Once escándalos para enamorar a un duque

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Aus der Reihe: El amor en cifras #3
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—Dígame, su excelencia, ¿cómo sienta creer que su voluntad solo existe para ser obedecida?

El duque la miró a los ojos y la irritación le oscureció el semblante.

—Dígamelo usted, señorita Fiori.

—No, no se lo diré.

Juliana volvió a bajar la mirada hasta sus manos. No era habitual que se sintiera endeble —sobrepasaba en altura a casi todas las mujeres y a muchos hombres de Londres—, pero al lado de aquel hombre en particular se sentía diminuta. Su pulgar era apenas más grande que el dedo meñique de él, donde lucía el sello de oro y ónice que daba fe de su título.

Un recordatorio de su relevancia social.

Y de la escasa relevancia de ella, claro.

Juliana levantó el mentón ante aquel pensamiento y se sintió invadida por una ardiente oleada de rabia, orgullo y humillación. En ese preciso instante, Leighton rozó su piel en carne viva con la húmeda tela de lino. La muchacha aprovechó la distracción que le proporcionaba el dolor y el escozor para proferir un indecoroso improperio en italiano.

El duque no detuvo sus atenciones mientras decía:

—Desconocía que esos dos animales pudieran hacer eso juntos.

—No tendría que haber oído eso. Es una grosería.

Leighton enarcó una ceja rubia.

—Resulta muy difícil no oírla cuando la tengo a escasos centímetros de mí y no deja de expresar su malestar a gritos.

—Las damas no gritan.

—Pues parece que las italianas sí. Especialmente cuando se están sometiendo a cuidados médicos.

Juliana tuvo que contener una sonrisa.

No era divertido.

Leighton bajó aún más la cabeza y se concentró en su tarea. Enjuagó la tela de lino en el cuenco de agua limpia. Juliana hizo una mueca al notar de nuevo la fría tela sobre su mano arañada, y él vaciló unos segundos antes de proseguir.

Aquella pequeña pausa intrigó a Juliana. El duque de Leighton no era precisamente famoso por su compasión, sino por su arrogante indiferencia, por lo que era sorprendente que se rebajara a llevar a cabo una tarea tan trivial como la de eliminar la tierra de sus manos.

—¿Por qué hace esto? —le preguntó ella de repente cuando el duque volvió a sumergir la tela en el cuenco.

Leighton no detuvo sus movimientos.

—Ya se lo he dicho. Su hermano se pondrá más que furioso. No hay necesidad de que, además, manche su ropa de sangre. Ni mis muebles.

—No. —Juliana sacudió la cabeza—. Quiero decir por qué me está curando usted. ¿No dispone de un batallón de sirvientes dispuesto a ejecutar cualquier tarea desagradable?

—Así es.

—¿Entonces?

—Los sirvientes cuchichean, señorita Fiori. Prefiero que el menor número posible de personas sepa que está usted aquí, sola, a estas horas de la noche.

Era solo un incordio para él. Nada más.

Tras un prolongado silencio, Leighton la miró a los ojos.

—¿No está de acuerdo?

Juliana se recuperó rápidamente.

—En absoluto. Es más, me sorprende que un hombre de su alcurnia y fortuna tenga sirvientes con tendencia al chismorreo. Imaginaba que habría encontrado el modo de despojarlos del deseo de socializar.

El duque torció un lado de la boca y sacudió la cabeza.

—Pese a estar ayudándola, se limita a encontrar nuevas formas de ofenderme.

Cuando Juliana respondió, lo hizo seria, con palabras sinceras.

—Discúlpeme si recelo de sus atenciones, su excelencia.

Los labios del duque se tensaron formando una línea recta. Le cogió la otra mano y reanudó sus cuidados. Ambos observaron mientras él eliminaba la sangre seca y la gravilla de la cara interior de la muñeca, descubriendo una carne rosada y tierna que tardaría varios días en curarse.

