En el borde

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—perdón por la molestia–, dijo un joven con el uniforme marrón oscuro de la estación de servicio. –Pero vimos por el circuito cerrado que su auto estaba con las balizas encendidas hace más de dos horas, y usted no hacía ningún movimiento aquí adentro. Con el calor que está haciendo pensamos que se había descompuesto, pero creo que fue solo el sueño. ¿Día largo, no?

—¿dijo usted más de dos horas?– preguntó Julián, acomodándose el pelo como si recién se levantara de la cama.

—si señor, por eso nos llamó la atención. Pero veo que con el aire acondicionado prendido en su auto está mucho mejor que afuera. Lo que sí, creo que va a tener que cargar nafta– completó el empleado mientras señalaba el tablero de auto y la pequeña luz roja que titilaba.

—así es–, respondió Julián. –Gracias por avisar–

—De nada señor. Realmente nos había preocupado–, dijo el joven mientras giraba sobre si mismo y emprendía el regreso hacia los surtidores de la estación.

—Las dos y media. Poco más e iba a tener que manejar bastante rápido para llegar– se dijo Julián. La ruta todavía continuaba cargada, algo poco usual para ser mitad de semana. Le agradeció nuevamente al empleado tras terminar de llenar el tanque, y le dejó una generosa propina. –Si no hubiese sido por tu atención podría haber seguido durmiendo hasta mañana. ¿Cómo es tu nombre?–

—Mateo, señor– dijo el joven. Flaco, alto, con el pelo a tono con su uniforme. Apenas pasaría los veinte años.

—Muchas gracias, entonces, Mateo. Me salvaste el trabajo–

—Vaya con cuidado señor, que la ruta está difícil hoy–

Julián levantó el pulgar dando la conformidad a la apreciación del muchacho. Cerró la puerta del auto y emprendió nuevamente el viaje. Volvió a colocar en el navegador el destino final, Lezama: el sistema le indicaba una larga línea roja de demoras por tránsito, y unos últimos veinte kilómetros en apariencia relajados.

—Voy a llegar bien–, se dijo. Y se concentró en manejar.

VIII

Cruzó el pequeño cartel que indicaba el acceso a un pueblo llamado “El peligro” cerca de las siete de la tarde. La línea roja del navegador se había extendido conforme al avance del auto hasta hacerse una procesión que incluyó dos accidentes, uno en cada sentido de la ruta. El primero de ellos había sido bastante complicado. Estuvo detenido casi veinticinco minutos hasta que volvió a avanzar la fila de autos. Al llegar al lugar del hecho pudo observar dos ambulancias y un coche que apenas podía identificarse el modelo. Alguien había dado su último respiro allí.

—menos mal que te rompiste todo, hijo de puta–, dijo Julián mientras pasaba lentamente por el costado de la primer ambulancia. –Que si voy a llegar con lo justo, al menos que valga la pena–.

El médico que estaba cerrando la puerta de la ambulancia lo miró, como si le estuviera leyendo el pensamiento. Por un segundo se cruzaron las miradas y el gesto que hizo el doctor parecía adivinar el regocijo del conductor de ese auto, al borde de la morbosidad, al pasar a su lado.

La noche ya había empezado a caer. Había pocos puestos de ruta abiertos, y tenía que parar si o si en uno de ellos. Salió de la ruta en la salida que marcaba la entrada alternativa al pueblo de amenazador nombre y continuó avanzando por el camino de tierra que corría paralelo. Allí distinguió, a la distancia, dos grupos de luces pequeñas al costado de la ruta. Todavía quedaban unos quince kilómetros para llegar a Lezama. Desbloqueó su celular y comprobó otra vez el horario, temperatura y la distancia al destino.

