Lady Hattie y la Bestia

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Aus der Reihe: Los bastardos Bareknuckle #2
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Capítulo 6



Lord August Sedley, hijo menor y único varón del conde de Che­ad­le, no estaba dor­mi­do cuando Hattie y Nora en­tra­ron en las co­ci­nas de Sedley House media hora des­pués. Estaba muy des­p­ier­to y san­gra­ba sobre la mesa de la cocina.



—¿Dónde has estado? —gimió Augie al ver entrar a Hattie y Nora en la ha­bi­ta­ción. Tenía un trapo en­san­gren­ta­do pegado a su muslo des­nu­do—. Te ne­ce­si­ta­ba.



—¡Oh, que­ri­do! —dijo Nora, nada más entrar la cocina—. ¡Augie no lleva pan­ta­lo­nes!



—Es una mala señal —co­men­tó Hattie.



—Tienes toda la razón, es un mal pre­sa­g­io. —Augie es­cu­pió su in­dig­na­ción—. ¡Me acu­chi­lla­ron y no es­ta­bas aquí, y nadie sabía dónde en­con­trar­te y he estado san­gran­do du­ran­te horas!



—¿Por qué no le pe­dis­te a Rus­sell que se en­car­ga­ra de ello? —Hattie apretó los dien­tes ante sus pa­la­bras, re­cor­dán­do­se que la exi­gen­c­ia era el estado na­tu­ral de Augie. Su her­ma­no tomó un trago de la bo­te­lla de

whisky

—. ¿Dónde está?



—Se fue.



—Por su­p­ues­to. —Hattie no di­si­mu­ló su dis­gus­to cuando fue a por un cuenco de agua y un trozo de tela. El ayuda de cámara de Augie, Rus­sell, a veces amigo, a veces hombre de armas, y siem­pre una plaga, era per­fec­ta­men­te inútil en el mejor de los casos—. ¿Por qué iba a que­dar­se si es­ta­bas san­gran­do por toda la mal­di­ta cocina?



—Sin em­bar­go, aún res­pi­ra —dijo Nora con tono burlón, mien­tras abría un ar­ma­r­io y cogía una pe­q­ue­ña caja de madera que dejó junto a Augie.



—Apenas —gruñó Augie—. Tuve que arran­car­me esa en­d­ia­bla­da cosa.



La mirada de Hattie se ilu­mi­nó al ver el im­pre­s­io­nan­te cu­chi­llo que había dejado a un lado de la mesa de roble. La hoja era de ocho pul­ga­das de largo, con un borde curvo que bri­lla­ría en la os­cu­ri­dad si no es­tu­v­ie­ra em­pa­pa­do en sangre.



Y si no es­tu­v­ie­ra em­pa­pa­do en sangre habría sido pre­c­io­so.



Sabía que tal pen­sa­m­ien­to no era apro­p­ia­do en aquel mo­men­to, pero aun así, Hattie lo pensó, quiso coger el arma y ca­li­brar su peso; nunca había visto algo tan es­tu­pen­do. Tan pe­li­gro­so y po­de­ro­so.



«Ex­cep­to el hombre al que per­te­ne­ce». Porque supo al ins­tan­te, sin duda, que aquel cu­chi­llo per­te­ne­cía al hombre que se lla­ma­ba a sí mismo Bestia.



—¿Qué ha pasado? —pre­gun­tó acer­cán­do­se con el tazón a la mesa para ins­pec­c­io­nar el muslo de Augie que aún san­gra­ba—. No de­be­rí­as ha­ber­te ex­tra­í­do el cu­chi­llo.



—Rus­sell dijo…



—No me im­por­ta. Rus­sell es un bruto y de­be­rí­as haber dejado el cu­chi­llo dentro. —Hattie sa­cu­dió la cabeza mien­tras lim­p­ia­ba la herida dis­fru­tan­do de los mal­di­tos que­ji­dos de su her­ma­no más de lo que de­be­ría. Golpeó dos veces la mesa—. Re­cués­ta­te.



—Estoy san­gran­do —se quejó Augie.



