El libro de la selva

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

“¿Y esto es todo? –se dijo Mowgli–. Si un cachorro como éste puede hacerlo, entonces no hay nada que temer.”

Dobló la esquina de la casa, corrió hacia el hombrecito, le arrebató aquella especie de maceta y desapareció con ella entre la niebla, mientras el niño campesino se quedaba chillando de miedo.

“Son muy parecidos a mí –añadió Mowgli soplando en la maceta, como había visto que lo hacía la mujer–. Y esto se me va a morir si no lo alimento.”

Comenzó entonces a arrojar ramitas de árbol y cortezas secas sobre aquella materia de un rojo tan vivo. Un poco más allá en el cerro, se encontró con Bagheera.

–Akela ha fallado el tiro –le dijo la pantera–. Si no hubiera sido que te necesitaban también a ti, lo hubieran matado anoche. Fueron al cerro en tu búsqueda.

–Yo andaba entonces por las tierras de cultivo. Ya estoy listo. ¡Mira! –Y Mowgli levantó la especie de maceta llena de fuego.

–¡Bien! Ahora falta hacer otra cosa: yo he visto a los hombres arrojar una rama seca sobre esto, y al poco rato la Flor Roja se abría al extremo de la rama. ¿No tienes miedo de hacer eso?

–No. ¿Por qué tendría que temer? Recuerdo ahora como, antes de ser lobo, me acosté junto a la Flor Roja, encontrándola caliente y agradable.

Mowgli estuvo todo el día sentado en la caverna, cuidando de su maceta y metiendo en ella ramas secas, para ver el efecto que producían después. Encontró una a su gusto y, al anochecer, cuando Tabaqui llegó a la cueva y le dijo, con harta rudeza, que lo necesitaban en el Consejo de la Peña, se estuvo riendo hasta que Tabaqui se puso a correr. Entonces se dirigió hacia el Consejo, pero riéndose aún.

Akela, el Lobo Solitario, estaba echado junto a su roca como signo de que la jefatura de la manada estaba vacante, y Shere Khan, con su serie de lobos empachados de sus sobras, se paseaba de un lado a otro con aire resuelto y satisfecho. Bagheera estaba echada junto a Mowgli, y éste tenía entre las piernas la maceta del fuego. Cuando estuvieron todos reunidos, Shere Khan comenzó a hablar, lo que jamás se habría atrevido a hacer en los buenos tiempos de Akela.

–No tiene derecho a esto –murmuró Bagheera–. Díselo. Ese es de casta de perro: verás cómo se atemoriza.

Mowgli se puso de pie.

–¡Pueblo Libre! –gritó–, ¿es acaso Shere Khan quien dirige la manada? ¿Qué tiene que ver un tigre con nuestra jefatura?

–Viendo que el puesto está vacante, y que me han suplicado que hable... –comenzó a decir Shere Khan.

–¿Quién lo ha suplicado? ¿Acaso nos hemos vuelto todos chacales para estar alabando a este carnicero, matador de reses? La jefatura pertenece exclusivamente a miembros de la manada misma –replicó Mowgli.

Se oyeron feroces aullidos que querían decir:

–¡Silencio, cachorro de hombre!

–Déjenle hablar. Ha observado fielmente nuestra Ley.

Al fin los ancianos de la manada gritaron con voz estruendosa:

–¡Dejen que hable el Lobo Muerto!

Cuando un jefe de la manada falla en el tiro, dejando de matar la presa que perseguía, recibe el nombre de Lobo Muerto por el resto de su vida.

Akela levantó con aire de fatiga la cabeza, mostrándose viejo y desgastado por los años.

–¡Pueblo Libre! –exclamó–, y ustedes también, chacales de Shere Khan. Durante doce temporadas los he llevado a cazar, y siempre han regresado sanos y salvos. Ahora he fallado en el tiro. Bien saben cómo ustedes mismos me llevaron a atacar un ciervo sin experiencia, para que así se viera más clara mi debilidad. Fueron muy hábiles. Tienen derecho a matarme ahora mismo, aquí, en el Consejo de la Peña. Por lo tanto no pregunto más que esto: ¿quién es el que va a quitar la vida al Lobo Solitario? Porque según la Ley de la Selva me corresponde otro derecho: el de exigir que se acerquen a mí uno a uno.

