El amor después del amor

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B. Monogamia única infiel

La monogamia única es una forma de apareamiento que previene tanto el abandono de los hijos genéticos como su entrega al cuidado de otro progenitor, o tener que hacerse cargo de los genes de otro padre. Y, dado que en la especie humana el período de cuidado de un hijo antes de que pueda hacerse autónomo e incorporarse a otro tipo de cuidado grupal es de cuatro años, cuando se tiene más de dos hijos predominan los factores de apego por sobre la búsqueda de diversidad. En este proceso, del enamoramiento se pasa a un estado psíquico caracterizado como de estabilidad, en el cual la producción de endorfinas —según Liebovic— aporta con las sensaciones de bienestar y paz. Su origen está en la necesidad de que macho y hembra se encariñen durante el tiempo suficiente como para permanecer juntos durante una crianza prolongada más allá de los cuatro años (46).

A lo anterior debe agregarse que, a partir del descubrimiento del arado, el hombre y la mujer dependen recíprocamente, y esto facilita la creación de un lazo permanente. Al respecto, es necesario recordar que en los vínculos adultos la relación de cuidar y ser cuidado en un solo sentido, es más débil que cuando se da en ambas direcciones. Con el aumento de la edad cronológica, conviene a la pareja hacerse cargo mutuamente uno del otro y ver crecer a los nietos como un sustituto del instinto de tener hijos.

Sin embargo, esta relación para toda la vida, sustentada en el proyecto común de criar a los hijos, de dar cumplimiento a un mandato social, de la dependencia mutua y del afecto, no exige de por sí la lealtad sexual tal como la entendemos hoy. En muchos hombres, la tendencia filogenética a la infidelidad se vive de diversas maneras según lo permitan la sociedad y la cultura, implícita o explícitamente. Dicha disposición proviene tanto del impulso primitivo promiscuo que subyace en nuestra condición animal, como de los largos períodos de evolución de la especie en que los machos vivieron en poligamia, en harenes, y las hembras sostenían relaciones paralelas para reasegurarse el apoyo, la protección y la provisión de un macho en caso de faltar o morir el padre de sus crías.

Esta forma vincular tiene exigencias, motivaciones y limitaciones parecidas a las de la monogamia única fiel que describiremos a continuación, pero con la diferencia de que el mundo afectivo-sexual se vive disociado. Ello daña la relación por el carárter de mentira que la atraviesa, por la asimetría con que se plantea y por la pérdida de toda la fuerza y atractivo que potencia a una relación de pareja con una sexualidad exclusiva. Además, no sólo se ve afectada la sexualidad; también la comunicación, la pasión y, en parte, los proyectos y compromisos acordados. El o la amante consume los recursos, la energía psíquica y la preocupación a ese miembro de la pareja, restándoselos a su cónyuge.

Por otro lado, contiene un riesgo: perder el control del aspecto sexual disociado, que el cónyuge se enamore y la pareja se haga trizas (106).

C. Monogamia única fiel

La lealtad a la relación monogámica es un agregado cultural que exige la renuncia de la pulsión, el sacrificio de la tendencia natural a la infidelidad. Esta exigencia de fidelidad es de tal monta, que la sociedad se la plantea como posible de cumplir sólo recién a partir de fines del siglo XX. Antes no era sino una intención loable, coherente con la doctrina planteada por la religión católica, pero únicamente exigida a la mujer.

De todas las formas evolutivas de hacer pareja, ha predominado la monogamia. La sociedad y la cultura occidental han privilegiado la monogamia única; sin embargo, por la carga filogenética que portamos en nuestros instintos, el abanico de posibilidades las congrega a todas. Hay personas promiscuas y otras que aún mantienen harenes (o a varias concubinas o amantes simultáneas). La monogamia en serie múltiple es casi la regla entre los famosos del espectáculo. La monogamia en serie doble es opción de casi el 40 a 50% de la población mundial, y las ocurrencias de monogamia única leales y desleales son entre el 30 y 40% respectivamente (95).

