Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen María

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Sólo María halló gracia delante de Dios (Lc. 1, 30), sin auxilio de ninguna criatura. Sólo por Ella han hallado gracia ante Dios cuantos después de Ella la han hallado y sólo por Ella la encontrarán cuantos la hallarán en el futuro.

Ya estaba llena de gracia cuando la saludó el arcángel san Gabriel.

María quedó sobreabundantemente llena de gracia, cuando el Espíritu Santo la cubrió con su sombra inefable. Y siguió creciendo de día en día y de momento en momento en esta doble plenitud de tal manera que llegó a un grado inmenso e incomprensible de gracia.

Por ello, el Altísimo le ha constituido tesorera única de sus tesoros y única dispensadora de sus gracias para que embellezca, levante y enriquezca a quien Ella quiera; haga transitar por la estrecha senda del cielo a quien Ella quiera; introduzca, a pesar de todos los obstáculos, por la angosta senda de la vida a quien Ella quiera; y dé el trono, el cetro y la corona regia a quien Ella quiera.

Jesús es siempre y en todas partes el fruto y el Hijo de María y María es en todas partes el verdadero árbol que lleva el fruto de vida y la verdadera Madre que lo produce.

Sólo a María ha entregado Dios las llaves que dan entrada a la intimidad del amor divino (cfr. Cant. 1, 3) y el poder de dar entrada a los demás por los caminos más sublimes y secretos de la perfección.

Sólo María permite la entrada en el paraíso terrestre a los pobres hijos de la Eva infiel para pasearse allí agradablemente con Dios, esconderse de sus enemigos con seguridad, alimentarse deliciosamente, sin temer ya a la muerte, del fruto de los árboles de la vida y de la ciencia del bien y del mal, y beber a boca llena las aguas celestiales de la hermosa fuente que allí mana en abundancia. Mejor dicho, siendo Ella misma este paraíso terrestre o esta tierra virgen y bendita de la que fueron arrojados Adán y Eva pecadores, permite entrar solamente a aquellos a quienes le place para hacerlos llegar a la santidad.

De siglo en siglo, pero de modo especial hacia el fin del mundo, todos los ricos del pueblo suplicarán tu rostro (cfr. Sal. 45, 13). San Bernardo comenta así estas palabras del Espíritu Santo: los mayores santos, las personas más ricas en gracia y virtud son los más asiduos en rogar a la Santísima Virgen y contemplarla siempre como el modelo perfecto a imita y la ayuda eficaz que les debe socorrer.

He dicho que esto acontecerá especialmente hacia el fin del mundo, y muy pronto, porque el Altísimo y su Santísima Madre han de formar grandes santos que superarán en santidad a la mayoría de los otros santos cuanto los cedros del Líbano exceden a los arbustos. Así fue revelado a un alma santa, cuya vida escribió de Renty.

Estos grandes santos, llenos de gracia y dinamismo, serán escogidos por Dios para oponerse a sus enemigos, que bramarán por todas partes. Tendrán una excepcional devoción de la Santísima Virgen, quien les esclarecerá con su luz, les alimentará con su leche, les sostendrá con su brazo y les protegerá, de suerte que combatirán con una mano y construirán con la otra. Con una mano combatirán, derribarán, aplastarán a los herejes con sus herejías, a los cismáticos con sus cismas, a los idólatras con sus idolatrías y a los pecadores con sus impiedades. Con la otra edificarán el templo del verdadero Salomón y la mística ciudad de Dios, es decir, la Santísima Virgen, llamada precisamente por los Padres, Templo de Salomón y Ciudad de Dios.

Con sus palabras y ejemplos atraerán a todos a la verdadera devoción a María. Esto les granjeará muchos enemigos, pero también muchas victorias y gloria para Dios solo. Así lo reveló Dios a Vicente Ferrer, gran apóstol de su siglo, como lo consignó claramente en uno de sus escritos.