Se produjo un largo silencio, porque a ningún lobo le parecía muy agradable el tener un duelo a muerte con Akela.

De pronto Shere Khan rugió:

–¡Bah! ¿Qué nos importa lo que nos diga ese viejito sin dientes? ¡No tardará en morirse! El hombrecito ese es quien ha vivido demasiado ya... ¡Pueblo Libre! Fue mi presa desde el primer día: dénmelo. Estoy cansado de seguir empeñándome en hacer de él un hombre-lobo. Durante diez temporadas no ha hecho más que molestar a todo el mundo en la Selva. Denme a ese hombrecito, o de lo contrario les prometo que vendré a cazar siempre aquí y no les daré ni un solo hueso. Él es un hombre, un jovencito de los que los hombres tienen, y yo lo odio más que a nada en el mundo.

Entonces, más de la mitad de los lobos que formaban la manada aullaron:

–¡Un hombre! ¿Qué tiene que ver con nosotros un hombre? ¡Que se vaya con los suyos!

–¿Y que vaya a levantar contra ustedes a toda la gente de los pueblos? No: dénmelo a mí, es un hombre, y ninguno de nosotros puede mirarlo fijamente a los ojos –replicó Shere Khan.

Akela levantó de nuevo la cabeza y dijo:

–Le hemos dado comida; durmió hasta hoy con nosotros; nos ha proporcionado caza y no ha hecho nada contrario a la Ley de la Selva.

–Además, yo pagué un toro por él cuando lo aceptamos. Poco vale un toro; pero el honor de Bagheera es algo por lo que estaría dispuesta a pelear –dijo la pantera suavizando su voz lo que más pudo.

–¡Un toro que fue pagado hace diez años! –gruñeron entre dientes los lobos de la manada–. ¡Que nos importan unos huesos roídos hace ya diez años!

–¿O, mejor, qué les importa una promesa? –observó Bagheera mostrando sus dientes blancos por debajo del labio–. ¡Bien les queda ese nombre de Pueblo Libre!

–Un cachorro humano no puede juntarse con el Pueblo de la Selva –rugió Shere Khan–. ¡Entrégenmelo!

–Por todo es nuestro hermano, excepto por la sangre –exclamó Akela–. ¡Y ustedes lo matarían aquí! Es verdad que harto he vivido. Algunos de ustedes se alimentan de ganado, y de otros he oído decir que, bajo la dirección de Shere Khan, van de noche, protegidos por la obscuridad, a robar niños a las mismas puertas de las aldeas. De ello deduzco que son unos cobardes, y que a cobardes les estoy hablando. Es cierto que moriré y que mi vida carece ya de valor, pero si lo tuviera ofrecería mi vida por la del hombrecito. Por el honor de la manada, yo les prometo que, si dejan a ese hombre-cachorro volver con los suyos, no les mostraré los dientes cuando llegue mi hora de morir. Esperaré la muerte sin resistencia. De esta manera, se ahorrarán tres vidas por lo menos. No puedo hacer más; pero si aceptan lo que les digo, no pasarán por la vergüenza de matar a un hermano que no ha cometido ningún delito..., un hermano cuya vida fue defendida y comprada, de acuerdo con la Ley de la Selva, cuando se le incorporó a nuestra manada.

–¡Es un hombre..., un hombre..., un hombre! –gruñeron los lobos y la mayor parte de ellos comenzó a agruparse alrededor de Shere Khan, que se golpeaba las caderas con la cola.

–En tus manos está ahora el asunto –dijo Bagheera a Mowgli–. Ni tú ni yo podemos hacer ya más que luchar contra todos.

Mowgli se puso de pie llevando entre las manos la maceta del fuego... Estiró los brazos y bostezó mirando hacia el Consejo; pero estaba loco de ira y de pena al ver que los lobos, procediendo como lo que eran, le habían ocultado siempre el odio que sentían por él.