—Sí, ya lo veo —res­pon­dió Hattie—. Pero como estás cons­c­ien­te, para mí sería más fácil que es­tu­v­ie­ras tum­ba­do.



—¡Date prisa! —con­tes­tó Augie mien­tras se re­cos­ta­ba.



—Nadie te cul­pa­rá por to­mar­te tu tiempo —dijo Nora acer­cán­do­se con una lata de ga­lle­tas en la mano.



—¡Vete a casa, Nora! —dijo Augie.



—¿Por qué voy a ha­cer­lo cuando estoy dis­fru­tan­do tanto? —Le ex­ten­dió la lata de ga­lle­tas a Hattie—. ¿Qu­ie­res una?



Hattie sa­cu­dió la cabeza y se con­cen­tró en la lesión, ahora limpia.



—Tienes suerte de que la hoja es­tu­v­ie­ra tan afi­la­da. Esto se de­be­ría poder coser fá­cil­men­te. —Ex­tra­jo una aguja e hilo de la caja—. No te muevas.



—¿Dolerá?



—No más que el cu­chi­llo.



Nora se rio, y Augie frun­ció el ceño.



—Eso es cruel. —Un que­ji­do siguió a sus pa­la­bras cuando Hattie co­men­zó a cerrar la herida—. No puedo creer que el tipo diera en el blanco.



—¿Quién? —Hattie con­tu­vo el al­ien­to. «Bestia».



—Nadie —con­tes­tó su her­ma­no.



—No puede ser nadie, Aug —señaló Nora con la boca llena de biz­co­chos—. Tienes un buen agu­je­ro.



—Sí. Me he dado cuenta de eso —se quejó de nuevo mien­tras Hattie con­ti­n­ua­ba co­s­ien­do.



—¿En qué estás metido, Augie?



—En nada. —Su her­ma­na pre­s­io­nó la aguja con más fir­me­za en el si­g­u­ien­te punto—. ¡Mal­di­ta sea!



—¿En qué nos has metido a todos? —Clavó la mirada en la azul pálido de su her­ma­no.



Él la rehuyó. Gri­ta­ba cul­pa­ble. Porque lo que fuera que hu­b­ie­se hecho, lo que fuera que lo hu­b­ie­se puesto en pe­li­gro esa noche… los había puesto en pe­li­gro a todos. No solo a Augie. A su padre. Al ne­go­c­io.



A ella. Todos los planes que había hecho y todo lo que había puesto en marcha para el Año de Hattie: ne­go­c­ios, casa, for­tu­na, futuro. Y si el hombre con el que había hecho un trato estaba in­vo­lu­cra­do, ame­na­za­ba al resto. Su vir­gi­ni­dad.



La frus­tra­ción se apo­de­ró de ella y le en­tra­ron ganas de gritar, de sa­cu­dir­lo hasta que le dijera la verdad sobre qué había hecho para que le cla­va­ran un cu­chi­llo en el muslo. Que con­fe­sa­ra que había dejado a un hombre in­cons­c­ien­te en su ca­rr­ua­je. Y Dios sabía qué más.



Cosió otro punto. Y otro.



Se quedó ca­lla­da y se puso ner­v­io­sa.



No hacía ni seis meses, su padre había con­vo­ca­do a Augie y Hattie para in­for­mar­les de que ya no podía ma­ne­jar el ne­go­c­io que había con­ver­ti­do en un im­pe­r­io. El conde había en­ve­je­ci­do de­ma­s­ia­do para tra­ba­jar en los barcos, para ma­ne­jar a los hom­bres. Para vi­gi­lar los en­tre­si­jos del ne­go­c­io. Así que les ofre­ció la única so­lu­ción po­si­ble para un hombre con un título vi­ta­li­c­io y un ne­go­c­io que fun­c­io­na­ba: la he­ren­c­ia.



