Celadores del tiempo

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De nuevo, otra vibración, seguida de un estruendo en la lejanía. Los cuervos que quedaban se asustaron y alzaron el vuelo dejando tras de sí restos de su plumaje que, con suavidad, se posaban sobre la hierba. Alice se levantó y observó cómo todos ellos desaparecían en medio de las nubes. Una última pluma caía despacio, dando vueltas en el aire. Se fijó en ella, siguió sus gráciles movimientos hasta que terminó en el suelo, delante de sus pies.

Se agachó, la recogió con su mano y la observó con detenimiento. Era negra como el carbón, pero con una forma perfecta, casi majestuosa, como si hubiera sido tallada por un escultor. De pronto, se alzó una fuerte ráfaga de viento que levantó el resto de plumas y creó una especie de cortina ante ella. Soltó la que tenía en la mano y esta se unió a las demás formando una pared que no dejaba ver a través de ella. Pasados unos segundos, la cortina empezó a difuminarse y pudo apreciar la silueta de varias personas que iban hacia ella corriendo y gritando, pero cuando por fin todas las plumas cayeron, pudo ver con toda claridad a cientos de hombres que formaban un ejército, que avanzaban en su dirección. Viendo aquello, dio unos pasos hacia atrás, se giró y empezó a correr sin dejar de mirarlos. Como no se fijaba por dónde iba, tropezó con una piedra y cayó entre las hierbas.

Se levantó enseguida para seguir corriendo, pero, para su sorpresa, frente a ella tenía otro ejército igual de numeroso que el anterior. Se paró y miró a ambos lados para asegurarse de lo que estaba viendo. No tenía escapatoria, parecían dos enormes olas a punto de chocar entre sí y ella se encontraba en medio. Deseaba despertar para evitar aquella situación. Los sueños siempre empeoraban y no quería seguir allí, no quería ver lo que iba a pasar, pero no podía huir.

Miles de pensamientos invadían su cabeza mientras ambos ejércitos avanzaban hacia ella. En ese instante, decidió correr hacia el árbol marchito, pero fue inútil: sus piernas no se movían, estaban ancladas al suelo. Su desesperación aumentaba. Por mucho más que lo intentaba, no podía moverse ni un ápice.

Decidió gritar, gritar con todas sus fuerzas para que parasen, pero no se oía nada. Su voz se perdía en la llanura y el silencio se rompía con las atronadoras pisadas y gritos de ambos ejércitos que, lentamente, se hacían más y más claros. Se preguntaba por qué las personas podían matarse entre sí o sentir tanto odio unos y otros; era una de esas cosas que no llegaba a comprender.

Ambos ejércitos continuaban avanzando. A algunos combatientes se les veía brillar algo en una de las manos, quizás algún tipo de arma; otros sujetaban una espada. Sin embargo, algunos no portaban nada. En apenas unos segundos, varios rayos de luz y fuego salieron de ambos grupos golpeándoles aleatoriamente. Algunos alcanzaban sus objetivos. Otros hombres caían fulminados al suelo y eran pisoteados sin escrúpulos por sus compañeros. Uno de esos rayos cayó al lado de Alice, abriendo un ligero boquete humeante en el suelo.

Sin casi darse cuenta, ambos ejércitos estaban apenas a unos metros de encontrarse. Alice intentó gritar una vez más, pero sin éxito. No pudo hacer nada para evitarlo y los dos grupos de combatientes chocaron. Alice observaba la escena presa del miedo, mientras veía impotente cómo se mataban entre sí. Cientos de flechas pasaban por encima de sus cabezas para terminar clavadas en cualquier parte del cuerpo y los heridos de muerte caían como si se tratasen de meros fardos de heno.

