La Güera Rodríguez

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Es difícil diagnosticar la enfermedad de la Güera retrospectivamente. Los médicos de su época todavía creían en las teorías galenistas que explicaban las enfermedades como provenientes de un desequilibrio de los cuatro humores, y su certificado atribuye las aflicciones de esta “joven viuda de temperamento sanguíneo” a un desorden del hígado. Pero muchos de los síntomas apuntan a la tuberculosis, sobre todo la tos sangrienta, las hemorragias nasales, fiebre, fatiga, dolores de cabeza y de pecho, y pérdida de peso. (Aun la erupción podía indicar la tuberculosis cutánea.) De hecho, si Guadalupe padecía de tuberculosis hubiera sido difícil que la madre pudiera evitar el contagio durante los largos años que cuidaba de su hija enferma. Además, podía haber sufrido simultáneamente de varias dolencias, cosa común en tiempos pasados.19

Aunque nunca podremos confirmar este diagnóstico con certeza, los documentos dan una perspectiva sombría de este periodo en la vida de la Güera. La enfermedad y la muerte eran constantes presencias. Además de sus propios males, su cuñado de apenas treinta años, el Marqués de Uluapa, murió el 3 de abril de 1810 (cuando ella estaba en el exilio) “tras recorrer los muladares de la Ciudad de México”, y su padre “anciano” murió el 5 de diciembre.20 Su hija Guadalupe siguió languideciendo por seis años hasta sucumbir a la muerte. A pesar de las medicinas que recetaban los médicos, hasta el descubrimiento de los antibióticos en el siglo xx no había un tratamiento mucho más eficaz que el cuidado paliativo y las oraciones.

Sin embargo, la Güera debe haber tenido una constitución fuerte porque se recuperó —o por lo menos su enfermedad estuvo en remisión, algo que pasaba frecuentemente con la tuberculosis—. Viviría cuarenta años más, aunque con dos ataques de enfermedad grave: uno en marzo de 1819 tan severo que el primero de abril dictó su testamento desde lo que pensaba ser su lecho de muerte, y otro en junio de 1825 que duró tanto tiempo que dejó de pagar el alquiler de su palco privado en el Teatro del Coliseo porque no podía asistir a las funciones de teatro.21

de vuelta en la capital, 1811-1820

Ya en enero de 1811 —si no antes— la Güera estaba de vuelta en la capital, viviendo en frente de la Alameda en una casa alquilada.22 [Figura 7] Por cierto, no era inusual que los residentes acaudalados arrendaran sus viviendas porque en esa ciudad en que la propiedad se concentraba en manos de la Iglesia y de algunas pocas familias nobles, la mayoría de las residencias elegantes solamente se podían alquilar. Y, a pesar de poseer fincas rurales, ella nunca llegó a ser dueña de su propia vivienda en la Ciudad de México.

El 22 de enero de 1811 doña María Ignacia Rodríguez, “presente en su morada”, recibió una notificación de que antes de morir, su padre había nombrado sucesor en su puesto de regidor a su nieto, don Gerónimo, y que ella, como la tutora del hijo, debía nombrar a otro sujeto para que ocupara el cargo prestigioso hasta que este alcanzara la requerida edad. Ella firmó “lo oye”, aceptó la responsabilidad, y nombró a su antiguo amigo el doctor don Ignacio Rivero para servir en el interino.23 [Figura 8]

