Lady Felicity y el canalla

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Aus der Reihe: Romantica #1
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No res­pon­dió, pues no es­ta­ba se­gu­ro de sus pa­la­bras. No con­fia­ba en que di­ría lo que de­bía de­cir.

—No le diré a na­die que le he vis­to —aña­dió.

—No me ha vis­to —res­pon­dió él.

—En­ton­ces ten­dre­mos la ven­ta­ja adi­cio­nal de es­tar di­cien­do la ver­dad —con­tes­tó con ama­bi­li­dad.

El rui­se­ñor otra vez. Whit no se fia­ba de lo que es­tu­vie­ra ha­cien­do allí con aque­lla mu­jer.

Y qui­zá te­nía ra­zón.

Ella hizo una pe­que­ña re­ve­ren­cia.

—En fin, ¿re­gre­sa pues a sus vi­les asun­tos?

El ti­rón de los múscu­los en la co­mi­su­ra de sus la­bios le era des­co­no­ci­do. Una son­ri­sa. No po­día re­cor­dar la úl­ti­ma vez que ha­bía son­reí­do. Esta ex­tra­ña mu­jer la ha­bía pro­vo­ca­do como por me­dio de un he­chi­zo.

Se mar­chó an­tes de que pu­die­ra res­pon­der­le, y sus fal­das des­apa­re­cie­ron al gi­rar la es­qui­na para aden­trar­se en la luz. Le cos­tó la vida no se­guir­la para po­der que­dar­se con una ima­gen de ella, del co­lor de su ca­be­llo, del tono de su piel, del bri­llo de sus ojos.

To­da­vía no sa­bía cuál era el co­lor de su ves­ti­do.

Lo úni­co que de­bía ha­cer era se­guir­la.

—Dia­blo.

Su nom­bre lo de­vol­vió al pre­sen­te. Miró a Whit, que vol­vió a sal­tar el bal­cón y se co­lo­có a su lado, en­tre las som­bras.

—Aho­ra —dijo.

Era el mo­men­to de re­gre­sar a su ob­je­ti­vo, el hom­bre al que juró ma­tar si al­gu­na vez se le ocu­rría po­ner un pie en Lon­dres. Si al­gu­na vez se le ocu­rría re­cla­mar aque­llo que una vez robó. Si al­gu­na vez osa­ba rom­per el tra­to que ha­bían ce­rra­do dé­ca­das atrás.

Y aca­ba­ría con él. Pero no se­ría con los pu­ños.

—Va­mos, her­mano —su­su­rró Whit—. Aho­ra.

Dia­blo sa­cu­dió una vez la ca­be­za, pero man­tu­vo la mi­ra­da fija en el lu­gar por don­de ha­bían des­apa­re­ci­do las mis­te­rio­sas fal­das de la mu­jer.

—No. To­da­vía no.

Capítulo 2

El co­ra­zón de Fe­li­city Fair­cloth ha­bía es­ta­do la­tien­do con fuer­za du­ran­te tan­to tiem­po que pen­só que qui­zá ne­ce­si­ta­ra un mé­di­co.

Ha­bía em­pe­za­do a ace­le­rár­se­le cuan­do se es­ca­bu­lló del re­lu­cien­te sa­lón de bai­le de Mar­wick Hou­se y ha­bía mi­ra­do ha­cia la puer­ta ce­rra­da que ha­bía de­lan­te de ella, ig­no­ran­do el de­seo casi irre­fre­na­ble de to­car­se el pei­na­do y qui­tar­se una hor­qui­lla.

Y sa­bía que de nin­gu­na ma­ne­ra de­bía qui­tar­se una hor­qui­lla, y mu­cho me­nos dos, ni tam­po­co me­ter­las en la ce­rra­du­ra que ha­bía a poco más de diez cen­tí­me­tros ni des­pués for­zar los se­gu­ros con pa­cien­cia.

«No po­de­mos per­mi­tir­nos otro es­cán­da­lo».

Po­día es­cu­char las pa­la­bras de su ge­me­lo, Art­hur, como si es­tu­vie­ra jun­to a ella. Po­bre Art­hur, de­ses­pe­ra­do por que otro hom­bre más dis­pues­to que él se ocu­pa­ra de su her­ma­na sol­te­ra, de vein­ti­sie­te años y ya casi para ves­tir san­tos. Po­bre Art­hur, cu­yas ple­ga­rias nun­ca se­rían es­cu­cha­das, ni aun­que de­ja­ra de for­zar ce­rra­du­ras.

Hubo otras pa­la­bras que ella es­cu­chó aún con más fuer­za. Los co­men­ta­rios bur­lo­nes. Los apo­dos. Fe­li­city, la aban­do­na­da. Fe­li­city, la inep­ta. Y el peor de to­dos… Fe­li­city, la aca­ba­da.