–¡Escúchenme! –gritó–. No hay ninguna necesidad de que estén aquí conversando como si fueran perros. Me han dicho ya tantas veces esta noche que soy un hombre, que empiezo a comprender que están en lo cierto. En adelante, no los llamaré mis hermanos, sino sag (perros), como los llamaría un hombre. Lo que hagan, o dejen de hacer, no son ustedes los llamados a decirlo. Me corresponde a mí este asunto; y para que puedan hacerse cargo de él más claramente, yo, el hombre, he traído aquí una pequeña porción de la Flor Roja que tanto los atemoriza a ustedes, como perros que son.

Arrojó al suelo la maceta del fuego, y algunas de las brasas prendieron en un montón de musgo seco, que ardió de inmediato, mientras todo el Consejo retrocedía aterrorizado al ver elevarse las llamas.

Mowgli lanzó sobre el fuego la rama que llevaba, y cuando ésta se encendió chisporroteando, comenzó a agitarla rápidamente por encima de los acobardados lobos.

–Ahora tú eres el único amo –dijo Bagheera en voz baja–. Salva la vida de Akela; que fue siempre tu amigo.

–¡Bueno! –dijo Mowgli, mirando pausadamente a su alrededor–. Veo que no son más que unos perros. Los dejo para irme con mi gente..., si existen realmente. Como la Selva es ahora un lugar prohibido para mí, necesariamente tendré que olvidar esta amistad; pero voy a mostrarme más generoso que ustedes, por la sola razón de que, cuando yo sea un hombre entre los hombres, no los traicionaré, como ustedes lo han hecho conmigo.

Dio un puntapié al fuego, y el aire se llenó de chispas.

–No habrá guerra entre nosotros –prosiguió–. Pero antes de dejarlos, debo solucionar una deuda.

Se dirigió a grandes pasos hacia el lugar donde Shere Khan estaba sentado sobre sus patas, parpadeando con aire atontado al mirar las llamas, y lo tomó por el puñado de pelos que tenía bajo la barba. Bagheera siguió a ambos, para prevenir lo que podría ocurrir.

–¡Levántate, perro! –gritó Mowgli–. ¡Levántate cuando te habla un hombre, o de lo contrario te quemaré la piel!

Shere Khan bajó las orejas hasta dejarlas como aplastadas sobre su cabeza, y cerró los ojos, porque vio muy cerca de él la rama ardiendo.

–Este cazador de reses dijo que me mataría en el Consejo, porque no pudo matarme cuando yo no era más que un cachorro. Así es como nosotros pagamos a los perros cuando llegamos a ser hombres. ¡Si mueves solo uno de tus bigotes, Lungri, te hundo la Flor Roja en la garganta!

 

Le pegó a Shere Khan en la cabeza con la rama, y el tigre gimió lastimosamente, como agonizante de terror.

–¡Bah! ¡Ándate ahora, malvado gato de la Selva! Pero acuérdate de lo que te digo: cuando yo vuelva al Consejo de la Peña, como es bien que un hombre vuelva, será cubriendo mi cabeza con tu piel. Por lo demás, Akela queda en libertad de vivir, y del modo que más le guste. No lo matarán, porque no es ésta mi voluntad. Ni pienso, tampoco, que van a estar aquí más tiempo con la lengua colgando, como si fueran algo más que perros que yo arrojo de este lugar... Por lo tanto, ¡largo de aquí!

Ardía furiosamente el extremo de la rama, y Mowgli comenzó a golpear con ella, a derecha e izquierda, a los que formaban el círculo, con lo cual los lobos se pusieron a correr, aullando al sentir que las chispas les quemaban el pelo. No quedaron al fin más que Akela, Bagheera y unos diez lobos que se habían puesto al lado de Mowgli. Entonces sintió en su interior una pena que nunca antes había experimentado. Tomando aliento, sollozó, y las lágrimas corrieron por su rostro.


–¿Qué se esto?... No quisiera abandonar la Selva, y no sé qué me ocurre. ¿Me estoy muriendo, acaso, Bagheera?

–No, Hermanito. Éstas no son más que lágrimas, como las derraman todos los hombres –le explicó Bagheera–. Ahora sí que eres un hombre, y no ya un cachorro humano, como antes. Es verdad que la Selva se ha cerrado para ti desde hoy. Déjalas caer, Mowgli: no son más que lágrimas.