Es lo que parece haber predicho el Espíritu Santo con las palabras del salmista:

...Y sepan que Dios domina en Jacob, hasta los confines de la tierra.

Regresan a la tarde, aúllan como perros, rondan por la ciudad

en busca de comida... (Sal. 59, 14‐16).

Esta ciudad a la que acudirán los hombres al fin del mundo para convertirse y saciar su hambre de justicia es la Santísima Virgen a quien el Espíritu Santo llama morada y ciudadela de Dios (cfr. Sal. 87, 3).

Capítulo III: MARÍA EN LOS ÚLTIMOS TIEMPOS DE LA IGLESIA

1. María y los últimos tiempos

La salvación del mundo comenzó por medio de María y por medio de Ella debe consumarse. María casi no se manifestó en la primera venida de Jesucristo, a fin de que los hombres poco instruidos e iluminados aún acerca de la persona de su Hijo, no se alejaran de la verdad aficionándose demasiado fuerte e imperfectamente a la Madre, como habría ocurrido seguramente, si Ella hubiera sido conocida, a causa de los admirables encantos que el Altísimo le había concedido aún en su exterior. Tan cierto es esto que san Dionisio Aeropagita escribe que cuando la vio, la hubiera tomado por una divinidad, a causa de sus secretos encantos e incomparable belleza, si la fe, en la que se hallaba bien cimentado, no le hubiera enseñado lo contrario.

Pero, en la segunda venida de Jesucristo, María tiene que ser conocida y puesta de manifiesto por el Espíritu Santo, a fin de que por Ella Jesucristo sea conocido, amado y servido. Pues ya no valen los motivos que movieron al Espíritu Santo a ocultar a su Esposa durante su vida y manifestarla sólo parcialmente aun después de la predicación del Evangelio.

Dios quiere, pues, revelar y manifestar a María, la obra maestra de sus manos, en estos últimos tiempos: 1º) Porque Ella se ocultó en este mundo y se colocó más bajo que el polvo por su profunda humildad,

habiendo alcanzado de Dios, de los Apóstoles y Evangelistas que no la dieran a conocer.

2º) Porque Ella es la obra maestra de las manos de Dios, tanto en el orden de la gracia como en el de la gloria y Él quiere ser glorificado y alabado en la tierra por los hombres.

3º) Porque Ella es la aurora que precede y anuncia al Sol de Justicia, Jesucristo, y por lo mismo, debe ser conocida y manifestada, si queremos que Jesucristo lo sea.

4º) Porque Ella es el camino por donde vino Jesucristo la primera vez y lo será también cuando venga la segunda, aunque de modo diferente.

5º) Porque Ella es el medio seguro y el camino directo e inmaculado para ir a Jesucristo y hallarlo perfectamente. Por Ella deben, pues, hallar a Jesucristo las personas santas que deben resplandecer en santidad. Quien halla a María, halla la vida (cfr. Prov. 8, 35), es decir, a Jesucristo, que es el Camino, la Verdad y la Vida (cfr. Jn. 14, 6). Ahora bien, no se puede hallar a María si no se la busca, ni buscarla si no se la conoce: pues no se busca ni desea lo que no se conoce. Es, por tanto, necesario que María sea mejor conocida que nunca, para mayor conocimiento y gloria de la Santísima Trinidad.

6º) Porque María debe resplandecer más que nunca en los últimos tiempos en misericordia, poder y gracia:

– En misericordia, para recoger y acoger amorosamente a los pecadores y a los extraviados que se convertirán y volverán a la Iglesia católica.

– En poder contra los enemigos de Dios, los idólatras, cismáticos, mahometanos, judíos e impíos endurecidos que se rebelarán terriblemente para seducir y hacer caer, con promesas y amenazas, a cuantos se les opongan.

– En gracia, finalmente, para animar y sostener a los valientes soldados y fieles servidores de Jesucristo, que combatirán por los intereses del Señor.