—si esas son las luces, me parece que el jefe le erró por unos cuantos kilómetros– protestó en al ritmo de la música que inundaba el interior del vehículo. –Menos mal que llego con algunos minutos de margen–

Efectivamente, esas luces que se veían a distancia eran los únicos tres puestos de comida al paso que había visto en varios kilómetros. El primero de los tres solo tenía prendidas las luces, porque estaba vacío. –Ojalá no esté llegando tarde, porque ahí si que no tengo excusas–, siguió hablándose a si mismo.

El segundo puesto también estaba vacío. Un perro negro enorme estaba escarbando el costado de la parrilla que daba a la ruta, claramente desesperado por llevarse algo al estómago. Parecía que no iba a tener suerte, igual que él si el último puesto también estaba cerrado. Pero a menos de cincuenta metros del tercer puesto, ya distinguió el humo de la parrilla y un par de personas que se recortaban contra la amarillenta iluminación que predominaba. Pasó lentamente con su vehículo por el puesto, para corroborar que nadie estuviera apurando para cerrar. Distinguió el cartel pintado con letras negras sobre una chapa blanca.

—La Adela. Qué nombre de mierda para ponerle a una parrilla al paso–, se dijo. No pudo evitar reírse de su propia apreciación. Se desabrochó el cinturón de seguridad y frenó el coche. Lo dejó estacionado a pocos metros y fue a buscar algo para comer. Sobre el fondo del negro cielo que empezaba a dominar al atardecer, los primeros relámpagos avisaban la llegada de la lluvia. El pronóstico parecía que iba a seguir teniendo razón.

IX

—Debo reconocer que tenía razón con todo esto que me sirvió eh–, dijo Julián mientras hacía lugar en su boca para que entre el aire. –Muy rica la carne, y muy sabroso el vino. Sinceramente pensé que estaba exagerando un poquito–

—vio, no me tenía fe... pero conozco bien la calidad de lo que preparo! A un cocinero de oficio como yo esas cosas no se le pueden escapar.– contestó Martín.

—la verdad que tengo que felicitarlo. He comido en muchos puestos similares a éste y es la primera vez que me resulta agradable lo que me sirven. Voy a empezar a recomendarlo cuando... –

Un relámpago iluminó la noche, asustando a todos los que allí estaban. El tronido llegó apenas un segundo después inundando todo el espacio. Un segundo relámpago, tan luminoso como el anterior, confirmó que una tormenta se avecinaba. Y no estaba muy lejos.

—cuando vuelva a Capital, como le decía–

—Parece que se viene con todo la tormenta–, dijo Martín. –Apúrese a comer si no quiere quedar bañado en unos minutos. Señores, les agradezco su presencia pero por si no lo vieron, en cualquier momento va a empezar a llover, y les recomiendo que se guarden en sus casas!– completó alzando la voz.

Solo cuatro personas quedaban en ese momento, además de Martín. Dos levantaron la cabeza lentamente, y con una expresión vacía en sus ojos miraron al cielo. Parecía que no entendieran la situación, o no tuvieran otra cosa por hacer. Uno de ellos volvió a concentrarse en el vaso de vino, apurándolo con una mano temblorosa. El segundo se levantó, dejó la plata en el mostrador y se fue.

—¿mañana abrís?– le preguntó el tercer cliente.

—y, si la tormenta lo permite sí. Si no, voy a estar bien guardadito en casa. Y usted debería hacer lo mismo–, contestó el cocinero. –Vamos, llévese el vaso si quiere, que el agua no espera– completó.

El hombre levantó el vaso y lo miró, por un instante, antes de volcar todo el contenido en su boca. Lo miró nuevamente a Julián y apoyó el vaso con una fuerza innecesaria sobre la madera.

—¿le estoy debiendo algo, señor?–, le preguntó

—cómo se nota enseguida cuando alguien no es de por acá. Maltratan a todo el mundo y después se piensan que con dos palabras ya crearon una amistad. Porteños de mierda– cerró amargamente.

—estoy seguro que su madre no me dijo lo mismo–, le respondió Julián levantando el vaso, ensayando una sonrisa irónica.