En marzo de 1811 se mudó de esa vivienda, que su médico consideraba poco saludable, a la magnífica casa grande del mayorazgo de Uluapa en la esquina de las calles de Damas y Ortega, que su hermana Josefa administraba para su hijo durante su menor edad. (Y esta era justamente la casa que Aguirre había ocupado hasta su muerte en diciembre de 1810, donde la Güera alegaba haber oído hablar del plan para envenenar al virrey.) El primero de mayo de 1811 las dos hermanas firmaron un contrato por cinco años, retroactivo al primero de marzo, en que María Ignacia se comprometía a pagar un alquiler de 1.200 pesos anuales (400 más de lo que había pagado Aguirre) y a hacer algunas reparaciones a la vieja estructura, entre ellas reemplazar las rejas deterioradas de las ventanas con elegantes balcones de hierro y pintar el exterior de “color de cantería”. Posteriormente, su tío José Rodríguez de Velasco y algunos vecinos aseguraron que habían observado a las dos herma- nas conversando felizmente mientras supervisaban las obras. Estos testigos concurrieron en que los cambios al edificio “antiquísimo” le habían restaurado el “esplendor y lucimiento que debe tener una finca de un título de Castilla”.24 Pero la Güera solamente se quedó allí catorce meses antes de mudarse a la calle de San Francisco y subarrendar la casa de su hermana por la duración del contrato.25

Para el otoño de 1811 había vuelto la normalidad a su vida y se propuso resolver el “litigio bien intricado” que seguían sus hermanos políticos sobre el legado de Briones. El 4 de octubre llegaron a un acuerdo extrajudicial para “conservar la armonía que debía unirlos por los vínculos a que estaban ligados”. Según un resumen posterior del caso, los Briones fueron “persuadidos […] de la justicia que a dicha Señora le asistía” y ella, para “honrar la […] memoria del Doctor don José Ignacio Briones su difunto esposo”, decidió darles a José, Vicenta y Manuela Briones 64.000 pesos, lo que representaba la quinta parte de la herencia —la única parte de la cual él hubiera podido disponer libremente, por haber herederos forzosos—. Y acordaron en que se pagara esta cantidad gradualmente con los ingresos de las haciendas de San Isidro y Santa María, más réditos retroactivos hasta el 8 de abril de 1808.26

La Güera también encontraba tiempo para recreaciones frívolas. El 16 de julio de 1811 el conde de Santa María Guadalupe del Peñasco se presentó en las oficinas del Santo Oficio para denunciar un escandaloso retrato de doña Ignacia Rodríguez de Velasco, pariente de su esposa. El conde testificó que el artista, don Francisco Rodríguez (sin parentesco) le había mostrado algunas imágenes en cera de medio relieve de varias damas distinguidas, todas retratadas con el escote tan bajo que “los pechos estaban muy descubiertos”. El de la Güera era el más vergonzoso porque sus senos “los tenía enteramente de fuera, de suerte que […] aún se le veía el ombligo”. El conde explicó que quería que el inquisidor lo supiera porque “no es éste el único retrato indecente que ha fabricado el citado don Francisco” y su antecesor el Inquisidor Prado “había hecho pedazos otro retrato de la misma Rodríguez fabricado por él”. Sin embargo, las autoridades no creyeron su testimonio y el inquisidor notó en el expediente que “No tengo confianza de las contestas”.27

El propósito del conde en acusar a la Güera no queda claro. Puede sinceramente haberse preocupado porque los vestidos de las señoras violaban la Instrucción Pastoral del Arzobispo Lizana, quien en 1808 prohibió “la costumbre de llevar las señoras el pecho y brazos desnudos”.28 O puede ser que la denuncia haya sido alguna forma de represalia por la parte que ella había jugado en la intriga contra el Oidor Aguirre. De cualquier forma, la denuncia sugiere que ella y sus amigas buscaban retratarse en las últimas modas del día, a pesar de que la generación de sus padres no siempre las aprobaba. [Figura 9]