Ambos niños habían cre­ci­do entre la ar­bo­la­du­ra de los barcos Sedley; ambos habían pasado sus pri­me­ros años, antes de que le con­ce­d­ie­ran un título vi­ta­li­c­io a su padre, pi­sán­do­le los ta­lo­nes, apren­d­ien­do el ne­go­c­io de la na­ve­ga­ción. Ambos sabían izar una vela, a hacer un nudo. Pero solo uno de ellos había apren­di­do bien. De­sa­for­tu­na­da­men­te, era la chica.



Así que su padre le había dado a Augie la opor­tu­ni­dad de pro­bar­se a sí mismo y, du­ran­te los úl­ti­mos seis meses, Hattie había tra­ba­ja­do más duro que nunca para hacer lo mismo, para pro­bar­se a sí misma que era digna de asumir el con­trol del ne­go­c­io; todo, mien­tras Augie se dormía en los lau­re­les es­pe­ran­do su mo­men­to, cuando su padre de­ci­d­ie­ra en­tre­gar­le todo el ne­go­c­io sin otra razón que la de que Augie era un hombre, porque así es como debía ser. No había forma de cam­b­iar el ra­zo­na­m­ien­to del conde:



«Los hom­bres de los mue­lles ne­ce­si­tan una mano firme».



Como si Hattie no tu­v­ie­ra for­ta­le­za para ma­ne­jar­los.



«Los envíos ne­ce­si­tan un cuerpo capaz».



Como si Hattie fuera de­ma­s­ia­do blanda para el tra­ba­jo.



«Eres buena chica y con­ti­go al frente todo iría bien…».



Un cum­pli­do, aunque no fuese esa la in­ten­ción.



«… pero ¿y si apa­re­ce un hombre?».



Eso era lo más in­si­d­io­so. Que la se­ña­la­ra como una sol­te­ro­na era lo que re­sal­ta­ba el hecho de que las mu­je­res no tenían vida propia frente a cual­q­u­ier hombre.



Y peor aún, era lo que le indicó que su padre no creía en ella. Algo que, por su­p­ues­to, así era. No im­por­ta­ba cuán­tas veces le ase­gu­ra­ra que su vida era solo suya y que no bus­ca­ba ma­tri­mo­n­io.



«Eso no está bien, hija», decía el conde, vol­v­ien­do a su tra­ba­jo.



Hattie se había pro­p­ues­to de­mos­trar­le que estaba eq­ui­vo­ca­do. Había di­se­ña­do es­tra­te­g­ias para au­men­tar los in­gre­sos. Lle­va­ba los libros y re­gis­tros, y pasaba tiempo con los hom­bres en los mue­lles para que, cuando sur­g­ie­ra la opor­tu­ni­dad de gu­iar­los, con­f­ia­ran en ella… Y la si­g­u­ie­ran.



Y esa noche, había co­men­za­do el Año de Hattie. El año en que se ase­gu­ra­ría todo por lo que había tra­ba­ja­do tan duro. Solo ne­ce­si­ta­ba un poco de ayuda para po­ner­lo en marcha, una ayuda que pen­sa­ba que sería más fácil con­se­g­uir.



Tenía in­ten­ción de volver a casa para de­cir­le a su padre que el ma­tri­mo­n­io ya no en­tra­ba en sus planes. Que se había arr­ui­na­do a sí misma. No estaba con­ten­ta de haber re­gre­sa­do con su vir­gi­ni­dad in­tac­ta, pero es­ta­ría más que feliz de poder in­for­mar­le de que había en­con­tra­do un ca­ba­lle­ro ideal para en­car­gar­se de la si­t­ua­ción.



Bueno… Tal vez no fuera un ca­ba­lle­ro.



«Bestia».



El nombre le llegó en una oleada de cálido placer, to­tal­men­te ina­pro­p­ia­do y di­fí­cil de ig­no­rar. Pero lo manejó lo mejor que pudo.



In­clu­so él había sido un medio para un fin. Y, de alguna manera, Augie había sido apu­ña­la­do por el mismo hombre.