—váyase a cagar. Acá no nos metemos en una discusión salvo que sea necesaria. Y no voy a perder el tiempo con usted. Hasta luego, vaya usted por donde vino–, dijo el cliente. La cara de Julián seguía mostrando una sonrisa indisimulable.

Una ráfaga de viento repentina volcó los vasos vacíos que estaban sobre el mostrador. Uno de ellos pareció levantar vuelo, y fue a parar a la remera del cliente que se iba. El cliente se detuvo, miró la mancha y la ignoró.

—Adiós Martín, lo dejo en una excelente compañía–, le dijo al cocinero. Se subió con dificultad a su bicicleta y se perdió en la noche. El viento aumentó su potencia.

—Bueno, parece que llegó nomás– dijo Julián. Apenas terminó de pronunciar la última palabra, una abundante lluvia se hizo presente.

—al menos me va a ayudar a apagar el fuego y limpiar un poco la parrilla–, dijo Martín en voz alta mientras comenzaba a guardar los cuchillos en una bolsa. Sus movimientos eran bastante ágiles para una persona de su tamaño. Corrió hasta el galpón y abrió la puerta. Salió de allí dentro con dos bolsos enormes.

—es molestia si le pido una ayuda Julián–

—para nada, le iba a decir lo mismo. Veo que tiene mucho por guardar y pocas manos que lo ayuden... encima con esta lluvia salieron todos corriendo–

—Y, la verdad es que la mayoría de los que vienen acá son de los pueblos cercanos. Se ve que el boca a boca funciona, porque en poco tiempo mis comidas se hicieron conocidas. La mayoría viene en bicicleta y se queda hasta que apago las luces con el vaso de vino en la mano. Un día como hoy, no hay techo ni lugar donde se puedan resguardar durante kilómetros. Me ha pasado varias veces– continuó hablando Martín sin dejar de correr de un lado a otro guardando los utensilios en los bolsos.

—estos cuchillos valen un montón de guita para un cocinero, y se arruinan muy fácil– dijo Martín. –Por eso es lo primero que guardo–

—Me di cuenta– contestó Julián. –Apenas cayó una gota y ya estaban todos guardados– completó, mientras intentaba ocultar una sonrisa.

—Vamos, sólo falta guardar esto y está listo. Las luces las apago desde el galponcito–, dijo Martín. –muchas gracias por su ayuda y por ofrecerse, a pesar de esta lluvia–

 

Julián levantó ambos brazos y el agua ya caía a chorros por su ropa. –No hace falta agradecer, si al minuto ya estaba empapado. Era lo menos que podía hacer– dijo. –¿Va a volver en esa bicicleta?–

—Y, muchas otras opciones no tengo. Igual que usted, ya estoy completamente mojado– le respondió.

—si no le molesta, no tengo problemas en alcanzarlo hasta su casa. ¿Es muy lejos de acá?– dijo Julián.

—apenas unos kilómetros, pero no se moleste, ya suficiente con esta ayuda–

—por favor Martín. Digamos que lo hago por la carne!–, le respondió mientras continuaba riendo.

—si usted insiste– respondió el cocinero. –Puedo dejar la bicicleta en el galpón y ahorrarme una buena gripe–

Julián agarró los bolsos y los dejó adentro del pequeño galpón. El olor a humedad y carne que había allí adentro lo puso al borde del vómito. Martín colgó su bicicleta de un gancho que estaba en la pared, más preparado para colgar una media res que una bicicleta pero era efectivo de todas formas. Aguantaba el peso. Julián contemplaba todo el pequeño espacio de esa precaria construcción. Apenas una mesa de trabajo, marcada con una infinidad de cortes y teñida de un rojo claro. Allí sería donde prepara la carne, supuso sin mucho ingenio. A la izquierda, un freezer de tamaño mediano ocupaba toda una esquina de la construcción. Sobre él, varias estanterías exhibían frascos con dulces, conservas y distintas carnes en escabeche.

