La vida instantánea

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8 de febrero de 2017 · 74 likes

Salió Sílvia Pérez Cruz en la ceremonia de los Goya, con esa voz umami y reventona, primavérica y celeste, esa voz de jamón serrano (del güeno), y cantó una coplilla que incluía la frase esa de «gente sin casas y casas sin gente». Es una frase hermosa, a la vez ingenua y revolucionaria, que no sé de dónde salió, si es que salió de algún dónde, pero que ha sido tradicionalmente utilizada por el movimiento okupa.

Ingenua porque no acaba de entender cómo funciona el capitalismo, y revolucionaria porque ataca su mismo fundamento: aquí hay gente sin curro y gente con demasiado, gente que tira comida y gente que no la tiene, gente con tres chalets y gente sin vacaciones. Porque aquí no se distribuye a cada uno según sus necesidades ni se le pide a nadie según sus capacidades, como dicen las escrituras rojas.

A mí lo que más me preocupa es el tema robótico: se supone que las máquinas nos iban a librar de la bíblica maldición del trabajo, y lo que al final van a hacer los descendientes de Número 5 de Cortocircuito es dejar a la mitad del personal en el paro y que eso se lo ahorren los de siempre. Pero para cantar esto, mejor que una coplilla, un tecnillo de los Kraftwerk.

9 de febrero de 2017 · 77 likes

Esos dos que se están besando acaban de salir del bar, del Josealfredo, afortunadamente no hay mucha gente fuera: otro tipo, yo que fumo, un gato, y esos se han puesto ahí en medio de la calle a darse el lote, se están abrazando por todas partes, se están comiendo como si estuvieran muy famélicos y no hubieran probado bocado al menos en tres días; a él, que lleva una horrenda cazadora amarilla salmonela y unos pantalones blancos, se le ha caído la copa al abrazarla a ella con la mano derecha, es decir, cuando ha querido dar más énfasis a la escena y abrazarla con la mano (la derecha) con la que sostenía la copa; entonces la copa, un vaso de tubo lleno de ron Pampero con Coca-Cola (lo sé porque le oí pedirlo en la barra), se le ha caído, o él la ha dejado caer, quién sabe, y se ha roto en el suelo en decenas (que no miles) de pedacitos, como si una gota de vidrio del tamaño de un puño se hubiese estrellado contra el suelo ahí, al lado de esos dos, y se hubiese quedado desperdigada como una pequeña cantidad de agua, shattered que dicen muy gráficamente en inglés; ahora el suelo está lleno de gotitas de vidrio, y por ahí pasa también un reguero de alcohol o de orina (no llego a olerlo desde esta pared) que discurre en medio de las piernas de esos dos que se están besando; ella las lleva desnudas, las piernas, una minifalda muy torera que él, por fin a dos manos, puede manipular a gusto como si estuviese manipulando la masa para hacer el pan (precisamente a esta hora deben de estar los cientos de panaderos de la ciudad amasando el pan que comeremos mañana, es decir, dentro de unas horas, si es que comemos pan), al tiempo que se amasan esas lenguas como babosas rosas, se pueden ver desde aquí, las babosas, ni siquiera las mantienen dentro de la boca, puedo ver su brillo desde aquí, el brillo de esas dos babosas de carne que parecen estar luchando a muerte al tiempo que a él, detrás del pantalón blanco hortera, se le forma una erección, por qué no decirlo, como una breve barra de pan, si es que hay barras de pan breves o se puede utilizar ese adjetivo para adjetivar el pan nuestro de cada día: a mí me da un poco de vergüenza todo esto, me da vergüenza verlo, la verdad, menos mal que somos pocos: yo que estoy aquí fumando, el tipo que toma el aire enfrente porque debe de estar borracho, el gato callejero que ya no está, el coche aparcado, la farola que da luz a todo esto y a esos dos que se están besando que, digo yo, deben de acabar de conocerse.

