Intifada

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Ante todo, la de cuatro trabajadores palestinos por la embestida de un vehículo militar israelí, en un campamento de refugiados de Cisjordania40. El levantamiento intifadista tuvo lugar. Inundó las calles de un territorio bajo ocupación. Los pequeños pueblos y las grandes ciudades fueron incendiados de imaginación. El carácter horizontal de su organización, cristalizada en el Mando Unificado, se articuló en función de diversos movimientos y organizaciones locales que convirtió a la revuelta en una verdadera gesta popular, cuyos efectos hicieron saltar en pedazos las formas de dominio profundizadas durante veinte años desde la ocupación de Gaza y Cisjordania en 1967.

Lejos de cualquier teleología, la intifada modificó sustantivamente el modo en que se experimentaban las relaciones con los ocupantes. Implicó un cambio en la imaginación política de los palestinos e inició una nueva época en las relaciones con Israel: «La intifada no es un “evento” con un punto final, sino una nueva etapa en las relaciones entre el ocupante y el ocupado»41. Las prácticas de control cotidiano impuestas por la ocupación fueron radicalmente removidas, iniciando otro proceso que ha dejado al ocupante con una fisura expuesta, con una herida que no ha podido cerrar y por la cual se cuelan imágenes que inician la composición del nuevo mundo. La intifada palestina nos ofrece el material sobre el cual pensar la dimensión inoperosa de la política, su potencia y no su poder. Y por el término «palestina» no designamos un original, sino la reproducción del eterno diferir por el que, en una revuelta, se juega la potencia de lo viviente. No se trata del nombre «palestina» o del término «árabe» como signos identitarios, sino de una potencia imaginal capaz de devenir múltiples formas42.

Si las revueltas «árabes» de 2010 podrían ser vistas como una «tercera intifada»43 es porque, lejos de reducir la intifada a un identitarismo palestino o árabe, esta constituirá la potencia cosmopolita más original y decisiva. Más allá de sus espacio y tiempo, la intifada trae nuevas vías, derrama su magma entre las calles y, sobre todo, da «inicio» a un mundo radicalmente nuevo en el seno del mundo viejo. En estas condiciones, se trata y no de la intifada palestina de 1988 (y 2000), se trata y no de la intifada árabe de 2010-2011; en suma, concierne a una insurrección que solo puede tener lugar en clave de un cosmopolitismo abiertamente salvaje.

Muy lejos del discurso orientalista, según el cual la intifada se reduciría a una supuesta «esencia» cultural característica de las formas de hacer política en «Medio Oriente», esta justamente abre un campo común en el que se disuelve todo identitarismo tensionando a ese mismo discurso44. «Que los palestinos en particular o los árabes en general no saben gobernarse», o que «no pueden representarse» (y por tanto, han de ser representados –tal como indica el epígrafe de Marx citado por Said en Orientalismo–), resulta la clásica afirmación proveniente del paradigma sacrificial que vería en la intifada nada más que la irrupción de una supuesta «naturaleza» previa a todo pacto social o de la barbarie opuesta a los marcos de la civilización, cuya actual gestión imperial terminará articulándose bajo el operador «terrorista». Es lo que hará el discurso israelí contra la intifada palestina o los propios regímenes árabes frente a las revueltas que les asolaron desde finales del año 2010. En la subjetivacion terrorista, los regímenes ganarán tiempo, militarizando y administrando cada vez más el sinfín de protestas que proliferan por el orbe.