7º) Por último, porque María debe ser terrible al diablo y a sus secuaces como un ejército en orden de batalla (cfr. Cant. 6, 3) sobre todo en estos últimos tiempos porque el diablo sabiendo que le queda poco tiempo (Apoc. 12, 12), y menos que nunca, para perder a las gentes, redoblará cada día sus esfuerzos y ataques. De hecho, suscitará en breve crueles persecuciones y tenderá terribles emboscadas a los fieles servidores y verdaderos hijos de María, a quienes le cuesta vencer mucho más que a los demás.

2. María y la lucha final

A estas últimas y crueles persecuciones de Satanás, que aumentarán de día en día hasta que llegue el anticristo, debe referirse sobre todo aquella primera y célebre predicación y maldición lanzada por Dios contra la serpiente en el paraíso terrestre. Nos parece oportuno explicarla aquí, para la gloria de la Santísima Virgen, salvación de sus hijos y confusión de los demonios:

Haré que haya enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya,

ésta te pisará la cabeza

mientras tú te abalanzarás sobre su talón.

(Gn. 3, 15).

Dios ha hecho y preparado una sola e irreconciliable enemistad, que durará y se intensificará hasta el fin. Y es entre María, su digna Madre, y el diablo; entre los hijos y servidores de la Santísima Virgen y los hijos y secuaces de Lucifer. De suerte que el enemigo más terrible que Dios ha suscitado contra Satanás es María, su Santísima Madre. Ya desde el paraíso terrenal, aunque María sólo estaba entonces en la mente divina, le inspiró tanto odio contra ese maldito enemigo de Dios, le dio tanta sagacidad para descubrir la malicia de esa antigua serpiente y tanta fuerza para vencer, abatir y aplastar a ese orgulloso impío, que el diablo le teme no sólo más que a todos los ángeles y hombres, sino en cierto modo más que al mismo Dios. No ya porque la ira, odio y poder divinos no sean infinitamente mayores que los de la Santísima Virgen, cuyas perfecciones son limitadas, sino:

1º) Porque Satanás, que es tan orgulloso, sufre infinitamente más al verse vencido y castigado por una sencilla y humilde esclava de Dios y la humildad de la Virgen lo humilla más que el poder divino.

2º) Porque Dios ha concedido a María un poder tan grande contra los demonios que, como a pesar suyo se han visto muchas veces obligados a confesarlo por boca de los posesos, tienen más miedo a in solo suspiro de María en favor de una persona, que a las oraciones de todos los santos y a una sola amenaza suya contra ellos más que a todos los demás tormentos.

 

Lo que Lucifer perdió por orgullo, lo ganó María con la humildad. Lo que Eva condenó y perdió por desobediencia, lo salvó María con la obediencia. Eva, al obedecer a la serpiente, se hizo causa de perdición para sí y para todos sus hijos, entregándolos a Satanás; María, al permanecer perfectamente fiel a Dios, se convirtió en causa de salvación para sí y para todos sus hijos y servidores, consagrándolos al Señor.

Dios no puso solamente una enemistad, sino enemistades, y no sólo entre María y Lucifer, sino también entre la descendencia de la Virgen y la del demonio. Es decir: Dios puso enemistades, antipatías y odios secretos entre los verdaderos hijos y servidores de la Santísima Virgen y los hijos y esclavos del diablo: no pueden amarse ni entenderse unos a otros.

Los hijos de Belial, los esclavos de Satanás, los amigos de este mundo de pecado, ¡todo viene a ser lo mismo!, han perseguido siempre y perseguirán más que nunca de hoy en adelante a quienes pertenezcan a la Santísima Virgen, como en otro tiempo Caín y Esaú, figuras de los réprobos, persiguieron a sus hermanos Abel y Jacob, figuras de los predestinados.

Pero la humilde María triunfará siempre sobre aquel orgulloso y con victoria tan completa que llegará a aplastarle la cabeza, donde reside su orgullo. ¡María descubrirá siempre su malicia de serpiente, manifestará sus tramas infernales, desvanecerá sus planes diabólicos y defenderá hasta el fin a sus servidores de aquellas garras mortíferas!

