Las glorias de María

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5. María estará a nuestro lado si la invocamos

Animémonos también nosotros, aunque pecadores, y tengamos confianza en que ella vendrá a asistirnos en la muerte y a consolarnos con su presencia si le servimos con todo amor en lo que nos queda de vida. Hablando nuestra Reina a santa Matilde, le prometió que vendría a asistir en la hora de la muerte a todos sus devotos que fielmente le hubieran servido en vida. “A todos los que me han servido piadosamente les quiero asistir en su muerte con toda fidelidad y como madre piadosísima, y consolarlos y protegerlos”. ¡Oh Dios mío! ¡Qué sublime consuelo al terminar la vida, cuando en breve se va a decidir la causa de nuestra eterna salvación, ver a la Reina del cielo que nos asiste y nos consuela y nos ofrece su protección!

Hay innumerables ejemplos de la asistencia de María a sus devotos. Este favor lo recibieron santa Clara de Monteflaco, san Félix, capuchino; santa Teresa y san Pedro de Alcántara. Y para más consuelo, citaré algún otro ejemplo. Refiere el P. Crasset que santa María Oiginies vio a la santísima Virgen a la cabecera de una devota viuda de Willembrock que sufría alta fiebre. La santísima Virgen la consolaba y le mitigaba los ardores de la fiebre. Estando para morir san Juan de Dios, esperaba la visita de María, de la que era tan gran devoto; pero no viéndola aún, se sentía afligido y se le quejaba. Mas en el momento oportuno se le apareció la Madre de Dios, y casi reprendiéndole de su poca confianza le dijo estas tiernas palabras que deben animar a todos los devotos de María: “Juan, no es mi manera de proceder abandonar a mis devotos en este trance”. Como si dijese: “Juan, hijo mío, ¿qué pensabas? ¿Qué yo te había abandonado? ¿No sabes que yo no puedo abandonar a mis devotos en la hora de la muerte? No vine antes porque no era el tiempo oportuno; ahora que lo es, aquí me tienes para llevarte. ¡Ven conmigo al paraíso!” Poco después expiró el santo, entrando en el cielo para agradecer eternamente a su amantísima Reina.

EJEMPLO

María asiste a una moribunda abandonada

Terminemos este discurso con otro ejemplo en que se descubre hasta dónde llega la ternura de esta buena Madre con sus hijos en la hora de la muerte.

Estaba un párroco asistiendo a un rico que moría en lujosa mansión rodeado de servidumbre, parientes y amigos; pero vio también a los demonios, en formas horribles, que estaban dispuestos a llevarse su alma a los infiernos por haber vivido y morir en pecado.

Después fue avisado el párroco para asistir a una humilde mujer que se moría y deseaba recibir los Sagrados Sacramentos. No debiendo dejar al rico, tan necesitado de ayuda, mandó un coadjutor, quien llevó a la enferma el santo viático.

En la casa de aquella buena mujer no vio criados ni acompañantes, ni muebles preciosos, porque la enferma era pobre y tenía por lecho uno de paja. Pero ¿qué vio? Vio que la estancia se iluminaba con gran resplandor y que junto al lecho de la moribunda estaba la Madre de Dios, María, que la estaba consolando. Ante su turbación, la Virgen le hizo al sacerdote señal de entrar. La Virgen le acercó el asiento para que atendiera en confesión a la enferma. Ésta se confesó y comulgó con gran devoción y expiró, dichosa, en brazos de María.

ORACIÓN POR UNA BUENA MUERTE

¡Dulce Madre mía! ¿Cuál será mi muerte?

Cuando pienso en el momento en que me presente ante Dios, recordando que con mi conducta tantas veces firmé mi condena, tiemblo, me confundo y me inquieto por mi eterna salvación.

María, en la sangre de Jesús y en tu intercesión, tengo la esperanza mía.

Eres señora del cielo y reina del universo; basta decir que eres la Madre de Dios.