Mowgli se sentó, y lloró como si el corazón se le fuera a romper en pedazos. Era la primera vez que lloraba.

–Ahora –dijo– me voy con los hombres. Pero antes debo despedirme de mi madre –y diciendo esto se fue a la caverna donde ella vivía junto con papá Lobo, y sobre su piel derramó nuevas lágrimas, mientras los cuatro pequeños lobos aullaban tristemente.

–¿No me olvidarán? – les preguntó Mowgli.

–Nunca, mientras podamos seguir una pista –respondieron los cachorros–. Cuando seas un hombre, ven hasta el pie del cerro y hablaremos contigo. Nosotros iremos también, de noche, a las tierras de cultivo, y allí jugaremos juntos.

–¡Vuelve pronto! –agregó papá Lobo–. ¡Vuelve pronto, ranita sabia, porque tanto tu madre como yo somos ya viejos!

–¡Vuelve pronto! –repitió mamá Loba–, desnudito, hijo mío; porque..., oye lo que voy a decirte: siempre te he querido más a ti que a mis cachorros, a pesar de que seas hijo de un hombre.

–Sin duda que volveré –respondió Mowgli–, y cuando lo haga será para tender sobre el Consejo de la Peña la piel de Shere Khan. ¡No me olviden! ¡Díganle a todos en la Selva que tampoco me olviden nunca!

Ya era casi el alba cuando Mowgli bajó del cerro, completamente solo, para ir en busca de esos misteriosos seres que se llaman hombres.

LA CAZA DE KAA


Antes de que Mowgli fuera arrojado de la manada de lobos de Seeonee y se vengara de Shere Khan, el tigre, sucedieron también muchas cosas dignas de contarse. Era la época en que Baloo le enseñaba la Ley de la Selva. El serio, viejo y enorme oso pardo estaba contentísimo con un alumno tan inteligente, porque los pequeños lobos no quieren aprender de la Ley de la Selva más que lo que se refiere a su propia manada y tribu. Pero Mowgli, que era un hombrecito, tuvo que aprender mucho más, llegando a cansarse de tanto repetir lo mismo más de cien veces. Un día que Bagheera, la pantera negra, le pegó a Mowgli haciendo que él se fuera muy enojado, Baloo le dijo a ella:

–Un cachorro humano es un cachorro humano, y tengo el deber de enseñarle toda la Ley de la Selva.

–Pero ten presente lo pequeño que es –adujo la pantera negra, que habría mimado en exceso a Mowgli si la hubieran dejado educarlo a su modo–. ¿Cómo en una cabeza tan chica le cabe todo lo que hablas?

–¿Hay, acaso, en la Selva cosa alguna que de puro pequeña no pueda matarse? No. Por esta razón le enseño todo eso, y por lo mismo le pego, con mucha suavidad, cuando se le olvida algo.

–¡Con suavidad! ¿Qué sabes tú de suavidades, viejo Patas de Hierro? –gruñó Bagheera–. Le estás dejando toda la cara llena de moretones con tu... suavidad. ¡Uf!...

–Es mejor que tenga moretones de pies a cabeza causados por mí que lo quiero, a que le pueda ocurrir alguna desgracia por

ignorancia. –contestó Baloo con seriedad–. Ahora le estoy enseñando las Palabras Mágicas de la Selva, que lo protegerán contra los pájaros, contra el Pueblo de las Serpientes y contra todo cuadrúpedo que caza, excepto contra su propia manada. Desde hoy, con solo recordar tales palabras, podrá pedir protección a todos los habitantes de la Selva. ¿No vale la pena recibir algunos golpes por esto?

–Bien, pero cuidado con matarlo. No es ningún tronco de árbol para que vayas a afilar en él tus embotadas garras. Pero, dime, ¿qué palabras mágicas son esas de que estás hablando?

–Llamaré a Mowgli y él te dirá esas palabras... si se le antoja. ¡Ven, Hermanito!

–Tengo la cabeza como un árbol lleno de abejas que zumban –dijo por encima de los que hablaban una vocecita malhumorada, y Mowgli, en el colmo de la indignación, se deslizó por el tronco de un árbol, añadiendo al echar pie a tierra–: ¡Si vengo es por Bagheera y no por ti, viejo gordinflón!