El poder de María sobre todos los demonios resplandecerá, sin embargo, de modo particular en los últimos tiempos, cuando Satanás pondrá asechanzas a su calcañar, o sea, a sus humildes servidores y pobres a juicio del mundo; humillados delante de todos, rebajados y oprimidos como el calcañar respecto de los demás miembros del cuerpo. Pero, en cambio, serán ricos en gracias y carismas, que María les distribuirá con abundancia, grandes y elevados en santidad delante de Dios; superiores a cualquier otra criatura por su celo ardoroso; y tan fuertemente apoyados en el socorro divino que, con la humildad de su calcañar y unidos a María, aplastarán la cabeza del demonio y harán triunfar a Jesucristo.

3. María y los apóstoles de los últimos tiempos

Sí, Dios quiere que su Madre Santísima, sea ahora más conocida, amada y honrada que nunca. Lo que sucederá sin duda, si los predestinados, con la gracia y luz del Espíritu Santo, entran y penetran en la práctica interior y perfecta de la devoción que voy a manifestarles en seguida.

Entonces verán, en cuanto lo permita la fe, a esta hermosa estrella del mar y, guiados por Ella, llegarán a puerto seguro, a pesar de las tempestades y de los piratas.

Entonces conocerán las grandezas de esta Soberana y se consagrarán enteramente a su servicio como súbditos y esclavos de amor.

Entonces saborearán sus dulzuras y bondades maternales y la amarán tiernamente como sus hijos predilectos.

Entonces experimentarán las misericordias en que Ella reboza y la necesidad en que están de su socorro, recurrirán en todo a Ella, como a su querida Abogada y Medianera ante Jesucristo.

Entonces sabrán que María es el medio más seguro, fácil, corto y perfecto para llegar hasta Jesucristo y se consagrarán a Ella en cuerpo y alma y sin reserva alguna, para pertenecer del mismo modo a Jesucristo.

Pero, ¿qué serán estos servidores, esclavos a hijos de María? Serán fuego encendido, ministros del Señor, que prenderán por todas partes el fuego del amor divino.

Serán flechas agudas en la mano poderosa de María para atravesar a sus enemigos: como saetas en mano de un valiente (Sal. 127, 4).

Serán hijos de Leví, bien purificados por el fuego de grandes tribulaciones y muy unidos a Dios. Llevarán en el corazón el fuego del amor, el incienso de la oración en el espíritu y en el cuerpo la mirra de la mortificación.

Serán en todas partes el buen olor de Jesucristo (cfr. 2 Cor. 2, 15‐16) para los pobres y sencillos; pero para los grandes, los ricos y mundanos orgullosos serán olor de muerte.

Serán nubes tronantes y volantes, en el espacio, al menor soplo del Espíritu Santo. Sin apegarse a nada ni asustarse, ni inquietarse por nada, derramarán la lluvia de la Palabra de Dios y de la vida eterna, tronarán contra el pecado, lanzarán rayos contra el mundo del pecado, descargarán golpes contra el demonio y sus secuaces y con la espada de dos filos de la Palabra de Dios traspasarán a todos aquellos a quienes sean enviados de parte del Altísimo.

Serán los apóstoles auténticos de los últimos tiempos. A quienes el Señor de los ejércitos dará la palabra y la fuerza necesarias para realizar maravillas y ganar gloriosos despojos sobre sus enemigos.

Dormirán sin oro ni plata y, lo que más cuenta, sin preocupaciones en medio de los demás sacerdotes, eclesiásticos y clérigos (Sal. 68, 14). Tendrán, sin embargo, las alas plateadas de la paloma, para volar con la pura intención de la gloria de Dios y de la salvación de los hombres adonde los llame el Espíritu Santo. Y no dejarán en pos de sí en los lugares en donde prediquen sino el oro de la caridad, que es el cumplimiento de toda ley (cfr. Rom. 13, 10).

