Chile: un duelo pendiente

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La muerte tranquila, esperada, asumida, con un dolor psíquico y físico manejable y tolerable por la capacidad del que padece y por la ayuda de quien lo acompaña, facilitan el proceso de duelo. En ese acompañar se ha tenido ya una vivencia de reparación, la cual disminuye la amenaza de culpas persecutorias y da acceso a la tristeza, preocupación y reparación, que conducen a la terminación del duelo.

Entre estos dos extremos hay una gradiente de alternativas que se caracterizan, de un lado, por los componentes persecutorios que despierta en nosotros todo lo que nos hizo imaginar sufrimiento y desesperación que no pudimos aliviar; y del otro, por los componentes reparatorios que nos llevan a pensar en el alivio y compañía que pudimos otorgar.

d. ¿Qué aspectos concretos quedan representando al que fallece?

Los eventos muy dolorosos reactivan formas de funcionamiento mental que son las propias de un niño, de un bebé. La muerte de un ser querido es uno de estos eventos.

El lactante, cuando pierde a su madre en el destete, la reemplaza por un pañal, por un chupete, por un peluche, por un muñeco. Son objetos concretos que representan a su madre. A medida que crece, será capaz de incorporar a su madre en su mente; y cuando no esté, de recordarla. Pero antes de llegar a ese nivel de maduración ha necesitado objetos concretos, sensoriales, que la representen. Un pañal que sea como la suavidad de sus vestidos, de su piel; un chupete que sea como el pezón que lo alimenta, un peluche que tenga la forma de un ser vivo y no se separe de él.

El deudo, desesperado por el dolor de la ausencia de su ser querido, busca recrearlo, reemplazarlo. Si la ansiedad es insoportable, puede incluso alucinarlo, esto es, verlo, escucharlo, sentir su piel. Pero, en general, debe tener objetos concretos que lo representen. No le basta con la imagen y recuerdos que guarda en su mente. Eso le es suficiente sólo una vez que ha concluido el duelo. Antes, necesita objetos que se vean, se palpen y se sientan.

El más importante de éstos es el cuerpo. El deudo requiere pasar un tiempo cerca del cuerpo de su ser querido, retener ese objeto concreto que es el que más lo representa. Después necesita saber dónde quedó. Lo visitará, lo atenderá. Poco a poco irá aceptando que él o ella ya no está en ese cuerpo. Pero ello requiere tiempo. La presencia del cuerpo, de ese objeto, le permite hacer el proceso en forma paulatina, sin inundarse de esa angustia persecutoria que, hemos visto, lleva a la dinámica de agresión, temor, destrucción, autodestrucción y, en definitiva, depresión.

Pero la ausencia del cuerpo no sólo afecta porque no permite ese contacto físico transitorio, sino también porque el no saber dónde quedó el cuerpo, qué pasó con él, abre otros fantasmas para la mente: por rotundas que sean las evidencias que indiquen que el ser querido dejó de existir, la parte más primitiva de nuestro funcionamiento mental, la que determina el curso de nuestros afectos, requiere de una constatación directa. El otro no está muerto mientras el familiar no lo vea así en su mente. Mientras no ve y no toca el cuerpo sin vida, no tiene certeza de que el otro ha muerto. A todas las complicaciones que hemos descrito sobre el duelo, le añadimos una más: la incertidumbre respecto a la muerte del familiar.

En esa ausencia de certeza, el hecho inevitable de imaginar que el familiar ha muerto llena al deudo de ánimo persecutorio. Porque si existe una posibilidad de que esté vivo (y siempre es posible, aunque no sea probable), entonces confirma su odio y deseo criminal contra ese ser querido, situación derivada de la inevitable ambivalencia amor-odio que hemos explicado. Persecución interna, odio, temores y agresión encallan el proceso de duelo y lo llevan por el camino del duelo patológico, de la depresión. La película documental de Silvio Caiozzi, Fernando ha vuelto, muestra de una manera viva y emocionante la importancia de encontrar el cadáver de un familiar detenido-desaparecido para completar el duelo. Escenas dramáticas que muestran cómo se intenta restituir la verdad brutal de lo que pasó, el encuentro con los restos óseos de la víctima, la búsqueda de contacto físico concreto, nos muestran estas necesidades psíquicas profundas, primitivas, que la mente debe satisfacer para elaborar el duelo.