Hasta ahora, las revueltas que conmocionaron al mundo árabe contemporáneo han sido vistas a la luz de un prisma que, al criticar su falta de obra, no hizo más que obliterar la singularidad de su potencia y, con ello, desestimar la pulsación de la vida activa. Nuestra apuesta es distinta: se trata de pensar la singularidad de la intifada y contemplar en ella la vida activa capaz de poner en juego un «incesante comercio de los medios» que definirá al mundo imaginal en el que vivimos. Un cosmopolitismo salvaje se condensa en tal potencia que, en su carácter colectivo, desafía al cosmopolitismo normativo y su consumación en las actuales derivas imperiales. Como veremos más adelante, el cosmopolitismo salvaje designa un devenir común que revoca toda producción identitaria que, por efecto del poder, separa a la vida de sus imágenes, a los cuerpos de su potencia. Articulación nómade, el cosmopolitismo aquí previsto no es nada más que un ser-con que acampa –inventa– el mundo de múltiples formas. En cuanto el «con» de dicho «ser» no designa más que la intersección con lo otro de sí. En otro tiempo, el discurso revolucionario dio el nombre de «internacionalismo» a la organización proletaria, porque en él aún seguía vigente el sistema estatal y la promesa de una «federación de paz», según había propuesto el imaginario kantiano. El cosmopolitismo salvaje, en cambio, no asume más la forma estatal-nacional como su garante, sino que define a un ethos popular cuya potencia desafía al orden securitario y su continua producción identitaria. Es un cosmopolitismo in-fantil que no se anuda en aquellos a los que pueda siquiera declararse «ciudadanos», sino donde irrumpen los cualquiera que se encuentran en el fragor de la sublevación. Si, como expresa Dabashi, las revueltas fueron la cristalización de la «tercera intifada» es porque llevan consigo al cosmopolitismo salvaje –un ser-con– que, como su elemento político original, nos parece constitutir la exigencia filosófica primera: el comunismo inmanente a todo pensamiento.

La intifada nos da a pensar. Ofrece un material que trastorna las categorías de la filosofía política moderna, al poner entre paréntesis nociones molares como Estado, Pueblo, Revolución, articuladas en base a la violencia característica del poder soberano. De hecho, han sido muy exactas las indagaciones politológicas en torno a las revueltas de 2010. Pero la «exactitud» encuentra un límite ahí donde no se repara en el tipo de cosmopolitismo que la intifada abre y que arraiga en la experiencia in-fantil por la que irrumpe la imaginación popular. Frente al cosmopolitismo propiamente «adulto» heredado por el kantismo, ¿qué es la intifada sino el cuesco cuyo balbuceo nos exige recuperar el mundo, a usarlo libre y nuevamente?


Violencia divina

Violencia

Los temblores irrumpen en el momento menos pensado. Nos sacuden, nos agitan cuando tiene lugar un levantamiento, una intifada. ¿Cómo pensar esa fuerza que sacude, el movimiento que desplaza? Ante todo, bajo la noción de una determinada violencia. Mas una violencia muy singular que ingresa a escena en orden a desactivar las relaciones entre medios y fines. Precisamente fue Walter Benjamin quien publicó un breve pero célebre ensayo titulado «Para una crítica de la violencia»45. Aparecido en el Archiv für Sozialwissenschaft und Socialpolitik 47 (1920/21): 809-32 (fascículo 3, agosto de 1921)46, «Para una crítica de la violencia» constituye una de las reflexiones más pregnantes en torno a la relación entre violencia y derecho. La pregunta benjaminiana en relación a una violencia que no se arraigue al derecho resulta clave para nuestro ensayo, porque en ella reside la posibilidad de pensar otra violencia que, desactivando la relación con el derecho, Benjamin calificará de «pura», permitiéndonos pensar el carácter de la intifada.

En una operación que intenta ir más allá de la violencia circunscrita a los límites del derecho, el texto benjaminiano nos sugiere una violencia despojada de todo poder que pone a la orden del día el «país de no donde» en el que deviene la irreductible dimensión de la potencia. Para ello trabajaremos el texto siguiendo las imágenes que él mismo nos ofrece. Porque, antes que un ensayo, «Para una crítica de la violencia» puede ser visto como una marea en la que devienen múltiples imágenes a las que el historiador, premunido del «materialismo histórico» deberá atender47. Imágenes que no pueden no ser «dialécticas» pues componen la singularidad del objeto filosófico que será sometido al gesto de la «crítica»48: ¿cómo pensar la violencia como medio puro, sin referir a los fines que pueda cumplir? Si la filosofía política moderna –articulada desde el paradigma del derecho– no ha hecho más que concebir la violencia a la luz del clivaje entre medios y fines, la crítica benjaminiana intentará pensar «(…) un criterio más preciso, una distinción en la esfera de los medios, sin consideración a los fines a los que sirven»49. Una crítica a la violencia implica, entonces, pensar «un criterio más preciso» que pueda establecer una distinción al interior de la «esfera de los medios» que, por tanto, no acuda al salvataje teleológico de la «esfera de los fines» que circunscribe dicha violencia al criterio legado por el derecho.