Al mismo tiempo, la Güera se ocupaba de sus cinco hijos. La salud de Guadalupe era una preocupación constante, y la angustia de la madre se puede vislumbrar aun a través de los documentos parcos a nuestra disposición. En abril de 1810 ella ya había lamentado la grave enfermedad de su hija casi moribunda cuando le solicitó al virrey permiso para regresar a la Ciudad de México. Entonces, en una carta sin fecha de 1814, se excusó de una reunión por tener que retirarse “por hallarme con el cuidado de una niña que se me está muriendo”.29 Cuando la condición de Guadalupe empeoró en 1816, la Güera explicó —en un auto del 19 de julio en el que su apoderado transcribió las palabras de la madre— que no había atendido a sus asuntos por “el asalto y congoja con que en aquel momento me hallaba de estar gravemente accidentada, y casi en artículo de muerte, mi hija”. El apoderado después reiteró que su cliente no había contestado a una notificación legal “por estar incapaz de ello, a causa de hallarse trastornada con el grave cuidado de una hija como de quince años que se le estaba muriendo”; y añadió que cuando los oficiales del tribunal llegaron para pasarle la notificación encontraron a la enferma en cama “en un estado moribundo con el Santo Cristo y dos Padres Fernandinos, suspendiendo por esto la diligencia”.30 La niña murió a los pocos días, el 24 de julio. Así, aunque la muerte de Guadalupe no haya sido inesperada, de todas formas, parece haber sido muy traumática.

Sus otros cuatro hijos prosperaron. Los cronistas de la época alabaron la belleza, inteligencia y amabilidad de las tres hijas.31 La Güera les dio una excelente educación y las preparó para casarse con tres de los hombres más deseables del reino. El 15 de enero de 1812, cuando Josefa tenía dieciséis años, se casó con el tercer conde de Regla, Pedro José Romero de Terreros, quien ensalzó “la cristiana honesta y fina educación” que había recibido su novia en el colegio de la Enseñanza, el mejor colegio de niñas de la Nueva España.32 Ese mismo año, el 6 de junio, su hija Antonia de quince años se casó con el quinto marqués de Aguayo, José María Echevers y Valdivielso. Luego, el 16 de septiembre de 1820 Paz, la menor de quince años, se casó con el segundo marqués de Guadalupe Gallardo, José María Rincón Gallardo.33 De modo que, en esta sociedad en que los títulos de nobleza tenían tanto prestigio, las hijas habían mejorado su posición al adquirir lo que siempre le había eludido a la madre. Además, los tres esposos eran multimillonarios.34 De hecho, la fortuna de los condes de Regla era tan fabulosa que cuando Pedro se bautizó en 1788, “todos los concurrentes caminaron de la casa a la Iglesia sobre lingotes de plata”.35

 

La Güera le dio a Antonia y a Paz unas dotes de 6.000 pesos —una cantidad apreciable, pero nada grande en comparación con otras dotes aristocráticas—. (Por ejemplo, la madre de Villamil se había casado con una dote de 23.754 pesos y la madre de Pedro con una de 200.000.36) El marido de Antonia, un viudo con varios hijos, le dio un espléndido regalo de bodas (llamado arras en aquella época) de un coche que valía 2.000 pesos.37 Pero Josefa no recibiría ni dote ni arras porque ella y Pedro se casaron en contra de la voluntad de la madre del novio.

La historia de su amor podría ser una novela. La marquesa de Villahermosa (también la condesa viuda de Regla) se opuso al enlace por la corta edad y poca fortuna del hijo, que tenía veinte y tres años, y todavía no había heredado el mayorazgo de Regla del padre difunto. Además, quería que él esperara a que mejorara la situación económica de la familia porque muchas de sus minas y haciendas habían sufrido por las incursiones de las tropas durante la guerra de Independencia. Sin embargo, Pedro insistió en seguir su corazón. Aunque la madre le había prohibido salir de la casa, él se escapó una mañana “al toque de la Alba” a pesar de “querérselo impedir el Padre Capellán de Casa” y corrió las dos cuadras a casa de la novia —o sea, la de la Güera— donde permaneció hasta las 6:30 de la tarde. Cuando la marquesa se enteró, se puso tan furiosa que convenció al virrey que pusiera al hijo bajo arresto domiciliario, el 10 de diciembre de 1811, para impedir cualquier acto precipitado por parte del muchacho que estaba “en un estado perfecto de ceguedad” por “el exceso de la amorosa pasión que le domina”. Después de tres días el virrey le levantó la orden de arresto y Pedro solicitó que lo habilitara de edad para poderse casar. Su petición notó que la madre no le había puesto tacha a la novia o a su familia; que “el esclarecido origen del Mayorazgo de Villamil” y “la ilustre cuna por la línea materna” eran conocidos por todos; y que “la ejemplar conducta y honesto trato” de la novia también eran notorios. Además, aseguró (aunque resultó ser falso) que le sobraban fondos de los bienes libres del padre “para vivir en el decoro y lustre correspondiente a mi persona”. El virrey, después de consultar con sus ministros, decidió a favor del joven conde y le concedió el permiso para casarse el 14 de enero de 1812.38