John Bowlby, uno de los autores contemporáneos que más han aportado a la comprensión de la necesidad de “apego” del ser humano (como de los mamíferos) y al proceso de duelo que se desencadena ante la pérdida del ser querido, estableció —basándose en la observación del proceso en un grupo de viudos y viudas— cuatro fases normales del duelo: i) Fase de embotamiento de la sensibilidad, que dura desde algunas horas hasta una semana. ii) Fase de anhelo y búsqueda de la figura perdida, que dura algunos meses, y a veces, años. iii) Fase de desorganización y desesperanza. iv) Fase de mayor o menor grado de reorganización.

En la segunda fase, se piensa intensamente en la persona perdida, en la persona perdida, y se desarrolla una actitud perceptual para con esa persona, a saber, una disposición a prestar atención a cualquier estímulo que sugiera su presencia, al tiempo que se dejan otros de lado. Se dirige la atención y se exploran los lugares del medio en los que exista la posibilidad de que esa persona se encuentre, y es habitual que se llame a la persona perdida (Bowlby 1980). Para Bowlby, esta búsqueda es automática e instintiva frente a toda separación, porque “nuestra condición instintiva se hace de tal condición que todas las pérdidas se consideran recuperables y se responde a ellas en consecuencia” (Ibíd.)

El carecer de evidencias que ayuden a aceptar la muerte de ese ser querido, puede prolongar esta fase de forma tal que la persona nunca pueda completar el duelo, quedando atrapada en la depresión como una forma de reclamo agresivo hacia quienes no quieren devolverle a su familiar, que, para sectores importantes de su mente, sería recuperable (Bowlby 1983).

e. ¿Qué sentido y qué reconocimiento histórico, social o trascendente, esto es, qué proyección en el tiempo tiene la muerte de ese ser querido?

Tanto el grupo familiar como el comunitario, institucional y social, juegan un rol importante en la elaboración del duelo.

El reconocimiento de la muerte de esa persona por parte del grupo que la rodea, de la sociedad, de los involucrados en el crimen, en un proceso que ayude a constatar el desgraciado hecho, puede llegar a sustituir parcialmente la necesidad de ver el cadáver. Pero se requiere de un reconocimiento auténtico y masivo.

Frente a las preguntas cargadas de culpa que se plantea el deudo, la búsqueda de un sentido histórico, social o trascendente disminuye las ansiedades persecutorias y facilita el proceso.

El sentido histórico social puede ser testimonial, de denuncia. Sin embargo, esto requiere justicia, de tal forma que, a través de la sanción punitiva, quede socialmente claro que la muerte del ser querido no fue un accidente. El hecho mismo de la violencia de su muerte puede constituir un sentido de denuncia al atropello y a la injusticia. Pero ello requiere un concierto social que lo avale, sancionando al culpable. Como veremos al estudiar la psicología de los grupos, la sociedad no tiene otro recurso para dejar en claro a todos sus miembros que un comportamiento es inaceptable, sino la sentencia penal. Ello significa que debe castigar adecuadamente el crimen. No por venganza, sino por sentido de responsabilidad social.

Es de enorme ayuda en el proceso de duelo la fe en el sentido trascendente de la acción del hombre. No un acto infantil que busca dar un significado automático al hecho para no hacer el duelo —algo así como “estaba de Dios”—, sino una búsqueda de sentido en una exploración que pasa por la realidad concreta en que suceden los hechos, con la incertidumbre propia de una búsqueda veraz y con el trabajo comprometido en la fe que tal discernimiento requiere.