–Me da lo mismo –replicó Baloo, aunque le apenara hondamente la respuesta–. Dile, pues, a Bagheera las Palabras Mágicas de la Selva, que te he enseñado hoy.

–¿Las Palabras Mágicas... para qué Pueblo? –preguntó Mowgli contentísimo, al ver la ocasión que se le ofrecía para exhibir sus conocimientos–. En la Selva hay muchos lenguajes. Yo los sé todos.

–Algo de ellos sabes, pero no mucho. ¿Ves, Bagheera? Nunca se muestran agradecidos con quien les enseña. Jamás un solo lobito ha venido a dar las gracias a Baloo por sus enseñanzas. Vamos, di, pues, las Palabras para el Pueblo Cazador... ¡gran sabio!

–“Tú y yo somos de la misma sangre” –recitó Mowgli, dando a las palabras el acento especial de oso que usan todos los que cazan allí.

–Bueno. Ahora las que sirven para los pájaros.

Mowgli las repitió, terminando la frase con el silbido característico del milano.

–Ahora las que son para el Pueblo de las Serpientes –dijo Bagheera.

La respuesta fue un silbido indescriptible, tras el cual Mowgli hizo una salvaje pirueta, batió palmas para celebrar su propia habilidad y de un salto se puso sobre el lomo de Bagheera, sentándose de medio lado y dándole con los talones sobre la reluciente piel, mientras le hacía a Baloo las más horrorosas muecas.

–¡Ea! ¡Ea! ¡Bien merecido tenías el moretón! –dijo con ternura el oso pardo–. Algún día me lo agradecerás. Sabiendo las Palabras Mágicas de la Selva, no hay que temer a nadie.

“Excepto a los de su propia tribu”, dijo Bagheera para sí.

Y añadió luego en voz alta, dirigiéndose a Mowgli:

–¡Ten un poco de cuidado con mis costillas, Hermanito! ¿Qué significa tanto bailoteo?

Mowgli había intentado repetidas veces hacerse oír estirándole a Bagheera la piel de los huesos de su espalda y pegándole fuertemente con los pies.

Cuando los dos lo escucharon gritó a viva voz:

–Así, yo tendré una tribu propia y la dirigiré por entre las ramas durante todo el día.

–¿Qué nueva locura es ésa? ¡Ya estás haciendo castillos en el aire! –lo reprendió Bagheera.

–Sí, y le tiraré ramas y porquerías al viejo Baloo –continuó diciendo Mowgli–. Me lo han prometido. ¡Ah!

–Mowgli –le dijo Baloo con tono enojado–, tú has hablado con los Bandar-log (el Pueblo de los Monos).

Mowgli miró a Bagheera para ver si la pantera se había incomodado también, y vio que los ojos de ésta tenían tan dura expresión como si fueran dos piedras de jade.

–Tú has estado con el Pueblo de los Monos... con los monos grises..., el Pueblo sin Ley..., los que comen cuanto se les presenta. ¡Qué vergüenza!

–Cuando Baloo me hizo daño en la cabeza –refirió Mowgli–, me fui, y entonces los monos grises bajaron de los árboles y se acercaron, compadeciéndome. Nadie más que ellos me hicieron caso. –Y al decirlo, su voz se alteró un poco.

–¡La piedad del Pueblo de los Monos! –refunfuñó Baloo–. ¿Y qué ocurrió después, hombrecito?

–Después..., después... Me dieron nueces y muy buenas cosas para comer, y... me llevaron en brazos a lo más alto de los árboles..., y dijeron que yo era su hermano, que éramos de la misma sangre, solo que yo no tenía cola, y que algún día sería su jefe.

–No tienen jefe –dijo Bagheera–. Mienten. Siempre han mentido.

–Conmigo estuvieron muy amables y me rogaron que volviera a verlos. ¿Por qué nunca me han llevado a donde está el Pueblo de los Monos? Andan en dos pies como yo, no me pegan, no tienen las patas duras... Juegan todo el día. ¡Déjenme subir a donde están ellos! ¡Baloo, malo! ¡Déjame subir! Jugaremos otra vez.