Un nutrido grupo de hombres salieron impulsados por el aire, como si se tratase de una explosión. En el centro, un hombre alzaba su espada hacia el cielo mientras algunos lo observaban. Poco a poco, la espada empezó a emitir rayos luminosos hasta que se liberaron del arma atravesando el cielo. Acto seguido, bajó la espada y con fuerza, golpeó el campo de batalla con ella; el lugar se estremeció con fuerza y el cielo se dividió en dos.

Los rayos de sol se abrieron paso e iluminaron todo el campo de batalla durante unos instantes, mostrando toda su crudeza. En apenas unos segundos, las nubes negras volvieron a reinar de nuevo y mientras las primeras gotas de lluvia caían, el cielo empezó a rugir. El hombre que hizo que el sol iluminara el cielo con su espada, ya había muerto para entonces. Uno de sus enemigos le había atravesado el pecho con una lanza, dejándolo sin vida, como uno más de tantos cadáveres que había en aquel campo de batalla.

Alice observaba atónita y horrorizada el espectáculo. No pudo evitar que las lágrimas se deslizasen por sus mejillas; quizás fuesen gotas de lluvia, qué más daba. Eso le dio fuerza para intentar parar aquella sangría. Cerró los ojos, cogió aire y comenzó a gritar. Esta vez podía oírse, de eso estaba segura, pero todos la ignoraban, solo prestaban atención a la lucha. Abrió los ojos y volvió a gritar, les gritó que parasen; nadie le hacía caso. No se rindió y prosiguió con un último intento. Llenó de nuevo sus pulmones de aire y gritó con todas sus fuerzas.

Había cerrado los ojos al gritar y cuando volvió a abrirlos, todo estaba parado. Por fin se habían detenido, pero todo era muy extraño. A su lado, a unos pocos metros, una flecha flotaba en el aire sin nada que la sujetara y los hombres estaban inmóviles cual estatuas de piedra. Las gotas de lluvia también estaban detenidas en el aire. Se podían ver todas y cada una de ellas, inmóviles, desde la más grande a la más diminuta; si quisiera podría contarlas. Pudo apreciar a un hombre que estaba siendo atravesado por una lanza. Cada gota de sangre levitaba grotescamente. Parecía como si estuviese observando un lienzo en el que se recreaba una gran batalla. Asustada, intentó moverse, esta vez con éxito.

Se giró hacia un lado y para su sorpresa, vio a un hombre que caminaba con lentitud en su dirección. Era la única persona, a parte de ella, que se podía mover en aquel escenario. En su mano derecha sostenía una especie de esfera brillante que parecía vibrar y que emitía una luz blanquecina, como un sol en miniatura. Vestía una larga túnica con una capucha que le cubría la cabeza, dejando ver solo la parte inferior de la cara. Una cicatriz atravesaba sus labios, pero no pudo ver dónde terminaba; la sombra de la capucha impedía ver todo su rostro, aunque parecía que continuaba hacia la mejilla derecha.

Casi sin darse cuenta, el hombre ya estaba cerca de ella. Se detuvo a escasos metros. Entonces, dijo con una voz clara:

―Este es el principio de un nuevo mundo.

Después, el hombre levantó el brazo derecho y, con fuerza, tiró la esfera contra el suelo. Una intensa luminosidad bañó el lugar en todas direcciones. Tal era la intensidad de la luz que cegaba por completo la visión. Un fuerte viento recorrió todo el campo, acompañando todo ese poder luminoso. Alice gritó con todas sus fuerzas mientras entreabría los ojos y consiguió ver algo en medio de toda esa claridad. En apenas un instante, vio cómo del árbol marchito empezaba a brotar agua por sus ramas y comenzaba a renacer con todo su esplendor. La luz volvió a intensificarse obligándola a cerrar los ojos de nuevo hasta que, por fin, se disipó por completo. Justo en ese momento, Alice se despertó, abrió los ojos rápidamente y gritó, como si le hubiesen echado un cazo de agua.