Eres lo más sublime, pero tu grandeza, lejos de desentenderte, más te inclina a compadecerte de nuestras miserias.

Los mundanos en la cumbre de sus honores se alejan de los antiguos amigos y se desdeñan de tratar con los poco afortunados. No obra así tu corazón noble y amoroso; mientras más miserias contempla, más se empeña en socorrerlas. Apenas se te invoca vuelas en socorro del necesitado y te adelantas a nuestras plegarias.

Tú nos consuelas en nuestras aflicciones, disipas las tempestades y en toda ocasión procuras nuestro bien.

Bendita sea la divina mano que en ti ha unido tanta majestad con tal ternura, tanta eminencia con tanto amor.

Doy gracias siempre a mi Señor y me alegro porque de tu dicha depende la mía y mi destino está unido al tuyo. Consoladora de afligidos, consuela a un afligido que a ti se encomienda.

Los remordimientos de conciencia me atormentan, tanto por los pecados cometidos como por la incertidumbre de si los he llorado cual debía.

Veo todas mis obras llenas de fango y de defectos.

El infierno está esperando mi muerte para acusarme. Madre mía, ¿qué será de mí?

Si no me amparas estoy perdido.

¿Qué me dices? ¿Querrás ayudarme?

Virgen piadosísima, protégeme. Obtenme verdadero dolor de mis pecados; dame fuerzas para enmendarme y serle fiel a Dios en adelante. Y cuando esté para morir,

María, esperanza mía, no me abandones.

Entonces más que nunca asísteme y confórtame para que no desespere. Perdona, Señora, mi atrevimiento; ven con tu presencia a consolarme. A tantos has hecho esta gracia, que también yo la deseo; si grande es mi audacia, mayor es tu bondad, que a los más miserables vas buscando para consolarlos.

En tu bondad confío. Sea gloria tuya para siempre haber salvado del infierno a quien a él estaba condenado y haberle conducido a tu reino, donde espero gozar la gran ventura de estar siempre a tus pies agradecido y bendiciéndote y amando eternamente.

¡María, yo te espero!

No me hagas quedar desconsolado. Hazlo así; amén, así sea.

Capítulo III

MARÍA, NUESTRA ESPERANZA

Esperanza nuestra, salve.

I

María es la esperanza de todos

1. María es nuestra esperanza como intercesora y medianera

No pueden soportar los herejes de ahora que llamemos y saludemos a María con el título de esperanza nuestra: “Dios te salve, esperanza nuestra”. Dicen que sólo Dios es nuestra esperanza y que Dios maldice a quien pone su confianza en las criaturas: “Maldito el hombre que confía en otro hombre” (Jr 17, 5). María, exclaman, es una criatura; ¿y cómo puede ser una criatura nuestra esperanza? Esto dicen los herejes. Pero contra ellos la santa Iglesia quiere que todos los sacerdotes y religiosos alcen la voz de parte de todos los fieles y a diario la invoquen a María con este dulce nombre de esperanza nuestra, esperanza de todos: Esperanza nuestra, salve.

De dos maneras, dice el angélico santo Tomás, podemos poner nuestra confianza en una persona: o como causa principal o como causa intermedia. Los que quieren alcanzar algún favor de un rey, o lo esperan del rey como señor, o lo esperan conseguir por el ministro o favorito como intercesor. Si se obtiene semejante gracia, se obtiene del rey pero por medio de su favorito, por lo que quien la obtiene razón tiene para llamar a su intercesor su esperanza.