–¡Oye, hombrecito! –le advirtió el oso, y su voz retumbó como un trueno en la noche calurosa–. Te he enseñado toda la Ley de la Selva para que te sirva con todos los pueblos que en la Selva existen..., excepto el de los monos, que viven en los árboles. Esos no tienen Ley. Esos son los repudiados por todo el mundo. No poseen lenguaje propio, sino que usan palabras robadas que oyen por casualidad cuando escuchan, y atisban, y están al acecho allá arriba en las ramas. Su camino no es el nuestro. No tienen jefe. No tienen memoria. Presumen y conversan, y pretenden ser un gran pueblo ocupado en asuntos importantísimos; pero la caída de una nuez desde el árbol les provoca risa y basta para que todo lo olviden. Nosotros, los de la Selva, no nos relacionamos con ellos. No bebemos donde los monos beben; no vamos donde los monos van; no cazamos donde ellos cazan; no morimos donde ellos mueren. ¿Me has oído hablar antes de los Bandar-log?

–No –dijo Mowgli en voz muy baja, ya que el silencio fue completo cuando calló Baloo.

–El Pueblo de la Selva los tiene desterrados de su boca y de su pensamiento. Son muchísimos, malos, sucios, desvergonzados y desean llamar nuestra atención.

Apenas había acabado de hablar cuando una lluvia de nueces y de ramas cayó desde las copas de los árboles, mientras se oían toses, aullidos y rumor de saltos entremedio del ramaje.

–Al Pueblo de la Selva –precisó Baloo– está prohibido todo trato con el Pueblo de los Monos. Acuérdate.

–Prohibido –repitió Bagheera–; pero me parece que Baloo debía haberte prevenido antes contra ellos.

–¿Yo?... ¿Yo? ¿Cómo podía yo adivinar que se le ocurriría jugar con gentuza de esta calaña? ¡El Pueblo de los Monos! ¡Qué asco!

Cayó una nueva lluvia sobre ellos, y ambos se fueron corriendo hacia otro lugar, llevándose consigo a Mowgli.

Lo que Baloo había dicho de los monos era la pura verdad. Ellos vivían en las copas de los árboles, y como las fieras rara vez miran hacia lo alto, nunca se cruzaban en el mismo camino. Pero siempre que veían un animal enfermo o herido, se divertían en atormentarlo solo por entretenimiento y por llamar la atención, dejando luego los muertos donde el Pueblo de la Selva pudiera verlos. Siempre estaban a punto de poseer un jefe y leyes propias, pero nunca lo lograban porque olvidaban todo, y así, se contentaban con repetir: “Lo que los Bandar-log piensan ahora, toda la Selva lo pensará después”, y esta idea los consolaba. Ninguna de las fieras podía llegar hasta sus alturas; pero ninguna se fijaba en ellos, y de ahí su alegría cuando vieron que Mowgli iba a buscarlos para mezclarse en sus juegos y que esto irritaba a Baloo.

No se propusieron pasar de ahí, pero a uno de ellos se le ocurrió que les convenía conservar una persona tan útil como Mowgli, porque él sabía entrelazar ramas de modo que protegieran contra el viento, y así, si lo mantenían junto a ellos, podrían obligarle a que les enseñara. Siguieron entonces, con el mayor sigilo, a Baloo, Bagheera y Mowgli a través de la Selva, hasta que llegó la hora de la siesta, y Mowgli, que se sentía en realidad avergonzado de sí mismo, se durmió entre la pantera y el oso, resolviendo no tener más tratos con el Pueblo de los Monos.

Después de esto, lo único que recordó fue el haber sentido el contacto de unas manos sobre sus piernas y brazos, y en seguida el choque de unas ramas en la cara, y luego el encontrarse mirando hacia abajo a través del movedizo ramaje, mientras Baloo despertaba a toda la Selva con sus gritos roncos y Bagheera saltaba tronco arriba del árbol, mostrando todos los dientes. Los Bandar-log aullaban con aire de triunfo mientras decían:

 

–¡Se ha fijado en nosotros! ¡Bagheera se ha fijado en nosotros! ¡Todo el Pueblo de la Selva nos admira por nuestra habilidad y astucia!

