Contrafactuales

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

No obstante, unos cuantos colaboradores del volumen de Squire aprovecharon la oportunidad para entregarse a la expresión nostálgica de un deseo. “La pequeña fantasía literaria”19 de G. K. Chesterton especulaba sobre qué habría ocurrido si don Juan de Austria se hubiera casado con María, la reina de Escocia… o, dicho de otra forma, si Inglaterra se hubiera mantenido católica, como el autor (el progreso de Gran Bretaña y Europa hubiera sido más rápido); el escritor francés André Maurois sugirió que si Luis XVI hubiera sido más valiente y hubiera conseguido evitar la revolución francesa, Francia se habría convertido en una monarquía constitucional como Gran Bretaña; el divulgador histórico y biógrafo alemán Emil Ludwig pensó que si el emperador alemán de tendencias liberales Federico III no hubiera muerto de cáncer a los pocos meses de su reinado en 1888, Alemania se habría convertido en una democracia parlamentaria y no habría seguido siendo el estado autoritario que entró en guerra en 1914, con consecuencias tan desastrosas para sí mismo, Europa y el mundo; sir Charles Petrie, otro historiador conservador cercano a los Fascistas Británicos (aunque siempre antinazi), en un capítulo reimpreso de una publicación anterior, pensó que las cosas le habrían ido mejor a Gran Bretaña, y especialmente a su vida literaria y cultural, si Carlos Eduardo Estuardo hubiera triunfado en su intento de arrebatar el trono a los hannoverianos en 1745; y Winston Churchill sostuvo que si Lee hubiera ganado la batalla de Gettysburg la consecuencia final habría sido una unión de los pueblos anglófonos, algo que él representaba en su misma persona como hijo de padre británico y madre estadounidense. La nostalgia y el pesar por una historia que había tomado un camino equivocado impregnan buena parte de los ensayos del volumen, lo que los convierte en algo más que un divertimento literario; una característica de las versiones alternativas de la historia que volvería con ganas muchas décadas después.

Es evidente que muchas de estas fantasías serían fáciles de cuestionar y no sería difícil derivar consecuencias de forma plausible en una dirección completamente opuesta a la que sus autores imaginaron que los acontecimientos tomarían. La Europa islámica que imagina Philip Guedalla (un tema que, como hemos visto, ya exploraron Gibbon y D’Israeli) no tenía en cuenta el catolicismo militante de los franceses, que podrían haber obedecido a un llamamiento del papa en favor de una nueva cruzada contra los sarracenos victoriosos en España; lord Byron probablemente no habría tenido más suerte en su intento de controlar a los banderizos y pendencieros griegos que su monarca de verdad, el príncipe de Wittelsbach que se convirtió en el infortunado rey Otón; los sindicatos británicos responsables de la huelga general de 1926 eran pragmáticos moderados a los que probablemente la idea de una Inglaterra soviética les habría horrorizado tanto como a monseñor Ronald Knox; un matrimonio entre María, reina de Escocia, y don Juan de Austria no habría contribuido de ninguna manera a que la reina escocesa fuera menos veleidosa, más sensata o más capaz de controlar a los protestantes, y se habría excluido al príncipe austríaco de la vida política británica con la misma firmeza con la que se excluyó a Felipe II cuando se casó con su homónima, María I de Inglaterra; ni Luis XVI de Francia ni ningún familiar suyo mostró la más ligera inclinación a convertirse en monarca constitucional y habrían restaurado el régimen absolutista enseguida que hubieran podido; una biografía reciente ha demostrado que la idea de que Federico III de Alemania era liberal es un mito, y en cualquier caso era un personaje débil con el que el implacable Bismarck, carente de escrúpulos, hacía lo que quería; puede que la posteridad haya considerado a Carlos Eduardo Estuardo como una figura romántica, pero él también era débil e indeciso y era poco probable que hubiera cambiado significativamente nada si hubiera llegado al trono; y Estados Unidos ya era demasiado fuerte e independiente en la década de 1860 incluso para que una Confederación victoriosa contemplara la unión con Inglaterra. Sin duda los ensayos no pretendían convencer, sino meramente entretener a través de la especulación; pero ya se demostraba que era necesario que los historiadores fueran más cuidadosos que los colaboradores de Squire en el establecimiento de condiciones plausibles para sus imaginaciones si tenían que convencer a sus lectores.