—¿Por qué ha ve­ni­do?

—Es­pe­ro que no pien­se que al­guien la va a acep­tar.

—Su po­bre her­mano, de­ses­pe­ra­do por ca­sar­la.

—… Fe­li­city, la aca­ba­da.

Hubo un tiem­po en el que una no­che como esa ha­bría sido el sue­ño de Fe­li­city: un nue­vo du­que en la ciu­dad, un bai­le de bien­ve­ni­da, la se­duc­to­ra pro­me­sa de un com­pro­mi­so con un des­co­no­ci­do y apues­to sol­te­ro y, ade­más, un buen par­ti­do. Ha­bría sido una ve­la­da ideal. Ves­ti­dos, jo­yas y or­ques­tas al com­ple­to; co­ti­lleos, char­las, tar­je­tas de bai­le y cham­pán. Fe­li­city ape­nas ha­bría te­ni­do es­pa­cio li­bre en su tar­je­ta de bai­le y, de ha­ber­lo te­ni­do, ha­bría sido por­que se lo ha­bría re­ser­va­do para sí mis­ma, para po­der dis­fru­tar de su po­si­ción en ese ma­ra­vi­llo­so mun­do.

Pero eso se aca­bó.

Aho­ra, si po­día, evi­ta­ba los bai­les, pues sa­bía que pa­sa­ría ho­ras me­ro­dean­do por las es­qui­nas del sa­lón en lu­gar de bai­lar atra­ve­sán­do­lo. Y tam­bién es­ta­ba la pro­fun­da ver­güen­za que sen­tía cada vez que se tro­pe­za­ba con al­guno de sus vie­jos co­no­ci­dos. El re­cuer­do de cómo era reír con ellos, de sen­tir­se su­pe­rior, como ellos.

Pero no ha­bía ma­ne­ra de evi­tar un bai­le al que acu­día un nue­vo y fla­man­te du­que, así que se ha­bía em­bu­ti­do en un vie­jo ves­ti­do, subido al ca­rrua­je de su her­mano y per­mi­ti­do al po­bre Art­hur que la arras­tra­ra has­ta el sa­lón de bai­le de Mar­wick. Y ha­bía des­apa­re­ci­do en el mo­men­to en que él ha­bía mi­ra­do ha­cia otro lado.

Fe­li­city ha­bía hui­do por un os­cu­ro pa­si­llo y, mien­tras el co­ra­zón le re­tum­ba­ba, se ha­bía qui­ta­do las hor­qui­llas del pei­na­do y las ha­bía do­bla­do con cui­da­do para in­ser­tar­las de una en una den­tro de la ce­rra­du­ra. Cuan­do sonó un pe­que­ño chas­qui­do y el ce­rro­jo sal­tó como si de un que­ri­do vie­jo ami­go se tra­ta­se, el co­ra­zón ame­na­za­ba con sa­lír­se­le del pe­cho.

Y pen­sar que to­dos esos gol­pe­teos fue­ron an­tes de que co­no­cie­ra a ese hom­bre.

Aun­que «co­no­cer» no era pre­ci­sa­men­te la pa­la­bra ade­cua­da.

«En­con­trar­se» tam­po­co era del todo co­rrec­ta.

Qui­zá el tér­mino que más se acer­ca­ba era «sen­ti­do». En el mo­men­to en que él ha­bló, su voz gra­ve y ras­ga­da la ha­bía en­vuel­to como la seda en una os­cu­ra bri­sa pri­ma­ve­ral, ten­tán­do­la de una ma­ne­ra pe­ca­mi­no­sa.

Las me­ji­llas se le ti­ñe­ron de ru­bor al re­cor­dar­lo, al re­me­mo­rar la for­ma en que pa­re­cía atraer­la ha­cia él, como si es­tu­vie­ran co­nec­ta­dos por un hilo in­vi­si­ble. Como si pu­die­ra ti­rar de ella. Y ella ac­ce­die­ra a acer­car­se sin opo­ner re­sis­ten­cia. Ha­bía he­cho más que atraer­la. Le ha­bía sa­ca­do la ver­dad, y ella se la ha­bía ofre­ci­do sin más.