El rey del cielo, porque es bondad infinita, desea inmensamente enriquecernos con sus gracias; pero como de nuestra parte es indispensable la confianza, para acrecentarla nos ha dado a su misma Madre por madre y abogada nuestra, con el más completo poder de ayudarnos; y por eso quiere que en ella pongamos la esperanza de obtener la salvación y todos los bienes. Los que ponen su confianza en las criaturas, olvidados de Dios, como los pecadores, que por conquistar la amistad y el favor de los hombres no les importa disgustar a Dios, ciertamente que son malditos de Dios, como dice Isaías. Pero los que esperan en María como Madre de Dios, poderosa para obtenerles toda clase de gracias y la vida eterna, éstos son benditos y complacen al corazón de Dios, que quiere ver honrada de esta manera a tan sublime criatura que lo ha querido y honrado más que todos los ángeles y santos juntos.

Con toda razón y justicia, por tanto, llamamos a la Virgen nuestra esperanza, confiando, como dice el cardenal Belarmino, obtener por su intercesión lo que no obtendríamos con nuestras solas plegarias. Nosotros le rogamos, dice san Anselmo, para que la sublimidad de su intercesión supla nuestra indigencia. Por lo cual, sigue diciendo el santo, suplicar a la Virgen con toda esperanza no es desconfiar de la misericordia de Dios, sino temer de la propia indignidad.

Con razón la Iglesia llama a María “Madre de la santa esperanza” (Ecclo 24, 24); la madre que hace nacer en nosotros, no la vana esperanza de los bienes miserables y efímeros de esta vida, sino la esperanza de los bienes inmensos y eternos de la vida bienaventurada. Así saludaba san Efrén a la Madre de Dios: “Dios te salve, esperanza del alma mía y salvación segura de los cristianos, auxilio de los pecadores, defensa de los fieles y salud del mundo”. Nos advierte san Basilio que después de Dios no tenemos otra esperanza más que María, por eso la llama “nuestra única esperanza después de Dios”. Y san Efrén, al considerar la orden de la providencia por la que Dios ha dispuesto –como también dice san Bernardo– que todos los que se salven se han de salvar por medio de María, le dice: “Señora, no dejes de custodiarnos y ponernos bajo el manto de tu protección, porque después de Dios no tenemos otra esperanza más que tú”. También santo Tomás de Villanueva la proclama nuestro único refugio, auxilio y ayuda.

De todo esto da la razón san Bernardo cuando dice: “Atiende, hombre, y considera los designios de Dios, que son designios de piedad. Al ir a redimir al género humano, todo el precio lo puso en manos de María”. Mira, hombre, el plan de Dios para poder dispensarnos con más abundancia su misericordia; queriendo redimir a todos los hombres, ha puesto todo el valor de la redención en manos de María para que lo dispense conforme a su voluntad.

 

2. María es esperanza de todos

Ordenó Dios a Moisés que hiciera un propiciatorio de oro purísimo para hablarle desde allí: “Me harás un propiciatorio de oro purísimo...; desde él te daré mis órdenes y hablaré contigo” (ex 25, 17). Dice un autor que ese propiciatorio es María, desde el cual Dios habla a los hombres y desde el que nos concede el perdón y sus gracias y favores. Por eso dice san Ireneo que el Verbo de Dios, antes de encarnarse en el seno de María, mandó al arcángel a pedir su consentimiento, porque quería que de María derivara al mundo el misterio de la Encarnación. “¿Por qué no se realiza el misterio de la Encarnación sin el consentimiento de María? Porque quiere Dios que sea ella el principio de todos los bienes”. Todos los bienes, ayudas y gracias que los hombres han recibido y recibirán de Dios hasta el fin del mundo, todo les ha venido y vendrá por intercesión y por medio de María. Razón tenía el devoto Blosio al exclamar: “Oh María, ¿cómo puede haber quien no te ame siendo tú tan amable y agradecida con quien te ama? En las dudas y confusiones aclaras las mentes de los que a ti recurren afligidos; tú consuelas al que en ti confía en los peligros; tú socorres al que te llama. Tú, después de tu divino Hijo, eres la salvación cierta de tus fieles siervos. Dios te salve, esperanza de los desesperados y socorro de los abandonados. Oh María, tú eres omnipotente porque tu Hijo quiere honrarte, haciendo al instante todo lo que quieres”.