15 de febrero de 2017 · 36 likes

El universo, fuera de la Tierra, impresiona por su majestuosidad, por su violencia, por tener un tamaño que ni siquiera cabe en nuestras cabezas. Sin embargo, es bastante simple. Sus procesos son difíciles de desentrañar desde la Tierra: no podemos meter el universo en un laboratorio y hacerle cosas para ver cómo reacciona, y solo podemos analizar la luz que nos llega para entender lo que pasa ahí fuera.

Sin embargo, descubrimos que son cosas sencillas: los procesos que ocurren dentro de una estrella (y que condicionan su evolución), la composición del medio interestelar o el movimiento de las galaxias son sencillos comparados con la complejidad de una célula eucariota, unas fabes con almejas, un cerebro o un iPad. En este planeta hay (pocas veces) vida inteligente y hay sociedades: hemos inventado la política y el fútbol, las ferias de arte, los coches, los memes, las polémicas en Facebook, los coworkings y el Carrefour de Lavapiés, y en ese estrecho pero fascinante mundo nos movemos.

Pero no estemos tan tranquilos: hay múltiples amenazas que pueden borrar nuestro mundo incluso antes de que usted termine de leer este post: la explosión de una supernova cercana, una fulguración solar demasiado intensa o una estrella errante que se lleve por delante este Sistema Solar de periferia galáctica, entre muchos otros exabruptos cósmicos, arrebatos de un universo indiferente y cruel.

Piénselo la próxima vez que tome violentamente bando por un candidato a representar a España en el Festival de Eurovisión.

17 de febrero de 2017 · 168 likes

Llevaba una prisa astronómica: cuando vi a lo lejos la parada del 27, delante del Teatro Circo Price, el autobús ya estaba llegando. Milagrosamente, el semáforo se puso en verde y pude echar a correr a toda velocidad, cruzar una calle, dos calles, esquivar un carrito de reparto, un galgo y a una señora. Aun así, cuando llegué a la parada el conductor ya cerraba las puertas. Me quedé fuera. Por poco. Enseguida me di cuenta de que había bastante tráfico y de que el 27 estaba atascado en una hilera de automóviles que esperaban al verde. «Si voy corriendo a toda hostia por la acera —me dije—, lo cojo fijo en la próxima parada». Entonces todos los músculos de esta máquina de guerra ingobernable que suelo llamar mi cuerpo se pusieron a funcionar como un prodigio extraterrestre. Alcancé velocidades relativistas, esquivé otro carrito de reparto, otro galgo y a otra señora, la peña estaba flipando muy fuerte conmigo, jamás habían visto nada semejante, torcí la esquina y enfilé cuesta abajo la recta final: la siguiente parada se vislumbraba ya al final de la calle. Lo sorprendente es que le llevaba una ventaja considerable al 27, ni siquiera se oía su rugido ahí detrás, pisándome los talones. Seguí bajando a toda velocidad, con el corazón tricotando como el de un bakala, era el Carl Lewis del transporte público, el condenado Usain Bolt que humilla a la Empresa Municipal de Transportes (EMT), el héroe veloz de los oprimidos peatones. Entonces apareció el autobús a mi izquierda, adelantándome. Pensé: «El conductor debe de estar flipando, a ver qué cara pone cuando me suba victorioso, laureado, bien sudado». El 27 llegaba ya a la parada y yo estaba a unos veinte metros. Entre que frenaba y abría la puerta yo ya estaría allí, dispuesto a abordarlo... Pero se dio la circunstancia de que no había nadie esperando en la parada, así que el 27, pilotado por el conductor de los perros del infierno, pasó de largo. Pasó absolutamente de largo, sin acercarse siquiera un poquito a la acera. Ahí me quedé yo, con la rodilla hincada en el asfalto, aparentemente derrotado pero en realidad vencedor moral de la carrera imposible del hombre contra la máquina. Mientras mi corazón se calmaba, ya en el barrio de Palos de la Frontera, mi mente me decía: «A partir de ahora irás corriendo a todas partes».

