y dirigir ese vapor, esa invisible forma gaseosa del agua hirviente, para generar fuerza y pensar que esta podría ponerse a trabajar en beneficio (quizá, con algo de suerte) de toda la humanidad.

Y, todo ello, que resultó ser una de las epifanías ingenieriles más singulares, ocurrió en el norte de Gales, un día frío de mayo de 1776, incidentalmente a pocas semanas de la fundación de Estados Unidos, país que terminaría por hacer un uso aventajado de las técnicas de precisión que a su debido tiempo se desarrollaron.

Ese día de primavera se considera (aunque no de manera unánime) como la fecha de nacimiento del primer artefacto dueño de un cierto grado, patente y reproducible, de precisión mecánica; una precisión que podía medirse, registrarse, repetirse y, en este caso, creada con una tolerancia de un décimo de pulgada o, en los términos de entonces, de una moneda inglesa de plata con valor o importe de un chelín.

1 Los pocos cientos de miembros de esta vocación más bien exclusiva se especializan en fabricar instrumentos de vidrio de gran refinamiento y complejidad, principalmente para su uso en laboratorios de química. Editan una revista especializada, Fusion, se reúnen en convenciones y cuentan con un héroe, un inmigrante japonés a Estados Unidos, Mitsugi Ohno, que, hasta su muerte en 1999, a los setenta y tres años, trabajó para la Universidad Estatal de Kansas y reunió una colección de modelos de vidrio enormes y minuciosos de barcos y edificios célebres que permanece en el campus, en Manhattan, Texas. Ohno debe sobre todo su fama a que halló la forma de hacer una botella de Klein, un recipiente curvo que, como una cinta de Möbius tridimensional, tiene una sola superficie.

2 Aunque T. S. Eliot lo empleó en su “Rhapsody on a Windy Night”: “Whispering lunar incantations / Dissolve the floors of memory / And all its clear relations/ Its divisions and precisions […]”. (“Rapsodia en una noche ventosa”: “los conjuros lunares disipan con un susurro / los pisos de la memoria / junto con todas sus claras relaciones, / divisiones y precisiones) [traducción de José Luis Rivas].

3 N. del T.: En el Diccionario de autoridades de la Real Academia Española, publicado entre 1726 y 1739, las palabras preciso y exacto no tienen todavía entre sus acepciones alguna que se relacione con magnitud o medida. El Diccionario de la Real Academia Española, en su edición más reciente, en las acepciones pertinentes reza: “preciso, sa […] 3. adj. Dicho de un instrumento de medida: Que permite medir magnitudes con un error mínimo. Este instrumento es muy preciso: mide milésimas de milímetro”; “exacto, ta […] 10. Dicho de un instrumento de medida: Que se ajusta lo más posible al valor real de una magnitud. Esta regla es exacta, pero poco precisa: solo mide centímetros”. El Simon and Schuster’s International Dictionary, inglés-español/español-inglés, de la casa editorial neoyorquina, acopiado por un equipo encabezado por Tana de Gámez, traduce los términos accuracy, exactness y precision, en sus acepciones pertinentes, por ‘exactitud’ y ‘precisión’.

4 El punto crucial para la fabricación de cualquier cosa es la posibilidad de su medición. En inglés, esto por lo general supone el uso del adverbio casi invisible cómo, en su determinación interrogativa de hasta qué punto o hasta qué grado puede existir algo. ¿Qué tan largo es?, ¿qué tan masivo?, ¿qué tan recto es un borde?, ¿qué tan curva una superficie?, ¿qué tan dura?, ¿qué tan ceñido es el ajuste? Fueron los antiguos egipcios los primeros en definir estos términos con el cúbito, el largo del antebrazo del faraón, que se reconoce como el abuelo venerable de todas las medidas. A partir de ahí, otras civilizaciones recurrieron a otros atributos humanos: el largo del pulgar o del pie, la distancia medida por cien pasos o durante una jornada, como base para escalas de medición, donde la pulgada o la libra o el grave o el catty eran unidades fijas, mientras que en otros casos, como la unidad china de distancia, el li, por ejemplo, eran variables dependiendo de si el camino por recorrer era llano o cuesta arriba. Luego llegaron los franceses con su système métrique, deliciosamente pulcro y basado en los múltiplos de diez y poco más tarde el actual Sistema Internacional de Unidades, mejor conocido como SI, tenazmente elaborado y acordado internacionalmente (adoptado por todas las naciones con excepción de Birmania, Liberia y Estados Unidos), que define las siete unidades fundamentales de longitud, masa, tiempo, corriente eléctrica, temperatura, cantidad de materia e intensidad lumínica, mejor conocidas como metro, kilogramo, segundo, amperio, grado Kelvin, mol y candela. Para no hacer tropezar el ritmo narrativo de esta historia, he dejado para un apéndice final un recorrido más detallado de los multitudinarios misterios de la medición.

5 Desde su primera definición formal, en 1916, como “márgenes de error permisibles” en la calidad de la manufactura. Un informe inglés de 1868 sobre acuñación internacional de moneda anticipó este uso cuando apuntó que en lo tocante a monedas de oro “el margen de error en la acuñación […] llamado remedio o tolerancia […] es de 15 granos para el fino, más o menos 1/16 de quilate”.

6 Las hormas de precisión creadas en una máquina inventada por un tal Thomas Blanchard, en Springfield, Massachusetts, en 1817, son también parte de la historia de la precisión en Estados Unidos, como explicaré en el capítulo iii.