Crucial resulta que para Benjamin tanto el derecho natural como el derecho positivo devengan insuficientes para proveer dicho «criterio», porque en ambos paradigmas la cuestión de la violencia se dirime en la relación medios-fines. Para el derecho natural, la violencia constituye un «dato natural», y en esa perspectiva juzga la violencia solo en relación a los fines de su «aplicación», pero no en cuanto medio. Para el derecho positivo, en cambio, la violencia es concebida como algo «históricamente devenido» y, en esa perspectiva, asume el criterio de que solo medios legítimos garantizan fines justos. Si el derecho natural supone que los fines «justifican» los medios, el derecho positivo supone que los medios «garantizan» los fines: «(…) si el derecho positivo es ciego para la incondicionalidad de los fines –plantea Benjamin–, el derecho natural lo es para condicionalidad de los medios»50. A esta luz, la crítica de la violencia no puede reducirse al clivaje ofrecido por el derecho, dado que en ninguna de sus dos perspectivas la cuestión de la violencia escapa a la distinción entre medios y fines. Será a partir de aquí que Benjamin apelará a una «consideración filosófico-histórica» capaz de deponer el clivaje entre medios y fines para abrazar una verdadera «crítica» de la violencia desde el poblamiento de imágenes que constituirán el singular objeto de su indagación filosófica. Solo así escombra su «crítica» como una leve pero decisiva modificación de la apuesta kantiana, puesto que, para Benjamin, no se trata simplemente de atender las condiciones de posibilidad de su objeto, sino más bien la producción de una violencia precisa que pueda ser capaz de interrumpir el ciclo mítico –y por tanto devenido ahistórico– inmanente a la propia violencia. «Crítica» designa, por esto, una violencia «pura» que «desconecta» su funcionamiento dúplice y abre, de este modo, hacia una «nueva época histórica»51.

 

Huelga general revolucionaria

El «gran» criminal se presenta como una de las primeras imágenes que usa Benjamin para mostrar cómo, desde la perspectiva del derecho, cada persona individual porta consigo el espectro de una violencia capaz de impugnar al orden jurídico establecido. En este registro, el derecho se defiende a sí mismo, aboga por su propia conservación como derecho, monopolizando así la violencia en la misma institucionalidad del Estado:

Es decir –plantea– que la violencia, cuando no está en las manos del derecho correspondiente, lo pone en peligro, no por los fines que pueda perseguir, sino por su mera existencia fuera del derecho. La misma conjetura puede ser allegada de manera más drástica ponderando cuán a menudo ha suscitado la secreta admiración del pueblo la figura del «gran» criminal, por más repugnantes que hayan sido sus fines52.

La imagen del «gran» criminal muestra cómo el derecho teme a los fines que una persona individual pueda ejercer en virtud de su constitutivo ejercicio de violencia, por el simple hecho de que tal violencia se halle por fuera del derecho. Tal derecho considera un peligro el que la violencia pueda hallarse en manos de «personas individuales». El «gran» criminal –y la «secreta admiración del pueblo» desatada– exhibe tal «temor» por parte del derecho a ese tipo de violencia que busca ser arrebatada al individuo por el propio derecho en favor de la perpetuación del mismo derecho.

En esta vía, el «derecho de huelga» –plantea Benjamin– exhibe una «contradicción objetiva» al propio derecho en el que la huelga, como violencia reconocida por parte del derecho, constituye un peligro fundamental para la perpetuación del ordenamiento del Estado. Al no tolerar la existencia de dicha violencia, el Estado se apresta a «tomar medidas extraordinarias». Mientras los trabajadores reclamarán su derecho a huelga, el Estado –dirá Benjamin– caracterizará dicho reclamo como un «abuso» puesto que tal derecho jamás será visto por parte del Estado como un efectivo ejercicio de violencia (el Estado no quiere que tal derecho se traduzca en violencia). Pero es precisamente aquí donde «se expresa la contradicción objetiva»: «(…) según la cual el Estado reconoce una violencia frente a cuyos fines, en cuanto naturales, se mantiene indiferente, pero en el caso extremo (Ernsfall) (de la huelga general revolucionaria) se le opone de manera hostil»53. La imagen de la «huelga» permite a Benjamin indicar la «contradicción objetiva» que se le presenta al Estado cuando, tanto en las figuras del «gran» criminal como de la «huelga general revolucionaria», se exhibe la violencia reconocida por el propio Estado que, sin embargo, este último trabajará para conjurar. Aceptación y rechazo, legalización y persecución policial, a la vez constituirá la doble trama sobre la que descansa tal «contradicción». Y, sin embargo, solo tal violencia –dirá Benjamin– podrá constituir el «fundamento seguro de la crítica» que su ensayo pretende llevar a cabo, puesto que lo que la «huelga general» muestra es que, en su ejercicio de violencia, efectivamente puede llegar a modificar el conjunto de las relaciones jurídicas.