El volumen de Squire reflejaba de alguna forma las incertidumbres y los miedos de la política británica de finales de la década de 1920 y principios de la de 1930, cuando ningún partido era capaz de conseguir una mayoría en el parlamento y políticos como Oswald Mosley y Winston Churchill pasaban con facilidad de un bando a otro. A medida que los contornos de la política británica y europea se volvieron más nítidos con la ascensión del nazismo, este tipo de especulaciones desapareció. Ocasionalmente siguieron apareciendo ensayos contrafactuales, unos más serios que otros, en los años sucesivos. El enorme Estudio de la historia en varios volúmenes de Arnold Toynbee incluyó un puñado de intentos de especulación de este tipo, siguiendo los pasos de Gibbon y abordando cómo habría sido Francia si Carlos Martel no hubiera derrotado a los árabes, pero también imaginando las consecuencias de una invasión vikinga completa de Europa.20 En 1953 el escritor estadounidense Joseph Ward Moore publicó una novela, Lo que el tiempo se llevó, ambientada a mediados de siglo xx, después de la victoria de Lee casi un siglo antes en la batalla de Gettysburg durante la guerra civil estadounidense (el punto a partir del que el relato contrafactual diverge de la serie cronológica histórica). La Confederación victoriosa ha conquistado América del Sur y buena parte del Pacífico, pero los alemanes han ganado la Primera Guerra Mundial y se han convertido en la potencia rival. Se ha abolido la esclavitud pero los avances tecnológicos han sido muy lentos y no hay aviones, bombillas, coches ni teléfonos. Mientras la Confederación prospera, Estados Unidos se ha visto reducido a una zona relativamente pequeña de América del Norte y ha caído en la pobreza y la violencia racial. En este caso el objetivo, antes que proponer un escenario contrafactual plausible, es invertir los signos de la historia real con intención satírica; y la adscripción de la novela a la ciencia ficción se confirma cuando el protagonista descubre cómo viajar al pasado (de forma improbable, dado el atraso tecnológico que se nos había descrito), visita la batalla de Gettysburg y sin darse cuenta cambia el curso de la misma de modo que Lee pierde en lugar de ganar, con lo que la serie cronológica vuelve a ser la que conocemos: el Norte derrota a la Confederación y ocurre todo lo que ocurrió en realidad. De forma oportuna, en ese momento el protagonista queda atrapado en el pasado que ha creado, ya que el mundo del que ha venido desaparece sin dejar rastro.21

Durante la década de 1960 y 1970, pueden encontrarse es­porádicamente artículos, a menudo debidos a historiadores especialistas que especulan sobre su propio campo de investigación, en varias revistas y periódicos, sin que lleguen a iniciar una tendencia. En 1961 el periodista estadounidense William L. Shirer, autor del gran éxito de ventas Auge y caída del Tercer Reich, publicó un breve ensayo, “If Hitler Had Won World War II” [Si Hitler hubiera ganado la Segunda Guerra Mundial], en el que sugería que los nazis habrían conquistado Estados Unidos y habrían iniciado el Holocausto de los judíos estadounidenses. Pensado para intentar reavivar el recuerdo estadounidense de la maldad del nazismo, el ensayo apareció en un momento en que el juicio en Jerusalén contra Adolf Eichmann, el teniente coronel nazi que fue el administrador principal del exterminio de los judíos europeos, volvía a despertar la memoria pública sobre los crímenes del nazismo. Shirer había sido corresponsal de prensa en Alemania durante los años treinta y fue testigo de primera mano del antisemitismo nazi. Convencido desde un principio de que Hitler disfrutaba del apoyo abrumador de la mayoría de los alemanes de a pie, no quería que se olvidara la historia del nazismo en una época de amistad entre Alemania Occidental y Estados Unidos en el contexto de la Guerra Fría.22 En una vena más académica, en 1976 el historiador británico Geoffrey Parker publicó un ensayo más serio sobre el contrafactualismo con un breve estudio sobre lo que habría pasado si la Armada Invencible hubiera conseguido desembarcar en Inglaterra en 1588: Felipe II de España habría conquistado el país y restablecido el catolicismo, y aprovechando los abundantes recursos de la economía inglesa para sus ambiciones globales, es muy posible que hubiera llevado a la contrarreforma a la victoria en Alemania y que hubiera asentado el control español de América del Norte.23