Las nupcias se celebraron el día siguiente a las ocho de la noche en la casa de la Güera.39 En dos testamentos posteriores Pedro declaró que Josefa “no trajo al matrimonio caudal alguno, y en alhajas sólo un medallón de brillantes valioso en 1.400 pesos, otras frioleras de corto valor y la ropa de uso”.40 Parece que su madre no le dio dote porque, después de recibir una visita del conde de Xala (abuelo de Pedro) con la noticia de que su hija se oponía al matrimonio, la Güera le había advertido a los jóvenes enamorados que esperaran hasta poder conseguir el permiso materno.41 El disgusto de la madre de Pedro fue tal que “le quitó a su hijo todos los arbitrios para ver si lo estorbaba de esa manera” y lo echó de la casa de la familia Regla. Por lo tanto, se fueron a vivir con la Güera, y esta fue quien pagó los gastos del primer año del matrimonio hasta que Pedro heredara el mayorazgo. Un mes después de la boda, en una carta que la Güera le dirigió a un comerciante para excusarse de pagar una deuda, ella explicó que estos gastos la agobiaban a tal extremo que tuvo que vender alhajas y “de cuanto tenía, y me he quedado hasta sin una cama en que dormir” —presuntamente porque le dio su cuarto a los recién casados—.42

El escándalo pronto pasó y Josefa pudo ganarse a la madre de Pedro. Seis meses después de la boda, el 4 de julio de 1812, la marquesa le escribió a su íntima amiga, doña Inés de Jáuregui (esposa del destituido virrey Iturrigaray) para contarle que “Pedrito” se había casado y que ella se había encariñado con su joven nuera, doña Josefa Villamil Rodríguez de Velasco. “La niña es hija de la Güera, hermosa, de buen personal, muy bien educada, [con] mucho juicio y recogimiento; prendas todas con que endulzó el sinsabor que tuve al principio y me precisó a resistir el enlace hasta ocurrir a la autoridad judicial, pues, por las circunstancias actuales en que se halla la casa de mi hijo, me parecía no era tiempo de que pensara en casarse, sino que debía demorarlo para mejor tiempo; pero te repito, estoy contenta con mi nueva hija, que me respeta y ama con la mayor ternura.”43 Un retrato de la joven condesa demuestra que era, en efecto, muy bonita. [Figura 10]