Hemos descrito los determinantes filogenéticos, la herencia de nuestros antepasados, quienes, por la forma en que fueron resolviendo el dilema de hacer pareja y familia, tuvieron mayor capacidad de sobrevivir y nos legaron sus genes con dichas tendencias instintivas grabadas. Pero la cultura sacrifica el placer de gratificar el instinto, en pro de obtener formas de vida más “refinadas” o más sublimadas o, tal vez, podríamos decir con un mayor grado de “realización”.

Estar casado con la misma persona toda la vida y mantener la fidelidad afectivo-sexual, exige ser capaz de sostener la investidura libidinal y el atractivo del vínculo a través del tiempo sin que este se agote. Para que ello ocurra, es necesario elaborar la ambivalencia extrema de amor-odio que se activa en toda relación cercana, resolver el agobio que se despierta en la relación íntima, y tener la creatividad suficiente para superar el tedio que emerge inevitablemente en la rutina.

La motivación que subyace al compromiso leal con otro para toda la vida, es la posibilidad de resolver las ansiedades de separarse mediante la creación de un vínculo, no circunscrito a un tiempo limitado y que tiene carácter de incondicional, con la confianza, desprendimiento y gratuidad que ello implica. Se busca en este encuentro permanente un camino de realización personal, con la idea de que sólo se accederá a él en una relación con otro para toda la vida, como veremos a continuación en este mismo capítulo. Los riesgos de este ambicioso compromiso son equivocarse en la elección de la pareja, o vivir circunstancias que lleven a que la relación se transforme en una experiencia insoportable y, a pesar del fracaso, se siga insistiendo en el cumplimiento de aquel compromiso inicial, con consecuencias negativas tanto para los miembros de la pareja como para sus hijos.

Este tipo de relación vincular se da entre las partes con mayor simetría que las descritas antes, lo que a veces implica mayor grado de confusión en cuanto a los roles, los deberes y derechos de los cónyuges. Por tal razón, esta forma de hacer pareja requiere de una elaboración mutua permanente. Como veremos, es la alternativa escogida por el mayor número de parejas a partir del siglo XXI, aunque por ahora este exigente proyecto sólo es logrado, en su propósito, por un porcentaje relativamente bajo.

Las parejas que eligen constituirse como monogamias únicas leales pueden formar parte del grupo de parejas modernas que Philippe Turchet, en su libro Pourquoi les hommes marchent-ils à la gauche des femmes? Le sindrome d´amour (¿Por qué los hombres caminan a la izquierda de las mujeres? El síndrome del amor), ha denominado como “des couples rares” (las parejas diferentes), que corresponderían a un 14,2% de todas las parejas en la cultura occidental. O sea, una de cada siete. El autor plantea que las seis restantes sostienen el vínculo por necesidades infantiles de dependencia no resueltas, o por cumplimientos obsesivos-narcisistas de la norma y de la apariencia social correcta. Infiere estas conclusiones de un estudio empírico en un grupo de tres mil parejas, las cuales fueron observadas en un área de su comportamiento vincular (115).

CAPÍTULO III

Condicionantes sociales y culturales de los distintos tipos de pareja

En el ser humano, sobre los determinantes filogenéticos que señalé actúa la sociedad, la cual regula la descarga del instinto y da origen a una determinada cultura. Esta, a su vez, modula las formas de relación política, familiar, militar y religiosa de un grupo. A continuación describiré los condicionantes sociales y culturales que han influido en las diversas modalidades de pareja en la cultura occidental, desde nuestros ancestros más primitivos. Para cada período en que hemos evolucionado, precisaré el tipo de relación de pareja, las características afectivas de la relación, el poder y el control que se ejerce en ella, la valoración de la mujer por parte del hombre y la sociedad, la posibilidad de disolución del vínculo y cómo se da esto en caso de existir.

1. Desde la era de los primates hasta el elabón perdido (20.000.000 años —> 10.000.000 años a.C.)

• El tipo de relación de pareja es la promiscuidad. La relación es movilizada exclusivamente por la descarga del instinto, motivando una sexualidad entre todos los miembros de una comunidad, sin importar lazos sanguíneos. El vínculo afectivo es reducido, aunque el primate mantiene las conductas de apego observadas en los animales.