Sus movimientos eran gentiles pero firmes, y el roce del lino sobre la piel abrasada se hacía más soportable a medida que limpiaba las heridas. Juliana se fijó en que uno de los rubios rizos del duque le caía por la frente. Su semblante era, como siempre, severo y concentrado, como el de una de las apreciadas estatuas de mármol de su hermano.

Juliana se sintió invadida por un deseo familiar, uno que la dominaba siempre que él estaba cerca.

El deseo de agrietar aquella fachada.

Solo en dos ocasiones lo había sorprendido sin ella.

Y entonces él descubrió quién era: la hermanastra italiana de uno de los vividores más famosos de todo Londres, la hija casi ilegítima de una marquesa venida a menos y un comerciante, criada alejada de Londres y sus costumbres, tradiciones y reglas.

Todo lo contrario a lo que él representaba.

La antítesis de todo lo que él consideraba importante en el mundo.

—Mi único motivo es devolverla a su casa de una pieza y, si es posible, sin que su hermano descubra su pequeña aventura de esta noche.

El duque dejó el paño de lino en el agua rosada del cuenco y cogió un pequeño frasco de la bandeja. Lo abrió, liberando una fragancia a romero y limón, y volvió a buscar sus manos.

Esta vez Juliana cedió al instante.

—¿No pretenderá que crea que le preocupa mi reputación?

Leighton metió la punta de su dedo en el frasco y aplicó el ungüento cuidadosamente sobre su piel. El bálsamo calmó la quemazón y dejó una agradable sensación refrescante allí por donde pasaban los dedos de él. Como resultado de ello, Juliana tuvo la irresistible ilusión de que el roce de sus dedos era el heraldo que anunciaba la llegada del placer a su azorada piel.

Cosa que no era cierta. En absoluto.

Intentó contener un suspiro antes de que fuera evidente, pero el duque lo oyó de todos modos. La ceja dorada volvió a alzarse, y Juliana sintió el impulso de afeitársela.

Cuando de pronto apartó la mano, Leighton no hizo ademán de retenerla.

—No, señorita Fiori. No me preocupa su reputación.

Por supuesto que no.

—Pero me preocupa la mía.

Lo que entrañaban aquellas palabras, que ser descubierto con ella —verse relacionado con ella en cualquier sentido— podía dañar su reputación, resultaba doloroso, incluso más que las heridas que se había hecho aquella noche.

Juliana respiró hondo, preparándose para el siguiente asalto de su batalla verbal, pero se vio interrumpida por una voz furiosa procedente de la entrada.

—Si no le quitas las manos de encima a mi hermana ahora mismo, Leighton, tu preciada reputación será el menor de tus problemas.

2

«Hay una razón por la que las faldas son largas y los cordones de las botas, complicados. Las damas refinadas no deben mostrar los pies. Nunca».

Tratado de las damas más exquisitas

«Parece ser que los vividores reformados consideran el deber fraternal algo así como un reto…».

El Folleto de los Escándalos, octubre de 1823

Era muy posible que el marqués de Ralston tuviera intención de matarlo, pese a que Simon no tenía nada que ver con el actual estado de la muchacha.

No fue culpa suya que acabara en su carruaje después de pelearse con, por lo que podía adivinar, un arbusto, los adoquines de las caballerizas de Ralston y el lateral de su carruaje.

Y con un hombre.

Simon Pearson, undécimo duque de Leighton, ignoró la ira virulenta que amenazó con dominarlo al pensar en el moratón púrpura que decoraba la muñeca de la chica y volvió a dirigir su atención al airado hermano de esta, que en ese momento recorría el perímetro del estudio de Simon como un animal enjaulado.

El marqués se detuvo delante de su hermana y dijo finalmente:

—Por el amor de Dios, Juliana. ¿Qué demonios te ha pasado?

Su lenguaje hubiera hecho sonrojar a una mujer menos refinada. Juliana ni siquiera pestañeó.

—Me caí.

—Te caíste.

—Sí. —Hizo una pausa—. Entre otras cosas.