Tenemos menos información sobre el único hijo, Gerónimo, durante este periodo. Sin duda recibió la excelente educación digna de su clase social y género. En noviembre de 1816, al cumplir los dieciocho años “recibió la hacienda de Bojay perteneciente a su vínculo […] desde cuyo tiempo ha tomado los productos de ella”.44 En 1817 pagó 2.393 pesos por el privilegio de heredar la posición de su abuelo en el Ayuntamiento,45 pero parece que apenas la ocupó por un año, porque solamente aparece en la lista de regidores en 1818.46 En 1823 heredó el resto del mayorazgo del padre (justamente cuando se cambiaron las leyes sobre vínculos para que se pudieran vender o gravar estas propiedades, lo que le hubiera beneficiado enormemente).47 Al contrario de sus hermanas que se casaron tan jóvenes, Gerónimo esperó a cumplir los veinte y siete años y estar bien establecido. El 19 de marzo de 1826 —día de la fiesta de San José— se casó con María Guadalupe Díaz de Godoy en la iglesia de San Miguel Arcángel en Atitalalquia, cerca de su Hacienda de Bojay.48 Debe haber visitado esa finca frecuentemente, lo cual pudiera explicar por qué Fanny Calderón solamente habla de sus tres hermanas y nunca lo menciona en su relato. Su residencia principal, sin embargo, estaba en la Ciudad de México donde sirvió en la corte de Iturbide en 1822-1823 y en la Cámara de Diputados durante la década de los 30. Para esa fecha también se identificaba en los protocolos notariales como coronel en el ejército.49

A la viuda doña María Ignacia le hubiera tocado asistir —y a veces organizar— las ceremonias que celebraban los hitos familiares. Primero vinieron las bodas de sus cuatro hijos, y después el nacimiento de diecisiete nietos. Josefa tuvo siete hijos; Antonia y Paz cuatro; y Gerónimo dos, aunque cada uno perdió un hijo en la infancia.(Apéndice 2) Muchos de estos salen retratados en la historia de la familia escrita en 1909 por el marqués de San Francisco, Manuel Romero de Terreros y Vinent, tataranieto de la Güera. [Figura 11] La abuela no solamente asistiría a los bautismos sino que sirvió de madrina para varios.50 Además, la familia se reunía para los funerales, como para el de su madre en 1818 y los de sus pequeños nietos. En 1815 también recibieron la noticia desde París de que el tío de Pedro, el marqués de San Cristóbal, “se mató a si mismo tomando arrobas de quina para hacer experiencias”51 —lo que servía de prueba adicional de que la muerte siempre estaba presente y la vida no se podía dar por sentado—.

nuevos problemas económicos, 1811-1820

La riqueza tampoco se podía dar por sentado porque la revolución de Independencia destruyó muchas fortunas. Mientras las tropas —tanto las insurgentes como las reales— saqueaban propiedades e interrumpían las rutas de comercio, la economía caía en picada. Las propiedades de la Güera eran particularmente vulnerables porque la mayoría se encontraba en el campo. Cuando sus haciendas dejaron de producir las rentas estables con que contaba, ella intentó ponerle buena cara al mal tiempo: compró, vendió y alquiló propiedades; extendió el plazo de sus hipotecas; enajenó posesiones; y hasta experimentó con nuevas maneras para aumentar sus ingresos. Sus asuntos se complicaron por pleitos judiciales y por la dificultad de cobrar más de 50.000 pesos que se le debía, al parecer porque muchos de sus coetáneos sufrían los mismos apuros. A pesar de sus esfuerzos, su situación económica se hizo cada vez más precaria.

La obligación más grande vino de su tío soltero, José Miguel Rodríguez de Velasco, cuyos problemas financieros habían empezado muchos años atrás. Él estaba profundamente endeudado aun antes de la guerra, ya que en mayo de 1810 la Güera aceptó que su padre tomara 13.000 pesos que ella le había dado para pagar parte de la hipoteca de la Patera y que se lo diera a su hermano, quien garantizó el préstamo sobre su Hacienda de la Escalera. Posteriormente le prestó más dinero y le dio piezas de plata labrada que él aparentemente empeñó con un amigo, don Ignacio Paz Tagle.52 La deuda creció aun más cuando José sirvió de albacea de su hermano. Los dos hermanos mantenían sus bienes en una compañía común que tenía poca liquidez. Después de la muerte de Antonio en diciembre de 1810, José no tenía el dinero en efectivo para pagarle a su sobrina los 3.400 pesos que le tocaban como su porción de la legítima paterna. Para el 16 de enero de 1818 la suma total de la deuda se había incrementado hasta alcanzar 30.533 pesos. En esa fecha José firmó un convenio con la sobrina en que prometía pagar lo que le debía en un plazo de nueve años con réditos del 5% y lo aseguró con una hipoteca de 25.864 pesos sobre su Hacienda de la Escalera.53 Pero cuando ella dictó su testamento en 1819, su tío todavía le debía más de 30.000 pesos y conservaba algunas piezas de su plata.