San Germán, reconociendo en María la fuente de todos nuestros bienes y la libertad de nuestros males, así la invoca: “Oh Señora mía, tú sola eres el consuelo que me ha dado Dios; tú la guía de mi peregrinación; tú la fortaleza de mis débiles fuerzas, la riqueza en mis miserias, la liberación de mis cadenas, la esperanza de mi salvación; escucha mis súplicas, te lo ruego, ten piedad de mis suspiros; quiero que seas mi reina, el refugio, la ayuda, la esperanza y la fortaleza mía”.

Con razón san Antonio aplica a María el pasaje de la Sagrada Escritura: “Todos los bienes me vinieron juntamente con ella” (Sb 7, 11). Ya que María es la madre y dispensadora de todos los bienes, bien puede decirse que el mundo, y sobre todo los que en el mundo son devotos de esta reina, junto con esta devoción a María han obtenido todos los bienes: “Es madre de todos los bienes y todos me vinieron con ella, es decir, con la Virgen, puede decir el mundo”. Por lo cual no titubeó el abad de Celles en afirmar: “Al encontrar a María se han encontrado todos los bienes”. El que encuentra a María encuentra todo bien, toda gracia, toda virtud, porque ella con su potente intercesión le obtiene todo lo que necesita para hacerlo rico de gracia divina. Ella nos hace saber que tiene todas las riquezas de Dios, es decir, las divinas misericordias, para distribuirlas en beneficio de sus amantes: “En mí están las riquezas opulentas para enriquecer a

los que me aman” (Sb 8, 21). Por lo cual decía san Buenaventura que debemos tener los ojos puestos en las manos de María para recibir de ella los bienes que necesitamos.

3. María merece toda nuestra confianza

¡Cuántos soberbios con la devoción a María han encontrado la humildad! ¡Cuántos iracundos la mansedumbre! ¡Cuántos ciegos la luz! ¡Cuántos desesperados la confianza! ¡Cuántos perdidos la salvación! Esto es cabalmente lo que profetizó en casa de Isabel, en el sublime cántico: “He aquí que desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones” (Lc 1, 48). “Todas las generaciones –comenta san Bernardo–, porque todas ellas te son deudoras de la vida y de la gloria; porque en ti los pecadores encuentran el perdón y los justos la perseverancia en la gracia de Dios”. El devoto Laspergio presenta al Señor hablando así al mundo: “Pobres hombres, hijos de Adán que vivís en medio de tantos enemigos y de tantas miserias, tratad de venerar con particular afecto a vuestra madre. Yo la he dado al mundo como modelo para que de ella aprendáis a vivir como se debe, y como refugio para que a ella recurráis en vuestras aflicciones. Esta hija mía –dice Dios– la hice de tal condición, que nadie pueda temer o sentir repugnancia en recurrir a ella; por eso la he creado con un natural tan benigno y piadoso que no sabe despreciar a ninguno de los que a ella acuden, no sabe negar su favor a ninguno que se lo pida. Para todos tiene abierto el manto de su misericordia y no consiente que nadie se aparte desconsolado de su lado”. Sea por tanto bendita y alabada por siempre la bondad inmensa de nuestro Dios que nos ha dado a esta Madre tan sublime, como abogada la más tierna y amable.

¡Cuán tiernos eran los sentimientos de amor y confianza que tenía el enamorado san Buenaventura hacia nuestro amadísimo Redentor Jesús y hacia nuestra amadísima abogada

María! “Aún cuando –decía él– el Señor (por un imposible) me hubiera reprobado, yo sé que ella no ha de rechazar a quien la ama y de corazón la busca. Yo la abrazaré con amor, y aunque no me bendijera, no la dejaré y no podrá partir sin mí. Y, en fin, aunque por mis culpas mi Redentor me echara de su lado, yo me arrojaré a los pies de su Madre María y allí postrado estaré y me conseguirá el perdón. Porque esta Madre de misericordia siempre sabe compadecerse de las miserias y consolar a los miserables que a ella acuden en busca de ayuda; por eso, si no por obligación, por compasión al menos inclinará a su Hijo a perdonarme”.