Ralston levantó la vista al techo como si intentara armarse de paciencia. Simon comprendió su desesperación. Él también tenía una hermana, una que le había hecho sentir frustrado en más de una ocasión.

Y la hermana de Ralston era más exasperante que cualquier mujer que hubiera conocido.

Y también más hermosa.

El duque se tensó ante aquel pensamiento.

Por supuesto que era hermosa. Era un hecho empírico. Incluso con aquel vestido manchado y desgarrado, dejaba en ridículo a la mayoría de las mujeres londinenses. Era una maravillosa mezcla de delicadeza inglesa —piel de porcelana, ojos de un azul líquido, nariz perfecta y mentón insolente— y exotismo italiano, con aquellos revoltosos rizos color azabache, labios carnosos y curvas generosas, ante lo cual ningún hombre en su sano juicio podría resistirse.

Y él era un hombre perfectamente cuerdo. Pero no estaba interesado. Un recuerdo apareció en su mente.

Juliana entre sus brazos, de puntillas, los labios de ella pegados a los suyos.

Simon se peleó con esa imagen.

Juliana era también descarada, impulsiva, un imán para todo tipo de problemas. El tipo de mujer del que deseaba mantenerse alejado.

Y, por supuesto, había acabado en su carruaje.

Simon suspiró, se enderezó el cuello de su sobretodo y volvió a fijar su atención en la escena que se desarrollaba delante de él.

—Y ¿por qué tienes arañazos en la cara y en los brazos? —continuó acosándola Ralston—. ¡Parece que hayas atravesado un rosal!

—Puede que lo haya hecho. —Juliana irguió la cabeza.

—¿Puede? —Ralston dio un paso hacia ella, y Juliana se levantó para enfrentarse a su hermano cara a cara. Aquella no era una dama incauta.

Era anormalmente alta para ser una fémina. Simon no estaba acostumbrado a encontrarse en presencia de una mujer ante la que no tuviera que agacharse para conversar.

 

La cabeza de ella le llegaba a la altura de la nariz.

—Es que estaba bastante ocupada, Gabriel.

Su comentario resultó tan irrefutable que Simon no pudo contener su regocijo, lo que atrajo la atención hacia su persona.

Ralston se dio la vuelta súbitamente.

—Oh, yo que usted no me reiría mucho, Leighton. Estoy planteándome retarle a un duelo por su participación en la farsa de esta noche.

Simon mostró su descrédito.

—¿Retarme a un duelo? Lo único que he hecho es evitar la ruina de su hermana.

—Entonces, ¿sería tan amable de explicarme qué hacían los dos solos en su estudio, con las manos entrelazadas cariñosamente cuando he llegado?

Simon comprendió entonces lo que pretendía Ralston. Y no le gustó lo más mínimo.

—¿Qué está sugiriendo, Ralston?

—Simplemente que se han tomado licencias especiales por mucho menos.

Simon miró con los ojos entornados al marqués, un hombre a quien apenas toleraba en el mejor de sus días. Y aquel estaba convirtiéndose rápidamente en uno nefasto.

—¡No voy a casarme con su hermana!

—¡No pienso casarme con él por nada del mundo! —gritó Juliana al mismo tiempo.

Bueno, al menos estaban de acuerdo en algo.

Un momento.

¿No quería casarse con él? ¿Dónde iba a encontrar a un mejor partido? ¡Él era un duque, por el amor de Dios! Y ella, un escándalo con patas.

La atención de Ralston volvía a estar centrada en su hermana.

—Si continúas con este comportamiento ridículo, te casarás con quien yo te diga, hermana.

—Me prometiste… —empezó Juliana.

—Sí, pero cuando te hice esa promesa no tenías por costumbre que te acosaran en los jardines. —La impaciencia tiñó el tono de Ralston—. ¿Quién te ha hecho eso?

—Nadie.

La respuesta, demasiado rápida, quedó colgada en el aire.

¿Por qué se negaba a revelar la identidad de su asaltante? Tal vez no deseaba tratar un tema tan personal delante de Simon, pero ¿por qué no con su hermano?