20 de febrero de 2017 · 170 likes

Hay una tienda de muelles ahí donde Atocha, es una tienda especializada, solo de muelles, la veo cuando voy al Mercadona, o a La Casa Encendida, o al bar Marfe, o al bar La Rosa, o al Teatro Circo Price, o a la tornillería López Calvo, siempre está ahí la tienda de muelles, en la penumbra, con la puerta cerrada y los cristales algo sucios, no se ve a nadie dentro, no sé quién es el dueño si es que lo hay, nunca me atrevo a llamar al timbre y entrar (porque hay que llamar al timbre para entrar), llevo diez años diciéndoles a diferentes tipologías de redactores jefe que quiero hacer un artículo sobre la tienda de muelles, ahí donde Atocha, y no me hacen caso, creo que es porque suena absurdo, a quién le puede interesar una tienda de muelles, pero es porque no la han visto con sus propios ojos, hay muelles de dos metros de altura y del grosor de la polla de un ogro, hay otros muelles tan pequeños y finos que cabrían dentro del ojo de un insecto, yo no sé qué pinta ahí esa tienda de muelles, no sé nada de la compraventa de muelles, quién los compra, quién los vende, hay miles de millones de muelles en este sitio, todo rebota, todo sigue la ley de Hooke de los materiales elásticos, quisiera reunir el valor para entrar en la tienda de muelles, pero me imagino a su propietario como un hombre hosco con una escopeta en una mano y un muelle en la otra, ¿para qué sirve un muelle, qué paradoja existencial plantea? Siempre paso por delante de la tienda de muelles que tiene dentro el Aleph de Borges y siempre temo que a la próxima vez la hayan cerrado y en su lugar hayan puesto una tienda de boles de cereales a precio de centollos.

22 de febrero de 2017 · 108 likes

Si la NASA anuncia hoy que hay vida extraterrestre en un exoplaneta lejano, será probablemente la noticia más importante de la historia de la humanidad. Primero (Copérnico) nos echaron del centro del universo, luego (Darwin) nos echaron del centro del asunto biológico, luego (Freud) nos echaron del centro de nuestra propia mente. A muchos los echaron hace poco (los malos) de sus trabajos y de sus casas. Ahora nos pueden echar de la molonitud de ser la vida exclusiva en el universo. Se planteará entonces una nueva y acuciante pregunta: si hay vida extraterrestre en ese lejano exoplaneta..., ¿cómo puede uno agregarla al Facebook?

 

1 de marzo de 2017 · 95 likes

Hay en el Carrefour de Lavapiés unas manzanas muy brillantes. Parecen kriptonita. Son tan brillantes y tan verdes que si las miras mucho rato te quedas ciego. Como no les pongan un telón opaco encima, la empresa va a tener que dar indemnizaciones. O gafas de sol en la puerta para todos los clientes (entonces el súper molaría aún más). Brillan tanto que si te colocas una placa fotográfica detrás te sale una radiografía, sin listas de espera. Yo siempre oculto mis genitales de esas manzanas con una lámina de plomo de dos centímetros de grosor, no vaya a ser. Más que manzanas golden son manzanas gamma. Para acercarse hay que ponerse un traje como los que se enfundan para entrar en las ruinas de la central de Fukushima. Son tan brillantes esas manzanas que deben de ser doctoras honoris causa por la Universidad de Harvard. Probablemente pronto les darán un cargo de responsabilidad en el Banco Mundial. Esas manzanas son la Idea Platónica de la Manzana si Platón fuera Andy Warhol y si Andy Warhol estuviera de tripi y si el tripi estuviera revenido. Pasan los días, y no se acaban.

7 de marzo de 2017 · 67 likes

Tengo un recuerdo muy fuerte y tremendo de mi infancia. Concha Velasco anunciaba Cola Cao en un programa de la tele en el que colaboraba y cada día tenía que ponerse una gorra de visera promocional de la marca chocolatera y hablar a cámara de esta guisa, pero con naturalidad. Lo traumático era que, como no quería estropearse el peinado, se la ponía encima de la cabeza, pero sin calársela, es decir, estaba la cabeza de la icónica actriz y luego, encima, la gorra de Cola Cao, sin solución de continuidad, la gorra como si un arcángel la hubiera posado tal cual en la testa de Velasco. Yo pensaba: vaya cutrez llevar la gorra así, sin calar, como si fuese un vaso sobre la bandeja de un camarero. Pero resulta que ahora la chavalería hipster y trapera lleva la gorra así. Se ve que de niño yo no era muy avispado en eso de detectar tendencias, y Concha Velasco estaba creando una que, si bien permaneció larvada largo tiempo, resurgió con fuerza al cabo de los años. Nunca sabes.