El «derecho de guerra» muestra las mismas «contradicciones prácticas» que habían mostrado la imagen del «gran» criminal o la de la «huelga general». Que los sujetos de derecho «sancionen» los fines de una violencia dirigida estrictamente contra ellos exhibe la posibilidad de que tal violencia puede modificar sustantivamente el orden jurídico, pues abre el campo para lo que Benjamin denominará técnicamente una «violencia instauradora de derecho». Tanto las «potencias exteriores» fuerzan al Estado a conceder el derecho a hacer la guerra, como los trabajadores a «concederles el derecho a huelga»54.

Pero, respecto del derecho de guerra, Benjamin nota un detalle que será crucial para su caracterización de la violencia en una de sus formas institucionalizadas: el militarismo. Para asentarse, este último exhibe «otra función» respecto de aquella prodigada por la «violencia instauradora de derecho», puesto que remite tanto a un carácter «conservador» como «instaurador»: se trata del servicio militar obligatorio que pone en juego la existencia de una «duplicidad» de violencias por la que Benjamin concluye: «Si aquella primera función de la violencia puede llamarse instauradora de derecho (rechsetzende), esta última, entonces, puede llamarse conservadora de derecho (rechtserhaltende)»55. La violencia no es simplemente «instauradora», sino que además requiere de la función «conservadora» para prevalecer y extender su poder más allá de su momentum. Más bien –diremos– tal momentum solo podrá existir en virtud de la extensión prodigada por la violencia conservadora de derecho.

Será esta última la que anuda en la primera y será esta primera la que requiera necesariamente de la segunda para articularse como tal. En este sentido, el «como tal» de la violencia instauradora no es jamás unívoco, sino siempre doble, permanentemente articulado en un decisivo pliegue –o si se quiere círculo– que la posibilita. La violencia aquí puesta en juego asume dos funciones diferentes y, a la vez, complementarias. Pero tal «duplicidad» no habría que pensarla como un exterior al derecho sino interna al mismo puesto que este no podría ser otra cosa más que el ejercicio de la violencia conservadora que no puede dejar de remitirse a la violencia instauradora que, a modo de una ficción, no deja de operar como el soporte más decisivo.

Policía

Habría «(…) algo podrido en el derecho (…)», dice Benjamin. La podredumbre inmanente al derecho se delata en la imagen de la «pena de muerte». Lejos de ser una simple condena a la transgresión de la ley, esta última muestra el lugar en que el derecho revela su violencia constitutiva. Más allá de todo neokantismo, según el cual el derecho ha de concebirse enteramente exento de violencia, la denodada oposición a la posible abolición de la «pena de muerte» funciona para Benjamin como un síntoma de la profunda implicación de la violencia en el derecho. La «reacción» de aquellos que defienden la pena de muerte frente a sus críticos vale más que mil tratados de jurisprudencia, puesto que en la posibilidad de su prescindencia pareciera jugarse la del propio derecho. Algo de la «pena de muerte» concierne al derecho en su totalidad, algo como la «majestad» arraigada en la «violencia instauradora de derecho» que no se juega en dirimir tal o cual pena, sino en aplicar la pena como restitución posible del propio ordenamiento jurídico que se ve amenazado si acaso tal violencia excediera los límites del propio derecho. En ella el derecho exhibe sus garras soberanas. En este sentido, la «duplicidad» propia del derecho examinada por Benjamin a propósito del militarismo y la pena de muerte será la clave a partir de la cual se leerá la nueva y, quizás, más decisiva imagen que atravesará las próximas páginas: la policía.