Otra obligación provenía de su viejo amigo, el canónigo Ramón Cardeña. En una época en que su fortuna estaba más sólida ella le había prestado 25.000 pesos, probablemente en 1809 para pagar su viaje a España y solicitar favores del soberano. (Esto podría explicar el misterio de cómo el canónigo se mantuvo durante ese periodo.) En su testamento de 1819 la Güera explicó que él “se obligó a satisfacerme con la renta de su canonjía, lo que no ha cumplido, y por tanto mando se le cobre, pues aunque no hay constancia de esta deuda por escrito […] no la negará; y si así sucediere podrán declarar sobre ella los señores Mariano y don Tomás Murphy que lo saben bien”. Dado que Cardeña murió al año siguiente, es posible que ella nunca haya recuperado ese dinero a pesar de sus evidentes lazos con los conocidos comerciantes Murphy.54

La guerra complicó esta situación. En 1811 los rebeldes ocuparon sus propiedades más valiosas, las haciendas de San Isidro y Santa María en Guanajuato. Tres cartas de diciembre de 1811 y febrero y marzo de 1812, insertadas dentro de autos judiciales posteriores, demuestran lo rápido que se deterioró su posición. El 8 de diciembre de 1811 ella se excusó de pagar una deuda de 1.012 pesos porque “no puedo absolutamente pagarla, por […] habérseme acabado los arbitrios que tenía aquí, y también los de Tierra Adentro, de donde hace once meses que no recibo nada, ni espero recibir por que están mis dos haciendas en poder de los enemigos habiendo hecho de ellas cuartel general”.55 La referencia a “once meses” indica que los rebeldes ya habían tomado esas fincas para febrero de 1811, y se quedarían por muchos años —posiblemente hasta 1820, según un documento de 1827—. Aunque esa fecha redonda parece algo sospechosa, los daños “por las ocurrencias […] de la guerra por el logro de la Independencia de esta América” eran indiscutibles: las haciendas no solamente dejaron de producir ganancias durante esos años, sino que se quedaron en “la ruina”.56

Y estas no eran las únicas propiedades afectadas por la lucha. Los insurgentes también ocuparon dos haciendas de ganado pertenecientes al mayorazgo de su hijo: Cabezones en Monterrey y La Soledad en el pueblo de Dolores. Para 1818 Cabezones “está ya libre de los rebeldes” pero “sufrió tal saqueo” que no le habían “quedado algunos ganados” —pero de todas formas “cuesta el día de hoy como setecientos pesos los salarios de los mozos que cuidan sus linderos”—. Ese año ella obtuvo un permiso para vender el distante rancho de Cabezones y cambiarlo por el Rancho del Cristo colindante con el Molino Prieto, de tal forma consolidando las propiedades del vínculo más cerca de la capital.57 Pero para entonces aun las fincas alrededor de la Ciudad de México se veían afectadas por la crisis.

A medida que su posición económica se agravaba, la Güera hizo varios intentos para mantenerse a flote. La carta de diciembre de 1811 lamentó que en octubre había tenido que sacar un préstamo por 200 pesos mensuales “para ir comiendo” y que también “hasta la plata en que comía he vendido con pérdida”. Según su carta del 10 de febrero de 1812, también se vio forzada a vender algunas alhajas. Para marzo estaba tan abrumada que por dos semanas sus hijos le habían escondido una carta del acreedor “por evitarme un mal rato cuando me han visto agobiada con mis males y cuidados”.