13 de marzo de 2017. 185 likes

Me acabo de cruzar con la alcaldesa Manuela Carmena por la calle Argumosa, en la que sobrevivo. Iba con su jefe de prensa, Jesús Duva, que fue profe mío, y otras personas que no supe identificar. Le dije:

—¡Alcaldesa!

—Vaya —dijo ella—, ¿y tú quién eres?

—Me llamo Sergio y no tengo sindicato ni esperanza. La vida me resulta una monótona sucesión de días idénticos, con la única salvedad de que vamos envejeciendo. El Ibex 35 controla nuestros designios desde la sombra y no permite que nuestra calidad de vida regrese a los estándares socialdemócratas. Oh, la poesía ha perdido su razón de ser en esta época en la que los robots están prestos a dejarnos sin trabajo. La ilusión voló, aflora el desencanto y las droguillas ni siquiera son lo que eran. Alcaldesa, fenezco.

Entonces Carmena me cogió con las manos de Carmena y me apoyó la cabeza contra el pecho de Carmena. Los dedos de Carmena, como en un titular de prensa, me revolvieron el pelo.

—Fanjul, don’t worry —me dijo la amable señora—. Te voy a poner una avenida.

Ahora, para celebrarlo, me he ido a comer un menú del día. Tallarines con gambas, merluza a la plancha, cortado, 10,50 euros. La vida cobra otro matiz.

15 de marzo de 2017 · 204 likes

Desde que Liliana trabaja fuera, la casa está triste, el aire se aburre de estar quieto y el parqué extraña sus pisadas élficas: un silencio freelance recorre Europa. Cocinar para solamente uno es la muerte de la madre de Bambi, así que estoy comiendo pésimo: como Whopper (es más, como doble Whopper), como pizza Tarradellas cuatro quesos con latas de atún, como Chilli Cheese Bites, y torcidas de fresa, y tallarines parmesanos de sobre Gallina Blanca, y devoro uñas, y pelusas, y pequeños pedazos de gotelé. Liliana, los camellos del barrio te echan de menos, el árbol de enfrente quiere que admires sus progresos primavéricos y el espejo del baño ya no tiene a nadie brillante a quien reflejar. Los electrodomésticos amenazan con una huelga salvaje de carácter revolucionario si no les das una fecha de regreso. Yo me asomo a la balconada, la gente pasa y disimula, me fumo un piti, hablo largo rato con la tostadora, que me cuenta cosas increíbles sobre ti, todo tipo de tips y curiosidades. De ahí extraemos kilométricas listas de tus principales virtudes (la séptima te va a sorprender). Cada hora y media repaso mentalmente tu jepeto, porque tengo miedo de olvidarlo, de que un día, cuando vuelvas al anochecer, si es que vuelves, piense que eres una loca que se ha colado en casa a matarme para siempre.

27 de marzo de 2017 · 111 likes

Durante tres años y medio, poco después de llegar a Madrid, viví muy cerca de la plaza del Callao. Era extraño ser arrojado al centro del universo español casi recién llegado de provincias. Mi casa, nuestra casa, estaba, por fortuna, en una calle escondida y muy tranquila donde cantaban los pájaros, se oía el rumor de las hojas besadas por la brisa y los niños molestaban; pero, aun así, a veces me resultaba agobiante estar inmerso en el territorio donde sucedía todo.

Ponía la tele y veía un anuncio rodado en Callao. Veía una peli y salían los alrededores de Callao. Las noticias políticas sucedían muy cerca. La boda real nos cogió allí mismo, casi en primera fila, y la policía vino a pedirnos el DNI casa por casa. Aquel día histórico, como he contado tantas veces, no pude regresar del after hours porque la Gran Vía estaba cortada para que pasasen Felipe y Letizia (me enganché a otro reafter, tranquis). Veía entonces mucho cine japonés y coreano, porque estaba de moda y porque en aquellas pelis no salía la plaza del Callao.