Tal acto de fe contribuye no sólo a disminuir la culpa que proviene de la responsabilidad omnipotente, puesto que entrega parte de ella a un otro ser, a Dios. También ayuda al proceso de reparación, porque otorga esperanza y certeza de un sentido final y trascendente.

C. Duelo en el agresor

El agresor, ¿también requiere hacer el duelo?

Sí. El agresor ha destruido un otro hacia quien puede tener distintos sentimientos, pero en relación al cual inevitablemente se mueve en el espectro del amor-odio. Y por más odio que experimente por ese otro, la ambivalencia de nuestra constitución psíquica lo llevará a que también sienta amor. Lo que atormenta al agresor, aunque mate por odio, por venganza o por defensa propia, es que en una parte de su mente también siente amor por aquel a quien agredió.

Dada esta aparentemente paradójica situación, el agresor no estará en paz sino hasta que repare en su mente a aquel ser destruido. Su situación es, de partida, más persecutoria que la del agredido; parte en peores condiciones a hacer el duelo, porque la realidad del hecho le potencia la creencia en su propia maldad, y en su mundo interno se siente plagado de personajes agresivos, llenos de odio, rencor y venganza. Proyecta estos sentimientos en la víctima, quien pasa a ser la agresiva, la que se merecía ese fin, y cada vez se aleja más de comprender que hizo daño a alguien que también era bueno. Todo el mundo se va a transformando en vengador de su crimen. El agresor se aleja cada vez más de la posibilidad de reparar. Y el no poder reparar lo deja internamente perseguido, sus personajes malos lo incitan a conductas autodestructivas. Es un duelo tremendamente difícil de llevar a cabo. Sin embargo, no es imposible. Entendiendo los condicionantes que determinan la evolución del duelo en el agresor, tal vez veamos una salida para éste.

 

1. Condicionantes del mundo interno

Al igual que en el agredido, el curso del duelo en el agresor va a depender del desenlace y la elaboración que han tenido sus duelos anteriores. Es la calidad de los personajes internos que fue incorporando a lo largo de su vida la que, en un momento tan difícil como el de haber sido violentamente destructivo, lo van a ayudar a salir del círculo vicioso de la persecución y el odio.

La bondad y comprensión de sus personajes internos buenos lo conducirán a la dolorosa toma de conciencia de que ese otro también era amado, también era bueno. Deberá transitar por un período de culpa atormentadora que, poco a poco, lo puede conducir a reparar el daño hecho.

La maldad y el odio que destilan los personajes malos que arrastra en su historia, lo conducirán al ya descrito círculo vicioso de persecución, odio y violencia.

También influye en el desenlace del duelo del agresor el tipo de relación establecida con la víctima. Y acá también están presentes las dos variantes que describimos para el agredido.

En primer lugar, tenemos el monto de narcisismo existente en la relación, pero esta vez vinculado a la sobrevaloración de sí mismo que tenga el agresor, que lo lleva a considerar siempre al otro como alguien despreciable, peligroso y sin derechos. La realización de la muerte de esta persona desencadena una persecución que requiere reforzar cada vez más el propio narcisismo. Desde esa omnipotencia, que defiende de la persecución y donde el otro muerto es más una amenaza que un desafío representado por aquello que se debe reparar, el duelo se hace casi imposible.

Por otra parte, incide en el desenlace del duelo del agresor el grado de ambivalencia que existe en su relación con la víctima. Para asesinar a alguien se requiere no sólo un predominio del odio, sino, además, que el amor y el odio estén muy separados, muy disociados.