Parker iba a regresar a la historia contrafactual cuatro décadas más tarde con una colección de ensayos y un intento más sistemático de justificar las especulaciones de este tipo. Su ensayo, junto a las distintas recopilaciones que lo precedieron y siguieron, demostró un rasgo de la historia contrafactual, a saber, que en tanto especulación histórica siempre adopta la forma de ensayo, normalmente muy breve. Privados de verdadero material empírico, los historiadores no tardan en quedarse sin combustible. Las especulaciones contrafactuales más extensas casi siempre han adoptado la forma de novelas. El escritor italiano Guido Morselli llevó a cabo un intento especialmente notable de novela contrafactual en 1975. Su libro Contro-passato prossimo: un’ipotesi retrospettiva [Pasado condicional: una hipótesis retrospectiva] mezcla técnicas novelísticas, crónica e historia para retratar un mundo en que el ejército austríaco rompe el punto muerto en el que ha embarrancado la Primera Guerra Mundial en 1916 al utilizar un túnel secreto bajo los Alpes para invadir por sorpresa el norte de Italia y penetrar en el sur de Francia. Mientras tanto, un comando británico secuestra al káiser, cuya oferta característicamente megalómana de que lo intercambien por ochenta mil prisioneros de guerra británicos levanta tal indignación en Alemania que el jefe del gobierno, el canciller Bethmann Hollweg, se ve obligado a dimitir; lo sustituye el político liberal Walther Rathenau, que concluye un armisticio con las potencias aliadas después de que el ejército alemán haya penetrado en sus filas en el frente occidental y de que la marina alemana haya destruido a la británica en el mar del Norte. Las condiciones del armisticio de Rathenau que, para sorpresa de todos, no formulan reivindicaciones territoriales, sino que proponen la creación de una Europa federal sobre una base socialista, se rechazan en Alemania, donde un golpe expulsa a Rathenau entre manifestaciones antisemitas y lo sustituye por Hindenburg. El mariscal de campo impone leyes tan severas en los países derrotados que surgen movimientos de resistencia por todas partes y los sindicatos de toda Europa lo derrocan mediante una huelga general, lo que lleva a la vuelta de Rathenau y finalmente a la fundación de la confederación socialista europea.24

 

Morselli hace grandes esfuerzos por ofrecer detalles cuidadosamente documentados de los acontecimientos históricos de la guerra, pero desplazándolos un poco en el tiempo, de modo que el putsch de Kapp de 1920, en que una huelga general derrotó a un golpe derechista en Berlín, se desplaza hacia adelante y cae en manos de Hindenburg, y los avances militares en los frentes italiano y occidental siguen a una descripción detallada del estado de cosas que les precedió procedente de documentos históricos. Sin embargo, los hechos históricos alterados que sustentan el relato de Morselli son demasiado numerosos y arbitrarios para convencer al lector. El túnel secreto que atraviesa los Alpes es por sí mismo una hipótesis osada, pero no es en absoluto seguro que hubiera dado a los austríacos la ventaja decisiva que Morselli describe; además, no se trata de una circunstancia histórica alterada, sino de pura invención ficticia. Y añadir a ello el secuestro del káiser hace que todo el escenario entre de lleno en el reino de la fantasía. Ciertamente Walther Rathenau creía en la unidad económica europea y en una economía dirigida y centralizada, pero lejos de ser socialista, fue un hombre de negocios de riqueza considerable, políticamente liberal; y la idea de que habría intentado fundar una confederación política europea en lugar de una confederación económica extiende de nuevo lo plausible más allá de límites razonables.25 Al fin y al cabo, el libro no es ni historia contrafactual ni pura ficción contrafactual. Ante todo, es un ejemplo de expresión de un deseo. La historia contrafactual de la guerra de Morselli sigue a Renouvier no solo al presentar un pasado modificado como utopía retrospectiva, sino incluso al terminarla con la realización de la idea de una liga de naciones. La única diferencia es que en el momento en que Morselli escribía, existía de hecho una organización internacional de este tipo, aunque ni mucho menos basada en el socialismo.26