Dejó a su her­ma­no tran­q­ui­lo mien­tras ter­mi­na­ba de co­ser­lo y ven­dar­lo, un pro­ce­so que habría sido mucho más rápido si se hu­b­ie­ra que­da­do quieto y hu­b­ie­ra dejado de llo­ri­q­ue­ar. Lo dejó tran­q­ui­lo mien­tras se lavaba las manos en la pila y en­v­ia­ba a un sir­v­ien­te al bo­ti­ca­r­io en busca de hier­bas para evitar la fiebre.



Lo dejó tran­q­ui­lo cuando volvió a la mesa y cogió la em­pu­ña­du­ra del cu­chi­llo, bri­llan­te y negro, con un diseño pla­te­a­do que imi­ta­ba un panal in­crus­ta­do en su in­te­r­ior. Trazó con el dedo la hoja de metal.



Luego sopesó el cu­chi­llo, y miró a su her­ma­no de nuevo.



—¿Vas a de­cir­me en qué estás metido?



—¿Por qué ten­dría que ha­cer­lo? —Augie era el re­tra­to de la más arro­gan­te bra­vu­co­ne­ría.

 



—Porque lo en­con­tré.



—¿A quién? —Sus ojos se abr­ie­ron de par en par mien­tras lu­cha­ba por en­con­trar una res­p­ues­ta.



—Nos in­sul­tas a los dos con esa pre­gun­ta. Y lo solté.



—¿Por qué has hecho eso? —Augie se puso de pie ha­c­ien­do un gesto de dolor al ins­tan­te.



—Porque estaba en mi ca­rr­ua­je y te­ní­a­mos que ir a otro sitio.



—Creo que te re­f­ie­res a mi ca­rr­ua­je. —Augie frun­ció el ceño y luego miró a Nora.



—Si vamos a hablar con pro­p­ie­dad, en­ton­ces el ca­rr­ua­je no es de nin­gu­no de no­so­tros. Per­te­ne­ce a papá —añadió Hattie, in­dig­na­da por la frus­tra­ción.



—Pero me per­te­ne­ce­rá a mí —dijo Augie, re­a­fir­mán­do­se.



—Pero, por ahora, per­te­ne­ce a papá. —Hattie no dijo nada más. Nunca se le había ocu­rri­do que ella podría hacer un tra­ba­jo mejor en la ges­tión del ne­go­c­io. O que podría saber más sobre el ne­go­c­io que él. Nunca se le había ocu­rri­do que podría no re­ci­bir lo que de­se­a­ba en el mo­men­to pre­ci­so en que quería te­ner­lo.



—Y no te ha dado per­mi­so para usarlo cuando qu­ie­ras.



De hecho, sí, pero a Hattie no le in­te­re­sa­ba esa dis­cu­sión.



—Oh, ¿y a ti te ha dado per­mi­so para se­c­ues­trar hom­bres y de­jar­los atados en su in­te­r­ior?



Los dos mi­ra­ron a Nora des­pués de la pre­gun­ta.



—No os pre­o­cu­péis por mí. No estoy pres­tan­do aten­ción —dijo mien­tras se ale­ja­ba para llenar la tetera.



—No iba a de­jar­lo ahí.



—¿Qué ibas a hacer con él? —pre­gun­tó Hattie gi­rán­do­se hacia él.



—No lo sé.



—¿Ibas a ma­tar­lo? —re­pli­có ante la va­ci­la­ción de su her­ma­no, re­cu­pe­ran­do el al­ien­to.



—¡No lo sé!



Su her­ma­no era muchas cosas, pero un tipo con una mente ma­es­tra para el crimen no.



—¡Dios mío, Augie…! ¿En qué estás metido? ¿Crees que un hombre así sim­ple­men­te de­sa­pa­re­ce­ría, mo­ri­ría y nadie ven­dría a bus­car­te? —Hattie con­ti­nuó—: ¡Tienes mucha suerte, tan solo lo no­q­ue­as­te! ¿En qué es­ta­bas pen­san­do?



—¡Estaba pen­san­do en que me había cla­va­do un cu­chi­llo! —Señaló a su muslo ven­da­do—. ¡El que tienes en la mano!