Era una mañana fría. Los rayos de sol se colaban entre las rendijas de la persiana iluminando tenuemente la habitación. El cuarto contaba con una cama, la cómoda, su respectiva mesilla y el armario. Era el equipamiento básico en cualquier casa, ya que no estaba permitido tener mucho más. El aire de la habitación estaba enrarecido, quizás debido al olor del sudor de Alice que se había despertado totalmente empapada.

Alice solía ser una persona a la que le gustaba dormir. Todavía le quedaba un par de horas para ir a trabajar, pero no tenía ganas de dormirse de nuevo; por esta noche ya había tenido bastante. Mientras asimilaba todavía el sueño que acababa de tener, decidió levantarse y se acercó a la ventana para abrirla. Levantó la persiana y los rayos de sol inundaron toda la habitación, coloreando el lugar con un bello toque sepia. Observó la calle que, a aquellas horas, continuaba vacía, a la espera de que comenzase una nueva jornada y retomar el bullicio diario de sus habitantes.

Abrió la ventana para que se refrescase el cuarto. Al hacerlo, el aire frío entró con rapidez y un escalofrío recorrió todo su cuerpo durante unos segundos, poniéndole la piel de gallina. En la calle, el sol comenzaba a calentar el pavimento y a evaporar el rocío de la noche, mostrando una tenue neblina que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Cerró la ventana. El frío se hacía insoportable, pero por lo menos le había servido para despejarse.

Se quedó quieta durante unos segundos cuando un sonido procedente de la cocina llamó su atención. Estaba asustada, pero se tranquilizó y se acercó a la puerta de la habitación, sin hacer ruido, para ver lo que ocurría. Mientras se acercaba, un agradable olor procedente de la cocina empezó a inundar la vivienda. No comprendía qué pasaba, pero parecía apetitoso. Asomó un poco la cabeza y vio fugazmente la sombra de una persona.

Asustada, escondió la cabeza y pensó qué podía hacer. Había una persona en su casa. Muchas cosas se le pasaron por la cabeza, casi ninguna era buena. Había oído historias de gente que desaparecía a primeras horas del día sin dejar rastro.

Podía escapar saltando por la ventana, pero seguro que se rompería una pierna al caer o algo peor. Llamar a la guardia era otra posibilidad, aunque seguro que también se la llevarían a ella para ser interrogada y pedir todo tipo de explicaciones. También podría enfrentarse a él, pero no se veía en condiciones de hacerle frente a nadie. Por un momento, su mente se bloqueó, no sabía qué hacer, cuando una voz, procedente de la cocina, dijo con claridad:

 

―He oído cómo te despertabas. Tranquila, no voy a hacerte daño. Solo quiero hablar contigo.

Alice se sorprendió al oírlo. Seguro que cualquier persona diría eso para que se confiara y saliera para luego agredirla. Cada segundo que pasaba parecía eterno. Dudó hasta que, por fin, tomó una decisión y, armándose de valor, dijo:

―Si quieres decirme algo, dímelo desde ahí y márchate. No quiero que me hagas daño.

―No te mentiré ―dijo aquella persona, mientras Alice escuchaba con atención―. Piénsalo bien. Si quisiera matarte, lo habría hecho de noche mientras dormías y, además, podría hacerlo ahora si quisiera, pero no he venido aquí para eso. Ah, por cierto, llevo dos espadas a la espalda, pero eso no quiere decir que las vaya a usar y muchísimo menos contra ti; siempre las llevo encima.

―¿Espadas? ¿Eres de la guardia?

―No, aunque supongo que estarían encantados de cogerme, pero no te diré nada más hasta que no des la cara y vengas aquí.

Entonces, Alice se acercó a la puerta y, con calma, se asomó para salir. Presa del miedo, caminó despacio hacia la cocina, mirando a su alrededor por si había más personas. Se fijó en que la puerta principal no estaba forzada ni las ventanas rotas. Sobre la encimera había un plato de patatas fritas acompañadas de un huevo, beicon y un par de salchichas. No sabía qué estaba pasando, pero algo en su interior le decía que podía confiar en aquella persona y que no le pasaría nada.