“Míranos –exclama Eutimio–, míranos con esos tus ojos llenos de compasión, oh piadosísima Madre nuestra, porque somos tus siervos y en ti tenemos puesta toda nuestra confianza”.

EJEMPLO

Un devoto esposo y su mujer desesperada

Se refiere en la cuarta parte del Tesoro del rosario que había un caballero devotísimo de la Madre de Dios que había mandado hacer en su palacio un pequeño oratorio en el que ante una hermosa imagen de la Virgen solía pasar los ratos rezando, no sólo de día, sino por la noche, interrumpiendo el descanso para ir a visitar a su amada Señora. Su esposa, dama por lo demás muy piadosa, observando que su marido, con el mayor sigilo, se levantaba del lecho, salía del cuarto y no volvía sino después de mucho tiempo, cayó la infeliz en sospechas de infidelidad. Un día, para librarse de esta espina que la atormentaba, se atrevió a preguntar a su marido si amaba a otra más que a ella. El caballero, con una sonrisa, le respondió: “Sí, claro, yo amo a la señora más amable del mundo. A ella le he entregado todo mi corazón; antes prefiero morir que dejarla de amar. Si tú la conocieras, tú misma me dirías que la amase más aún de lo que la amo”. Se refería a la santísima Virgen, a la que tan tiernamente amaba. Pero la esposa, despedazada por los celos, para cerciorarse mejor le preguntó si se levantaba de noche y salía de la estancia para encontrarse con la señora. Y el caballero, que no sospechaba la gran agitación que turbaba a su mujer, le respondió que sí. La dama, dando por seguro lo que no era verdad y ciega de pasión, una noche en que el marido, según costumbre, salió de la estancia, desesperada, tomó un cuchillo y se dio un tajo mortal en el cuello.

El caballero, habiendo cumplido sus devociones, volvió a la alcoba, y al ir a entrar en el lecho lo sintió todo mojado. Llama a la mujer y no responde. La zarandea y no se mueve.

Enciende una luz y ve el lecho lleno de sangre y a la mujer muerta. Por fin se dio cuenta de que ella se había matado por celos. ¿Qué hizo entonces? Volvió apresuradamente a la capilla, se postró ante la imagen de la Virgen y llorando devotamente rezó así: Madre mía, ya ves mi aflicción. Si tú no me consuelas, ¿a quién puedo recurrir? Mira que por venir a honrarte me ha sucedido la desgracia de ver a mi mujer muerta. Tú, que todo lo puedes, remédialo.

¿Y quién de los que ruegan a esta madre de misericordia con confianza no consigue lo que quiere? Después de esta plegaria siente que le llama una sirvienta y le dice: “Señor, vaya al dormitorio, que le llama la señora”. El caballero no podía creerlo por la alegría. “Vete –dijo a la doncella–, mira bien a ver si es ella la que me reclama”. Volvió la sirvienta, diciendo: “Vaya pronto, Señor, que la señora le está esperando”. Va, abre la puerta y ve a la mujer viva, que se echa a los pies llorando y le ruega que la perdone, diciéndole: “Esposo mío, la Madre de Dios, por tus plegarias, me ha librado del infierno”. Y llorando los dos de alegría fueron a agradecer a la Virgen en el oratorio. Al día siguiente mandó preparar un banquete para todos los parientes, a los que les refirió todo lo sucedido la propia mujer. Y les mostraba la cicatriz que le quedó en el cuello. Con esto, todos se inflamaron en el amor a la Virgen María.

ORACIÓN ESPERANZADA EN MARÍA

¡Madre del santo amor!