Al año siguiente, en el ambiente de cauta liberación que empezaba a extenderse por España tras la muerte del dictador Francisco Franco, el escritor catalán Víctor Alba publicó un libro titulado 1936-1976. Historia de la II República Española, en que narraba, como si no hubiera habido Guerra Civil, las cuatro décadas que pasaron desde lo que en realidad fue la crisis final de la República. En lugar de caer víctima de un golpe militar fracasado que llevó al inicio de tres años de hostilidades entre republicanos y sublevados, el gobierno de Casares Quiroga detiene a los conspiradores, jubila antes de tiempo a Franco y a sus generales afines y apacigua a la izquierda nacionalizando casi un tercio de la economía. La alteración del punto de partida histórico depende de convertir a Quiroga en un dirigente político mucho más firme y decidido de lo que realmente fue (en realidad dudó demasiado tiempo y luego dimitió). Como Geoffroy, Alba intercaló en su relato vislumbres del curso real de los acontecimientos, si bien los presentó como el producto de una imaginación desatada. En la historia aparecen personas reales, incluido el propio Franco, que se reincorpora como jefe del estado mayor general del ejército cuando los alemanes e italianos invaden el país en 1940, al ver en la República una importante aliada de la Francia republicana. Los alemanes bombardean Guernica como ocurrió en realidad, García Lorca es asesinado y los acontecimientos de la Guerra Civil se transforman en acontecimientos de un supuesto conflicto entre España y las potencias del Eje.27 Este ejemplo republicano de expresión de un deseo tuvo respuesta en Los rojos ganaron la guerra, publicado por Fernando Vizcaíno Casas en 1989. Mientras que Alba hizo grandes esfuerzos para apoyar su libro en investigaciones académicas, el franquista Vizcaíno presentó a los republicanos, polémicamente y sin preocuparse demasiado por documentarse, como comunistas o sus cómplices conscientes, exageró las cifras de las masacres republicanas de prisioneros sublevados, minimizó o ignoró las atrocidades cometidas por su propio bando y difamó a los dirigentes republicanos tachándoles de asesinos de masas. Sin embargo, al entregarse a distorsiones tan obvias, socavó lo plausible de su propia construcción y dio pie a contrafantasías del otro bando todavía más extremas y polémicas, en las que Franco (por ejemplo) sufre una muerte espantosa al comienzo del conflicto ahogado en excrementos humanos. Las pasiones desatadas por la Guerra Civil y las décadas de gobierno autoritario que le siguieron encontraron expresión tras la muerte de Franco en escenarios contrafactuales españoles que volvían a luchar la guerra desde el comienzo y con creciente amargura.28

A veces este tipo de crisis y divisiones políticas profundas puede dar pie a historias contrafactuales bastante desesperadas. En 1972, en medio de las convulsiones políticas provocadas por la guerra de Vietnam, la historiadora estadounidense Barbara Tuchman imaginó que en enero de 1945 Mao Tse-Tung y Zhou Enlai habían escrito al presidente Franklin D. Roosevelt ofreciéndole ir a la Casa Blanca para hablar de la guerra en China y especialmente del conflicto entre sus fuerzas comunistas y las fuerzas nacionalistas de Chiang Kai-shek, que contaban con el respaldo de Estados Unidos. Tuchman publicó la carta falsa, supuestamente oculta hasta ese momento, en la revista Foreign Affairs, seguida de un ensayo sobre qué habría pasado si se hubiera aceptado la oferta: puede que se hubiera convencido a Estados Unidos de que no apoyara a los nacionalistas, es posible que Mao hubiera aceptado no considerar a Estados Unidos un país enemigo, “quizá no hubiera habido guerra de Corea con todas sus nefastas consecuencias […]. Puede que no hubiéramos ido a Vietnam”.29 Tuchman formuló la hipótesis de que la oportunidad se había perdido por la actitud de obstrucción del entonces embajador estadounidense en China. Sin embargo, el realismo del escenario era dudoso, en buena medida porque la hostilidad estadounidense hacia el comunismo ya era tan profunda que una alianza con Mao contra Chiang parecía extremadamente improbable.