Ha­bía ca­ta­lo­ga­do sus pro­pios de­fec­tos como si de un cam­bio cli­ma­to­ló­gi­co se tra­ta­se. Casi lo ha­bía con­fe­sa­do todo, in­clu­so las par­tes que nun­ca ha­bía con­ta­do a na­die. Las que man­te­nía bien ocul­tas. Por­que lo cier­to era que no le ha­bía pa­re­ci­do una con­fe­sión, sino como si él ya lo hu­bie­ra sa­bi­do todo de an­te­mano. Y qui­zá fue­ra así. Qui­zá no se tra­ta­se de un hom­bre en la os­cu­ri­dad. Qui­zá se tra­ta­ba de la mis­ma os­cu­ri­dad, efí­me­ra, mis­te­rio­sa y ten­ta­do­ra… Mu­cho más ten­ta­do­ra que la luz del día, en la que to­dos los de­fec­tos, mar­cas y erro­res que­da­ban al des­cu­bier­to y era im­po­si­ble ig­no­rar­los.

La os­cu­ri­dad siem­pre la ha­bía ten­ta­do. Las ce­rra­du­ras. Las ba­rre­ras. Lo im­po­si­ble.

Ese era el pro­ble­ma, ¿no? Fe­li­city siem­pre ha­bía desea­do lo im­po­si­ble. Y no era el tipo de mu­jer que pu­die­ra con­se­guir­lo.

Pero cuan­do ese hom­bre mis­te­rio­so su­gi­rió que ella era una mu­jer im­por­tan­te… Por un mo­men­to, le cre­yó. Como si no fue­ra ri­dí­cu­la la mera idea de que Fe­li­city Fair­cloth —la sosa hija sol­te­ra del mar­qués de Bum­ble, ig­no­ra­da por unos cuan­tos bue­nos par­ti­dos de­bi­do a su mala suer­te y com­ple­ta­men­te fue­ra de lu­gar en bai­les como ese, en los que un atrac­ti­vo du­que re­apa­re­cía para bus­car es­po­sa— fue­ra a sa­lir ven­ce­do­ra.

Com­ple­ta­men­te im­po­si­ble.

Así que ha­bía hui­do, ha­bía re­gre­sa­do a sus vie­jos há­bi­tos y se ha­bía su­mer­gi­do de nue­vo en la os­cu­ri­dad, por­que todo pa­re­cía mu­cho más fá­cil en la os­cu­ri­dad que bajo la fría y cru­da luz.

Y ese ex­tra­ño tam­bién pa­re­cía sa­ber todo eso. Por lo me­nos, lo su­fi­cien­te como para que a ella le hu­bie­ra cos­ta­do de­jar­lo a so­las en la os­cu­ri­dad. Lo su­fi­cien­te como para que Fe­li­city casi lo acom­pa­ña­ra en­tre las som­bras. Por­que du­ran­te unos bre­ves y fu­ga­ces ins­tan­tes se ha­bía plan­tea­do no re­gre­sar a su mun­do, sino a uno nue­vo y os­cu­ro don­de po­der em­pe­zar de cero. Don­de pu­die­ra ser al­guien que no fue­se Fe­li­city, la aca­ba­da, una flo­re­ro sol­te­ro­na. Y el hom­bre del bal­cón pa­re­cía el tipo de hom­bre que po­día ha­cer aque­llo reali­dad.

Lo cual era, evi­den­te­men­te, una lo­cu­ra. La gen­te no se fu­ga­ba con ex­tra­ños que aca­ba­ba de co­no­cer en un bal­cón. En pri­mer lu­gar, por­que así era como uno ter­mi­na­ba sien­do ase­si­na­do. Y en se­gun­do lu­gar, por­que su ma­dre no lo apro­ba­ría. Y lue­go es­ta­ba Art­hur. El for­mal, per­fec­to, y po­bre Art­hur, con su má­xi­ma: «No po­de­mos per­mi­tir­nos otro es­cán­da­lo».

Y por eso ha­bía he­cho lo que uno hace des­pués de un mo­men­to de lo­cu­ra en la os­cu­ri­dad: se ha­bía dado la vuel­ta y ha­bía re­gre­sa­do ha­cia la luz, ig­no­ran­do la pun­za­da de arre­pen­ti­mien­to que sin­tió nada más gi­rar la es­qui­na de la lu­jo­sa fa­cha­da de pie­dra y en­trar en el res­plan­dor del sa­lón de bai­le que ha­bía tras los enor­mes ven­ta­na­les, don­de todo Lon­dres daba vuel­tas y dan­za­ba mien­tras reía, chis­mo­rrea­ba y com­pe­tía por cap­tar la aten­ción de su atrac­ti­vo y mis­te­rio­so an­fi­trión.

Don­de el mun­do del que una vez for­mó par­te se­guía gi­ran­do sin ella.

Se que­dó ob­ser­van­do du­ran­te un buen rato y has­ta pudo vis­lum­brar al du­que de Mar­wick al otro lado de la sala, alto, ru­bio e in­ne­ga­ble­men­te apues­to, con una apos­tu­ra aris­to­crá­ti­ca que de­be­ría de ha­ber­la he­cho sus­pi­rar pero que, en reali­dad, no le cau­sa­ba nin­gún im­pac­to.