Con su «ignominiosa autoridad» y su violencia «informe», la policía constituye el quiasmo en el que se anudan la violencia instauradora y la violencia conservadora del derecho: «Es instauradora de derecho –pues su función característica ciertamente no es la promulgación de leyes, sino de todo edicto que con pretensión de derecho se deje pronunciar–, y es conservadora de derecho porque se pone a disposición de esos fines»56. Instauradora y conservadora a la vez, la policía irrumpe «espectral» en el seno de los Estados como la máxima «degeneración» de la violencia. La policía es la figura extrema con la que funciona la violencia en su singular «duplicidad». Es más: la violencia y el derecho se articulan en la policía como dos caras del mismo dispositivo, los dos bordes de una misma circularidad infinita. La inmanencia de la duplicidad antedicha lleva a Benjamin a una última imagen que le servirá para constituir su objeto propiamente «filosófico-histórico»: los parlamentos.

Sin la duplicidad de la violencia, dirá Benjamin, todo proceso termina en el vaciamiento de la violencia instauradora y en la «degeneración» propiciada en la actualidad de los parlamentos. Estos últimos están lejos de ser fieles a esta violencia instauradora, y Benjamin –como Schmitt en otro contexto– recordará la crítica «bolchevique» que denunció tal «degeneración» en la que se ha perdido todo rastro de la violencia instauradora de derecho. Los parlamentos funcionan como la imagen «negativa» de la «duplicidad» de la violencia descubierta, que muestra lo que ocurre cuando una de las dos violencias –la instauradora de derecho– falta para su plena operatoria. Como indicará Schmitt respecto del devenir moderno de la representación liberal, el parlamentarismo implicará la «neutralización» de tal violencia.

Anarquista

Hasta aquí la «crítica» benjaminiana se puebla de imágenes que resuenan en la composición de nuestro ensayo. Cada una al modo de una «mónada», según dirá en sus tesis sobre el concepto de historia de 1940, articula una constelación que, en este caso, viene a componer el objeto de la indagación filosófica y con ello el singular tenor de la «crítica». Se trata de liberar a los medios de los fines a los que estos sirven, articulando una reflexión que, yendo más allá tanto del derecho natural como del derecho positivo, ofrezca una indagación en torno a la violencia concebida como medio puro. Traducido a nuestro ensayo, la «crítica» benjaminiana suspende la «duplicidad» constitutiva del poder para abrir así el campo de la potencia en lo que esta tiene de medio puro: «En lo que atañe a la lucha de clases –escribe–, la huelga tiene que valer en ella, bajo ciertas condiciones, como un medio puro»57. La referencia a Georges Sorel por parte de Benjamin es aquí crucial: en su célebre ensayo, Sorel mostraba la diferencia entre dos tipos de huelga: la «huelga general política» y la «huelga general proletaria». La primera era aquella remitida a la esfera del derecho, la segunda actuaba como su excedente: «De ahí, pues –comenta Benjamin–, que la primera de estas empresas es instauradora de derecho, la segunda es, en cambio, anarquista»58. La primera remite aún a la duplicidad «burguesa» de la violencia, la segunda, al contrario, a su revocación radical. La primera actúa como un «medio para un fin», puesto que se trata de conseguir, por medio de la violencia, una mejora salarial; la segunda acontece como un «medio puro» que, dirá Benjamin, asumirá una dimensión «no violenta».

En cuanto «anarquista», esta última carece de todo télos, dado que «(…) no intenta reanudar el trabajo tras las concesiones externas (…) sino con la resolución de reanudar solo un trabajo completamente modificado, no forzado por el Estado, subversión que esta especie de huelga, más que provocar, lleva a cabo»59. Este pasaje es clave para nuestra indagación. La violencia «anarquista» no implica «estrategia» si por tal entendemos la proyección de un cálculo en el que se van preparando etapas de acción en un continuum histórico preciso. Tampoco se trata que esta singular violencia carezca de acción alguna, puesto que, tal como afirma Benjamin, a diferencia de la violencia instauradora que está presente en la «huelga general política», la «anarquista» pretende reanudar un trabajo «no forzado por el Estado». No supone que esta violencia haga cesar todo trabajo y los hombres se mantengan, pues, de «brazos cruzados». Menos aún de que renuden el trabajo en función de una mejora de las condiciones laborales tal como lo exige el Estado. Más allá de la cesación total y de la rearticulación del continuum capitalista, la violencia entrevista asume otra forma de trabajo que ya no depende de la fuerza estatal y que no se deja inscribir al interior de la duplicidad de la violencia. Que tal violencia asome «anarquista» significa en el fondo que tal violencia carece de toda obra.