—No hasta que fuiste a por él. —Apretó los dedos al­re­de­dor de la em­pu­ña­du­ra y sa­cu­dió la cabeza. Él no lo negó—. ¿Por qué? —No res­pon­dió. Dios la li­bra­ra de los hom­bres que de­ci­dí­an usar el si­len­c­io como un arma. Re­so­pló llena de frus­tra­ción—. Me parece que te lo me­re­cí­as, Augie. No parece el tipo de hombre que va por ahí apu­ña­lan­do a gente que no lo merece.



Se hizo el si­len­c­io, el único sonido en la ha­bi­ta­ción era el del fuego que ca­len­ta­ba la tetera de Nora.



—Hattie… —Ella cerró los ojos y evitó la mirada de su her­ma­no—. ¿Qué sabes tú de la clase de hombre que es?



—He ha­bla­do con él.



Más que eso.



«Lo he besado».



—¿Qué? —Augie se le­van­tó de la mesa con un gesto de dolor—. ¿Por qué?



«Porque me dio la gana».



—Bueno, me sentí bas­tan­te ali­v­ia­da de que no es­tu­v­ie­ra muerto, August.



—No de­be­rí­as haber hecho eso. —Augie ignoró la ad­ver­ten­c­ia en sus pa­la­bras.



—¿Quién es? —Volvió a pre­gun­tar ella y esperó.



—No de­be­rí­as ha­ber­lo hecho —con­tes­tó él mien­tras ca­mi­na­ba por la cocina.



—¡Augie! —dijo ella con fir­me­za para llamar su aten­ción—. ¿Quién es?



—¿No lo sabes?



—Sé que se llama a sí mismo Bestia. —Sa­cu­dió la cabeza.



—Así es como todos lo llaman. Y su her­ma­no es Diablo.



Nora tosió.



—Pen­sa­ba que no es­ta­bas es­cu­chan­do. —Hattie la miró.



—Por su­p­ues­to que estoy es­cu­chan­do. Esos nom­bres son ri­dí­cu­los.



—De ac­uer­do. Nadie se llama Bestia o Diablo salvo en una novela gótica. Y aun así… —Hattie asin­tió.



—Estos dos se llaman así. Son her­ma­nos y cri­mi­na­les. Aunque no de­be­ría tener que de­cír­te­lo, con­si­de­ran­do que me apu­ña­ló. —Augie no tenía pa­c­ien­c­ia para las bromas.



—¿Qué clase de cri­mi­na­les? —pre­gun­tó Hattie, in­cli­nan­do la cabeza.



—¿Qué clase de…? —Augie miró al techo—. ¡Dios, Hattie! ¿Im­por­ta?



—Aunque no fuera así, me gus­ta­ría saber la res­p­ues­ta —dijo Nora desde su lugar junto al fogón.



—Con­tra­ban­dis­tas. Los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le.



Hattie sus­pi­ró. Puede que no su­p­ie­ra cómo se lla­ma­ban, pero co­no­cía a los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le, los hom­bres más po­de­ro­sos del este de Lon­dres, y po­si­ble­men­te tam­bién del resto de Lon­dres. Se ha­bla­ba de ellos en los Dock­lands, movían la carga de sus barcos al amparo de la noche y pa­ga­ban una prima a los es­ti­ba­do­res más fuer­tes.



—Tam­bién es un nombre ri­dí­cu­lo —dijo Nora mien­tras servía su té—. ¿Quié­nes son?



—Son tra­fi­can­tes de hielo —co­men­tó Hattie mi­ran­do a su her­ma­no.



—Con­tra­ban­dis­tas de hielo —la co­rri­gió él—. Y tam­bién de

brandy

 y

bour­bon

 y muchas cosas más. Sedas, cartas, dados... Cual­q­u­ier cosa por la que Gran Bre­ta­ña cobre un im­p­ues­to, la mueven sin que la Corona lo sepa. Y se han ganado los apodos que vo­so­tras dos creéis que son es­tú­pi­dos. Diablo es el agra­da­ble de los dos, pero te corta la cabeza rá­pi­da­men­te si piensa que has hecho algo al margen de ellos en Covent Garden. Y Bestia… —Hattie se acercó du­ran­te la pausa de Augie—. Dicen que Bestia es…



Se quedó en si­len­c­io, pa­re­cía ner­v­io­so.