¿Por qué no permitía que el culpable recibiera su merecido?

—No soy estúpido, Juliana. —Ralston reanudó su deambular—. ¿Por qué no me lo dices?

—Lo único que debes saber es que me defendí.

Los dos hombres se quedaron de piedra. Simon no pudo contenerse.

—¿De qué modo se defendió?

Juliana hizo una pausa, y entonces se rodeó la muñeca amoratada con una mano, lo que hizo que el duque se preguntara si se habría hecho un esguince.

—Lo golpeé.

—¿Dónde? —replicó Ralston.

—En los jardines.

El marqués levantó la vista al techo, y Simon sintió lástima por él.

—Creo que su hermano le preguntaba en qué parte de su anatomía golpeó a su atacante.

—Ah. En la nariz. —Se produjo un silencio provocado por el aturdimiento general, y entonces Juliana añadió a la defensiva—: ¡Se lo merecía!

—Por supuesto que sí —convino Ralston—. Ahora dime su nombre y me encargaré de rematarlo.

—No.

—Juliana, un golpe de mujer no es castigo suficiente para una ofensa semejante.

Ella miró a su hermano con los ojos entrecerrados.

—¿De veras? Pues para ser solo un golpe de mujer, le provocó una considerable hemorragia, Gabriel.

Simon parpadeó.

—Le hizo sangrar por la nariz.

Juliana esbozó una sonrisa presumida.

—Y eso no fue lo único que le hice.

Por supuesto que no.

—No sé si preguntar… —azuzó Simon.

Juliana lo miró primero a él y después a su hermano. ¿Se había sonrojado?

—¿Qué hiciste?

—Lo… golpeé… en otra parte.

—¿Dónde?

—En su… —Juliana vaciló, torció los labios mientras buscaba la palabra adecuada y lo dejó estar—. En su inguine.

Si el duque no hubiera entendido perfectamente el italiano, el movimiento circular de la mano de Juliana sobre la zona considerada generalmente inapropiada como tema de conversación con una joven dama de buena cuna habría resultado inconfundible.

—Madre de Dios. —No quedó claro si las palabras de Ralston pretendían ser una plegaria o una blasfemia.

Lo que quedó claro era que la mujer era una gladiadora.

—¡Me llamó furtiva! —anunció a la defensiva. Hizo una pausa—. Un momento. No era eso.

—¿Furcia?

—¡Sí! ¡Eso es! —Juliana se fijó en los puños apretados de su hermano y miró a Simon—. Entiendo que no se trata de un cumplido.

Al duque le costó oír bien por culpa del zumbido de los oídos. A él también le habría gustado ponerle la mano encima a aquel hombre.

—No, no lo es.

Juliana se quedó pensativa un instante.

—Entonces se lo merecía, ¿verdad?

—Leighton —dijo Ralston tras recuperarse—, ¿hay algún sitio donde pueda esperar mi hermana mientras usted y yo hablamos?

Sonaron campanas de advertencia, fuertes y claras. Simon se puso en pie e hizo un esfuerzo por calmarse.

—Por supuesto.

—Vais a hablar de mí —soltó Juliana.

¿Alguna vez se guardaría para ella algún pensamiento?

—Así es —anunció Ralston.

—Me gustaría participar.

—No me cabe ninguna duda.

—Gabriel… —empezó Juliana con un tono de voz que Ralston solo había oído dirigido a caballos indómitos y reclusos de manicomios.

—No tientes a la suerte, hermana.

Juliana vaciló, y Simon observó atónito cómo esta cavilaba su siguiente paso. Finalmente, se encontró con su mirada; sus brillantes ojos azules destellaban irritación.

—Su excelencia, ¿dónde piensa dejarme mientras usted y mi hermano se dedican a hablar de cosas de hombres?

Increíble. Aquella mujer se resistía a todo.

Simon se encaminó hacia la puerta y la acompañó al vestíbulo, donde le señaló una puerta situada justo al otro extremo.

—La biblioteca. Allí podrá ponerse cómoda.