 

Su mi­ra­da se apar­tó del hom­bre del mo­men­to y se posó du­ran­te un ins­tan­te so­bre los re­fle­jos co­bri­zos de su her­mano, que es­ta­ba en la otra es­qui­na del sa­lón con­ver­san­do de ma­ne­ra ani­ma­da con un gru­po de hom­bres más se­rios que los de su en­torno. Se pre­gun­tó de qué es­ta­rían ha­blan­do. ¿De ella? ¿Es­ta­ba Art­hur tra­tan­do de con­ven­cer a otra tan­da de hom­bres so­bre las com­pe­ten­cias de Fe­li­city, la aca­ba­da?

«No po­de­mos per­mi­tir­nos otro es­cán­da­lo».

Tam­po­co ha­bían po­di­do per­mi­tir­se el úl­ti­mo. Ni el an­te­rior. Pero su fa­mi­lia no que­ría ad­mi­tir­lo. Y allí es­ta­ban, en el bai­le de un du­que, fin­gien­do que no era esa la ver­dad, que todo era po­si­ble.

Atre­vién­do­se a creer que la sosa, im­per­fec­ta y re­pu­dia­da Fe­li­city po­día ga­nar el co­ra­zón y la men­te y —lo que era más im­por­tan­te— la mano del du­que de Mar­wick, sin im­por­tar que fue­ra un er­mi­ta­ño aso­cial.

Sin em­bar­go, ella mis­ma po­dría ha­ber­lo creí­do tiem­po atrás, que un du­que er­mi­ta­ño cae­ría de ro­di­llas para su­pli­car a lady Fe­li­city que se fi­ja­ra en él. Bueno, tal vez no tan­to como caer de ro­di­llas y su­pli­car, pero sí que ha­bría bai­la­do con ella. Y ella le ha­bría he­cho reír. Y tal vez…, se hu­bie­ran gus­ta­do.

Pero eso po­dría ha­ber sido cuan­do ni si­quie­ra po­día ima­gi­nar que ob­ser­va­ría a la so­cie­dad des­de fue­ra, que ni si­quie­ra exis­tía un fue­ra. Ella es­ta­ba den­tro, des­pués de todo, y era jo­ven, de bue­na po­si­ción, con tí­tu­lo e in­ge­nio­sa.

Te­nía do­ce­nas de ami­gos y cien­tos de co­no­ci­dos, al igual que mon­to­nes de in­vi­ta­cio­nes para vi­si­tas y fies­tas y pa­seos por el Ser­pen­ti­ne. No va­lía la pena asis­tir a nin­gu­na ve­la­da si ella y sus ami­gas no es­ta­ban pre­sen­tes. Nun­ca ha­bía es­ta­do sola.

Y en­ton­ces…, todo cam­bió.

Un día, el mun­do dejó de bri­llar. O me­jor di­cho, Fe­li­city dejó de bri­llar. Sus ami­gos se des­va­ne­cie­ron y, lo que es peor, le die­ron la es­pal­da sin si­quie­ra in­ten­tar ocul­tar su des­dén. Ha­bían dis­fru­ta­do re­cha­zán­do­la. Como si no hu­bie­ra sido una de ellos an­tes. Como si nun­ca hu­bie­ran sido ami­gos.

Lo cual su­po­nía que era cier­to. ¿Cómo no se ha­bía dado cuen­ta? ¿Cómo no se ha­bía per­ca­ta­do de que nun­ca la ha­bían apre­cia­do de ver­dad?

Y la peor de to­das las pre­gun­tas: ¿por qué no la ha­bían apre­cia­do? ¿Qué ha­bía he­cho?

Fe­li­city, la ton­ta, en efec­to.

La res­pues­ta ya no im­por­ta­ba, pues ha­bía pa­sa­do tan­to tiem­po que du­da­ba de que al­guien lo re­cor­da­ra. Lo que im­por­ta­ba era que ya casi na­die se fi­ja­ba en ella, ex­cep­to para mi­rar­la con lás­ti­ma o des­dén.

Des­pués de todo, a na­die le gus­ta­ba me­nos una sol­te­ro­na que a la so­cie­dad que la ha­bía con­ver­ti­do en una.

Fe­li­city, que una vez fue un dia­man­te de la aris­to­cra­cia —bueno, pue­de que no un dia­man­te, pero qui­zá un rubí o un za­fi­ro, se­gu­ro, por­que era hija de un mar­qués y te­nía una dote a su ni­vel—, era una ver­da­de­ra sol­te­ro­na des­ti­na­da a lle­var som­bre­ri­tos de en­ca­je y a es­pe­rar con an­sias in­vi­ta­cio­nes en­via­das por lás­ti­ma.