Por último, sabemos que serán verdaderos discípulos de Jesucristo. Caminando sobre las huellas de su pobreza, humildad, desprecio de lo mundano y caridad evangélica, enseñarán la senda estrecha de Dios en la pura verdad, conforme al Evangelio y no a los códigos mundanos, sin inquietarse por nada ni hacer acepción de personas, sin dar oídos ni escuchar ni temer a ningún mortal por poderoso que sea.

Llevarán en la boca la espada de dos filos de la Palabra de Dios, sobre sus hombros el estandarte ensangrentado de la cruz, en la mano derecha el crucifijo, el Rosario en la izquierda, los sagrados nombres de Jesús y María en el corazón y en toda su conducta la modestia y mortificación de Jesucristo.

Tales serán los grandes hombres que vendrán y a quienes María formará por orden del Altísimo para extender su imperio sobre el de los impíos, idólatras y mahometanos. Pero, ¿cuándo y cómo sucederá esto?...

¡Sólo Dios lo sabe! A nosotros toca callar, orar, suspirar y esperar: Yo esperaba con ansia (Sal. 40, 2).

Segunda Parte

EL CULTO A MARÍA EN LA IGLESIA

Capítulo I: FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS DEL CULTO A MARÍA

Acabo de exponer brevemente que el culto a la Santísima Virgen nos es necesario. Es preciso decir ahora en qué consiste. Lo haré, Dios mediante, después de clarificar algunas verdades fundamentales que iluminarán la grande y sólida devoción que quiero dar a conocer.

1. Jesucristo, fin último del culto a la Santísima Virgen (primera verdad)

El fin último de toda devoción debe ser Jesucristo, Salvador del mundo, verdadero Dios y verdadero hombre. De lo contrario, tendríamos una devoción falsa y engañosa.

Jesucristo es el Alfa y la Omega (Apoc. 1, 8), el principio y el fin (Apoc. 21, 6) de todas las cosas. La meta de nuestro ministerio, escribe san Pablo, es que todos juntos nos encontremos unidos en la misma fe... y con eso se logrará el hombre perfecto que, en la madurez de su desarrollo, es la plenitud de Cristo (Ef. 4, 13).

Efectivamente, sólo en Cristo permanece toda la plenitud de Dios, en forma corporal (Col. 2, 9) y todas las demás plenitudes de gracia, virtud y perfección. Sólo en Cristo hemos sido beneficiados con toda clase de bendiciones espirituales (Ef. 1, 3).

Porque Él es el único Maestro que debe enseñarnos, el único Señor de quien debemos depender,

la única Cabeza a la que debemos estar unidos, el único Modelo a quien debemos conformarnos, el único Médico que debe curarnos,

el único Pastor que debe apacentarnos, el único Camino que debe conducirnos, la única Verdad que debemos creer, la única Vida que debe vivificarnos y el único Todo que en todo debe bastarnos.

No se ha dado a los hombres sobre la tierra otro Nombre por el cual podamos ser salvados (Hech. 4, 12), sino el de Jesús.

Dios no nos ha dado otro fundamento de salvación, perfección y gloria, que Jesucristo. Todo edificio que no esté construido sobre esta roca firme, se apoya en arena movediza y tarde o temprano caerá infaliblemente.

Quien no está unido a Cristo como el sarmiento a la vid, caerá, se secará y lo arrojarán al fuego (cfr. Jn. 16, 6). Si, en cambio, permanecemos en Jesucristo y Jesucristo en nosotros, se acabó para nosotros la condenación (Rom. 8, 1): ni los ángeles del cielo, ni los hombres de la tierra, ni los demonios del infierno, ni criatura alguna podrá hacernos daño, porque nadie podrá separarnos de la caridad de Dios que está en Cristo Jesús (Rom. 8, 39).