¡Vida, refugio y esperanza nuestra! Bien sabes que tu Hijo Jesucristo, además de ser nuestro abogado perpetuo ante su eterno Padre, quiso también que tú fueras ante él intercesora nuestra para impetrarnos las divinas misericordias.

Ha dispuesto que tus plegarias ayuden a nuestra salvación; les ha otorgado tan gran eficacia, que obtienen de él cuanto le piden.

A ti, pues, acudo, Madre, porque soy un pobre pecador.

Espero, Señora, que me he de salvar por los méritos de Cristo y por tu intercesión.

Así lo espero, y tanto confío que si de mí dependiera mi salvación en tus manos la pondría, porque más me fío de tu misericordia y protección que de todas las obras mías.

No me abandones, Madre y esperanza mía, como lo tengo merecido.

Que te mueva a compasión mi miseria; socórreme y sálvame.

Con mis pecados he cerrado la puerta a las luces y gracias que del Señor me habías alcanzado. Pero tu piedad para con los desdichados y el poder de que dispones ante Dios superan al número y malicia de mis pecados.

Conozcan cielo y tierra, que el protegido por ti jamás se pierde. Olvídense todos de mí, con tal de que de mí no te olvides, Madre de Dios omnipotente.

Dile a Dios que soy tu siervo, que me defiendes y me salvaré. Yo me fío de ti, María; en esta esperanza vivo y en ella espero morir diciendo: “Jesús es mi única esperanza, y tú, después de Jesús, Virgen María”.

II

María es la esperanza de los pecadores

1. María, puesta por Dios como esperanza de los pecadores

Cuando Dios creó el mundo creó dos luminarias, una mayor y otra menor, es decir, el sol que alumbra el día y la luna que alumbra la noche: “He hizo Dios dos grandes luminarias; la mayor para que presidiera el día y la menor para que presidiera la noche” (Gn 1, 16). El sol, dice el cardenal Hugo, es figura de Cristo, de cuya luz disfrutan los justos; la luna es figura de María, por cuyo medio se ven iluminados los pecadores que viven en la noche de los vicios. Siendo María esta luna propicia con los pecadores, si un pecador, pregunta Inocencio III, se encuentra caído en la noche de la culpa, ¿qué debe hacer? “El que yace en la noche de la culpa –responde–, que mire a la luna, que ruegue a María”. Ya que ha perdido la luz del sol, la divina gracia, que se dirija a la que está figurada en la luna, que ruegue a María, y ella le iluminará para conocer su estado miserable y la fuerza para salir pronto de él. Dice san Metodio que las plegarias de María convierten constantemente a muchísimos pecadores.

Uno de los títulos con que la santa Iglesia nos hace recurrir a la Madre de Dios es el título de Refugio de los pecadores con que la invocamos en las letanías. En la antigüedad había en Judea ciudades de refugio en las que los reos que lograban refugiarse se veían libres de castigos. Ahora no hay ciudades de refugio, pero hay una, y es María, de la que se dijo:

“¡Gloriosas cosas se han dicho de ti, ciudad de Dios!” (Sal 86, 3). Pero con esta diferencia, que en las ciudades antiguas no había refugio para todos los delincuentes ni para toda clase de delitos; pero bajo el manto de María encuentran amparo todos los pecadores y por cualquier crimen que hubieren cometido. Basta con que acudan a cobijarse. “Yo soy –hace decir a nuestra Reina san Juan Damasceno– ciudad de refugio para todos los que en mí se refugian”.

Y basta con acudir a María; porque quien ha entrado en esta ciudadela no necesita más para ser salvo. “Juntémonos y entremos en la ciudad fuerte y estémonos allí callados” (Jr 8, 14). Esta ciudad amurallada, explica san Alberto Magno, es la santísima Virgen, inexpugnable por la gracia y por la gloria que posee. “Y estémonos allí callados”. Lo cual la explica la glosa: “Ya que no tenemos valor para pedir perdón al Señor, basta que entremos en esta ciudad y nos estemos allí callados, porque entonces María hablará y rogará a favor nuestro”. Un piadoso autor exhorta a todos los pecadores a que se refugien bajo el manto de María, diciendo: “Huid, Adán y Eva, y vosotros sus hijos que habéis despreciado a Dios, y refugiaos en el seno de esta buena Madre.