Pa­re­cía asus­ta­do.



—¿Qué? —dijo Hattie, de­ses­pe­ra­da por que ter­mi­na­se. Como él no res­pon­dió, le pinchó con una broma—. ¿El rey de la selva?



—Dicen que si va a por ti, no des­can­sa hasta que te en­c­uen­tra —con­tes­tó mi­rán­do­la a los ojos.



Un es­ca­lo­frío la atra­ve­só al oír aq­ue­llas las pa­la­bras. Por la verdad que había en ellas.



«Te en­con­tra­ré», había dicho.



Era una ex­ce­len­te pro­me­sa y una te­rri­ble ame­na­za.



—Augie, si lo que dices es verdad…



—Lo es.



—En­ton­ces, ¿qué te hace pensar que puedes en­fren­tar­te a tales hom­bres? ¿Que po­drí­as ro­bar­les? ¿Que po­drí­as ha­cer­les daño?



Por un mo­men­to, pensó que él se ne­ga­ría a con­tes­tar la pre­gun­ta, ante la su­ge­ren­c­ia de que no era rival para ellos. No lo era. Había pocos hom­bres en el mundo que se pu­d­ie­ran com­pa­rar con el que ella había co­no­ci­do horas antes. Y eso sin saber que lle­va­ba un cu­chi­llo.



Augie pa­re­cía sa­ber­lo. Porque, en vez de mos­trar bra­vu­co­ne­ría mas­cu­li­na, bajó la voz y dijo:



—Ne­ce­si­to ayuda.



—Por su­p­ues­to que la ne­ce­si­tas. —El co­men­ta­r­io sar­cás­ti­co llegó del fogón.



—Cá­lla­te, Nora —dijo Augie—. Esto no es asunto tuyo.



—Tam­po­co de­be­ría serlo de Hattie —señaló Nora—. Y, sin em­bar­go, aquí es­ta­mos.



—¡Parad! ¡Los dos! —Hattie le­van­tó una mano.



Lo hi­c­ie­ron, mi­la­gro­sa­men­te.



—Habla. —Se volvió hacia Augie.



—Perdí un car­ga­men­to.



Hattie frun­ció el ceño y repasó los dia­r­ios de a bordo que había dejado en su es­cri­to­r­io ese día. No fal­ta­ba ningún envío en los re­gis­tros de su padre.



—¿Qué qu­ie­res decir con «perder»?



—¿Re­c­uer­das los tu­li­pa­nes? —Sa­cu­dió la cabeza. No había habido tu­li­pa­nes en un car­ga­men­to desde… —. Fue en verano —añadió.



El barco había lle­ga­do car­ga­do con bulbos de tu­li­pa­nes recién lle­ga­dos de Am­be­res, ya mar­ca­dos para las pro­p­ie­da­des de toda Gran Bre­ta­ña. Augie había sido res­pon­sa­ble de la carga y la en­tre­ga. La pri­me­ra que había su­per­vi­sa­do des­pués de que su padre anun­c­ia­ra su plan de tras­pa­sar el ne­go­c­io. La pri­me­ra vez que su padre había in­sis­ti­do en que Augie di­ri­g­ie­ra una ope­ra­ción de prin­ci­p­io a fin para de­mos­trar su temple.



—Los perdí.



—¿Dónde? —No tenía sen­ti­do. Había visto el envío mar­ca­do como des­car­ga­do en los libros. El trans­por­te por tierra había sido mar­ca­do como com­ple­ta­do.



—Pensé… —Sa­cu­dió la cabeza—. No sabía que tenían que ser en­tre­ga­dos in­me­d­ia­ta­men­te. Lo pos­pu­se. No pude en­con­trar los hom­bres para hacer el tra­ba­jo cuando llegó. Es­ta­ban tra­ba­jan­do en otra carga, así que los dejé apar­ta­dos.