En Gran Bretaña, la situación era muy distinta. La colección más bien frívola de Squire dominó el campo durante mucho tiempo. Seguramente E. H. Carr pensaba en los ensayos de If It Had Happened Otherwise cuando tachó este tipo de especulaciones de mero juego de salón.30 El divulgador histórico, escritor y presentador de la bbc Daniel Snowman, responsable de una larga lista de sólidas publicaciones históricas, intentó superar esta limitación en 1979. La fecha de publicación sugiere raíces políticas profundas en el clima de incertidumbre y examen de conciencia que dominó los años setenta, cuando el debate sobre la “decadencia de Gran Bretaña” estaba a la orden del día. Igual que Margaret Thatcher proclamó que podía ofrecer algo mejor a Gran Bretaña que lo que ofrecían las élites existentes, Snowman invitó a algunos historiadores a contar cómo lo habrían hecho mejor que los actores históricos del pasado. En la introducción a su colección If I Had Been... Ten Historical Fantasies [Si yo hubiera sido… Diez fantasías históricas], publicada en Londres en 1979, Snowman se quejó de que en las historias especulativas como la de Squire “no hay reglas respecto al grado de condicionalidad permitido, y los resultados pueden ser tan fantasiosos como a uno le apetezca”.31 Con la ayuda de diez historiadores profesionales, Snowman procuró reducir la arbitrariedad evidente de algunas contribuciones a la colección de Squire pidiéndoles

que evocaran un contexto histórico estrictamente auténtico y que recrearan tan exactamente como fuera posible la situación a la que se enfrentó la personalidad sobre la que trataba su ensayo. No podía haber deus ex machina, asesinatos inventados ni intervenciones melodramáticas del destino que dieran alas artificiales a la imaginación. Además, se pidió a los autores que se concentraran en un momento concreto del pasado y en el proceso de toma de decisiones que tuvo lugar entonces: la especulación sobre lo que podría haber ocurrido o no después solo debía ser una consideración secundaria. Por lo tanto, los ‘sis’ de este libro aparecen en un marco cuidadosamente circunscrito por los hechos históricos. Lo único que cambia es que se supone que el personaje principal de cada texto ha optado por una forma de actuar algo distinta, pero completamente plausible, de la que en realidad adoptó.32

La forma de proceder de Snowman introdujo importantes factores de restricción, que limitaban el grado de especulación de forma efectiva. Finalmente, pidió a los colaboradores (una vez más, todos eran hombres) que concluyeran su contribución con una reflexión sobre sus implicaciones. Todo ello dota a su recopilación de una unidad que encontramos en pocos casos.

Sin embargo, sigue presentando problemas. El primero, tal como reconoce Snowman, es que al escoger “grandes hombres” (y en efecto son todos hombres) da crédito a la desacreditada idea de que la historia la hacen los grandes hombres y poco o nada más, mientras que la mayoría de historiadores señalarían el papel de factores más impersonales además del impacto del individuo, o incluso en lugar de él. Desde luego, tal como admite Snowman, “solo un necio o un romántico incurable atribuiría los movimientos fundamentales de la historia casi exclusivamente a un puñado de dirigentes”. No obstante, finalmente el recopilador más que afrontar el problema lo esquiva y se limita a comentar que los ensayos del volumen “no pretenden adscribirse a un punto de vista en uno u otro sentido sobre el papel que han jugado los ‘grandes’ hombres de la historia, sino más bien proporcionar datos para un debate que a buen seguro seguirá muy vivo”.33 Quizá resulta más interesante que Snowman mencione la cuestión del libre albedrío y el determinismo, y señale que el presente es, o como mínimo parece ser, indeterminado, con un amplio abanico de posibles formas de proceder ante nosotros; no es hasta al cabo de un tiempo cuando empezamos a identificar las razones de tipo más general por las que escogimos una opción y no otra.34 Sin embargo, también en este caso deja la cuestión sin resolver, quizá como no podía ser de otra manera, ya que las condiciones en las que pide a sus colaboradores que imaginen que se escoge una opción distinta están cuidadosa y estrechamente circunscritas.