Por Jesucristo, con Jesucristo, en Jesucristo lo podemos todo:

– Tributar al Padre en unidad del Espíritu Santo todo honor y gloria.

– Hacernos perfectos y ser olor de vida eterna para nuestro prójimo.

Por tanto, si establecemos la sólida devoción a la Santísima Virgen es sólo para establecer más perfectamente la de Jesucristo y ofrecer un medio fácil y seguro para encontrar al Señor. Si la devoción a la Santísima Virgen apartase de Jesucristo, habría que rechazarla como ilusión diabólica. Pero, como ya he demostrado y volveré a demostrarlo más adelante, sucede todo lo contrario. Esta devoción nos es necesaria para hallar perfectamente a Jesucristo, amarlo con ternura y servirlo con fidelidad.

Me dirijo a ti, por un momento,

mi amabilísimo Jesús,

para quejarme amorosamente

ante tu divina Majestad,

de que la mayor parte de los cristianos,

aun los más instruidos,

ignoran la estrechísima unión

que te liga a tu Madre Santísima.

Tú, Señor, estás siempre con María

y María está siempre contigo:

de lo contrario dejaría de ser lo que es;

María está de tal manera

transformada en ti por la gracia,

que Ella ya no vive ni es nada:

Tú, Jesús mío, vives y reinas en Ella

más perfectamente

que en todos los ángeles y santos.

¡Ah Si se conociera la gloria y amor

que recibes en esta criatura admirable,

¡se tendrían hacia ti y hacia Ella

sentimientos muy diferentes

de los que ahora se tienen!

Ella se halla tan íntimamente unida a ti

que sería más fácil separar la luz del sol,

el calor del fuego,

más aún, sería más fácil separar de ti

a todos los ángeles y santos

que a la excelsa María:

porque Ella te ama más ardientemente

y te glorifica con mayor perfección

que todas las demás criaturas juntas.

¿No será, pues, extraño y lamentable,

amable Maestro mío,

el ver la ignorancia y oscuridad

de todos los hombres respecto a tu Santísima Madre?

No hablo de tantos idólatras y paganos

que, no conociéndote a ti,

tampoco a Ella conocen.

Tampoco hablo de los herejes y cismáticos

que, separados de ti y de tu Iglesia,

no se preocupan

de ser devotos de tu Madre.

Hablo, sí, de los católicos

y aun de los doctores entre los católicos:

ellos hacen profesión de enseñar a otros l

a verdad, pero

no te conocen ni a ti ni a tu Madre

sino de manera especulativa, árida, estéril e indiferente.

Estos caballeros hablan sólo rara vez

de su Santísima Madre

y del culto que se debe.

Tienen miedo, según dicen,

a que se deslice algún abuso

y se te haga injuria al honrarla

a Ella demasiado.

Si ven u oyen a algún devoto de María

hablar con frecuencia

de la devoción hacia esta Madre amantísima,

con acento filial, eficaz y persuasivo,

como de un medio sólido y sin ilusiones,

de un camino corto y sin peligros,

de una senda inmaculada y sin imperfección

y de un secreto maravilloso

para encontrarte y amarte debidamente,

 

gritan en seguida contra él,

esgrimiendo mil argumentos falsos,

para probarle

que no hay que hablar tanto de la Virgen,

que hay grandes abusos en esta devoción

y que es preciso dedicarse a destruirlos,

que es mejor hablar de ti

en vez de llevar a las gentes

a la devoción a la Santísima Virgen

a quien ya aman lo suficiente.

Si alguna vez se les oye hablar

de la devoción a tu Santísima Madre,

no es, sin embargo,

para defenderla o inculcarla,

sino para destruir sus posibles abusos.

Mientras carecen

de piedad y devoción tierna para contigo,

porque no la tienen para con María.

Consideran el Rosario, el escapulario,

como devociones propias de mujercillas e ignorantes,

que poco importan para la salvación.