—Mmm. —El sonido fue seco y malhumorado.

Simon contuvo la sonrisa, incapaz de resistirse a lanzarle una última pulla.

—¿Puedo decirle que me alegra que finalmente haya reconocido la derrota?

Juliana se dio la vuelta y dio un paso al frente, con lo que sus pechos quedaron a escasos centímetros de él. El aire se hizo más pesado entre ellos e inundó a Simon con su perfume: grosellas y albahaca. El mismo perfume que había percibido meses atrás, antes de descubrir su auténtica identidad. Antes de que todo cambiara. El duque resistió la tentación de mirar la extensión de piel por encima del generoso escote de su vestido verde y, finalmente, dio un paso atrás.

La muchacha carecía del más mínimo sentido del decoro.

—Puede que admita la derrota en una batalla, su excelencia. Pero no de la guerra.

La observó cruzar el vestíbulo y entrar en la biblioteca. Cuando cerró la puerta a su espalda, el duque sacudió la cabeza.

Juliana Fiori era un volcán a punto de entrar en erupción.

Era un milagro que hubiera sobrevivido medio año en Londres.

Era un milagro que ellos hubieran sobrevivido medio año con ella.

—Lo tumbó con un rodillazo en los… —dijo Ralston cuando Simon regresó al estudio.

—Eso parece —contestó este, y cerró firmemente la puerta como si de ese modo pudiera aislar a la conflictiva mujer.

—¿Qué demonios voy a hacer con ella?

Simon parpadeó una sola vez. Él y Ralston apenas se toleraban. Si no fuera por la amistad que lo unía al gemelo del marqués, ni siquiera se dirigirían la palabra. Ralston siempre había sido un imbécil. No estaría pidiéndole consejo, ¿verdad?

—Oh, por el amor de Dios, Leighton, era una pregunta retórica. Jamás se me ocurriría pedirte consejo. Especialmente acerca de mi hermana.

El dardo dio directo en el blanco, y Simon le indicó claramente dónde podía ir en busca de consejo.

El marqués soltó una risotada.

—Mucho mejor. Empezaba a preocuparme que te hubieras convertido en un anfitrión de lo más cortés. —Se acercó al aparador, donde se sirvió tres dedos de un líquido ambarino en un vaso de cristal. Dándose la vuelta, añadió—: ¿Whisky?

Simon volvió a sentarse al comprender que la noche aún podía ser muy larga.

—Qué oferta más generosa —dijo secamente. Ralston le acercó el vaso y se sentó.

—Ahora hablemos de cómo ha acabado mi hermana en tu casa; en mitad de la noche, además.

Simon bebió un trago largo, disfrutando de la quemazón del licor al pasar por el gaznate.

—Ya te lo he dicho. Estaba en mi carruaje cuando me he marchado del baile.

—¿Y por qué no me has informado de ello inmediatamente?

Una pregunta adecuada. Simon hizo girar el vaso de whisky en una mano mientras pensaba. ¿Por qué no había cerrado la portezuela y había ido a buscar a Ralston?

La muchacha era ordinaria, imposible y resumía todo lo que no soportaba en una mujer.

Pero también era fascinante.

Se dio cuenta el día que la conoció, en la maldita librería, donde ella estaba comprando un ejemplar para su hermano. Y después volvieron a encontrarse en la Royal Art Exhibition, donde le había hecho creer…

—¿Sería tan amable de decirme su nombre? —le había preguntado, dispuesto a no perderla de nuevo.

Las semanas siguientes a su encuentro en la librería habían sido interminables.

Ella se había mordido el labio, un mohín perfecto, y él había intuido la victoria.

—Yo me presentaré primero. Mi nombre es Simon.

—Simon. —Le había encantado oír su nombre en sus labios, aquel nombre que llevaba décadas sin utilizar.

—¿Y el suyo, milady?

—Oh, creo que eso echaría a perder la diversión. —Hizo una pausa; su sonrisa iluminaba la sala—. ¿No está de acuerdo conmigo, su excelencia?