 

Como ha sido visto lúcidamente, el problema benjaminiano de la «huelga general», «(…) supera la disyunción “improductividad-productividad”, sustituyéndola por otro tipo de movimiento, a saber: aquel que sucede mientras hay una praxis en el tiempo fuera que rompe con el trabajo explotado»60. En otros términos, la violencia «anarquista» es tal, no porque deponga simplemente el «forzamiento del Estado», sino porque abre otro tipo de praxis concernida en un «tiempo fuera» que impugna la temporalidad impuesta por la explotación del trabajo. Una praxis enteramente diversa respecto de aquella proveída al interior del trabajo explotado, la «huelga general proletaria» depone una praxis capturada por el «forzamiento del Estado» dando a luz a una praxis radicalmente inmanente que, interrumpiendo el continuum de la historia, actúa, procede, ejecuta un conjunto de quehaceres que mantienen vivo el devenir de la huelga.

Si toda la teoría de la acción concebida por la filosofía política siempre ha estado movida por la relación «medios-fines», ¿cómo llamar a esta praxis que ha depuesto a la misma noción filosófica de praxis? ¿Cómo denominar a esta praxis «sin fin» que acontece en un «tiempo fuera» capaz de quebrar la dicotomía entre productividad e improductividad? La intifada –como la «huelga general proletaria»– asoma como parte de la pregunta filosófica que convoca a la «crítica» benjaminiana, ahí donde escombra la vida activa. Como medio puro, tal vida no se identifica con la fórmula clásica heredada por la filosofía política, según la cual la praxis debería ser concebida como una acción remitida a ser un medio para un fin (poiesis) o a un fin en sí mismo (praxis)61, sino que, como medio puro, en tanto puesta en juego de una potencia eminentemente activa, la praxis –vamos a plantear más adelante– podrá ser entendida a partir de la noción de uso62.

Niobe

Niobe, reina de Tebas e hija de Tántalo, fue consorte del rey Anfión, con quien tuvo siete hijos varones y siete hijas mujeres. Sus hijos le prodigaron orgullo, al punto que, en una ceremonia en honor a Letona, madre de Apolo y Artemisa, se vanaglorió de su prole declarándose siete veces más dichosa, al punto de interrumpir los rituales a los que se había convocado. La hybris de Niobe no pasará en vano. Apolo y Artemisa fueron enviados a matar con sus arcos a sus hijos y luego a sus hijas. Anfión enfureció, pero fue muerto por una de las flechas.

La familia aniquilada reposa frente a Niobe, quien, llegada al monte Sigilo, queda paralizada de dolor convirtiéndose en piedra: «La arrogancia de Niobe conjura sobre sí la desventura –dice Benjamin–, no porque ultraje el derecho, sino porque desafía al destino a una lucha en la cual este tiene que vencer, trayendo a luz un derecho, en todo caso, solo en la victoria»63. Para Benjamin, el mito de Niobe «trae a luz un derecho», pues64, al igual que Prometeo, desafía al destino para terminar sucumbiendo en él; como aquella «violencia instauradora» que desafía el orden, termina por restituirlo en todo su esplendor.