 

Pero no se rindió. En 1813 consiguió una prórroga de la hipoteca de La Patera con el Colegio de San Gregorio.58 En 1817, en un intento por asegurarse de un ingreso estable del mayorazgo, contrató con don Domingo Malo para que este alquilara el Molino Prieto de Gerónimo por 4.600 pesos anuales. Para esta fecha ya no confiaba en su tío José Rodríguez y había nombrado de apoderado a Malo, dándole poderes amplios para administrar su Hacienda de la Patera también. En 1818 firmó el convenio con su tío, sin duda suponiendo que la insolvencia de este se resolvería cuando terminara la guerra. Y en ese mismo año solicitó que se le eximiera de pagar contribuciones de hacienda extraordinarias que se habían impuesto sobre la Hacienda de Bojay para ayudar a solventar los costos de la guerra.59

Al mismo tiempo, buscaba una forma alternativa para pagarle a los Briones la cantidad que les debía, ya que el plan original de hacerlo con las ganancias de las haciendas de San Isidro y Santa María había fracasado. Como la Güera explicó en su testamento de 1819, “por los perjuicios y quebrantos que la rebelión del Reino me ha irrogado, principalmente en aquellas haciendas, asciende ya en el día esta deuda por los réditos caídos a una cantidad muy considerable”.60 Primero intentó entregarles a los Briones las dos haciendas para deshacerse de la deuda original de 64.000 pesos y “no recargarme más del rédito”. Cuando ellos no aceptaron la propuesta, vendió la Hacienda de Santa María (la menos valiosa de las dos propiedades) y les entregó 36.201 pesos. Además, puso la Hacienda de San Isidro en manos de un nuevo administrador y para 1819 también había vendido sus dos casas en Querétaro. No obstante, le quedaba por saldar más de la mitad de la deuda.61

Entonces, por lo visto en un momento de desesperación, se metió en un negocio al por menor —algo poco usual para una señora de su nivel social—. En 1817 compró veinticuatro cajones de cigarros de la Real Fábrica de Tabaco, valoradas en 6.543 pesos, para vender las 103.200 cajillas individualmente. El proyecto aparece en los protocolos notariales porque los compró a crédito; su cuenta se vencía el 10 de enero de 1818, pero el documento no dice si ella logró vender toda su mercancía o si había obtenido alguna ganancia. (Aunque los viajeros extranjeros notaban con asombro que las mujeres mexicanas de todas las clases sociales fumaban cigarros, no sabemos si la Güera compartía ese hábito; de todas formas, es inconcebible que esta cantidad de cigarros haya sido para su uso personal.)62

Es posible que también se haya embarcado en otro proyecto empresarial seis años antes, en marzo de 1811. Según una demanda que le puso el comerciante don Juan Manuel Lama en mayo de 1816, ella le había comprado a crédito veintidós docenas de medias de algodón inglés caladas —otra vez demasiado para su uso personal—. Antes de recurrir al tribunal, el comerciante había mandado su represen- tante, don Pedro Gutiérrez Salcedo, para que cobrara la deuda de 1.012 pesos. Las cartas que la Güera le escribió en diciembre de 1811 y febrero y marzo de 1812 indican que ella, en efecto, había comprado la mercancía, porque en vez de negarlo solamente explicaba que no tenía fondos para pagarle en ese momento. Para 1816 había cambiado su defensa e insistía en que nunca había comprado las medias, a veces alegando que el pagaré que presentó Lama estaba falsificado, o a veces que ella en efecto lo había firmado, pero que no lo había leído y nunca recibió las medias, y que las debe haber robado el representante usando su firma. Aunque una corte provincial falló a favor de Lama, ella lo apeló a la Audiencia que, el 4 de diciembre de 1818, resolvió que “para evitar las inquietudes, que de suyo traen los pleitos por una corta cantidad de dinero” se debería desistir de este sin prejuicio “contra la buena opinión y honra de dicha Señora […] ni contra el buen notorio crédito de dicho don Juan Manuel Lama”. Tal parece, entonces, que la Güera se pudo valer de sus conexiones con los jueces poderosos para liberarse de pagar una deuda legítima.63