El control de la relación se obtiene por la vía de la fuerza y del instinto. Este último coopera con todas aquellas conductas predeterminadas biológicamente, que ayudan a seducir sexualmente a la pareja y, posteriormente, a criar a los hijos. La fuerza se aplica en la competencia, en la lucha con los demás, a veces por parte del macho para imponerse a la hembra, o por parte de la hembra para rechazar al macho. La hembra es considerada como objeto del deseo sexual y como medio de esparcir los genes a través de sus descendencia.

Prácticamente no podemos afirmar que ocurra disolución del vínculo, pues este es muy rudimentario.

2. Período del eslabón perdido (10.000.000 años —> 7.000.000 años a.C.)

• El tipo de relación de pareja es el harén. Un macho tiene a su disposición a varias hembras, quienes se le entregan sexualmente y crían a sus hijos. A cambio, él otorga protección, cuidado, alimentación y un espacio de territorio.

Las variables afectivas de la relación se caracterizan por el intercambio y la conveniencia mutua: el macho “provee” un afecto predominantemente paternalista; la hembra “provee” un afecto más bien filial e idealizador.

 

La relación es asimétrica, con el poder y el control por parte del macho —él es el dueño de los bienes y del territorio— y tiene la potestad de decidir la pertenencia o la exclusión de sus hembras en el harén; por consiguiente, su valoración respecto del aporte individual de la mujer que vive con él es mínima: lo que ella entrega puede ser sustituido por lo que suministra otra. Además, el hombre tiene una capacidad limitada de establecer vínculos profundos y comprometidos.

3. Período de los homínidos y de los humanos gregarios (7.000.000 años —> 3.000 años a.C.)

• El tipo de relación de pareja es la monogamia en serie. Tiende a establecerse por los factores que ya mencionamos en los condicionantes filogenéticos, a los que agregamos la necesidad de formar pareja sólo durante el tiempo suficiente para que las crías superen la etapa de absoluta indefensión.

Tal como sucede en muchas especies, los vínculos humanos de pareja se desarrollaron en un principio para extenderse únicamente por el lapso que lleva criar a un hijo dependiente; es decir, por los primeros cuatro años, a menos que un segundo hijo sea concebido. Estos primeros hominoides que permanecían unidos hasta que su vástago era destetado y criado, posiblemente sobrevivieron en mayor número en relación a los otros, y prepararon el terreno para una monogamia en serie, como tendencia instintiva, con su base genética y biológica.

Hay varios elementos que confirman esta hipótesis. Según señala H. Fisher, entre los miembros de las tribus de África meridional las madres mantienen una relación muy cercana con el hijo, y para evitar quedar nuevamente embarazadas realizan gran cantidad de ejercicios físicos, consumen una dieta baja en calorías, amamantan en forma permanente a sus hijos e incluso les ofrecen el pecho a modo de chupete, interrumpiendo así la ovulación. Todo esto, más o menos por tres años. En consecuencia, los bebés kung nacen cada cuatro años, el mismo período que entre los nacimientos de los aborígenes australianos que practican el amamantamiento continuo, y entre los gainj de Nueva Guinea. También los niños son destetados al cuarto año por los yanomamos de la Amazonía, los esquimales netsilik, los lepcha de sikkim, y los dani de Nueva Guinea (46).

Todos estos antecedentes han llevado a concluir, entre otros a la antropóloga Jane Lancaster, que el patrón de cuatro años entre partos era el modelo reproductivo habitual durante nuestro largo pasado evolutivo. En esta modalidad, la pareja establece un vínculo afectivo que tiene las características de lo que describiremos más adelante como el estado de enamoramiento, un amor destinado fundamentalmente a la procreación y a la crianza de los hijos (46).

En él las relaciones son simétricas: basados en el proyecto en común de criar a la descendencia, el hombre y la mujer se reparten las tareas. Originalmente se trataba de sociedades nómadas, cuya supervivencia se sustentaba en la recolección, y donde las mujeres adquirieron mucha importancia en las labores de acopio y suministro del alimento nocturno. Ellas salían rutinariamente del campamento para trabajar y llevar a la casa bienes preciosos e información valiosa.