La masacre de las nióbidas que trajo el despertar de la sangre corriendo por Tebas no marca solo un sentido «destructivo» de tal violencia, sino la deriva culpabilizante de Niobe que «trae a luz un derecho», pues engarza su deriva sacrificial en la forma de una «violencia instauradora». Como tal, lleva consigo la marca del destino «(…) que está en todos los casos en la base de la violencia de derecho (…)»65. El destino hace gravitar trágicamente la lucha de Niobe hacia su fatalidad, haciendo irremediable la sutura «mítica» entre derecho y violencia. El derecho no será más que el paso segundo de la misma «violencia mítica» que perpetúa el destino en el seno de la nueva época. Como tal, «algo podrido» porta el derecho y, a su vez, una vocación jurídica porta tal violencia que, en cuanto repite infinitamente su circularidad, Benjamin adjetivará bajo el término «mítica». Articulada bajo el signo del destino, tal violencia producirá su efecto más original: la culpabilización sobre la vida. El origen de la culpa no yace para Benjamin en alguna esencia, sea esta de corte divino, natural o humano. Antes bien, la culpa será un efecto originariamente político debido a la violencia mítica en la que el destino termina por suturar la relación violencia-derecho. La culpa será, pues, un mecanismo que, articulado desde la violencia desencadenada como derecho, terminará por capturar a la vida reduciéndola a una «mera vida» (bloss Leben) o, si se quiere, una vida completamente exenta de justicia.

La eterna repetición de una vida encadenada a la inevitabilidad de una muerte –pétrea como Niobe– marca el fragor de la violencia mítica y la condición desde la cual la pregunta acerca de otra violencia posible puede tener lugar. En efecto, más allá de la sangre y el ardor de la carne que se bate contra la muerte, yace una violencia propiamente redentora que desafía la duplicidad de la violencia mítica, abrazada por el destino, que no se reduce ni a la violencia instauradora de derecho cristalizada en la excepción soberana de un Schmitt, ni tampoco a la simple conservación formal del derecho tal como lo expresa la Grundnörm de Hans Kelsen. Benjamin trata de dar vida a esa violencia propiamente «anarquista» cuya crudeza se desata como medio puro interrumpiendo así la eternidad mítica por la que la vida es capturada y reducida a «mera vida»: «Tal como en todos los ámbitos al mito se opone Dios, así a la violencia mítica, la divina»66. Llega Dios a socavar al mito: «Si la violencia mítica es instauradora de derecho –explica Benjamin–, la divina es aniquiladora de derecho (rechtsvernichtend), si aquella establece límites, la segunda los aniquila ilimitadamente, si la mítica es culpabilizadora (verschuldend) y expiatoria (sühnend) a la vez, la divina es redentora (entsühnend), si aquella amenaza, esta golpea, si aquella es sangrienta, esta otra es letal de modo incruento»67. Benjamin ofrece otra imagen a contrapelo de Niobe y su «mito», la banda de Koraj y su redención68. No hay más sangre, mas su efecto es aniquilador. Si la violencia mítica desgarra los gritos de la sangre al reducir la existencia a «mera vida» (bloss Leben) –«portadora de la culpabilidad» encadenada al destino–, la violencia divina golpea y es «letal de modo incruento». Matar sin sangre, deponer al derecho y jamás fundarlo o conservarlo, la violencia divina rompe con el destino y libera la vida de su encadenamiento mítico. La violencia divina no está para fundar –digamos que no está «para» nada en especial, «para» nada más allá de sus propios medios– un nuevo derecho al modo del mito de Niobe, sino para impugnar a todo derecho en virtud de su aniquilación. Tal violencia –una que jamás alcanza la «presencia»– es el lugar en el que estalla la justicia. Habrá justicia donde el orden mítico sea socavado. La eterna caída, el extremo peso de una culpa que aplasta cuerpos contra la tierra y que no puede más que repetirse incesante, ve el fin de sus días en menos de un instante.

Muertos

«La violencia mítica es violencia sangrienta (que se ejerce) sobre la mera vida por causa de ella (misma), la pura violencia divina lo es sobre toda vida por causa del viviente. La primera exige sacrificios, la segunda los acepta»69, escribía Benjamin en «Para una crítica de la violencia». ¿Qué puede significar esta diferencia entre «exigir» y «aceptar»? Si el término alemán que usa Benjamin proviene del verbo nehmen que designa tomar, acoger, aceptar70, es porque el pasaje habría que leerlo bajo la clave de que «(…) tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo cuando este venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer»71. La «violencia mítica» pone en funcionamiento una verdadera industria de muerte; exige vidas infinitamente, sin jamás saciar su sed –tal como el capital lo hace con el trabajo vivo, según Marx–. Matanza obrera por aquí, crimen policial por allá, la muerte se dosifica en función de las estrategias de turno.

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