Si al me­nos con­si­guie­ra ca­sar­se, como so­lía de­cir Art­hur, po­dría evi­tar todo aque­llo.

Si al me­nos con­si­guie­ra ca­sar­se, como so­lía de­cir su ma­dre, ellos po­drían evi­tar­lo. Por­que aun­que la sol­te­ría fue­ra hu­mi­llan­te para la mu­jer en cues­tión, tam­bién lo era para la ma­dre, y más cuan­do esta ha­bía con­se­gui­do atra­par a un mar­qués.

Por tan­to, la fa­mi­lia Fair­cloth ig­no­ra­ba la sol­te­ría de Fe­li­city y es­ta­ba dis­pues­ta a ha­cer cual­quier cosa para con­se­guir­le un buen ma­tri­mo­nio. Tam­bién ig­no­ra­ban los ver­da­de­ros de­seos de Fe­li­city, aque­llos por los que el hom­bre en­tre las som­bras ha­bía sen­ti­do ins­tan­tá­nea cu­rio­si­dad.

La ver­dad era que desea­ba la vida que le ha­bían pro­me­ti­do. Desea­ba for­mar par­te de todo ello de nue­vo. Y si no po­día con­se­guir­lo —lo cual, fran­ca­men­te, veía im­po­si­ble, por­que des­pués de todo no era ton­ta—, que­ría algo más que el con­sue­lo de un ma­tri­mo­nio. Ese era el pro­ble­ma con Fe­li­city. Siem­pre ha­bía que­ri­do más de lo que po­día con­se­guir.

Lo cual la ha­bía de­ja­do sin nada, ¿ver­dad?

Fe­li­city lan­zó un sus­pi­ro im­pro­pio de una dama. Su co­ra­zón ya no pal­pi­ta­ba con fuer­za. Su­po­nía que eso era bueno.

—Me pre­gun­to si po­dré mar­char­me sin que na­die se dé cuen­ta.

Jus­to aca­ba­ba de de­cir aque­llas pa­la­bras cuan­do se abrió la enor­me puer­ta de cris­tal que daba al sa­lón de bai­le y aso­ma­ron por ella me­dia do­ce­na de in­vi­ta­dos con una son­ri­sa en los la­bios y una bo­te­lla de cham­pán en las ma­nos.

Aho­ra le tocó a Fe­li­city es­con­der­se en­tre las som­bras y apre­tar­se con­tra la pa­red mien­tras se acer­ca­ban a la ba­laus­tra­da en­tre ri­sas es­tri­den­tes y casi sin alien­to. Los re­co­no­ció.

«Por su­pues­to».

Eran Aman­da Fair­fax y su es­po­so, Matt­hew —lord Ha­gin—, jun­to con Ja­red —lord Faulk— y su her­ma­na me­nor, Na­tas­ha, y dos más, una pa­re­ja jo­ven, ru­bia y re­lu­cien­te como ju­gue­tes nue­vos. A Aman­da, Matt­hew, Ja­red y Na­tas­ha les gus­ta­ba cap­tar a nue­vos dis­cí­pu­los. Al fin y al cabo, ya ha­bían cap­ta­do an­tes a Fe­li­city.

Ella fue una vez la quin­ta de su cuar­te­to. Ama­da, has­ta que dejó de ser­lo.

—Er­mi­ta­ño o no, Mar­wick es te­rri­ble­men­te apues­to —dijo Aman­da.

—Y rico —se­ña­ló Ja­red—. He oído que lle­nó esta casa de mue­bles la se­ma­na pa­sa­da.

—Yo tam­bién lo he oído —dijo Aman­da con voz al­te­ra­da y casi ja­dean­te—. Y tam­bién he es­cu­cha­do que está ha­cien­do la ron­da de los sa­lo­nes de té de las ma­tro­nas más in­flu­yen­tes.

Matt­hew gi­mió.

—Si eso no lo con­vier­te en sos­pe­cho­so, no sé qué lo hará. ¿Quién quie­re to­mar el té con una vein­te­na de viu­das?

—Un hom­bre que bus­ca es­po­sa— res­pon­dió Ja­red.

—O un he­re­de­ro —aña­dió Aman­da, con an­he­lo.

—Ejem, es­po­sa —bro­meó Matt­hew, y todo el gru­po rio, ha­cien­do que Fe­li­city re­cor­da­ra por un se­gun­do cómo era ser aco­gi­da en­tre sus bro­mas, chis­tes y chis­mes. En una par­te de su res­plan­de­cien­te mun­do.