 

¿No sabéis que ella es la única ciudad de refugio y la única esperanza de los pecadores?” Ya la llamó así san Agustín: “Esperanza única de los pecadores”.

San Efrén le dice: “Dios te salve, abogada de los pecadores y de los que se ven privados de todo socorro. Dios te salve, refugio y hospicio de pecadores”. Dios te salve, refugio y receptáculo de los pecadores, que sólo en ti pueden encontrar amparo y refugio. Dice un autor que esto parece querer decir David en el salmo: “Me tuvo escondido en el tabernáculo” (Sal 26, 5). El Señor me ha protegido por el hecho de haberme escondido en su tabernáculo. ¿Y qué otro es este tabernáculo de Dios sino María, como dice san Germán? Tabernáculo hecho por Dios en que sólo Dios entró para realizar el gran misterio de la redención humana. Dice san Basilio que Dios nos ha dado a María como público hospital, donde pueden ser recogidos todos los enfermos pobres y desamparados. Ahora bien, en los hospitales hechos precisamente para recoger a los pobres, ¿quién tiene mayor derecho a ser acogido sino el más pobre y el más enfermo?

Por eso, el que se siente más miserable y con menos merecimientos y más oprimido de los males del alma que son los pecados, puede decirle a María: Señora, eres el refugio de los pobres enfermos, no me rechaces; siendo yo más pobre que todos y más enfermo, tengo mayores razones para que me recibas. Digámosle con santo Tomás de Villanueva: “Oh María, nosotros, pobres pecadores, no sabemos encontrar otro refugio fuera de ti. Tú eres la única esperanza de quien esperamos la salvación; tú eres la única abogada ante Jesucristo, en la cual ponemos nuestros ojos”.

2. María es precursora de la amistad con el Señor

En las revelaciones de santa Brígida es llamada María “astro que precede al sol”. Para que entendamos que cuando empieza a verse en el pecador devoción a la Madre de Dios, es señal cierta de que dentro de poco vendrá el Señor y la enriquecerá con su gracia. San Buenaventura, para reavivar la confianza de los pecadores en la protección de María, imagina un mar tempestuoso en el que los pecadores que han caído de la nave de la gracia divina, combatidos por las olas de los remordimientos de conciencia y de los temores de la justicia divina, sin luz ni guía y próximos a desesperarse y a perecer sin un rayo de esperanza, los anima señalándoles a María llamada la estrella del mar, y alza su voz para decirles: “Pobres pecadores que vais perdidos, no os desesperéis; alzad los ojos a esta hermosa estrella, tomad aliento y confiad, porque ella os salvará de la tempestad y os conducirá al puerto de salvación”.

Algo semejante dice san Bernardo: “Si no quieres verte anegado por la tempestad, mira a la estrella y llama en tu ayuda a María”. Dice el devoto Blosio que ella es el supremo recurso de los que han ofendido a Dios. Ella es el asilo de todos los tentados por el diablo. Esta madre de misericordia es del todo benigna y del todo dulce, no sólo con los justos, sino también con los pecadores más desesperados. Y cuando ve que éstos recurren a ella y buscan de corazón su ayuda, al instante los socorre, los acoge y les obtiene de su Hijo el perdón. Ella es incapaz de despreciar a nadie, por indigno que sea, y por eso no niega a nadie su protección. A todos consuela, y basta llamarla para que inmediatamente venga en ayuda de quien la invoca.