Comenzaron, entonces, su huida a través del país arbóreo. Dos de los monos más fuertes tomaron a Mowgli por sus brazos y se lo llevaron atravesando las copas de los árboles, y dando saltos de una altura de casi seis metros. De tal suerte, saltando y haciendo ruido, resoplando fuertemente y dando chillidos, la tribu entera de los Bandar-log pasó por sus caminos trazados en los árboles, llevando prisionero a Mowgli. Era completamente inútil mirar hacia abajo, pensaba Mowgli, porque no podía ver nada, y así dirigió hacia arriba sus miradas, logrando divisar a lo lejos, en la azul inmensidad, a Rann, el milano, balanceándose y describiendo curvas en el aire. Rann vio que los monos se habían apoderado de algo que se llevaban, y abatió el vuelo algunos centenares de metros para averiguar si aquella presa era comestible. Al ver a Mowgli arrastrado hasta lo más alto de la copa de un árbol, y al oírlo gritar, el milano se sorprendió mucho y le contestó con un silbido:

–Tú y yo somos de la misma sangre.

–¡Sigue mi pista! –gritó Mowgli–. ¡Avisa a Baloo, de la manada de Seeonee, y a Bagheera, del Consejo de la Peña!

–¿En nombre de quién, hermano? –preguntó Rann, que nunca había visto a Mowgli, aunque está claro que había oído hablar de él.

–En nombre de Mowgli, la rana. ¡El hombrecito es como me llaman! ¡Sigue mi pist...a!

Las últimas palabras las chilló cuando ya lo balanceaban en el aire: pero Rann movió la cabeza en señal de asentimiento y se elevó hasta que no parecía ya mayor que un grano de polvo, y allí observó con el telescopio de sus ojos el moverse de las copas de los árboles, al paso de la escolta de monos que dirigía a Mowgli.

Entretanto, Baloo y Bagheera andaban locos de furor y de pena. Bagheera se encaramó a los árboles hasta donde nunca se había atrevido a llegar; pero se quebraron bajo su peso las delgadas ramas, y se resbaló hasta llegar al suelo con las garras llenas de cortezas.

–¿Por qué no se lo advertiste al hombrecito? –le decía rugiendo al pobre Baloo, que sostenía un trote algo pesado, con la esperanza de adelantarse a los monos–. ¿De qué le ha servido que casi lo mataras a golpes si no lo previniste contra esto?

–¡Apúrate! ¡Apúrate! Aún..., aún puede ser que los alcancemos –replicó Baloo jadeando.

–Al paso que vamos no alcanzaríamos ni a una vaca herida. Maestro de la Ley..., azotacachorros..., si tuvieras que agitarte como lo harías corriendo un cuarto de legua, sería bastante para reventar. ¡Descansa y piensa! Traza un plan. No es éste el momento de perseguirlos. Si los seguimos muy de cerca podrían dejarlo caer.

–¡Arrula! ¡Woo! Quizás lo han hecho ya, cansados de llevarlo. ¿Quién se fía de los Bandar-log? ¡Pon murciélagos muertos en mi cabeza! ¡Dame por toda comida huesos negros, porque soy el más desgraciado de cuantos osos existen! ¡Arulala! ¡Wahooa! ¡Ah! ¡Mowgli, Mowgli! ¿Por qué no te previne contra el Pueblo de los Monos? ¿Quién sabe si a golpes le saqué de la memoria la lección del día, y se encontrará solo en la Selva, sin la ayuda de las Palabras Mágicas?

Baloo se tomó la cabeza entre las patas y se arrastró gimiendo.

–Por lo menos, hace un momento me dijo todas las palabras correctamente –replicó Bagheera con impaciencia–. Baloo –continuó–, tú has perdido la memoria y el propio respeto. ¿Qué pensaría de mí la Selva entera si yo, la pantera negra, me hiciera una pelota como Ikki, el puerco espín, y empezara a aullar?

–¿Qué me importa a mí lo que la Selva piense? A estas horas quizá él ya está muerto.

–A no ser que lo dejaran caer por juego, o que lo mataran por pereza, no creo que haya que temer por el hombrecito. Él es listo, está bien enseñado y, sobre todo, cuenta con sus ojos que atemorizan a todo el Pueblo de la Selva. Pero está en poder de los Bandar-log, que, como viven en los árboles, no tienen miedo a nuestra gente.