—¿quiere llevarse alguno?, preguntó Martín

—no, no, solamente estaba mirando. Me llamó la atención la variedad de productos que tiene acá guardados. Mucho más que una parrilla–

—la verdad que sí. Hay que aprovechar las cosas en las que uno se da maña, sino el último día del mes queda muy lejos–, dijo el cocinero. –Tenga, llévese uno– insistió.

—No Martín, por favor. Ya suficiente con la carne. Además tengo que terminar un trabajo esta noche, no puedo manejar con el estómago lleno por la ruta y con esta lluvia–

—Pero también puede comerlo más tarde, no es necesario comprobar la calidad del producto adelante del que lo prepara!– dijo Martín. –Vaya abriendo el auto así ganamos tiempo. ¿Está muy lejos de acá?–

—No, es aquel de allá–, respondió Julián. –Ya lo traigo–

X

Todavía estaba fresco el interior del Megane. Los dos hombres se sentaron, mojando al instante los asientos. La lluvia no tenía la intención de parar, al menos en el corto plazo. Encendió el motor, y luego el limpiaparabrisas. Al prender las luces altas se percataron que el barro había empezado a acumularse delante del automóvil. Cinco minutos más y les sería difícil salir de ese barrial. El viento continuaba soplando con fuerza, al punto tal de hacer parecer que la lluvia cayera horizontalmente. Las gotas se estrellaban contra los vidrios del auto emitiendo pequeños sonidos, como dedos pequeños que golpearan sin cesar las ventanas.

—Ajústese el cinturón que está difícil la cosa. E indíqueme por donde, que acá no conozco mucho–, le dijo Julián.

—tiene que volver hasta donde este camino se une con la ruta. Siga derecho por acá, nos vamos a dar cuenta por el cartel. No estamos muy lejos– respondió Martín.

Avanzaron despacio, a los tumbos por el ahora inestable e irregular camino de tierra. La ruta se había despejado, apenas una sombra de lo que había sido una tortura recorrer durante el día. Las luces del auto subían y bajaban, iluminando alternadamente el barro y los pastizales que se abrían a la derecha de este. A lo lejos se empezaron a dibujar las luces de otro coche, que venía en sentido contrario por la ruta. El único en medio de semejante temporal, y venía demasiado rápido. Los cruzó en menos de quince segundos y desapareció tan veloz como se recortó en el horizonte.

—por lo menos iría a 150 por hora. Una locura con este tiempo– dijo Martín.

—La verdad que sí. Por más apuro que uno pueda tener, hay que ser inteligente. Nosotros iremos saltando sobre los asientos pero al menos tenemos más chances de llegar enteros. Ahí va otro, mire–

Otro auto pasó, más rápido que el anterior. Detrás de éste, un relámpago iluminó todo el cielo, y luego reinó la oscuridad. El débil tendido eléctrico del área se había rendido ante semejante cantidad de agua caída.

—Bueno, si faltaba algo era que se corte la luz–, agregó Martín.

—Menos mal que el auto todavía anda, o que no nos hayamos enterrado en un barrial. Ahí si creo que me duermo acá adentro–, le respondió Julián.

—Vea, allá se ve el cartel. Unos metros más y tenemos asfalto, malo pero asfalto al fin–.

El blanco del cartel, preparado especialmente para brillar con el reflejo de las luces de los automóviles, indicaba el nombre y el acceso del pueblo. Un pequeño camino lateral se abría en la derecha, unos metros antes de la salida a la ruta. Por él se dirigieron los dos hombres, y salieron al camino de acceso al pueblo. Ahí tampoco parecía haber luz. A duras penas se veía el cartel con el nombre del pueblo, iluminado escasamente por las luces del auto.

—si quiere puede dejarme acá, hago el resto del recorrido caminando– dijo Martín.

—ya vinimos hasta acá, no lo voy a dejar en la entrada. Vamos hasta su casa, no es ningún problema. Además, como le dije, tengo que terminar un trabajo así que tiempo hay de sobra. Fíjese a su derecha, en el costado de la puerta, hay un trapo. Se está empezando a empañar un poco esto–, le dijo Julián.