Alguien puede sentir mucho odio por una persona, pero si ese odio está integrado, aunque sea en pequeñas dosis, con amor, no será muy destructivo para el agresor. En cambio, incluso en casos en que el odio no es tan alto, pero se acompaña de una falta severa de integración con el amor, esto es, allí donde amor y odio están drásticamente separados, en la mente del sujeto la persona odiada es otra que la amada. En consecuencia, cuando mata cree matar sólo a la persona odiada, sin advertir que ella también es la amada. El día en que se dé cuenta comenzará el infierno de la culpa, antesala del inicio del trabajo de duelo. Mejor dicho, el purgatorio, porque el infierno es el estado mental persecutorio en el que vive al mantener separados amor y odio. Al conectarse con la culpa persecutoria, puede tener acceso a ese doloroso trabajo que es la elaboración del duelo, abriéndose así una esperanza de reconciliación consigo mismo.

Por todo lo anterior, más que el odio en sí mismo, es el grado de ambivalencia el que decide el destino de ese trabajo de duelo.

2. Condicionantes del mundo externo

Al igual que en el caso del agredido, la forma en que se llevó a cabo el crimen en la realidad tiene importantes repercusiones en la evolución del duelo para el agresor. A continuación nos detendremos a analizar cada uno de estos condicionantes externos del proceso de duelo.

a. ¿Qué grado de sadismo ejerció el agresor sobre su víctima?

Los duelos que hace el lactante en sus primeros meses de vida están destinados a fracasar, porque su mente aún rudimentaria tiene muy separados el amor del odio, y; también porque las frustraciones por la ausencia de la madre generan una agresión vinculada a las únicas formas de relación que el bebé conoce para tramitar su rabia, todas las cuales tienen un fuerte componente sádico. Entendemos por sadismo todas aquellas conductas agresivas que, al ser descargadas sobre otro, nos otorgan placer: placer de venganza, placer de triunfo, entre otros.

Cuando se destruye una relación, un objeto o un otro, en la fantasía o en la realidad, el grado de sadismo con que lo hagamos nos retrotrae a aquellos estados mentales primitivos que hemos caracterizado por la persecución, el odio y la venganza.

A mayor sadismo y persecución por parte del victimario, tanto más difícil será para él acceder al estado mental de preocupación por el otro, que conduciría al arrepentimiento y, más tarde, a la reparación.

b. ¿Que grado de libertad tenía en los momentos que llevó a cabo la muerte?

En el proceso de duelo, en el momento en que se emerge del estado mental persecutorio inicial, al tomar contacto con el hecho de que se destruyó a quien también se ama, surge la pregunta sobre el grado de responsabilidad que el sujeto tuvo en esa destrucción: si el acto destructivo fue inevitable, si fue en defensa propia, si fue ordenado por superiores; si era imposible negarse a ejecutarlo, o si tal vez tenía la posibilidad de negarse, pero no lo hizo porque ello le habría acarreado problemas; si fue lo llevó a cabo por iniciativa propia, o por convicción de que era un mal menor; si fue enmarcado en una estrategia global de acción; si lo ejecutó por venganza o por el placer sádico del triunfo. Todas estas alternativas que acabo de mencionar condicionan el proceso de duelo. Las enumeré en orden progresivo al grado de persecución que desencadenan. Las últimas sumergen en un clima mental de persecución de tal magnitud, que su superación requeriría un trabajo psíquico muy largo en el tiempo, muy exigente, que no siempre la mente es capaz de tolerar. Lo más trágico es que quien lleva a cabo la agresión destructiva con sadismo, habitualmente tiene una condición psicopática que lo hace inmune a la culpa consciente, pero que lo deja con tendencias autodestructivas, por la culpa persecutoria inconsciente. (Por ejemplo, el sargento Zúñiga en la película Amnesia, que comentamos en el capítulo V). El agresor sádico queda atrapado en el mundo paranoide y maníaco, y es de muy difícil recuperación.

c. ¿Qué nivel de persecución queda representando a la víctima en la realidad?