Los investigadores Bachofen, Morgan y Engels plantean una relativa igualdad entre los sexos como regla en muchas sociedades preagrícolas antiguas. La antropóloga Eleanor Leacook, con información proveniente de todo el mundo, demuestra que en las comunidades prehistóricas, hombres y mujeres tenían las mismas libertades, “derechos” y obligaciones (46).

De lo descrito anteriormente se desprende que la mujer cumplía una importante función dentro del grupo social y en la relación monogámica en serie. Si bien durante el período de crianza debía abocarse a la tarea de amamantamiento y cuidado de la criatura, dentro de la economía doméstica de las sociedades nómadas —donde no hay cultivos—, era de su responsabilidad el acopio de los alimentos. Por su parte, el macho se ocupaba de salir a cazar animales.

Como señalábamos previamente, en este período la mujer se mueve con mucha más independencia dentro de su clan y, al no estar comprometida en un vínculo para toda la vida, una vez cumplida la labor de crianza queda en libertad para unirse con otro hombre. La relación de pareja se sostiene mientras se cría al hijo, hasta que este alcanza la suficiente habilidad e independencia para integrarse a los grupos de niños de los cuales la comunidad se hace cargo. Tal situación cambiará con el sedentarismo y la introducción del arado.

Todo esto nos hace pensar que, durante varios millones de años, el ser humano mantuvo relaciones de pareja monogámicas, pero varias en el transcurso de su vida.

4. Desde la invención del arado hasta la consolidación social de la Iglesia Católica (3.000 a.C —> Siglo IV d.C)

• El tipo de relación de pareja en este período es la monogamia única con infidelidad principalmente masculina.

Para Helen Fisher, la antropóloga que publicó Anatomía del amor —y de quien he tomado varios aportes en este capítulo— la invención del arado marca la diferencia desde una relativa igualdad entre los sexos a una relación marcadamente desigual.

El arado pesaba y requería ser arrastrado por un animal grande que, a su vez, exigía la fuerza de los hombres. Para la supervivencia de la comunidad, los hombres cazadores eran importantes, pero como labradores de la tierra se vuelven esenciales. Las mujeres, por su parte, pierden el papel vital que mantenían como acopiadoras de alimentos, pues ahora no interesan tanto las plantas silvestres como las cosechas de las plantas cultivadas. Durante siglos ellas habían sido las proveedoras del sustento diario, pero a partir de la incorporación del arado realizan tareas secundarias, como arrancar la maleza, cosechar y cocinar. Así, pues, el control por los hombres de los recursos vitales de producción contribuye a hacer declinar el poder femenino.

A partir de entonces, ni la mujer ni el hombre podrán divorciarse. Trabajan la tierra juntos; ninguno de los dos puede abrir a solas los surcos y, al mismo tiempo, abonar y sembrar la tierra, como en cambio sí pueden hacerlo juntos. Quedan ligados a la propiedad común y nace la monogamia permanente o única.

Fisher cita una revisión de 42 etnografías acerca de pueblos diversos del pasado y del presente, y en todos se verifica que el adulterio estuvo presente, incluso en aquellas culturas en que era castigado con la muerte. No existe cultura en la cual el adulterio sea desconocido, ni hay recurso cultural o código alguno que haga desaparecer la aventura amorosa. La infidelidad parece ser parte de nuestro arcaico juego reproductivo.

¿Por qué esta conducta infiel tiene tanta fuerza? A pesar de los azotes, los garrotazos, mutilación de genitales, amputaciones, divorcios, abandonos, muertes en la hoguera, por asfixia o por estrangulamiento, y todas las crueldades que la gente ha sufrido por la infidelidad, ella persiste.

Es fácil explicar por qué los hombres se interesan en la variedad sexual: su motivación instintiva los lleva a esparcir su carga genética, a querer depositar su semilla en distintas mujeres y en distintos lugares geográficos. Según esta hipótesis, las mujeres estarían menos motivadas biológicamente a la variedad sexual. El antropólogo Donald Symons proporciona un interesante argumento al respecto: estudiando la conducta de los homosexuales, advierte que muchos tienden a vincularse sólo por una noche, buscando el sexo fácil, anónimo y sin compromiso; las lesbianas, en cambio, que buscan relaciones más duraderas y comprometidas, tienen menos amantes, parejas semejantes y una sexualidad precedida de afecto más que de sexo por sexo (46).