–¡Qué tonto soy! ¡Oh! ¡Cuán obeso y moreno, cuán estúpido desenterrador de raíces soy! –dijo Baloo desenroscándose de un salto–. Gran verdad es lo que afirma Hathi, el elefante salvaje, cuando dice que “cada uno tiene su miedo peculiar”. Pues bien: ellos, los Bandar-log, temen a Kaa, la serpiente de la Peña. Se encarama tan bien como ellos; les roba a sus pequeños por la noche... Su solo nombre basta para que queden helados de espanto hasta sus endiabladas colas. Vamos a ver a Kaa.

–¿Y qué va a hacer? No es de nuestra tribu, porque que no tiene patas... y, además, la maldad está escrita en sus ojos –señaló Bagheera.

–Es muy vieja y muy astuta. Ante todo, hay que pensar que está siempre hambrienta –contestó Baloo esperanzado–. Prométele muchas cabras.

–Apenas come una, duerme un mes entero. Sería bueno que estuviera durmiendo ahora; pero ¿y si prefiriera matar las cabras por su propia cuenta?

–En ese caso, tú y yo juntos, vieja cazadora, la haríamos entrar en razón. –Aquí Baloo frotó su hombro, de desteñido color moreno, contra la pantera, y ambos se alejaron en busca de Kaa, la serpiente pitón que vive en la Peña.

La encontraron tendida al sol en el tibio reborde de una roca, recreándose en la contemplación de su hermosa piel nueva, porque acababa de pasar diez días en el más completo retiro, cambiándola, y ahora estaba verdaderamente espléndida, con la enorme cabeza roma a lo largo del suelo y con el cuerpo de nueve metros de largo enroscado en fantásticos nudos y curvas, relamiéndose al pensar en la próxima comida.

–Está en ayunas –expresó Baloo con un gruñido de satisfacción, en cuanto vio la hermosa piel de manchas amarillo y color tierra–. ¡Mucho cuidado, Bagheera! Siempre queda medio ciega después del cambio de piel, y ataca con la mayor facilidad.

Kaa no era una serpiente venenosa; pero su poder radicaba en su fuerza de presión, y cuando ella había envuelto a alguien en sus enormes anillos, bien podía darse por terminada toda lucha.

–¡Buena caza! –gritó Baloo sentándose sobre su trasero.

Como todas las serpientes de su especie, Kaa era bastante sorda, y al principio no oyó bien lo que le decían. Se enrrolló en forma de espiral por lo que pudiera ocurrir, conservando baja la cabeza.

–¡Buena caza para todos! –contestó–. ¡Ah! ¿Eres tú, Baloo? ¿Y qué haces por aquí? ¡Buena caza, Bagheera! Por lo menos uno de nosotros necesita comer. ¿Saben si hay por ahí algo a mano? ¿Algún ciervo, por ejemplo, aunque sea joven? Estoy vacía como un pozo seco.

–Vamos de caza –dijo Baloo como al descuido, porque bien sabía que con Kaa no hay que apurarse: es harto grande para andar con apuros.

–Permítanme que vaya con ustedes –les pidió Kaa–. Un zarpazo de más o de menos nada significa para Bagheera y Baloo; pero yo..., yo tendría que esperar días y días en alguna senda del bosque, o pasar media noche subiéndome a los árboles, para tener la suerte de tropezar con algún mono joven. ¡Pss naw! Las ramas ya no son como cuando yo era joven. Las más tiernas están podridas, y secas las mayores.

–Tu enorme peso debe tener algo que ver con el asunto –dijo Baloo.

–Sí, no me falta longitud..., no me falta... –contestó Kaa con cierto orgullo–. Pero, con todo, no es mía la culpa, sino del ramaje nuevo. En mi última cacería faltó poco..., muy poco..., para que me cayera, y el ruido que produje despertó a los Bandar-log, que comenzaron a insultarme.

–Lombriz de tierra, amarilla y sin patas –dijo entre dientes Bagheera, como si tratara de recordar algo.

Sie haben die kostenlose Leseprobe beendet. Möchten Sie mehr lesen?

Weitere Bücher von diesem Autor