Cuando entró en la cocina, el hombre se dio la vuelta para mostrar su rostro. Era un muchacho joven de unos 20 años, alto, de cabello castaño, bastante corto. Estaba bien afeitado, y sus ojos eran pequeños y oscuros. Vestía una túnica negra que llevaba sin abrochar, dejando ver el resto de su indumentaria, un pantalón negro y una chaqueta gris oscura. A su espalda se notaba un pequeño bulto, posiblemente serían las espadas que antes mencionó.

Alice se atrevió a preguntarle algo, sin saber aún muy bien lo que hacía y por qué confiaba en un hombre que no conocía de nada.

―Antes de nada, mi nombre es Alice. ¿Y el tuyo?

―Nombre… Un nombre significa confianza, amistad, aprecio. Me da igual, llámame como quieras.

―¿Es que ni siquiera me vas a decir tu nombre? Si quieres que confíe en ti y que te escuche, tendrás que decírmelo. Quiero saber con quién estoy hablando. Si no, ya te puedes ir por donde has venido.

―Muy bien. De acuerdo, puedes llamarme Iván.

Alice se acercó a la mesa y lo miró fijamente a la cara. Estaba a unos metros de él y parecía como si lo estuviese tocando; notaba como una fuerte presencia. No le quitaba ojo para que, en caso de peligro, pudiese reaccionar con rapidez.

―Perdóname, he olvidado mis modales... ¿Quieres desayunar? Lo he preparado para ti ―dijo Iván mientras señalaba con la mano el plato que estaba sobre la encimera.

Tenía un aspecto delicioso. Aunque tenía hambre, decidió no comer. Pensó que quizás podía haberle echado algo a la comida para dormirla o peor aun, envenenarla.

―No, gracias. Dime lo que tengas que decir y márchate, por favor.

―Es justo. Intentaré ser lo más breve posible. Comprendo que estés asustada y te doy mi palabra de que me iré en cuanto termine.

―Muy bien. Confío en que así sea.

―Soy un hombre de honor aunque no te lo parezca.

Entonces, Iván se dispuso a contarle pacientemente lo que tenía que decirle. Alice permanecía alerta, vigilando los movimientos del muchacho.

―Quiero que vengas conmigo ahora. No hay tiempo para explicaciones, pero te pido que confíes en mí.

Iván se quedó callado. Durante unos segundos, ambos se miraron fijamente. A Alice le entraron ganas de reír e intentó disimular para mantener la seriedad ante tal situación.

―No voy a ir contigo a ninguna parte. ¿Por quién me has tomado? No soy estúpida.

―No, la verdad es que no eres estúpida, solo ignorante. Desconoces la verdad sobre dónde vives y cómo funcionan las cosas. Te doy la oportunidad de enseñarte un mundo más allá de lo que puedas imaginar y para eso es necesario que vengas conmigo.

―Si eso es todo lo que tenías que decir, ya te puedes marchar, porque no pienso ir contigo a ningún sitio. Ahora, cumple tu promesa y márchate.

―Por supuesto.

El muchacho se dirigió hacia la salida en silencio y abrió la puerta. Cuando ya tenía un pie en el exterior, giró la cabeza y dijo:

―Hasta pronto. Este no será nuestro único encuentro. Espero que todo te vaya bien.

Ya se encontraba fuera y cuando se disponía a cerrar, se dio la vuelta de nuevo y mirando a Alice por última vez, le dijo:

―Se me olvidaba. Sé lo que significan esos sueños que tienes.

Iván cerró la puerta. Alice, al oír estas últimas palabras, corrió hacia la puerta para llamarle y evitar que se marchara, pero, al abrirla, ya no estaba. Las calles estaban vacías, ni rastro de él; había desaparecido como un fantasma. Alice se quedó intrigada al descubrir que una persona desconocida hasta ese momento sabía algo sobre sus extraños sueños.