XI

El enorme cocinero se revolvió en el asiento para dejar el espacio suficiente para ver el compartimiento que tenía la puerta en el costado. Había ahí un encendedor, un pequeño desodorante y algunos papeles sueltos. Llamativamente, había un par de esposas plateadas, relucientes entre medio de todo el desorden.

—acá no hay ning..–

Sintió el frío metal que se apoyaba detrás de su oreja y todo su cuerpo se detuvo en un instante. Cortó su respiración y se quedó inmóvil. Supo inmediatamente lo que estaba pasando.

—Antes de continuar nuestro viaje, tome esas esposas y póngaselas. Y no demore más de la cuenta o haga algún gesto indebido porque va a ser lo último que haga. Y yo tampoco tengo intención de tener que terminar el viaje con una ventana menos, con esta lluvia. Al final los hemos encontrado, Martín. ¿O debería decir Daniel? ¿Acaso pensaron que cambiar de pueblo y de nombre cada tanto iba a hacer que desaparecieran? ¿Cuántas personas piensa usted que debe haber con su tamaño y su aspecto en el país? Debo reconocer de todas formas que a mi jefe le costó bastante trabajo seguirlo, y algún dinero encontrarlo. No tanto como lo que le va a costar que le vacíe un cargador en la cabeza. Hago bien mi trabajo, y cobro de acuerdo a ello. Dicho sea de paso, yo sí soy Julián–.

—Daniel, el oso, el perro malo. Casi una leyenda en el mercado negro de los asesinatos. ¿Cuántos fueron en su carrera? ¿Cincuenta? ¿Cien? Lástima que un día decidió que ya no era lo que quería en su vida. Pero no, estimado, no es tan fácil salir de la organización. Mucho menos sabiendo todo lo que usted y su hermano saben–.

El segundo click metálico de las esposas al cerrarse cortó momentáneamente la conversación. Julián se colocó la pistola en el regazo sin dejar de apuntar al cocinero. Éste miraba, cabizbajo, el piso del auto.

—no piense que con esa cara de tristeza va a lograr algo. Mi trabajo esta noche es cerrar su etapa y la de su hermano. Sin resentimientos ni remordimientos. No lo haga más difícil. Indique donde es su casa y quédese quieto–

—Hay que seguir por esta derecho. Son tres cuadras más, pasando la plaza a mano derecha. La casa verde. Y no voy a hacer nada raro. Sabía que al dejar la organización me arriesgaba a esto. Todos esos años de violencia tenían que tener un final, ya no lo podía soportar más. Ni mi hermano ni yo. Y decidimos perdernos en el interior del país. Un pueblo así de pequeño no nos pareció una mala opción. En fin, haga lo que tiene que hacer– dijo el cocinero.

—No se apure, todo a su tiempo. ¿Quiere saber cómo llegamos acá? Gracias a su hermano. Lo encontramos a él primero, cuando lo reconoció uno de los choferes de la organización. Lo vio trabajando sobre la ruta, arreglando algo en el frente de una de las casas de Lezama. Como le dije, no hay muchos parecidos a ustedes. Lo único que tuvimos que hacer fue decirle al chofer que buscara a otra persona similar. Y enseguida los vecinos del pueblo nos comentaron lo bien que el hermano del electricista cocinaba. Y aquí estamos. Para dos profesionales como ustedes, bastante fácil nos lo hicieron–.

—Esta es la casa–, dijo Daniel.

Silenciosamente estacionaron el auto frente a la casa verde. La oscuridad y la lluvia continuaban complicando la noche. Apenas se distinguía la ventana, que daba a la calle, porque por entre las rendijas de ésta se dejaba ver una débil luz. Una vela, probablemente. Julián se bajó del auto y le abrió la puerta a Daniel.

—salga despacio. Camine derecho y abra la puerta sin hacer ningún movimiento extraño. ¿Su hermano está adentro, no?–

—supongo que sí–, respondió Daniel. Ya está, entremos.