Como he señalado al estudiar los condicionantes externos del duelo, es la realidad la que reactiva los estados emocionales y afectivos que están en nuestra memoria. Una vez realizada la destrucción, la muerte, el crimen, la víctima queda representada por su institución, su grupo político, su grupo religioso, pero especialmente por sus familiares.

La reacción de intenso dolor y frustración en un primer estado mental de odio y persecución, lleva a los familiares a proyectar todo su aborrecimiento en el agresor, quien, por el papel que ha representado en la muerte de la víctima, es un blanco perfecto. Esta búsqueda de venganza intensifica la sensación de persecución en el agresor, quien se aleja cada vez más de reconocer su culpa y participación en el daño y, al contrario, se defiende atacando. Se mueve en la dinámica de ataque-fuga.

Más adelante, al referirme a la reconciliación, ahondaré más en esta dinámica para intentar mostrar lo compleja y, al mismo tiempo, lo desalentadora que es.

d. ¿Qué grado de justicia se ha podido llevar a cabo?

Puede resultar paradójico, pero el agresor queda en mejores condiciones para hacer el duelo cuando ha sido sometido a un adecuado proceso de justicia.

Si bien sus primeras reacciones sólo tenderán a aumentar su ánimo persecutorio, ocurre que el odio y la agresión hacia la víctima, el vivir un proceso de evaluación ajustado a derecho que precise su grado de responsabilidad, le abre la posibilidad de entender lo que ha hecho y así no tener que vivir huyendo de esa parte de sí mismo. Podemos huir de muchas situaciones y amenazas de la realidad externa, pero de nuestros personajes internos, de nosotros mismos, nunca podremos evadirnos por completo, ni siquiera en la locura extrema.

En el agresor, el tener que asumir un veredicto social sobre su agresión delimita el fantasma de cuánta maldad hay en él; la circunscribe, le permite reconocerla, le da la oportunidad de cambiar, lo que finalmente le reportará tranquilidad y una sensación de bondad.

Sin embargo, la reacción a la justicia no siempre facilita el camino del duelo. Las posibilidades de que ello ocurra están muy relacionadas con la capacidad mental del agresor (sus condicionantes internos), con la manera en que se lleva a cabo la justicia, y con lo realmente justo que sean el veredicto y la sanción. El interjuego de estos dos factores —la capacidad mental del agresor y el procedimiento judicial— determina si se generará más persecución en él, o si se acerca a la etapa siguiente y se contacta con la culpa.

e. ¿Qué sentido histórico social o trascendente, esto es, que proyección en el tiempo, tiene el acto destructivo?

En la guerra se es héroe matando o muriendo por la patria. Sin embargo, el carácter de tal requiere el consenso de toda la nación. En el caso de lo vivido en Chile a partir de 1970, es difícil encontrar un sentido histórico a los crímenes perpetrados por ambos bandos —el terrorismo de izquierda o la contrainsurgencia militar—, porque no existe consenso respecto de la imperiosa necesidad de esos actos. Ayuda al proceso de duelo cuando los mártires son reconocidos como héroes. Lo mismo ocurre en relación con los héroes sobrevivientes, aunque hubieran tenido que matar. El reconocimiento social, el pasar a la historia, ayuda a elaborar el duelo por alguien que fue muerto o por alguien que mató.

También el victimario, en el caso de ser creyente, puede obtener alivio y comprensión, disminuir la persecución y acercarse así a la elaboración del duelo, si asume su responsabilidad en la destrucción, rescatándose en el amor infinito de Dios. En el marco omnicomprensivo divino, el victimario puede encontrar alivio a su culpa persecutoria, factor que favorece el proceso de duelo.