Otra estrategia para generar ingresos le causó problemas con su hermana Josefa y la involucró en otro largo pleito judicial. Cuando en 1812 la Güera decidió mudarse de la casa que había alquilado de su hermana y subarrendarla por la duración del contrato, la dividió en dos unidades para sacarle más provecho. Tomando la caballeriza y algunas piezas de la casa grande, creó una casa chica donde el inquilino instaló oficinas y hornos para hacer bizcochos. Al terminarse el contrato en 1816, Josefa se negó a aceptar las llaves y exigió que la hermana restaurara el edificio a su condición original y que siguiera pagando renta en el ínterin. La Güera respondió que había devuelto la casa en mucha mejor condición que cuando la tomó, que Josefa había aprobado las renovaciones y que, al haber satisfecho la renta hasta el final del contrato, no le debía nada más.64

El pleito duró dos años y se puso muy amargo. En julio de 1816, cuando la Güera dejó de responder a las notificaciones del caso porque se le estaba muriendo la hija, Josefa hasta la acusó de exagerar la gravedad de la enfermedad —un golpe bajo a una madre cuya hija en efecto fallecería el 24 de ese mes—. A los cinco días Josefa renovó sus ataques, insistiendo que su hermana ya se debía haber recuperado de su pérdida. La corte fue más compasiva y le dio una prórroga de quince días para responder a la notificación judicial. A medida que se alargaba el pleito, Josefa acusó a su hermana de mentir con malicia. Y como ejemplo de su duplicidad, les recordó a los jueces que “vuestro digno Regente Aguirre fue víctima de sus intrigas” tan bien probadas que llevaron a su destierro.65

La Güera ofreció pagar 400 pesos adicionales para ponerle fin al pleito (después lo aumentó a 500), y aseguró de manera altiva “que para pagar esta ratera cantidad tengo alhajas de bastante valor”. Pero Josefa insistía en que su hermana tenía que pagarle 4.000 pesos. Y amenazó con embargar sus muebles, “por sólo desahogar […] su capri- cho”, según la Güera, y ponerla “a la vergüenza de que se le rematen”. Mientras tanto, la casa abandonada se deterioraba, sobre todo porque “en el tiempo de aguas y granizada que causó tanto daño en todas las azoteas” nadie la había cuidado de limpiar.

La Audiencia oyó el caso (porque la casa pertenecía a un mayorazgo) y el 10 de marzo de 1818 —“teniendo en consideración las distinguidas circunstancias de las dos hermanas litigantes, cuyo trato y armonía se halla de notoriedad interrumpidos por causa de este pleito”— ordenó que María Ignacia pagara 1.000 pesos más los dos años del alquiler de la casa chica que había seguido cobrando desde julio de 1816 (la cual producía 122 pesos anuales). El apoderado de la Güera solicitó un moratorio, alegando que ella no podía pagar en ese momento porque “en la actualidad no tiene los tales mil pesos, por habérsele retardado las remisiones de frutos que espera de sus haciendas; que ha pagado 4.000 de la alcabala de otra que compró en estas inmediaciones; […] que se ha visto precisada a prestar auxilios a su madre que se halla a los umbrales de la muerte; y por último, que si muere, se mira en la necesidad de hacer otros gastos inevitables”. El tribunal no accedió a esta solicitud y el 13 de abril de 1818 se terminó el pleito cuando la marquesa firmó un recibo confirmando que su hermana le había dado 1.000 pesos “en moneda corriente del cuño mexicano”.66 Cuando la Güera dictó su testamento al año siguiente, no lo mencionó entre los muchos asuntos pendientes.

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