Dieron un primer paso al interior de la casa. El hermano de Daniel estaba sentado en la mesa leyendo a la luz de una vela.

—Daniel, pero qué... –

Julián no le dio tiempo. Le disparó a Pablo, una bala en cada rodilla. El hermano cayó al suelo gritando de dolor.

—un grito más y tu hermano va a tener que barrer los pedazos de cerebro antes de que lo mate también. Así que tranquilo. Un profesional tiene que tolerar el dolor, no llorar como un recién nacido. Y usted, párese ahí mismo contra la puerta– dijo Julián.

—No es necesario matar también a mi hermano. Estuvo poco tiempo metido conmigo, déjelo ir. Conmigo es más que suficiente–

—No, no, nada de eso. Son los dos por los que me van a pagar. Dos balas más, una foto y me voy por donde vine. No voy a escuchar ningún tipo de súplica porque por eso no me pagan. Venga, póngase de rodillas que no quiero demorar más–.

XII

Daniel, el oso, como era conocido dentro de la organización que se dedicaba a apuntar y eliminar objetivos estratégicos a pedido, se arrodilló lentamente. Había estado en la posición de Julián muchas veces, más de las que él hubiera querido cuando, tras terminar los estudios secundarios, pensaba en convertirse en un cocinero exitoso. Las cosas no habían ido tan bien y de a poco se acercó a su hermano, que le ofreció algunos trabajos como cocinero y luego algunos trabajos especiales. La primera vez que robó tenía dieciocho. A los diecinueve entró a la organización como una especie de mensajero. Por mérito propio, enseguida lo pasaron a la línea de acción. La primera vez que mató, no había cumplido veinte. La paga de ese primer asesinato le alcanzó para comprarse un auto. Y le gustó. Y pidió más. Después de dos años, no tenía que pedir nada: cada vez que aparecía un objetivo, el primero en la lista era él. Y cumplía. Pero con el tiempo se fue cansando. Era cada vez menos agradable quedarse con las imágenes grabadas de sus víctimas, sangrantes y suplicantes, por semanas en su cabeza. No había pastilla ni tratamiento que le borrara eso de la cabeza. Y un día desapareció, aprovechando un trabajo que le pidieron. Tuvo que tomar un avión para llegar a la provincia, y al salir del aeropuerto alquiló un auto con nombre y documento falso –que ya tenía preparado– y puso rumbo al norte. Nunca más esa vida.

—Pasaron siete años desde que dejé el trabajo. Suficiente tiempo para que se olvidaran de mí. No es justo–, dijo Daniel volviendo a la realidad.

—Acá usted no decide que es justo y que no, Daniel. Las cosas son así, y así van a ser–. Apoyó el cañón de la pistola en la parte de arriba de la cabeza del enorme cocinero, y

—ayuda!–

un movimiento lo distrajo. En menos de un segundo miró a su izquierda y lo vio a Pablo pidiendo ayuda. Giró la cabeza a la derecha y lo último que vio fue una especie de caricatura de un oficial de policía con un viejo revólver en las manos que le apuntaba directo a la cara. Julián vio el fuego, y no vio más.

El disparo fue contundente. El revólver calibre .38 abrió un hueco entre los ojos de Julián, quien por un segundo hizo una mueca de sorpresa y luego se desfiguró completamente. La parte de atrás de su cabeza salió despedida hacia la pared opuesta, y su cara se derrumbó hacia adentro. Su cuerpo quedó apoyado sobre las patas de una silla con las piernas extendidas, como un muñeco cuando dejan de jugar con él. Lo que quedaba de su cabeza estaba apoyado sobre el tapizado de la silla, que ya se había teñido de rojo y empezaba a gotear al suelo. Daniel, a su derecha, estaba innecesariamente bañado en sangre y pedazos de materia gris de su asesino. Miró por un segundo el cuerpo sin vida de Julián, y se incorporó instintivamente, todavía agitado por la tensión.