Ella ya sabía que él era un duque. En aquel momento tendría que haber sospechado que algo no iba bien. Pero, en lugar de eso, se quedó paralizado. Tras sacudir la cabeza, se le acercó lentamente, y Juliana retrocedió con timidez para mantener la distancia entre ambos. Aquel juego lo cautivó.

—Eso es injusto.

—A mí me parece más que justo. Simplemente soy mejor detective que usted.

Él se detuvo a reflexionar.

—Eso parece. Tal vez deba averiguar su identidad.

Ella sonrió.

—Adelante.

—Es una princesa italiana que acompaña a su hermano en una visita diplomática al rey, .

Ella ladeó la cabeza del mismo modo que lo había hecho aquella noche al conversar con su hermano.

—Tal vez.

—O la hija de un conde veronés disfrutando aquí de la primavera, deseosa de experimentar la legendaria temporada londinense.

Ella se había echado a reír, y el sonido de su risa le recordó a los rayos del sol.

—Qué decepcionante que convierta a mi padre en un mero conde. ¿Por qué no en un duque, como usted?

Él había sonreído.

—Un duque, entonces. —Y había añadido en voz baja—: Eso haría que las cosas fueran mucho más fáciles.

Le había hecho creer que era más que una molesta plebeya. Algo que, por supuesto, no era.

Sí, tendría que haber ido en busca de Ralston en cuanto vio aquel pequeño incordio en el suelo de su carruaje, ovillada en un rincón como si fuera una mujer más pequeña, como si pudiera ocultarse de él.

—Si hubiese ido a buscarte, ¿cómo crees que habría terminado todo?

—Ahora estaría durmiendo plácidamente en su cama. Así es como habría terminado.

Simon ignoró la visión de Juliana durmiendo, su revoltoso cabello azabache desparramado sobre el blanco y fresco lino, su dorada piel brotando del bajo escote de su camisón. Si es que dormía con camisón.

Se aclaró la garganta.

—¿Y si hubiera bajado de mi carruaje delante de todos los invitados de Ralston House? ¿Qué habría pasado entonces?

Ralston hizo una pausa ensimismada.

—En ese caso, supongo que hubiera sido su ruina. Y tú estarías preparándote para una vida de felicidad matrimonial.

Simon dio otro trago.

—De modo que lo mejor para todos ha sido que actuara como lo hice.

Los ojos de Ralston se oscurecieron.

—No es la primera vez que te muestras contrario a la idea de casarte con mi hermana, Leighton. Creo que estoy empezando a tomármelo como algo personal.

—Tu hermana y yo no encajamos, Ralston. Y tú lo sabes.

 

—No puedes dominarla.

Simon torció el gesto. No había ningún hombre en Londres capaz de dominarla.

Ralston lo sabía.

—Nadie la querrá. Es demasiado atrevida. Demasiado descarada. Todo lo contrario que las buenas jóvenes inglesas. —Hizo una pausa, y Simon se preguntó si el marqués esperaba que mostrara su desacuerdo. No tenía la menor intención de hacerlo—. Dice lo que le pasa por la cabeza cuando y donde quiere, sin la menor consideración por lo que puedan pensar los demás. ¡Es capaz de hacer que le sangre la nariz a cualquier incauto! —Aquello último lo dijo acompañado de una risa descreída.

—Bueno, para ser justos, parece que el hombre de esta noche lo vio venir.

—Sí, ¿verdad? —Ralston hizo una pausa pensativa—. No debería ser muy difícil de localizar. Seguro que no hay muchos aristócratas con un labio roto paseando por ahí.

—Y aún menos que cojeen por culpa del otro golpe… —dijo Simon con ironía.

Ralston sacudió la cabeza.

—¿Dónde crees que aprendió esa táctica?

«Con los lobos que la han criado desde niña».

—No me atrevo a especular.

El silencio se impuso entre los dos hombres. Finalmente, Ralston se puso en pie con un suspiro.

—No me gusta estar en deuda contigo.

Simon sonrió al oír esa confesión.