Así, si los machos que gustaban de la variedad sexual fecundaron más hembras, procrearon más crías y enriquecieron su linaje genético, su infidelidad era adaptativa.

En el caso de la mujer hay cuatro razones que explican que pueda tener una determinación biológica hacia el adulterio:

• La subsistencia complementaria. Con una segunda pareja, la mujer podía conseguir más resguardo y alimento adicional, lo cual aseguraba su supervivencia y la de sus hijos.

• Si un marido abandonaba a su mujer o se moría, existía otro varón al que podía convencer para que la protegiera y ayudara.

• Si estaba emparejada con un cazador débil, con problemas físicos, enfermedades o trastornos de carácter, la mujer tenía la posibilidad de mejorar su línea genética teniendo hijos con otro hombre.

• El tener descendencia con distintos hombres aumentaba las posibilidades de sobrevivir que tenían los hijos dada la variedad genética para enfrentar los cambios del entorno.

Desde esta hipótesis, podemos pensar que aquellas mujeres que se escapaban al bosque con amantes furtivos sobrevivían más que las que no consiguieron compañeros ocasionales, y dejaron además de herencia para la mujer moderna la tendencia a ser infiel. Un antropólogo plantea incluso que la capacidad multiorgásmica de la mujer se relaciona con una táctica evolucionista ancestral de copular con múltiples parejas, para obtener así de cada varón la inversión adicional de protección paternal capaz de prevenir el infanticidio (esto es, llegar al coito con múltiples varones para hacer amistad). Posteriormente, las hembras pasaron de la promiscuidad a las cópulas furtivas, y lograron mantener el beneficio de mayores recursos y, al mismo tiempo, una mayor variedad de genes para sus descendientes (46).

En esta monogamia única con infidelidad, el amor de pareja presenta las características de una sociedad por conveniencia, a la cual nos referiremos más adelante cuando hablemos de la historia de la elección de pareja en Occidente.

Los hombres cazadores-acopiadores tienen poderosas tradiciones de equidad y solidaridad. Para gran parte de la humanidad, en este período las jerarquías formales no existen. Sin embargo, con el correr del tiempo la organización de la cosecha anual, el almacenamiento, la distribución, la planificación del comercio y la representación de la comunidad en las reuniones, dan pie al surgimiento de los líderes. Cabe inferir que los jefes de aldea adquieren poder con la aparición de los primeros asentamientos de comunidades no agrícolas. Y, más tarde, con la vida sedentaria, la organización política se hace más compleja y también más jerárquica. Sedentarismo, monogamia permanente y jerarquías masculinas van de la mano.

La guerra es otro factor que gravita en la declinación de los derechos de la mujer. A medida que aumenta la población se empiezan a defender las propiedades y los territorios; los guerreros adquieren gran relevancia, a la par que incrementan su poder sobre las mujeres (46).

En el lapso que describimos, el patriarcado se expande a través de toda Euroasia. El sistema predominante de relación es de tipo patriarcal, característico de las sociedades agrícolas, donde las mujeres se convierten en propiedad que debe ser vigilada, guardada y explotada.

En la historia cultural de Occidente, este largo período de tres mil cuatrocientos años puede ser dividido en tres grandes fases: una primera etapa tribal, luego el tiempo que corresponde a la Grecia antigua y, por último, gran parte del lapso histórico del Imperio Romano de Occidente.

En la estructura tribal, el individuo está siempre al servicio de la comunidad y de la sociedad. La familia es un ente destinado a maximizar las oportunidades de supervivencia; no hay cabida en ella ni para el amor ni para la intimidad emocional, sólo para la resolución de necesidades prácticas vinculadas a la caza, al cultivo, a la crianza de los niños, a la defensa y a la protección.5

Los griegos exaltaban la relación espiritual entre dos amantes, la cual sólo consideraban posible en el contexto de relaciones homosexuales, entre hombres adultos y muchachos jóvenes. El deseo carnal, como también el amor heterosexual o la belleza femenina, carecían de significado ético y de importancia espiritual. Para Platón y Aristóteles, las mujeres eran inferiores a los hombres, tanto en cuerpo como en mente. La ley las consideraba mínimamente, y carecían de los derechos propios de los ciudadanos griegos. Las funciones que la mujer desempeñó antes, ahora las realizaban los esclavos. Ya ni siquiera podían ser la compañera que luchaba por la supervivencia. El matrimonio por amor estaba ausente del pensamiento griego; la unión conyugal era un mal necesario, destinado a mantener la descendencia (14).