De suerte que, si encuentran a algún

devoto de Santa María que reza el Rosario

o practica alguna devoción en su honor,

procuran cambiarle el espíritu y el corazón

y le aconsejan que, en lugar del Rosario,

rece los siete salmos penitenciales

y, en vez de la devoción a la Santísima Virgen,

le exhortan a la devoción a Jesucristo.

¡Jesús mío amabilísimo!

¿Tienen éstos tu espíritu?

¿Te agrada su conducta?

¿Te agrada quien, por temor a desagradarte,

no se esfuerza por honrar a tu Madre?

¿Es la devoción a tu Santísima Madre obstáculo a la tuya?

¿Se arroga Ella para sí

el honor que se le tributa?

¿Es, por ventura, una extraña, que nada tiene que ver contigo?

¿Quién la agrada a Ella, te desagrada a ti?

Consagrarse a Ella

y amarla, ¿será separarse o alejarse de ti?

¡Maestro amabilísimo!

Sin embargo,

si cuanto acabo de decir fuera verdad,

la mayoría de los sabios,

justo castigo de su soberbia,

no se alejarían más que ahora

de la devoción a tu Santísima Madre

ni mostrarían para con Ella

mayor indiferencia de la que ostentan.

¡Guárdame, Señor!

¡Guárdame de sus sentimientos

y de su conducta!

Dame participar en los sentimientos

de gratitud, estima, respeto y amor

que tienes para con tu Santísima Madre,

a fin de que pueda amarte y glorificarte

tanto más perfectamente,

cuanto más te imite y siga de cerca.

Y, como si no hubiera dicho nada

acerca de tu Santísima Madre,

concédeme la gracia

de alabarla dignamente,

a pesar de todos sus enemigos, que lo son tuyos,

y gritarles a voz en cuello con todos los santos:

“¡No espere alcanzar misericordia de Dios

quien ofenda a su Madre bendita!”.

Para alcanzar de tu misericordia

una verdadera devoción hacia

tu Santísima Madre

y difundir esta devoción por toda la tierra,

concédeme amarte ardientemente

y acepta para ello la súplica inflamada

que te dirijo con san Agustín y tus verdaderos amigos:

“Tú eres, oh Cristo,

mi Padre santo, mi Dios misericordioso,

mi rey poderoso, mi buen pastor,

mi único maestro, mi mejor ayuda,

mi amado hermosísimo, mi pan vivo,

mi sacerdote por la eternidad,

mi guía hacia la patria,

mi luz verdadera, mi dulzura santa,

mi camino recto, mi Sabiduría preclara,

mi humilde simplicidad,

mi concordia pacífica,

mi protección total, mi rica heredad,

mi salvación eterna...

¡Cristo Jesús, Señor amabilísimo!

¿Por qué habré deseado durante la vida

algo fuera de ti, mi Jesús y mi Dios?

¿Dónde me hallaba

cuando no pensaba en ti?

Anhelos todos de mi corazón,

inflámense y desbórdense desde ahora

hacia el Señor Jesús;

corran, que mucho se han retrasado,

apresúrense hacia la meta,

busquen a quien buscan.

¡Oh Jesús! ¡Anatema quien no te ame!

¡Rebose de amargura quien no te quiera!

¡Dulce Jesús,

que todo buen corazón

dispuesto a la alabanza,

te ame,

se deleite en ti,

se admire ante ti!

¡Dios de mi corazón!

¡Herencia mía, Cristo Jesús!

¡Desfallezca el latir de mi corazón!

Vive, Señor, en mí;

enciéndase en mi pecho

la viva llama de tu amor,

acrézcase en incendio;

arda siempre en el altar de mi corazón,

queme en mis entrañas,

incendie lo íntimo de mi alma,

y que en el día de mi muerte

comparezca yo consumado

en tu presencia. Amén”.

He querido transcribir esta maravillosa plegaria de san Agustín para que, repitiéndola todos los días, pidas el amor de Jesucristo, ese amor que estamos buscando por medio de la excelsa María.