—Considera entonces que estamos en tablas.

El marqués asintió y se encaminó hacia la puerta. Cuando la alcanzó, se dio la vuelta.

—Es una suerte que este otoño haya una sesión especial, ¿no te parece? Eso nos mantiene alejados del campo.

Simon buscó la mirada de reconocimiento de Ralston. El marqués evitó decir lo que ambos sabían: que Leighton había invertido su considerable influencia en la aprobación de un proyecto de ley por procedimiento de urgencia que podría haber esperado a la sesión de primavera del Parlamento.

—Los preparativos militares son un tema acuciante —dijo Simon con calma deliberada.

—Por supuesto que sí. —Ralston se cruzó de brazos y se apoyó en la puerta—. Y el Parlamento consigue distraernos de las hermanas de una manera más que adecuada, ¿no es así?

Simon entrecerró los ojos.

—Nunca te has mostrado beligerante conmigo, Ralston. No hay necesidad de empezar ahora.

—Supongo que no puedo pedirte que me ayudes con Juliana.

Simon se quedó petrificado, con la petición flotando entre ambos.

«Simplemente, dile que no».

—¿Qué tipo de ayuda?

«Eso no ha sido exactamente un no, Leighton». Ralston enarcó una ceja.

—No te pido que te cases con ella, Leighton. Relájate. Me irían bien un par de ojos extras. Es decir, no puede salir a los jardines de nuestra propia casa sin que algún desconocido intente asaltarla.

Simon le dirigió a Ralston una mirada fría.

—Parece ser que el universo te está castigando con una hermana que causa tantos problemas como solías provocar tú.

—Puede que tengas razón. —Se produjo un incómodo silencio—. Ya sabes lo que podría ocurrirle, Leighton.

«Has pasado por ello».

Pese a que el marqués no lo dijo, Simon lo oyó de todos modos.

«Aun así, la respuesta es no».

—Disculpa que no esté interesado en ayudarte, Ralston.

«Mucho mejor».

—También estarías ayudando a St. John —añadió Ralston, invocando el nombre de su hermano gemelo, el gemelo bueno—. Podrías compensarlo el hecho de que mi familia haya dedicado una buena cantidad de energía en cuidar de te hermana, Leighton.

Ahí estaba. El insoportable peso del escándalo, tan poderoso que era capaz de mover montañas.

No le gustaba tener una debilidad tan evidente.

Y solo podía empeorar.

Simon no consiguió pronunciar palabra en un buen rato. Finalmente, asintió para mostrar su conformidad.

—Es justo.

—Debes de imaginar lo mucho que detesto tener que pedirte ayuda, duque, pero piensa cuánto disfrutarás restregándomelo por la cara durante el resto de tu vida.

—Confieso que esperaba no tener que soportarte durante tanto tiempo.

Ralston soltó una carcajada.

—Eres un sinvergüenza insensible. —Avanzó hasta situarse delante de la silla que había dejado vacía—. ¿Estás preparado, entonces? Para cuando se haga pública la noticia, quiero decir.

Simon no se molestó en fingir que no lo entendía. Ralston y St. John eran los dos únicos hombres que conocían el más oscuro de sus secretos. Aquel que destruiría a su familia y su reputación si saliera a la luz.

Aquel que tarde o temprano saldría a la luz pública.

¿Algún día estaría preparado?

—Aún no. Pero lo estaré pronto.

Ralston le dirigió una mirada fría y azul que a Simon le recordó a Juliana.

—Sabes que estaremos a tu lado, ¿verdad?

Simon soltó una corta risotada que no era producto precisamente de la alegría.

—Disculpa que no ponga demasiadas esperanzas en el apoyo de la familia Ralston.

Ralston torció la comisura de los labios en un intento de sonrisa.

—Somos una familia un tanto abigarrada. Pero lo compensamos con una gran tenacidad.

Simon pensó en la mujer de su biblioteca.

—No me cabe duda.

—¿Me equivoco al suponer que planeas casarte?