Lo que es más importante, tal como ha señalado Niall Ferguson, es que todo el volumen de Snowman cae en la trampa de expresar deseos.35 Ningún historiador, si le preguntan cómo se habría comportado si hubiera estado en la piel de un personaje histórico, dirá que no habría igualado la sagacidad, brillantez o valentía de aquella persona. La gracia del ejercicio es que lo hará mejor; no caerá en los errores de su personaje y tendrá éxito en aquello en lo que este fracasó. De este modo, Roger Thompson, en el papel de conde de Shelburne, evita la independencia de Estados Unidos; Esmond Wright, haciendo de Benjamin Franklin, impide que el descontento estadounidense de la misma época desemboque en una revolución; Peter Calvert, como Benito Juárez, salva al emperador Maximiliano, que los franceses endilgaron a los mexicanos, y trae décadas de paz a esa conflictiva tierra; Maurice Pearton es Adolphe Thiers y evita la guerra franco-prusiana de 1870-1871; Owen Dudley Edwards, que hace de Gladstone, resuelve la cuestión irlandesa; Harold Shukman, en el papel del demócrata liberal Aleksandr Kérenski, jefe del gobierno provisional en los meses que siguieron a la revolución de febrero de 1917 que derrocó al zar, evita que los bolcheviques lleguen al poder; Louis Allen, en la piel del general japonés Hideki Tojo, descarta bombardear Pearl Harbor; Roger Morgan es el canciller Konrad Adenauer y reunifica Alemania después de la nota de Stalin de 1952 que ofreció negociaciones; Philip Windsor, de Alexander Dubček, evita la invasión del Pacto de Varsovia que en realidad derrocó en 1968 al régimen comunista liberal que él encabezaba en Checoslovaquia; Harold Blakemore se encarna en Salvador Allende y salva el gobierno socialcomunista que este presidía en Chile, al impedir un golpe militar en 1972-1973.

 

Los historiadores del volumen de Snowman hacen lo que un historiador no debería hacer nunca: aleccionan a personas del pasado sobre cómo debían haber hecho las cosas. ¿Realmente pensamos que podríamos haber evitado los errores que ellos cometieron? Desde luego, es fácil caer en esa tentación. Pero debemos resistirnos. Como observa Ian Kershaw en su estudio de las actitudes de los alemanes de a pie hacia la dictadura nazi: “Me gustaría pensar que si yo hubiera vivido esa época habría sido un antinazi convencido comprometido con la resistencia clandestina. Sin embargo, en realidad sé que habría estado tan confundido y que me habría sentido tan indefenso como la mayoría de la gente sobre la que escribo”.36 Nos imaginamos que lo haríamos mejor que la gente del pasado porque tenemos el lujo de la perspectiva y, esto es crucial, porque somos personas distintas con ideas y supuestos distintos y formas distintas de tomar decisiones. Evidentemente, Snowman es consciente de este problema y por lo tanto insiste en que el comportamiento de los personajes históricos cuya identidad asumen los autores tiene que estar alineado con lo que sabemos de ellos por los datos históricos. Pero, como él mismo reconoce, esto no resuelve del todo el problema de ponerse en la piel de un actor histórico muerto hace tiempo.37 En la práctica, lo que estos historiadores hacen es desear un cambio de personalidad de las figuras históricas que abordan: Kérenski se vuelve más decidido de lo que en realidad era; Stalin se vuelve más sincero en su nota de 1952, en la que ofreció la reunificación alemana, de lo que realmente era; Allende se vuelve menos confundido de lo que estaba; Tojo se vuelve menos agresivo de lo que era; Maximiliano está menos desamparado de lo que estaba; y Thiers se vuelve más perspicaz de lo que era. Para que el truco funcione, hay que desobedecer la consigna de Snowman de respetar la personalidad de los individuos en cuya piel se ponen los colaboradores.