Entró de nuevo en casa y cerró la puerta con llave. Se dirigió al cuarto de baño para darse una ducha. Mientras lo hacía, no dejaba de pensar en lo ocurrido y cómo esa persona parecía saber muchas cosas sobre ella. Por más que cavilaba, no lograba adivinar cómo había conseguido entrar en su casa. Normalmente, una persona que entra a hurtadillas en una vivienda ajena lo hace para robar y no para prepararle el desayuno al inquilino.

Tras echar más tiempo de lo habitual, salió de la ducha, inmersa aún en un mar de dudas. En unos minutos, se atavió con un pantalón vaquero y una camiseta azul. Se fue a la cocina a preparar algo para desayunar. Lo que le había preparado aquel desconocido, que decía llamarse Iván, lo ignoró por completo y decidió prepararse algo ella misma, en ese momento el sonido del frenazo de un coche llamó su atención.

Alice corrió hacia la ventana y se asomó entre las cortinas. Un vehículo había parado frente a su vivienda. Era un coche negro, con cuatro puertas; todas se abrieron casi al mismo tiempo. Por ellas salieron cuatro hombres, vestidos con un extraño uniforme que jamás había visto. Llevaban pantalón negro y un chaleco de color gris lleno de bolsillos. Abrieron el maletero y sacaron varias espadas, repartiéndoselas entre ellos, menos al hombre que había salido del asiento del copiloto.

Vestía de manera diferente, con una larga gabardina que casi rozaba el suelo. Tenía una barba blanca y espesa, igual que su cabello, aunque este era muy corto. Lo que más llamaba la atención era un bulto que le sobresalía en la espalda, a la altura de los hombros, parecía que llevaba algo esférico como una pelota o algo parecido. Daba la impresión de que era quien comandaba aquel grupo. Empezó a ojear todas las casas a su alrededor hasta que se fijó en la de Alice.

Enseguida se apartó de la ventana. Deseó que no fuesen a por ella. Tal vez se habían enterado de la visita de aquel desconocido o lo habían visto entrar en casa y venían a apresarlo. Se quedó sentada debajo de la ventana, apoyada en la pared, prestando atención a los sonidos que procedían de la calle.

Las pisadas que sonaban en el asfalto y en la acera pasaron a ser un sonido metálico. Estaban subiendo por la escalera de forja. Sin duda, se dirigían a su casa. Cada pisada hacía estremecer aún más a Alice, que estaba totalmente presa del miedo.

Unos golpes en la puerta hicieron que saltase del susto. Una voz ronca sonó desde el otro lado, mientras seguía golpeando con fuerza.

―¡Paso a la guardia! ¡Abran la puerta!

Alice empezó a temblar. Se levantó y se dirigió a la puerta presa de pánico. Era increíble el miedo que podía llegar a sentir una persona cuando su vida corría peligro. Acercó su mano al picaporte, lo notó más frío de lo habitual y con la otra mano corrió el cerrojo. Al quitar el seguro, la puerta se abrió y el hombre de las canas entró rápidamente empujando a Alice contra la pared.

Dos hombres más entraron tras él y empezaron a registrarlo todo. Alice se quedó callada mientras observaba impotente cómo revolvían su casa. Pensó en escapar, ya que la puerta había quedado abierta, pero, quizás, los otros dos hombres se habían quedado a montar guardia en el exterior o al lado del coche. El hombre de pelo blanco se acercó a la encimera y observó el plato de comida que seguía allí. Alice se acercó al centro del salón y se quedó allí quieta, con las manos a la espalda. El hombre se dirigió a ella y le dijo:

―Buenos días. Mi nombre es Dan y estoy aquí porque creemos que usted está siendo desleal al sistema que la protege. ¿Cómo se declara ante estos hechos?

―Inocente, por supuesto ―respondió Alice, titubeando y agachando la cabeza.