Ahora, la verdad, no vivo tan lejos, pero supongo que me he acostumbrado al ajetreo capitalino. Total, que el otro día me topé con una foto de Callao sin peatonalizar (es un decir, más bien sin hormigonear y comercializar) y me entraron dudas sobre si yo había conocido la plaza de esa guisa. No me sonaba. Pero, claro, durante aquellos tres años y medio la plaza era aún recorrida por incesantes vehículos circunvalantes. La memoria es plastilina.

Ahí, recuerdo, donde había un quiosco y autobuses rojos, en esa barandilla metálica que ya no está, me sentaba a esperar a los entonces exiguos coleguis para ir a incendiar Malasaña, en la medida de nuestras posibilidades. Recuerdo que entonces eso me llenaba de nervios ante los prodigios nocturnos que se avecinaban, y también recuerdo que a la vuelta, en Callao, al final de la noche, los chinos ambulantes, como dealers del denostado carbohidrato, aún vendían callejeramente arroz tres delicias y tallarines con gambas, y que aquello me parecía el cielo, aunque dijese la peña que estaban aliñados con saliva y semen oriental. Como el Marqués de Sade en aquel cuento guarro pensaba yo: ¡que me engañen siempre así!

1 de abril de 2017 · 253 likes

Una vez tuve una novia que siempre que estaba en casa se ponía una gorra de visera verde oliva. La llamaba su «gorra de andar por casa». En aquellos momentos de amor primerizo me parecía un rasgo genial de su personalidad, un punto excéntrico que la hacía aún más atractiva. Qué cosa, su «gorra de andar por casa». Qué persona tan especial.

Pronto empecé a visitarla con frecuencia en su apartamento, por Conde Duque, e incluso a pasar allí algunas noches, sobre todo durante los fines de semana. No tardó en regalarme una gorra de visera verde oliva: era mi propia gorra de andar por casa. Lo cierto es que me hizo mucha ilusión, porque con esa gorra en la cabeza yo entraba también en su excitante y creativo mundo.

El siguiente paso fue arrejuntarnos en un único piso, por Atocha. Al fin y al cabo, no tenía sentido pagar dos alquileres y tener siempre un inmueble inutilizado. Con la confianza y la convivencia dejé de ponerme la gorra de andar por casa. Es curioso: al principio solo me la quitaba cuando ella estaba fuera, currando en el teatro, y en cuanto escuchaba el ruido de las llaves girando en la cerradura me la volvía a colocar. Yo sabía que aquello de la gorra no era otra cosa que una costumbre divertida y excéntrica, pero de alguna manera tenía miedo de que ella me viera en casa sin la gorra. No quería decepcionarla.

El tiempo lo hizo todo más laxo: no cuidábamos tanto nuestro aspecto, hablábamos menos, salíamos poco y yo volvía a beber cada noche en el salón. Entonces, no sé por qué, dejé de ponerme mi gorra de andar por casa. Ella montaba en cólera: «Ponte tu gorra de andar por casa», me decía, y yo le respondía que era libre de ponerme o no ponerme lo que quisiera, que la gorra era mía y la casa también. Y la cabeza, claro. Ella decía que no podía vivir conmigo ni mantener una relación si no cumplía las normas que habíamos establecido desde el principio, si no me ponía la gorra de andar por casa. Yo le dije que eso no era una norma sino un juego ingenuo, y hasta estúpido. Ella me dijo que me fuera a la mierda. Yo le dije que eligiera: o yo o la gorra sobre mi cabeza. Ella me dijo que eso era una elección imposible, porque si yo me iba tampoco iba a poder dejar la cabeza con la gorra puesta, así que me rechazaba a mí, a mi cabeza y a la gorra.

Apenas unos días después yo ya estaba viviendo en otro apartamento que encontré barato en Marqués de Vadillo. En las noches más tristes me aliviaba mirando su Facebook. Movido por la nostalgia, una tarde bajé al bazar chino y me compré una gorra de visera verde oliva. Una gorra de andar por casa.