Sin embargo, en el contexto de un análisis de la historia alternativa, resulta más importante que cualquiera de estas consi­deraciones el hecho de que los colaboradores dicen poco o nada sobre las consecuencias de las decisiones alternativas que analizan. Cuando lo hacen, sus especulaciones son tan breves que constituyen poco más que sugerencias provisionales. Dos siglos después de que Shelburne consiga evitar la independencia de Estados Unidos, la máxima autoridad del país es la reina Isabel II; se cree que probablemente la victoria del emperador Maximiliano de México no habría provocado grandes cambios a largo plazo, con una serie de golpes de estado y dictaduras, aunque se apunta a la posibilidad de que no hubiera habido revolución mexicana en 1911 y que por tanto tal vez Estados Unidos no hubiera intervenido en la Primera Guerra Mundial, que también podría haberse evitado si no hubiera estallado la guerra franco-prusiana de 1870. Pero se omiten todos los años intermedios, y por consiguiente no se toma en consideración ninguno de los posibles acontecimientos o evoluciones que hubieran podido ocurrir en ese tiempo. De hecho, en última instancia, estas hipótesis a largo plazo son de interés secundario para los colaboradores, estrictamente subordinados a la tarea principal que se les ha encargado, es decir, examinar las decisiones y ponerse en la piel de los actores que les corresponden, y explorar su contexto histórico inmediato.38 Además, estas especulaciones ponen una enorme capacidad imaginativa en manos de políticos concretos, y les dan retrospectivamente los medios para desafiar o dar la vuelta a las grandes fuerzas históricas a las que se enfrentaron.

Muy distinto fue el intento de Alexander Demandt, historiador alemán especialista en la antigua Roma, de justificar la historia con­trafactual en 1984. En su breve tratado Ungeschehene Geschich­te [Historia que no ha ocurrido], sostuvo que “las referencias a posibles desarrollos alternativos nos descubren acontecimientos cruciales que fácilmente habrían podido terminar de otra manera”. El problema de esta idea relativamente banal es que en realidad esas referencias no son necesarias para descubrir los acontecimientos en cuestión. Los quince ejemplos de Demandt abordaron temas recurrentes como la derrota de Carlos Martel en 732 (una Europa en paz marcada por un avance temprano del conocimiento científico); la victoria de la Armada Invencible en 1588 (una Inglaterra católica, quizá liberal debido a la destitución del duque de Alba y la proclamación de la tolerancia religiosa); y la supervivencia del archiduque Francisco Fernando en 1914 (ni Primera ni Segunda Guerra Mundial). Por lo tanto, Demandt tenía tanta tendencia a expresar deseos como el resto de contrafactualistas. Sin embargo, introdujo una serie de cuestiones clave que iban a ocupar a los estudiosos del género por algún tiempo, con sus afirmaciones de que las “alternativas alejadas de la realidad son improbables”, “los acontecimientos están predeterminados en mayor o menor grado” y “los acontecimientos improbables van aparte”; en otras palabras, planteó el problema de hasta qué punto y de qué manera se puede restringir o limitar la imaginación contrafactual. “Hay que contrastar la fantasía histórica –señaló acertadamente– con la plausibilidad empírica. La medida de lo irreal es lo real”.39

El tratado de Demandt aportó una nota de seriedad alemana al tema, pero la frivolidad angloestaounidense no tardó en reafirmarse con un fino volumen que contenía veintidós ensayos de varios autores, en su mayor parte historiadores profesionales británicos y estadounidenses, editado en 1985 por el especialista en historia de Francia y profesor de Yale John Merriman, titulado For Want of a Horse: Choice and Chance in History [Por falta de un caballo: elección y azar en la historia], una referencia al pasaje del final de Ricardo III de Shakespeare en que el rey muere en una batalla porque no encuentra un caballo que montar, con lo que se da inicio a la nueva dinastía de los Tudor y en Inglaterra se pone fin a la Edad Media. Publicitadas en la cubierta como “especulaciones humorísticas”, la recopilación incluyó breves análisis de una gran variedad de temas, incluido el papel de las palomas en Francia, o del borsch, la sopa de remolacha, en Rusia, o, de forma más general, la mala suerte (como en el caso de los Estuardo, a los que les tocó más parte de ella que la que les correspondía), o el azar y la contingencia, como el giro equivocado del coche del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo en 1914, que resultó en su asesinato. De hecho, solo cinco ensayos son realmente especulativos, en el sentido de que se dedican principalmente a analizar cursos alternativos que hubieran podido tomar los acontecimientos en lugar de narrar los propios acontecimientos y subrayar el papel del azar y la contingencia en la forma como acabaron sucediendo.

Sie haben die kostenlose Leseprobe beendet. Möchten Sie mehr lesen?