—En el al­ma­cén —dijo ella, y su her­ma­no asin­tió. —En la muerte del verano lon­di­nen­se. —El húmedo verano lon­di­nen­se.



Otro asen­ti­m­ien­to.



—¿Cuánto tiempo? —pre­gun­tó Hattie con un sus­pi­ro.



—No lo sé. ¡Por el amor de Dios, Hattie, no era carne de vacuno. Eran unos mal­di­tos tu­li­pa­nes! ¿Cómo iba a saber que se pu­dri­rí­an?



—¿Y luego qué? —Hattie pen­sa­ba que había mos­tra­do una in­men­sa mo­de­ra­ción porque, en re­a­li­dad, quería decir: «Sa­brí­as que se pu­dri­rí­an si le hu­b­ie­ses pres­ta­do una pizca de aten­ción al ne­go­c­io».



—Sabía que ten­drí­a­mos que de­vol­ver el pago a los cl­ien­tes, y sabía que padre se pon­dría fu­r­io­so. —Su padre se habría eno­ja­do y habría hecho bien al ha­cer­lo. Una bodega llena de buenos tu­li­pa­nes ho­lan­de­ses valía al menos diez mil libras. Per­der­las les habría cos­ta­do pres­ti­g­io y dinero.



Pero no lo habían per­di­do. De alguna manera, Augie lo había ocul­ta­do. El miedo se le agarró al es­tó­ma­go.



—Augie…, ¿qué hi­cis­te?



—Se su­po­nía que solo iba a ser una vez. —Sa­cu­dió la cabeza mi­ran­do a los pies.



Hattie se volvió hacia Nora, que había re­nun­c­ia­do a cual­q­u­ier pre­ten­sión de no pres­tar aten­ción. Cuando su amiga se en­co­gió de hom­bros, se volvió hacia su her­ma­no.



—¿Qué se supone que solo debía ser una vez? —dijo.



—Tuve que de­vol­ver el dinero a los cl­ien­tes. Sin que papá lo des­cu­br­ie­se. Y luego, en­con­tré una salida. —Miró hacia arriba bus­can­do sus ojos—. Me en­con­tré con su ruta de en­tre­ga.



«Se llevó algo mío», esas habían sido las pa­la­bras de Bestia.



Nora soltó una suave mal­di­ción.



—Le ro­bas­te —dijo Hattie con­te­n­ien­do el al­ien­to.



—Fue solo…



—¿Cuán­tas veces? —No lo dejó ter­mi­nar.



—Pagué la deuda con el pri­me­ro —con­fe­só.



—Pero no te de­tu­vis­te. —Augie abrió la boca. La cerró. Por su­p­ues­to que no se había de­te­ni­do. Ahora era ella la que mal­de­cía—. ¿Cuán­tas veces?



—Esta noche fue la cuarta —dijo mos­tran­do el miedo en sus ojos.



—Cuatro veces. —Hizo una mueca—. Les has robado cuatro veces… Es un mi­la­gro que no te hayan matado.



—Espera —dijo Nora desde el otro lado de la cocina—, ¿cómo so­me­tis­te a ese hombre?



—¿Qué sig­ni­fi­ca eso? —Él frun­ció el ceño.



—Augie, ese hombre es el doble de grande que tú y te clavó un cu­chi­llo en el muslo —señaló Nora mien­tras le echaba una mirada.



—Rus­sell lo noqueó —ad­mi­tió, algo be­li­ge­ran­te.



Por su­p­ues­to que aq­ue­llos dos habían pro­vo­ca­do un nuevo de­sas­tre. Y ahora, como siem­pre, le tocaba a Hattie re­sol­ver­lo.



—De­be­ría ser ilegal si­q­u­ie­ra que os ha­bla­s­eis. Os hacéis menos in­te­li­gen­tes el uno al otro. —Miró al techo con la mente ace­le­ra­da y luego sus­pi­ró—. Lo has com­pli­ca­do todo.



—Lo sé —dijo su her­ma­no, y se pre­gun­tó si re­al­men­te lo sabía.