―Pues entonces, si reafirma su inocencia, tendremos que continuar registrando su casa y hacerle algunas preguntas a las que tendrá que responder con sinceridad. ¿Lo ha entendido?

―Sí, pero yo no he hecho nada.

Quería preguntarles algunas cosas, pero pensó que tal vez no era el momento ni el lugar. Siempre había oído que cuando hacían este tipo de registros, lo mejor era no hacer preguntas y contestar a todas las que te hacían, así todo terminaría más rápido.

Dan cogió el plato de comida y se lo acercó a la nariz para, acto seguido, lanzarlo contra el suelo rompiéndolo y manchando todo con su contenido. Alice, asustada, dio un paso atrás y agachó aún más la cabeza. Mientras tanto, los dos guardias salieron de las habitaciones, comunicándole que todo estaba bien y que no habían encontrado nada.

―¿Se cree usted muy lista? ―preguntó el hombre con una voz que imponía un gran respeto.

Alice levantó la cabeza para contestarle y cuando se disponía a abrir la boca, Dan levantó la mano y gritó:

―¡No hable, estoy hablando yo! Es una falta de educación y respeto hacia mi persona y no lo tolero. ¡Cállese y no se mueva de ahí!

Ambos guardias avanzaron hacia la puerta de salida. Mientras caminaban, pudo ver cómo le hacían un gesto a Dan. Ambos se quedaron guardando la entrada, esperando órdenes. Entonces, este se acercó a Alice, marcando con fuerza sus pasos y con las manos a la espalda hasta que se quedó a escasos centímetros de su rostro. La miró a la cara con una expresión de ira y le dedicó unas palabras con su voz ronca:

―Por el poder que me otorga la Orden Vitónica, acompañará a estos hombres a la Ciudadela Negra. Será trasladada allí y recibirá un nuevo hogar y un nuevo empleo. El cambio es obligatorio. Sus servicios serán más útiles en su nuevo destino. ¿Alguna pregunta?

―Sí. Si solo se trata de un traslado, ¿a qué es debido el registro?

―Nosotros solo cumplimos órdenes. Por cierto, no puede contarle nada de esto a nadie. Mis hombres la escoltarán hasta el vehículo. El camino es largo y no hay tiempo que perder. No hace falta que recoja sus cosas. Allí donde va no las necesitará; se le proporcionará todo lo que necesite.

Los guardias se acercaron a ella y le pusieron una mano en el hombro, mientras la empujaban levemente hacia el exterior del piso. Dan se quedó quieto mientras observaba cómo Alice caminaba entre ambos hombres hasta que salieron al exterior.

Fuera hacía mucho frío. Hizo un amago de darse la vuelta para coger una chaqueta, pero los guardias se lo impidieron y la empujaban sin miramientos. Bajaron las escaleras rápido. Mientras, se podía ver cómo las cortinas de las ventanas de algunos edificios colindantes se movían con sutileza; la gente observaba curiosa lo que ocurría. En una de esas ventanas vio la cara de una niña que observaba todo, pero pronto fue apartada por su madre.

Muchos pensamientos atravesaron su mente. Se preguntaba a qué se debía ese traslado. Siempre había cumplido con su trabajo, nunca había tenido ningún tipo de problema que pudiese llevarla a aquella situación. ¿Qué sería de sus amigos, de sus vecinos, de su casa? Eran preguntas que, de momento, no tenían respuesta. Las manos le temblaban ligeramente, tanto por el frío como por el miedo. Pensó en pedirles que le dejasen llamar a Robert para aclarar las cosas, pero seguro que no atenderían a razones.

Le hicieron subir en el asiento trasero del coche y sentarse en el centro. Los guardias tardaron en subir unos segundos. Los oía hablar entre ellos, pero no lograba entender lo que se decían. Con disimulo, se movió un poco para poder escucharlos con mayor atención, pero, en ese momento, uno de ellos entró y se sentó a su lado.