—Tuvo que re­unir­se con las viu­das para atraer a todo Lon­dres aquí esta no­che, ¿no? —in­ter­vino la ter­ce­ra mu­jer del gru­po—. Sin su apro­ba­ción, na­die ha­bría ve­ni­do.

Se hizo un si­len­cio, y lue­go el cuar­te­to ori­gi­nal rio, pero aquel so­ni­do pasó de la ca­ma­ra­de­ría a la cruel­dad. Faulk se in­cli­nó ha­cia de­lan­te y le dio unos gol­pe­ci­tos en la bar­bi­lla a la jo­ven ru­bia.

—No eres muy in­te­li­gen­te, ¿ver­dad?

Na­tas­ha ati­zó a su her­mano en el bra­zo y fin­gió re­ga­ñar­le.

—Ja­red, va­mos. ¿Cómo va a sa­ber An­na­be­lle cómo fun­cio­na la aris­to­cra­cia? ¡Se casó tan por en­ci­ma de sus po­si­bi­li­da­des que nun­ca le hizo fal­ta!

An­tes de que An­na­be­lle pu­die­ra asi­mi­lar aque­llas hi­rien­tes pa­la­bras, Na­tas­ha se in­cli­nó.

—Todo el mun­do ha­bría ve­ni­do a ver al du­que er­mi­ta­ño, que­ri­da —su­su­rró con cla­ri­dad y len­ti­tud, como si la po­bre mu­jer fue­ra in­ca­paz de com­pren­der el más sim­ple de los con­cep­tos—. Po­dría ha­ber apa­re­ci­do des­nu­do y to­dos ha­bría­mos es­ta­do en­can­ta­dos de bai­lar con él y fin­gir no dar­nos cuen­ta.

—Con la fama de loco que tie­ne —aña­dió Aman­da—, creo que casi es­pe­rá­ba­mos que apa­re­cie­ra des­nu­do.

El ma­ri­do de An­na­be­lle, he­re­de­ro del mar­que­sa­do de Wap­ping, se acla­ró la gar­gan­ta e in­ten­tó ig­no­rar el in­sul­to a su es­po­sa.

—Bueno, ya ha bai­la­do con un buen pu­ña­do de da­mas esta no­che. —Se giró para mi­rar a Na­tas­ha—. In­clu­yén­do­la a us­ted, lady Na­tas­ha.

El res­to del gru­po sol­tó una ri­si­ta ner­vio­sa mien­tras Na­tas­ha se aci­ca­la­ba; bueno, to­dos me­nos An­na­be­lle, que miró a su ma­ri­do con los ojos en­tre­ce­rra­dos. Fe­li­city en­con­tró esa res­pues­ta pro­fun­da­men­te gra­ti­fi­can­te, ya que el ma­ri­do en cues­tión se­gu­ra­men­te se me­re­cía cual­quier per­ver­so cas­ti­go que su es­po­sa es­tu­vie­ra ma­qui­nan­do por no ha­ber sal­ta­do en su de­fen­sa.

Y aho­ra era de­ma­sia­do tar­de.

—Oh, sí —con­ti­nuó Na­tas­ha, que se ase­me­ja­ba cada vez más a un gato atu­sán­do­se los bi­go­tes des­pués de co­mer—. Y debo aña­dir que es un con­ver­sa­dor bri­llan­te.

—¿De ver­dad? —pre­gun­tó Aman­da.

—Sí, lo es. Ni un in­di­cio de lo­cu­ra.

—Eso es in­tere­san­te, Tas­ha —res­pon­dió lord Ha­gin, como quien no quie­re la cosa, para des­pués dar­le un tra­go al cham­pán y ha­cer más dra­má­ti­ca su in­ter­ven­ción—. Os ob­ser­va­mos bai­lar y no nos pa­re­ció que te ha­bla­ra ni una sola vez.

El res­to del gru­po se mofó y Na­tas­ha en­ro­je­ció.

—Bueno, es­ta­ba cla­ro que desea­ba ha­blar con­mi­go.

—Como el agua, por su­pues­to —bro­meó su her­mano, brin­dan­do ha­cia ella con su copa de cham­pán.

—Y —con­ti­nuó la jo­ven—, me sos­tu­vo con bas­tan­te fuer­za. Era evi­den­te que es­ta­ba lu­chan­do con­tra sus ins­tin­tos para no es­tre­char­me más de lo apro­pia­do.

—Oh, sin duda… —La son­ri­sa de Aman­da de­ja­ba cla­ro que no se ha­bía creí­do nada de lo que ella ha­bía di­cho.

Puso los ojos en blan­co mien­tras el res­to del gru­po se reía. Es de­cir, el res­to del gru­po me­nos uno.