Simon se quedó con el vaso a medio camino de sus labios.

—¿Cómo lo sabes?

La sonrisa se convirtió en un gesto de reconocimiento.

—Casi todos los problemas se resuelven con un pequeño paseo hasta la vicaría. Especialmente el tuyo. ¿Quién es la afortunada?

Simon se planteó mentir, fingir que no había sido él quien la había elegido. Pero tarde o temprano se conocería la verdad.

Lady Penelope Marbury.

Ralston dio un silbido largo y grave.

—Hija de un doble marqués. Reputación impecable. Linaje excelente. La Santa Trinidad del partido deseable. Y con una buena fortuna. Una excelente elección.

Nada que Simon no hubiera pensado ya, por supuesto, pero oírlo en boca de otra persona lo enorgulleció.

—No me gusta oírte enumerar los méritos de la futura duquesa como si fuera una yegua.

Ralston se inclinó hacia delante.

—Te pido disculpas. Tenía la impresión de que habías elegido a la futura duquesa como si fuera una yegua.

Aquella conversación estaba empezando a resultarle incómoda. El duque estaba en lo cierto. Iba a casarse con lady Penelope exclusivamente por su impecable genealogía.

—Después de todo, nadie espera del gran duque de Leighton que vaya a casarse por amor.

A Simon no le gustó el sarcasmo con que Ralston dijo aquello último. Por supuesto, el marqués siempre había sabido cómo irritarlo. Desde que eran niños. Simon se puso de pie, deseoso de moverse.

—Creo que iré a buscar a tu hermana, Ralston. Ya es hora de que te la lleves a casa. Y te agradecería que en el futuro mantuvieras alejados de mi casa tus problemas familiares.

Sus palabras sonaron arrogantes incluso a sus oídos.

Ralston se enderezó y lentamente se puso casi a la misma altura que Leighton.

—Haré todo lo que esté en mi mano. Al fin y al cabo, ya tienes suficiente con tus propios problemas familiares, que amenazan con derribar tu casa hasta los cimientos, ¿no es así?

No había nada de Ralston que le gustara a Simon. Sería mejor que no lo olvidara nunca.

Salió del estudio y se dirigió a la biblioteca. Tras abrir la puerta con más ímpetu del necesario, se quedó paralizado nada más entrar.

Juliana se había quedado dormida en el sillón. Con su perro.

El sillón que había elegido era uno de los que más le había costado transformar, hasta obtener el nivel de comodidad perfecto. Su mayordomo había insistido en incontables ocasiones en que era necesario retapizarlo, en parte debido, por lo que Simon imaginaba, a la frágil y suave tela que él consideraba uno de los mejores atributos del mueble. Recorrió con la mirada la figura dormida de Juliana, su mejilla arañada apoyada en las suaves hebras doradas de la gastada tela.

Se había quitado los zapatos y tenía los pies doblados debajo de su cuerpo. Simon sacudió la cabeza ante semejante comportamiento. A ninguna dama de Londres se le ocurriría ir descalza en la privacidad de su propia casa, y en cambio ahí estaba ella, acomodada y echando una cabezada en la biblioteca de un duque. Dedicó unos segundos a contemplarla, a apreciar cómo encajaba perfectamente en su sillón. Era más grande que la mayoría de los sillones, confeccionado especialmente para él quince años atrás, cuando, cansado de encajar en sillones que según su madre eran «el culmen de la moda», decidió que, como duque, tenía derecho a gastarse una fortuna en un sillón adecuado a su fisionomía. Era lo bastante ancho para sentarse en él cómodamente y con espacio sobrante para ubicar un montón de papeles que requirieran su atención o, como era el caso en aquel momento, para un perro en busca de un cuerpo caliente. El perro, un chucho que se había colado en la habitación de su hermana un día de invierno, ahora seguía a Simon a todas partes y se instalaba allí donde el duque estuviera. El can apreciaba especialmente la biblioteca del palacete, con sus tres chimeneas y sus muebles confortables, y era evidente que acababa de hacer una nueva amiga.