Los demás también subieron al vehículo. El conductor, un hombre de pelo largo, miraba a Alice por el retrovisor mientras se acomodaba. El coche arrancó y empezó a vibrar con suavidad. Colocaron las espadas apoyadas contra las puertas, mientras que el copiloto tenía dos de ellas en su regazo; supuso que una de ellas sería la del conductor. Quería preguntarles muchas cosas, pero prefirió quedarse callada mientras intentaba conservar la calma.

 

Se pusieron en marcha y apenas unos segundos después de empezar a circular, una voz procedente de una emisora les advirtió. Aunque sonaba muy distorsionada, pudo entender que alguien los seguía y que tuvieran cuidado. Desde ese momento, los guardias no paraban de mirar hacia todas partes vigilando. El miedo de Alice iba en aumento. Tenía el presentimiento de que aquello no era un traslado, pero se veía obligada a hacer lo que le mandaban. Sabía que esos guardias no estaban ahí para protegerla, sino para apresarla. Allí se encontraba ella, en medio de unos desconocidos, sin saber hacia dónde la llevaban. Había oído tantas historias de gente que desaparecía después de que fuesen obligados a abandonar su vivienda que pensó en el peor de los presagios.

Mientras circulaban, iba fijándose en todo: cada edificio, cada letrero, cada calle, intentando adivinar hacia dónde se dirigían. Algunas de las personas más madrugadoras miraban el coche extrañados y sorprendidos, no era habitual ver un vehículo por las calles y mucho menos a esas horas. Otros, sin embargo, agachaban la cabeza y seguían su camino, como conejos asustados que han visto el rifle del cazador. El tiempo pasaba muy despacio. Todo parecía ir a cámara lenta, pero lo más perturbador era el silencio, lo único que se oía era el ruido del motor y los neumáticos sobre el asfalto. Todos permanecían callados, mirando hacia todas partes, sin decir palabra.

Al doblar la esquina del parque y cuando enfilaban la siguiente calle, a lo lejos, se vio la figura de una persona en medio de la carretera. Los cuatro ocupantes pusieron sus ojos sobre aquel personaje. Alice no entendía nada. Empezaron a maldecir y a ponerse nerviosos. El coche comenzó a acelerar con brusquedad y se oyó la voz del copiloto.

―¡Atropéllalo! ¡Ahora que tenemos a la chica no podemos perderla!

El coche continuó acelerando. La inercia la mantenía pegada al asiento mientras que, atemorizada, veía cómo aquella persona sacaba una pequeña daga. Los guardias no paraban de gritar y decían algo de prepararse para un ataque. Alice no entendía nada. Lo único que podía hacer era ver cómo se acercaban cada vez más y más hasta que pudo apreciar de quién se trataba.

Era una muchacha, de cabello largo y rubio, que sostenía en su mano derecha una daga de tamaño medio. No se había movido ni un ápice de su posición. Llevaba una larga túnica blanca que se movía suavemente con la brisa matinal. Por su expresión no parecía estar asustada, sino todo lo contrario. Parecía no tener miedo alguno a que la atropellasen.

No pasaron más que unos segundos hasta estar tan cerca de ella que, aunque quisieran esquivarla, ya sería demasiado tarde. No había esperanzas para esa chica, iba a ser envestida por el coche.

Expansión de la mente

Alice estaba totalmente atemorizada. No sabía lo que iba a ocurrir; solo podía imaginarse lo peor. En breves instantes vería cómo atropellaban a una joven ante sus propios ojos. Quería evitarlo, aunque sabía que sería inútil.

En ese preciso instante, el copiloto volvió a gritar alto y claro:

―¡Atropéllala! ¡Mata a esa asquerosa Astrati!