María es llamada plátano: “Me alcé como el plátano” (Ecclo 24, 19), para que entiendan los pecadores que, como el plátano da cobijo a los caminantes para refrescarse a su sombra de los rayos del sol, así María, cuando ve encendida contra ellos la divina justicia, los invita a refugiarse a la sombra de su protección. Reflexiona san Buenaventura sobre el texto del profeta que en su tiempo se lamentaba y decía al Señor: “Estás enojado contra nosotros porque hemos pecado; no hay quien se levante y te detenga” (Is 64, 5); y observa: “Señor, cierto que estás indignado contra los pecadores y no hay quien pueda aplacarte. Y así era, porque aún no había nacido María. Antes de María no había quien pudiera detener el enojo de Dios. Pero ahora, si Dios está irritado contra cualquier pecador y María se empeña en protegerlo, ella consigue del Hijo que no lo castigue y lo salva. De modo, prosigue san Buenaventura, que nadie más a propósito que María para detener con su mano la espada de la justicia divina para que no caiga sobre el pecador. Dice Ricardo de san Lorenzo, sobre el mismo asunto, que antes de venir María al mundo se lamentaba de que no hubiera nadie que le estorbase castigar a los pecadores, pero que habiendo nacido María, ella lo aplaca.

3. María ansía salvar al pecador

San Basilio anima así a los pecadores: “No desconfíes, pecador; recurre en todas tus necesidades a María; llámala en tu socorro, que la encontrarás siempre preparada a socorrerte, porque es voluntad de Dios que nos auxilie en todas las necesidades. Esta madre de misericordia tiene tal deseo de salvar a los pecadores más perdidos, que ella misma los va buscando para auxiliarlos; y si acuden a ella encuentra muy bien el modo de hacerlos queridos de Dios”.

Deseando Isaac comer un plato de venado, le pidió a Esaú que se lo cazara y que luego le daría su bendición. Queriendo Rebeca que la bendición del patriarca recayera sobre su otro hijo, Jacob, le dijo: “Anda, hijo mío, al ganado y tráeme dos de los mejores cabritos, para que yo los guise para tu padre del modo que le gusta” (Gn 27, 9). Dice san Antonio que Rebeca fue figura de María que dice a los ángeles: “Traedme pecadores (figurados los cabritillas), que yo los prepararé de manera (con el dolor y el propósito) que sean agradables y queridos para mi Señor”. Y el abad Francón, siguiendo la misma metáfora, dice que María de tal modo adereza a estos cabritillos, que no sólo igualan, sino que a veces superan el sabor de los venados.

Reveló la santísima Virgen a santa Brígida que no hay pecador tan enemigo de Dios que si recurre a ella y la invoca en su ayuda no vuelva a Dios y recupere su gracia. La misma santa un día oyó a Jesús que decía a su Madre que hasta sería capaz de obtener la divina gracia para Lucifer si él pudiera humillarse a pedir su ayuda. Aquel espíritu soberbio jamás será humilde como para implorar la protección de María, pero si (por un imposible) se abajase a pedírsela, María, con sus plegarias, tendría la piedad y el poder de obtenerle de Dios el perdón y la salvación. Mas lo que es imposible que suceda con el demonio, sucede perfectamente con los pecadores que acuden a esta madre de piedad.

El arca de Noé fue figura de María, porque así como en ella encuentran refugio todos los animales, así, bajo el manto de la protección de María, se resguardan todos los pecadores, que por sus vicios y deshonestidades son semejantes a los brutos animales. Pero con esta diferencia, dice un autor: que entraron animales en el arca, y del arca animales salieron. El lobo quedó lobo, y el tigre, tigre. Pero bajo la protección de María el lobo se convierte en cordero y el tigre se vuelve paloma. Santa Gertrudis vio a María con el manto extendido, bajo el cual se refugiaban fieras diversas, como leopardos, osos y leones; y vio que la Virgen no sólo no los ahuyentaba, sino que, por el contrario, con su bondadosa mano dulcemente los acogía y los acariciaba. Y comprendió la santa que esas fieras representaban a los pobres pecadores que recurren a María y que ella los acoge con dulzura y amor.