 

Para Nataniel Branden, los romanos, por su parte, tenían una perspectiva cínica del amor. Desde el estoicismo de su cultura, los compromisos pasionales parecían una amenaza para el cumplimiento del deber. Tampoco se casaban por amor. Se acordaban los matrimonios por motivos económicos o políticos, y se circunscribía el papel de la mujer a administrar la casa y criar a los hijos. Pero en esta preocupación por proteger la propiedad y conservarla, la familia adquirió una importancia distinta a la que tuvo en Grecia. La ley romana estipuló en forma escrupulosa la transmisión de la propiedad de una a otra generación. Esta cultura ensalzó la virtud de la virginidad en las mujeres solteras y la fidelidad en las casadas, e incluso se llegó a pedir fidelidad al marido (14).

En la Roma antigua se respira cierta consideración a la posición de las mujeres. Mejoran su estatus legal, se les otorga mayor libertad e independencia económica y por lo tanto, comienzan a darse los primeros pasos para alcanzar la igualdad en las relaciones de pareja. Los estudios de epitafios romanos y de correspondencia entre maridos y esposas muestran matrimonios duraderos, armoniosos e incluso afectuosos (57). Sin embargo, la relación apasionada que incorpora el amor sexual maduro, como lo concebimos hoy en día, no está aún integrada, y es en ese sentido que Branden plantea que se trata de uniones cínicas, por cuanto el sexo y el amor están disociados.

En otras culturas, como la mesopotámica del año 1100 a.C., un código indicaba que la esposa podía ser sacrificada por fornicación infiel, pero al esposo le estaba permitido copular fuera del vínculo matrimonial, siempre y cuando no violara la propiedad de otro hombre, es decir, a su esposa. En la India se esperaba que la viuda honesta se arrojara al fuego de la pira funeraria de su esposo. En China, a las niñas de clase alta, al cumplir cuatro años, se les vendaban los dedos de los pies —excepto el pulgar—, para que no huyeran del hogar de su esposo. En Grecia, las niñas de clase alta eran casadas a los 14 años, asegurándose de que hubieran llegado castas al matrimonio. En los pueblos bárbaros que invadieron Roma, las mujeres podían ser compradas y vendidas (46).

Los índices de divorcio fueron muy bajos durante la mayor parte de nuestro pasado agrícola. En Israel el divorcio era raro. En Grecia se permitía cualquier experimento en el terreno sexual, pero estaba prohibida toda actividad que pusiera en peligro la estabilidad de la vida familiar. El divorcio era poco frecuente. La disolución matrimonial era algo fuera de lo común en la primera época romana, cuando aún su población era agricultora, aumentando su práctica cuando algunas mujeres se volvieron ricas e independientes (14).

5. Desde la consolidatión de la Iglesia Católica hasta el Renacimiento (Siglo IV —> Siglo XVI)

• El tipo de relación de pareja predominante en este período es la monogamia única con infidelidad exclusivamente masculina. La Iglesia castiga estrictamente la infidelidad en la mujer, al considerar que su función esencial es la procreación de hijos, pero de hijos legítimos. Establece que la esposa debe estar sometida a la autoridad del marido, y al ser considerado pecado el sexo no establecido con fines de procreación, la mujer se convierte en temida fuente de deseo.

En este período, el amor y la pasión son aún conceptos reñidos con el matrimonio. Se trata de sentimientos que el hombre se permite fuera del matrimonio y que las mujeres apenas podían conocer. “Nada más infame que llamar a la esposa como a una amante”, decía san Jerónimo. Para la cultura dominante, el matrimonio nacido de la pasión sensual o romántica generaba expectativas que destruían la felicidad conyugal. Los sentimientos aceptados entre los cónyuges eran de respeto, caridad, protección y servicio. El amor cortesano era un juego lúdico, pero que no llevaba al matrimonio (51).