Astrati, esa palabra le llamó la atención; nunca antes la había escuchado. Alice añadió otra incógnita más a su larga lista de acontecimientos acaecidos desde esa mañana. Un tenso silencio se apropió del interior del vehículo. Todos dibujaban una sonrisa maliciosa en sus rostros al ver lo que estaba a punto de suceder. Alice se tapó la cara con las manos en un acto reflejo para no contemplar el horrendo espectáculo que iba a acontecer. Nunca había visto morir a nadie, era algo que siempre veía en sus sueños. La diferencia es que esto era real y no podía evitarlo.

La curiosidad le hizo mirar a través de los huecos que dejaban sus dedos. Pudo contemplar cómo la chica, con un grácil movimiento, apuntó con la daga hacia el coche y su cuerpo empezó a difuminarse, como si cambiase de textura. En apenas un instante, su cuerpo se había convertido en una niebla blanquecina, pero conservando todavía su forma original. Daba la impresión de que su cuerpo hubiese abandonado allí su «envoltura», escapando justo antes de ser embestida por el coche.

Entreabrió un poco más los dedos para observar mejor la escena. Las piernas de la mujer tocaron con el frontal del coche, pero lo atravesó como si fuera un fantasma. El vehículo se llenó de una especie de neblina fría y húmeda. Era como esa sensación que tienes cuando abres la puerta de un frigorífico y el frío del interior viene hacia ti. Alice notó cómo unas pequeñas gotas de sudor caían en sus brazos. Cerró con fuerza los ojos esperando que todo terminase. Notó cómo el coche se balanceaba con brusquedad un par de veces y se detenía después del inconfundible sonido de las ruedas frenando en seco. El silencio se rompió; los guardias no paraban de maldecir a la muchacha. Alice retiró sus manos y abrió los ojos para contemplar lo que había ocurrido.

El conductor tenía una daga clavada en medio del pecho. La sangre salía sin control salpicándolo todo y cada vez que intentaba respirar, brotaba con más fuerza. Alice se dio cuenta de que lo que había sentido en sus brazos no eran gotas de sudor, sino de sangre, y se las limpió rápido frotándolas con sus manos, era repugnante. Miró a lo lejos, a través del parabrisas del coche, y vio a la muchacha en el mismo lugar, sin haberse movido lo más mínimo.

El copiloto intentó ayudar a su compañero, pero era demasiado tarde, ya había muerto. Alice estaba asustada, acababa de ver morir a una persona. Estaba en un coche con una panda de lunáticos y asesinos a los que poco les importaba la vida de otras personas.

Los guardias hablaban sin cesar. Gritaban y se ponían cada vez más nerviosos hasta que decidieron bajar del vehículo. Dan asomó la cabeza por la puerta trasera y con una voz muy alterada y unos ojos que ansiaban venganza, le dijo a Alice:

―Nos atacan. Quédate dentro del coche y, pase lo que pase, no dejes que te cojan o te matarán.

Los tres corrieron entonces hacia la mujer, con las espadas en alto en tono desafiante. Alice pensó en escapar, pero su cuerpo no reaccionaba, estaba presa del pánico. Las piernas no se movían. Temblaba de miedo, mientras contemplaba el cadáver del piloto; todavía salía sangre de la herida.

Allí estaba, sentada, observando cómo la mujer sacaba una espada que portaba a su espalda y empezaba a luchar con los tres hombres. Cientos de chispas saltaban en la refriega cada vez que una espada hacía contacto con la otra. Se oían los gritos y golpes en toda la calle cuando, de repente, vio a un hombre que saltaba del tejado de un edificio. Mientras caía sostenía una gran bola de luz con sus manos, manteniéndola encima de su cabeza. Su brillo era muy intenso y se notaba que desprendía una especie de ondas de energía. A unos metros de llegar al suelo, los tres guardias retrocedieron, mientras la chica se quedó inmóvil de nuevo.

Lo que estaba pasando le recordaba de alguna manera al hombre del sueño que había tenido la noche anterior, aquel que había producido una gran explosión golpeando el suelo con la mano. Esa gente era capaz de hacer cosas extraordinarias y no las utilizaban para hacer el bien, sino todo lo contrario.