—¿Qué me di­jis­te de él? ¿de Bestia?



Augie la miró a los ojos y ella vio pre­o­cu­pa­ción en ellos.



—Viene a por ti, Augie. Es un mi­la­gro que no te haya en­con­tra­do to­da­vía. Pero lo que has hecho esta noche ha sido in­men­sa­men­te es­tú­pi­do. ¿Qué te llevó a atarlo? ¡Y en el ca­rr­ua­je, por el amor de Dios!



—No estaba pen­san­do. Me aca­ba­ban de apu­ña­lar. Y Rus­sell…



—¡Ah, sí. Rus­sell! —lo in­te­rrum­pió—. Él tam­bién está aca­ba­do. Ponle fin a esto ya. No ven­de­re­mos otra gota de su carga. ¿Dónde está el car­ga­men­to que ro­bas­te esta noche?



—Rus­sell se lo ha lle­va­do a nues­tro com­pra­dor.



—Otro bri­llan­te mo­vi­m­ien­to tác­ti­co, sin duda. ¿Quién es? —Ella alzó una ceja.



—No quiero que te in­vo­lu­cres en esto. —Si era po­si­ble, su her­ma­no se puso aun más pálido.



—Como si no es­tu­v­ie­ra ya in­vo­lu­cra­da hasta el fondo por tu culpa.



—No tienes ni idea de lo pro­fun­do que es. Ese tipo no está cuerdo. —Augie sa­cu­dió la cabeza.

 



—¿Ahora qu­ie­res con­ver­tir­te en el es­pí­ri­tu pro­tec­tor de la fa­mi­l­ia? —Hattie re­sis­tió el im­pul­so de gritar—. Su­pon­go que de­be­ría estar agra­de­ci­da de que nues­tro ene­mi­go más in­me­d­ia­to sea sim­ple­men­te ven­ga­ti­vo y no un loco.



—Lo siento —dijo Augie.



—No, no lo sien­tes —re­pli­có Hattie—. Si tu­v­ie­ra que adi­vi­nar, estoy segura de que estás feliz de que esté dis­p­ues­ta a arre­glar esto. Y puedo arre­glar­lo.



—¿Puedes? —pre­gun­tó Augie, ya más cal­ma­do.



—Puedo —dijo ella vi­s­ua­li­zan­do el plan. El camino hacia ade­lan­te. Y luego, su camino—. Puedo.



—¿Cómo? —No era la peor pre­gun­ta del mundo. Hattie miró a Nora, cuyas cejas es­ta­ban tan ar­q­ue­a­das que casi ro­za­ban la línea de cre­ci­m­ien­to de su ca­be­llo, como res­p­ues­ta si­len­c­io­sa a la pre­gun­ta de Augie.



—Ha­re­mos un trato por la carga. Com­par­ti­re­mos los in­gre­sos de nues­tros envíos hasta que aca­be­mos de pa­gár­se­la. —Hattie en­de­re­zó sus hom­bros más segura de sí misma que nunca.



—No será su­fi­c­ien­te.



—Lo será. —Ella haría que lo fuera. Le ase­gu­ra­ría que no habría más robos. Y le daría los in­gre­sos. Con in­te­re­ses. Si era un hombre de ne­go­c­ios, re­co­no­ce­ría que era un buen ne­go­c­io en cuanto se lo dijera. Matar a Augie no le de­vol­ve­ría la carga per­di­da y haría caer a la Corona sobre su cabeza, algo que a los con­tra­ban­dis­tas no les gus­ta­ría.



El dinero era real. Ella lo con­ven­ce­ría.



—No te metas en esto —señaló mien­tras miraba a los ojos a su her­ma­no.



—No lo co­no­ces, Hattie.



—He hecho un trato con él.



—¿Qué clase de trato? —Augie se quedó pa­ra­li­za­do.



—Sí, ¿qué clase de trato? —re­pi­tió Nora cur­van­do los labios como mues­tra de di­ver­sión.



—Nada serio.



«No estás en po­si­ción de ha­cer­me una oferta. Yo con­si­go todo lo que es mío».



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