Hasta acá hemos podido apreciar cómo el proceso de duelo está condicionado por determinantes del mundo interno y del mundo externo. A propósito de estos condicionamientos del duelo quiero detenerme en un punto que tiene gran relevancia práctica. En esta descripción de las condiciones de un proceso de duelo puede ir quedando la sensación de que, en la medida en que no se cumplan estos requisitos, el duelo se estanca y la persona cae en depresión. En la práctica, las cosas son mucho más complejas. La elaboración de un duelo nunca es completa, y ello por la imperfección de nuestra constitución humana, marcada por condicionantes internos —como la tendencia al narcisismo, a la ambivalencia y a la agresión— y externos —como la dificultad de hacer justicia, los poderes que se ven involucrados, los temores, la persecución—. En definitiva, por nuestra naturaleza limitada.

Muchas veces, en los procesos de duelo nos encontramos con situaciones en las cuales la víctima o el victimario no van a tener acceso a condiciones externas que les faciliten el duelo. Puede ocurrir que el cadáver nunca vaya a ser encontrado, que no se sepa jamás cómo acontecieron los hechos, que el verdadero culpable no confiese lo que hizo, que sea imposible imponerle un castigo, que no pueda hacerse verdadera justicia y, en algunos casos, que la sociedad no reconozca en su conjunto el sentido de esa muerte. El familiar afectado, la víctima, que se ve enfrentado a tales condiciones externas, ¿necesariamente terminará en una depresión? ¿Existe alguna posibilidad de que, a pesar de estos inconvenientes, se pueda elaborar el duelo?

Yo pienso que sí, y que ello dependerá de la capacidad mental del afectado, de sus condiciones internas; pero, además —y aquí surge el desafío para la sociedad y los grupos que rodean a víctimas y victimarios que han padecido tal pérdida—, de lo que hagamos tanto para contribuir a mejorar las condiciones del mundo interno del que sufre, como para aclarar en la medida de lo posible, apoyar y entregar lo que el doliente necesita desde las condiciones externas.

Para nuestro análisis nos importan, además de los condicionantes psíquicos internos, en forma especial la incidencia psíquica de los determinantes del mundo externo y, dentro de ellos, aquellos que surgen después de que se ha producido la muerte, después de haber acontecido la pérdida. Esto es importante, porque uno de los objetivos de esta proposición no es sólo lograr una comprensión intelectual de estos complejos procesos, sino, además, poder pensar estrategias que nos permitan conducir de la mejor manera un proceso de duelo nacional.

Como señalamos más arriba, entre los condicionantes externos que inciden en el proceso de duelo del agredido, están el grado de información y conocimiento que tiene el familiar acerca de lo que le aconteció y llevó a la muerte a su ser querido. Otro elemento importante es el acceso que tenga el deudo al cuerpo de la víctima, lo cual le permite el penar, y le da la certeza de su fallecimiento. Y por último, está el ejercicio de la justicia, que ayuda a delimitar las culpas para poder asumir la pérdida y hacer un duelo normal.

 

Los condicionantes del mundo externo que influirán en el proceso de duelo del agresor también están vinculados al grado de justicia al cual sea sometido por la sociedad. Pero, además, a la relación que sostenga en el tiempo con aquellos que representan a la víctima por él inmolada. Me refiero, en este caso, a su relación con los familiares de la víctima.

En términos de las condiciones externas que deciden en gran medida el proceso de duelo, tanto en el agredido como en el agresor, surge como un elemento central la relación que se establece entre agresor y agredido a raíz del hecho desgraciado.

Agresor y agredido están unidos ahora por la víctima. Ambos tienen que hacer un doloroso duelo, ambos están sumergidos en un estado mental de persecución y odio; ambos, para poder resolver esta desafortunada y trágica circunstancia, necesitan salir de este estado mental y así tener acceso a la posibilidad de reparar lo destruido. Y para salir de este estado mental, se necesitan el uno al otro.

Estamos enfrentados con una trágica situación a la cual, a primera vista, no se le encuentra salida. Veremos a continuación si se trata de un drama trágico que termina inevitablemente en el desencuentro y el daño mutuo, o de un drama que, aun constituyendo un enorme desafío, se es enfrentado con realismo, lucidez y creatividad, puede tener algún grado de resolución.

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