Ja­red, lord Faulk, es­ta­ba de­ma­sia­do ocu­pa­do mi­ran­do a Fe­li­city.

Mal­di­ción.

Su mi­ra­da es­ta­ba lle­na de ham­bre y pla­cer, e hizo que el es­tó­ma­go de Fe­li­city ca­ye­ra di­rec­ta­men­te has­ta las pie­dras que ha­bía bajo sus pies. Ha­bía vis­to esa ex­pre­sión mil ve­ces an­tes. So­lía que­dar­se sin alien­to cuan­do apa­re­cía, por­que sig­ni­fi­ca­ba que es­ta­ba a pun­to de en­sar­tar a al­guien con su mal­va­do in­ge­nio. Aho­ra se que­dó sin alien­to por una ra­zón muy dis­tin­ta.

—¡Es­cu­chad! Pen­sa­ba que Fe­li­city Fair­cloth se ha­bía mar­cha­do del bai­le hace si­glos.

—Creía que la ha­bía­mos echa­do —dijo Aman­da, que no po­día ver lo que Ja­red sí es­ta­ba vien­do—. De ver­dad. A su edad, y sin ami­gos con quien ha­blar, de­be­ría ha­ber de­ja­do de asis­tir a los bai­les. Na­die quie­re a una sol­te­ro­na me­ro­dean­do por ahí. Es fran­ca­men­te de­pri­men­te.

Aman­da siem­pre ha­bía te­ni­do una ha­bi­li­dad asom­bro­sa para ha­cer que las pa­la­bras hi­rie­ran como el vien­to de in­vierno.

—Y sin em­bar­go, aquí está —res­pon­dió Ja­red con una mue­ca, mien­tras se­ña­la­ba con la mano en di­rec­ción ha­cia don­de ella es­ta­ba. Todo el gru­po, jun­to con sus seis res­pec­ti­vas son­ri­sas, cua­tro bien en­sa­ya­das y dos cier­ta­men­te in­có­mo­das, se vol­vió con es­pan­to­sa len­ti­tud—. Ace­chan­do en­tre las som­bras, es­cu­chan­do a es­con­di­das.

Aman­da ob­ser­vó una pe­que­ña mota que ha­bía en uno de sus guan­tes, blan­cos como la es­pu­ma de mar.

—En se­rio, Fe­li­city. Qué ago­bian­te. ¿No hay na­die más a quien pue­das es­piar?

—¿Qui­zás un lord ig­no­ran­te cu­yas ha­bi­ta­cio­nes desea­rías ex­plo­rar? —aña­dió Ha­gin, quien sin duda pen­sa­ba que era muy in­te­li­gen­te.

No lo era, aun­que el gru­po pa­re­ció no dar­se cuen­ta, pues se­guía con sus ri­si­tas y mue­cas. Fe­li­city odió la ola de ca­lor que se ex­ten­dió por sus me­ji­llas, una com­bi­na­ción de ver­güen­za por el co­men­ta­rio y por su pro­pio pa­sa­do, por la for­ma en que ella tam­bién so­lía reír­se y ha­cer mue­cas.

Se pegó a la pa­red, desean­do po­der des­apa­re­cer a tra­vés ella.

El rui­se­ñor que ha­bía es­cu­cha­do an­tes vol­vió a can­tar.

—Po­bre Fe­li­city —dijo Na­tas­ha al gru­po con un tono de fal­sa com­pa­sión que hizo que la piel de Fe­li­city se eri­za­ra—, siem­pre desean­do ser al­guien de im­por­tan­cia.

Y así, con aque­lla úni­ca ex­pre­sión —de im­por­tan­cia—, Fe­li­city des­cu­brió que ya ha­bía te­ni­do su­fi­cien­te. Se acer­có a la luz, con los hom­bros er­gui­dos y la co­lum­na ver­te­bral rec­ta, y di­ri­gió su mi­ra­da más fría ha­cia la mu­jer que una vez ha­bía con­si­de­ra­do una ami­ga.

 

—Po­bre Na­tas­ha —dijo, imi­tan­do el tono que ella aca­ba­ba de em­plear—. Va­mos, ¿crees que no te co­noz­co? Te co­noz­co me­jor que nin­guno de los pre­sen­tes. Sol­te­ra, igual que yo. Sosa, jus­to como yo. Muer­ta de mie­do por que­dar­se sola. Como es­ta­ba yo. —Los ojos de Na­tas­ha se abrie­ron de par en par ante aque­lla des­crip­ción. Fe­li­city se lan­zó a dar la es­to­ca­da fi­nal, desean­do cas­ti­gar a esa mu­jer más que a na­die, la mu­jer que ha­bía fin­gi­do tan bien ser su ami­ga para des­pués he­rir­la pro­fun­da­men­te—. Y cuan­do lo es­tés, to­dos es­tos no te que­rrán.