2. Pertenecemos a Cristo y a María (segunda verdad)

De lo que Jesucristo es para nosotros debemos concluir con el Apóstol (cfr. 1 Cor. 6, 19‐20) que ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino que somos totalmente suyos, como sus miembros y esclavos, comprados con el precio infinito de toda su sangre.

Efectivamente, antes del Bautismo pertenecíamos al demonio como esclavos suyos. El Bautismo nos ha convertido en verdaderos esclavos de Jesucristo, que no debemos ya vivir ni morir sino a fin de fructificar para este Dios–Hombre, glorificarlo en nuestro cuerpo y hacerlo reinar en nuestra alma, porque somos su conquista, su pueblo adquirido y su propia herencia.

Por la misma razón, el Espíritu Santo nos compara a:

1º) Árboles plantados junto a la corriente de las aguas de la gracia, en el campo de la Iglesia, que deben dar fruto en tiempo oportuno (cfr. Sal. 1, 3).

2º) Los sarmientos de una vid, cuya cepa es Cristo, y que deben producir sabrosas uvas (cfr. Jn. 15, 5). 3º) Un rebaño, cuyo pastor es Jesucristo y que deben multiplicarse y producir leche (cfr. Jn. 10, 1ss.).

4º) Una tierra fértil, cuyo agricultor es Dios, y en la cual se multiplica la semilla y produce el 30, el 60, el ciento por uno (cfr. Mt. 13, 3. 8).

Por otra parte, Jesucristo maldijo a la higuera infructuosa y condenó al siervo inútil que no hizo fructificar su talento.

Todo esto nos demuestra que Jesucristo quiere recoger fruto de nuestras pobres personas, a saber, nuestras buenas obras, porque éstas le pertenecen exclusivamente:Hemos sido creados para las buenas obras en Cristo Jesús (Ef. 2, 10). Estas palabras del Espíritu Santo demuestran que Jesucristo es el único principio y debe ser también el único fin de nuestras buenas obras y que debemos servirle, no sólo como asalariados sino como esclavos de amor.

Me explico:

Hay en este mundo dos modos de pertenecer a otro y depender de su autoridad: el simple servicio y la esclavitud. De donde proceden los apelativos de criado y esclavo.

Por el servicio común, entre los cristianos, uno se compromete a servir a otro durante cierto tiempo y por determinado salario o retribución.

Por la esclavitud, en cambio, uno depende de otro enteramente, por toda la vida y debe servir al amo sin pretender salario ni recompensa alguna, como si él fuera uno de sus animales sobre los que tiene derecho de vida y muerte.

Hay tres clases de esclavitud: natural, forzada y voluntaria.

Todas las criaturas son esclavas de Dios del primer modo: Del Señor es la tierra y cuanto la llena (Sal. 24,

1).

Del segundo, lo son los demonios y condenados. Del tercero, los justos y los santos.

La esclavitud voluntaria es la más perfecta y la más gloriosa para Dios, que escruta el corazón, nos lo pide

para sí y se llama Dios del corazón (Sal. 73, 26) o de la voluntad amorosa. Efectivamente, por esta esclavitud, optas por Dios y su servicio por encima de todo lo demás, aunque no estuvieras obligado a ello por naturaleza.

Hay una diferencia total entre criado y esclavo:

1º) El criado no entrega a su patrón todo lo que es, todo lo que posee ni todo lo que puede adquirir por sí mismo o por otro; el esclavo se entrega totalmente a su amo, con todo lo que posee y puede adquirir, sin excepción alguna.

2º) El criado exige retribución por los servicios que presta a su patrón; el esclavo, por el contrario, no puede exigir nada, por más asiduidad, habilidad y energía que ponga en el trabajo.

3º) El criado puede abandonar a su patrón cuando quiera o, al menos, cuando expire el plazo del contrato; mientras que el esclavo no tiene derecho a abandonar a su amo cuando quiera.

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