La prohibición del concubinato por parte de la Iglesia tuvo en esa época un carácter marcadamente formal. Su principal objetivo era evitar el reparto de la herencia entre los hijos bastardos de ser estos reconocidos, lo cual en muchos casos habría atentado contra la posibilidad de que los bienes fueran donados a la Iglesia. La prostitución era casi una modalidad aceptada, frente a la cual se hacía “vista gorda”. Incluso, en algunos casos, obispos y cardenales aconsejaban administrarla bien (55).

Esta nueva religión que invadió el Imperio Romano —religión de un profundo ascetismo, una gran hostilidad hacia la sexualidad humana y un gran desprecio por la vida terrenal— llegaría a producir un retroceso en la concepción del vínculo de pareja en relación con lo que se había logrado durante el Imperio Romano. Para la doctrina católica de la época, el amor ideal entre hombres y mujeres es altruista y no sexual. Amor y sexo son polos opuestos: el primero es de Dios; el segundo, del diablo, cuando se da fuera del ámbito conyugal y no ligado a la procreación.

Taylor, en su difundido libro Historia de la sexualidad, escribe: “La Iglesia medieval está obsesionada con el sexo hasta un grado insoportable. Los temas sexuales dominaban su forma de pensar de un modo que nosotros consideraríamos totalmente patológico (…) El código cristiano se basaba, sencillamente, en la convicción de que había que huir del acto sexual como de la peste, excepto en lo mínimo necesario para prolongar la raza. Aun cuando se llevaba a cabo con este propósito, seguía siendo una lamentable necesidad. Los que podían, eran exhortados a que lo evitaran, aun estando casados. En realidad, lo que se condenaba no era el propio acto sexual, sino el placer que producía, un placer condenable incluso cuando se practicaba el sexo con miras a la procreación” (113).

Aunque la Iglesia plantea que el matrimonio es un sacramento, en el momento que examinamos sigue siendo una institución esencialmente política y económica. Para la Iglesia, la integración de amor y sexo no era un noble ideal como lo consideramos hoy, sino más bien un vicio. Taylor dice: “porque a los ojos de la Iglesia, que un sacerdote se casara era un crimen mayor al de tener una amante, y tenerla era peor que entregarse a la fornicación con distintas parejas” (113).

Esta antisexualidad eclesial fue de la mano de un antifeminismo. Las mujeres perdieron los derechos que habían ganado bajo los romanos. Quedaron totalmente sometidas al mandato del esposo, quien las llegó a tratar como esclavas domésticas. Incluso se debatió si tenían alma o no. La mujer debía reconocer al hombre como su señor y obedecerle en todo. Esto se vinculaba, en parte, con el pecado original. La razón era que Eva provocó la caída de Adán, convirtiéndose así en la causa del desastre humano (113).

En los últimos períodos de la Edad Media, se establece una disociación en la imagen femenina. Se ensalza la imagen de María la Virgen, símbolo de pureza que ayuda a elevar el alma del hombre, opuesta a la prostituta que encarna la Eva tentadora y disoluta. Esta separación entre la prostituta y la virgen, entre la ramera y la madre, sigue dominando incluso hoy la mentalidad masculina machista, donde una es la mujer que se admira y madre de los hijos, y otra es la mujer que se desea y con la cual se tiene sexo.

Siempre en la Edad Media, las instituciones, las organizaciones, las estructuras gobernantes, se hacen cargo de lo que antes había correspondido a las organizaciones tribales. Se destaca el valor del grupo por sobre el individuo, y en ese sentido los sistemas dominantes se constituyen en fieros adversarios de la relación de pareja basada en la intimidad y en el amor apasionado, en cuanto recrean y cultivan un vínculo marcado por la individualidad. En la constitución del matrimonio son decisivos elementos como la propiedad agraria y la dote. Para conformar esta última, la mujer trabajaba desde niña en el campo, pues sin ella su posibilidad de enlace conyugal era mínima.