El rui­se­ñor vol­vió a sil­bar. No. El rui­se­ñor no. Era un sil­bi­do di­fe­ren­te, gra­ve y lar­go. Nun­ca ha­bía oído un pá­ja­ro así.

O tal vez fue­ra el tam­bo­ri­leo de su co­ra­zón el que ha­cía que el so­ni­do fue­ra ex­tra­ño. En­va­len­to­na­da, se vol­vió ha­cia las úl­ti­mas in­cor­po­ra­cio­nes al gru­po, cu­yos ojos abier­tos de par en par es­ta­ban fi­jos en ella.

—Sa­béis, mi abue­la so­lía de­cir­me que tu­vie­ra cui­da­do. Le gus­ta­ba de­cir­me que se po­día juz­gar a un hom­bre por sus ami­gos. Ese re­frán es más que cier­to con este gru­po. Y de­be­ríais te­ner cui­da­do de no man­cha­ros con su ho­llín. —Se giró ha­cia la puer­ta—. Yo, por mi par­te, me con­si­de­ro afor­tu­na­da de ha­ber es­ca­pa­do de ellos cuan­do lo hice.

Mien­tras se di­ri­gía a la en­tra­da del sa­lón de bai­le, or­gu­llo­sa de sí mis­ma por ha­ber­se en­fren­ta­do a esas per­so­nas que la ha­bían con­su­mi­do du­ran­te tan­to tiem­po, las pa­la­bras que ha­bía es­cu­cha­do an­tes re­so­na­ban en su in­te­rior: «Eres una mu­jer de im­por­tan­cia».

Una son­ri­sa se di­bu­jó en sus la­bios al re­cor­dar­las.

En efec­to. Lo era.

—¿Fe­li­city? —Na­tas­ha la lla­mó cuan­do lle­gó al um­bral.

Ella se de­tu­vo y des­pués se giró.

—No te es­ca­pas­te de no­so­tros —dijo la otra mu­jer—. No­so­tros te ex­pul­sa­mos.

Na­tas­ha Cork­wood era… tan… des­agra­da­ble.

—Ya no te que­ría­mos y te echa­mos —aña­dió Na­tas­ha, en un tono frío y cruel—. Igual que lo ha he­cho el res­to. Igual que lo se­gui­rán ha­cien­do siem­pre. —Se giró ha­cia sus ami­gos con una risa de ex­tre­ma ale­gría—. ¡Mí­ra­la, pen­san­do que pue­de com­pe­tir por un du­que!

Tan des­agra­da­ble.

«¿Es lo me­jor que pue­des ha­cer?».

No. No lo era.

—El du­que que tú quie­res con­se­guir, ¿ver­dad?

Na­tas­ha son­rió con su­fi­cien­cia.

—El du­que que yo con­se­gui­ré.

—Me temo que lle­gas de­ma­sia­do tar­de —re­pli­có Fe­li­city sin pen­sár­se­lo dos ve­ces.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué? —ter­ció Ha­gin. Ha­gin, con su cara en­greí­da y su so­fo­can­te per­fu­me y su pelo como el de un prín­ci­pe de cuen­to de ha­das. Hizo aque­lla pre­gun­ta con sumo des­dén, como si casi no se dig­na­ra a ha­blar con ella.

Como si no hu­bie­ran sido ami­gos an­tes.

Más tar­de, cul­pa­ría al re­cuer­do de aque­lla amis­tad por ha­ber­la obli­ga­do a dar esa res­pues­ta. El su­su­rro de la vida que ha­bía per­di­do en un ins­tan­te, sin en­ten­der si­quie­ra por qué. La de­vas­ta­do­ra tris­te­za que sin­tió des­pués. La for­ma en que la ha­bían ca­ta­pul­ta­do a la rui­na.

Des­pués de todo, te­nía que ha­ber al­gu­na ra­zón para que di­je­ra lo que dijo, con­si­de­ran­do el he­cho de que era una com­ple­ta idio­tez. Una lo­cu­ra ab­so­lu­ta.

Una men­ti­ra tan enor­me que eclip­sa­ba el sol.

—Lle­gas de­ma­sia­do tar­de para el du­que —re­pi­tió aun a sa­bien­das de que de­bía im­pe­dir que aque­llas pa­la­bras sa­lie­ran de su boca. Pero eran como un ca­ba­llo des­bo­ca­do, que se ha­bía li­be­ra­do de sus ata­du­ras y co­rría li­bre y sal­va­je—. Por­que ya lo he ca­za­do yo.