 

—Macías, gracias Macías, nos estaba por matar. Nos ha salvado usted la vida–, dijo el cocinero

—me llamó la atención verlo a usted en el auto con otro hombre. Le dije que siempre veo todo, aunque no parezca. Y no dejo de tener ese instinto, ese olfato para las cosas raras. Cuando lo vi bajar de ese auto esposado no dudé. Tomé mi arma y vine. Tuve la sensación de llegar tarde cuando vi los fogonazos de los disparos, pero por suerte todavía están vivos. ¿Quién era este tipo?–

—Estuvo comiendo en mi parrilla. Un don nadie, como cualquier otro que llega cualquier día. Me habló un par de veces y no le di importancia. Pero cuando se largó la lluvia y empecé a cerrar me amenazó a punta de pistola. Me obligó a venir a casa pensando que era una especie de multimillonario por tener un puesto en la ruta. Y casi lo mata a mi hermano el muy hijo de puta. Bien muerto está. Fíjese en esa caja, Macías, hay una tenaza lo suficientemente fuerte como para cortar estas esposas. ¿Me haría el favor?–

—cómo no, Martín. A ver, venga–.

No hizo falta mucha fuerza para que cortar ambas esposas.

—Gracias Macías. Ahora tenemos que solucionar todo este problema–

—lo primero que haría yo sería asegurarme que su hermano esté bien. Ha perdido una buena cantidad de sangre pero no veo tanta como para pensar que le cortó una arteria. Deme su cinturón, con el mío le voy haciendo un torniquete en cada pierna hasta que podamos llevarlo a un hospital. Con esta lluvia y sin luz dudo mucho que alguna ambulancia se acerque hasta aquí. Y sin luz no hay teléfono como para llamar, así que Martín, le recomiendo que nos apuremos antes que sea peor–

—No hay apuro Macías. No al menos para usted–, dijo Martín. Empuñaba en su mano derecha una pistola de grueso calibre. En ella se había colocado un guante de látex.

—Pero– inició su queja el oficial

—Nada oficial. Gracias– Interrumpió Martín. Y disparó.

El cuerpo de Macías cayó encima de Pablo, bañándolo también a él en sangre y pedazos de cráneo. Pablo gritó de dolor cuando el peso muerto le apretó las heridas de bala. El brazo izquierdo del oficial todavía se sacudía, golpeando el estómago de Pablo en un póstumo intento de cubrirse de algo que ya había pasado. En el brazo derecho sostenía su cinturón, que jamás llegó a hacer el torniquete. La sangre comenzó a salir a chorros por el agujero donde antes estaba la frente del oficial, como tantas otras veces ya habían visto ambos. Pablo tomó el brazo del policía y lo hizo rodar a un lado. Al quedar hacia arriba, el flujo de sangre comenzó a salir con más fuerza. De la cara de Macías solo quedaba la nariz, colgando sobre la boca, y algunos dientes. El ojo que no había desaparecido rodó por esta improvisada pendiente y cayó al suelo, acomodándose entre la pera y el hombro de lo que quedaba del oficial.

—Qué olor, la puta madre. Lo hiciste cagar encima–, le dijo Pablo a su hermano. –¿Era necesario matarlo al pobre tipo? Si ya estaba muerto el otro, teníamos excusas más que suficientes como para cubrirnos. Vos estás loco Daniel. Como siempre, haciendo una de más. Dejame de joder, miralo, no se queda quieto y le falta media cabeza. ¿Quién era el otro que te trajo hasta acá?–

—Alguien a quien aparentemente el Jefe había mandado para matarme. Y me encontraron gracias a vos, que le decís a todo el mundo que estoy cocinando bárbaro. Sin preguntar quién carajo es. Como siempre, vos también. Tuve suerte de que llegara el viejo este, sino en estos momentos el que estaba sacudiéndose era yo. Se ve que pasa el tiempo pero les sigo resultando necesario, sino no me buscarían–

—Te buscaban para matarte, a vos y a mí. No te hagas la película. Vení y ayudame con esto que sino me voy en sangre, dale–, le dijo Pablo mientras se arrastraba sobre su trasero hacia la pared.

—Yo se lo que te digo. Pero otra vez no me voy a arriesgar–

—¿Qué mierda decís?–

—Acepté volver a la organización, hermano. Pero no podía volver a ocupar mi antiguo puesto a menos que me deshiciera del mejor asesino que actualmente trabajaba. Lo estuve esperando todo el día al tipo este. Pensé que no iba a llegar. El jefe me había dado la descripción, el modelo de auto y la hora de llegada. De haber estacionado media hora más tarde al costado de la ruta, bajo la lluvia, no habría tenido tantas complicaciones. Tenía el cuchillo preparado debajo del mostrador. Era bueno en serio, mirá como complicó las cosas–

—no te puedo creer lo que estás diciendo... –

—no lo creas si querés, pero es la verdad. Esta vida de mierda, de andar escapando, de andar pedaleando o caminando todos los días veinte kilómetros, vivir en el medio de la nada sin teléfono, sin un televisor... ¿cuánto más podía aguantar? Menos mal que recibí esa llamada la otra semana. Y no lo dudé. El tipo este, Julián se llamaba, había ganado tanta reputación que estaba empezando a trabajar por cuenta propia y estaba preocupando al Jefe. Demasiado agrandado, soberbio. Incluso hasta llegaron a pensar que estaba planeando quedarse con la cabeza de la organización, y vos sabés bien que con eso no se jode. Así que lo mandó entregado a mis manos... y a cambio de eso, yo vuelvo a trabajar para él con todo mi pasado y mis errores perdonados. Sin rencores. El policía me hizo más fácil el trabajo sucio. O al menos la primera parte. Vos me metiste en esto, Pablo, y te lo agradezco. Pero por algo nunca progresaste como yo. Te mandás muchas cagadas, sos muy boludo–.

Tomó la pistola de la mano de Julián y le apuntó a su hermano.

—No seas hijo de puta Daniel–

—Te quiero mucho hermano. Ya nos vamos a ver otra vez–

Afuera de la casa se sintió el ruido de otro auto frenando. Ya la lluvia había dado paso a una llovizna, mucho menos violenta.

—Me tengo que ir. No lo hagamos más difícil–

—Danieeeel la put... – Pablo no alcanzó a terminar la frase. Un último disparo resonó en el vacío de la casa. Lo que hasta unos segundos era su hermano ahora yacía de costado, mirando al piso. Unos centímetros arriba, parte de su nuca estaba pegada contra la pared, adornada por unas manchas de sangre en forma de abanico. –Como pasaba siempre que remataban a alguien contra una pared–, pensó Daniel. No soltó una sola lágrima. Tomó la pistola con la que había disparado al policía y la colocó en la mano de su hermano, con mucho cuidado. Afuera, la bocina del auto sonó dos veces.

—¿Más complicado de lo que parecía, no?–

—la verdad que sí, Jefe. Si no hubiera sido por ese policía, se hubiera tenido que buscar otro para encargarse de ese Julián. Ah, y dicho sea de paso, me encantó la tonada pueblerina que le puso cuando le dijo porteño de mierda. Y una buena actuación haciéndose el borracho al subir a la bicicleta. ¿Está seguro que no quiere ser actor?–

—Por qué no te vas a cagar, Oso. Todavía me puedo arrepentir eh–.

—Es solo una broma, Jefe. ¿A dónde vamos ahora?–

—En principio, lejos de acá. No se cuanto van a tardar en venir los bomberos, ya me encargué de incendiar el galpón. Que parezca un accidente, ¿no?–

—Que parezca un accidente. Vamos.–

El motor del auto arrancó. Las luces parpadearon y finalmente arrancó, camino al acceso del pueblo, perdiéndose en la profunda oscuridad de la noche.

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