El cine Latinoamericano del siglo XXI

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Los testimonios aparecen siempre mediados, en un televisor, a espaldas de la directora (a su vez, mediada por la actriz)… En todos los casos se trata de buscar alguna forma cinematográfica que subvierta la expectativa de un documental común, clásico. (Noriega y Panozzo, 2016, p. 156)

Pero no solo se busca una forma; las mediaciones dan cuenta de la imposibilidad de llegar de modo directo a la “verdad” investigada.

Los documentales que recrean memorias personales traen a colación las cuestiones del “yo” representado, del realizador y su perspectiva, y del sujeto o “actor social” que se pone en escena. En este caso, el derrotero de la pesquisa remite a la iniciativa de la realizadora del filme, pero ella no se encarna o se identifica con el cuerpo visible en el encuadre. El “yo” que organiza e impulsa la película solo aporta marcas de subjetividad, pero sin imponerse como la voz inapelable de una “autora” que guía y dictamina. La estrategia consiste en transitar por las vías imprecisas del retrato personal y de la construcción de un personaje de ficción que tiene cuerpo (el de la actriz) y capacidad de representación colectiva (la de los hijos de desaparecidos), trascendiendo el “yo” personal. El nombre de Albertina Carri adquiere, por eso, valencias distintas en el curso de la proyección de Los rubios: es documentalista; es actora social, con presencia representada en el encuadre; es personaje interpretado por una actriz. Su papel es performativo, ya que su participación supone un pacto entre ella y el espectador. Sabemos que actúa, que delega poderes, que interviene, que motiva al equipo, que recuerda, que siempre está ahí aun cuando no la veamos3.

La película apela a la performance de Carri, de Couceyro y del equipo de filmación, a los que vemos llevando pelucas rubias, ya que “los rubios” era la apelación usada por los vecinos para designar a los padres desaparecidos en señal de diferencia clasista y prueba de que los afanes por proletarizarse fueron ilusorios para tantos militantes de izquierda en los años setenta. Es un gesto polisémico. Tiene de afirmación solidaria (como diciendo “todos somos rubios y desaparecidos”), a la vez que designa un sentimiento colectivo de filiación y de orfandad, pero también de radical alteridad4. “Los rubios” del equipo de rodaje, que llevan grotescas pelucas, no son, ni serán, equivalentes a aquellos que desaparecieron. Siempre serán “distintos”.

Al cabo, la subjetividad de Albertina es compartida. Las piezas de su identidad fragmentada se completan con la construcción de una “familia” por procuración: la que le ofrece el cine, ya que la familia auténtica no solo desapareció, sino que es imposible de reconstituir. “Más que recuperar las figuras de Roberto Carri y Ana María Caruso, Los rubios pone en escena la imposibilidad del cine de reconstruir lo irreparable. La película es el documento de una frustración” (Noriega, 2009, párr. 25).

Ante ello, se apunta la melancolía, ya que no el luto. Al respecto, Giorgio Agamben (1995, p. 52) escribe:

mientras el luto sigue a una pérdida realmente acaecida, en la melancolía no solo no está claro de hecho qué es lo que se ha perdido, sino que ni siquiera es seguro que se pueda hablar de veras de una pérdida.

Cuatreros (2017) lanza a Albertina Carri en un empeño laberíntico: interrogar la orientación política y los intereses intelectuales del padre desaparecido. Es una nueva búsqueda, aunque resulte contradictoria con la primera. En Los rubios, la pesquisa apeló a los recursos del documental performativo, de la sátira, de la representación de sí misma, de la construcción de una familia alternativa, la del cine. Cuatreros radicaliza esa opción. Multiplica los relatos y las voces incorporadas en la narración, tanto como las texturas fílmicas de los materiales de archivo a los que la película acude. Tira de los hilos del ensayo, de la autobiografía, de la memoria personal, de los puntos de vista de los “personajes” involucrados. Y apela al found footage.

La hija de Roberto Carri, desaparecido por la dictadura en 1976, se pregunta por el interés de su padre en la figura del rebelde Isidro Velázquez, el bandolero de El Chaco, insurgente por motivos sociales, sobre el que escribió un libro. Sus acciones eran consideradas por el sociólogo Carri como ejemplares de las formas “prerrevolucionarias de violencia”. Sobre Velásquez también se hizo una película, Los Velázquez (1972), dirigida por Pablo Szir, hoy desaparecida, al igual que su director, secuestrado en 1976, cautivo en el mismo lugar de reclusión de los padres de Carri.

La voz over de la realizadora se deja oír de principio a fin. La entonación es la misma y la velocidad del fraseo acumula hechos e informaciones que desafían la capacidad de atención del espectador. Pero eso es parte de la estrategia expositiva. La dinámica de la retención y los procesos de la memoria no hacen distinciones entre los materiales que pasan por la conciencia: se suceden documentos históricos, reconstrucciones de ficción, fragmentos de noticiarios, spots publicitarios, imágenes de figuras de la televisión, dichos de los dictadores militares celebrando la paz que impusieron. Todos llevan las marcas del deterioro temporal. Con la pantalla dividida y en un formato panorámico que intenta abarcar la multiplicidad de materiales y el deseo de contrastarlos, los episodios graves o triviales de una época exceden los marcos del encuadre, rebasan sus límites y exigen expandirlo.

En la banda sonora, el acento vocal de la narradora se mantiene invariable aun cuando aluda a episodios trágicos o narre anécdotas picarescas, o mencione a sus compañeros y colegas de profesión, como Lita Stantic, Mariano Llinás o Fernando Martín Peña. O cuando sienta su posición crítica sobre la situación de Cuba y de su régimen político, que fue un modelo de acción para los revolucionarios de la generación de sus padres. O cuando afirma su activismo queer, incorporando referencias a su vida de pareja y a la crisis que atraviesa en su proyecto de formar una familia basada en el matrimonio igualitario. O cuando vincula la figura de su hijo pequeño con la del padre desaparecido (Cuervo, 2018, p. 120). Porque de eso se trata, de hallar al padre, pero sin adherirse a todo aquello que él suscribió. Pero sí interesándose en el personaje del cuatrero que Roberto Carri investigó, o afirmando que ella pudo militar en la forma en que lo hizo su progenitor, aunque tal aserto resulte contradictorio con otros. Es la forma que encuentra Albertina Carri para contrastar el pasado, pero también para retarse a sí misma.

LA PENA Y LA RABIA: NICOLÁS PRIVIDERA

El documental M (2007), primer largometraje del argentino Nicolás Prividera, también indaga en las circunstancias que rodearon la desaparición de familiares, pero dando cuenta de una subjetividad afirmativa y sonora, por ratos estridente.

El sujeto Nicolás Prividera, el “yo” que conduce el movimiento de la película y se representa a sí mismo, es un personaje autónomo y activo que pretende conocer lo que ocurrió. Busca en el pasado, interroga e interpela. En su tiempo y en su lugar, busca un protagonismo que le permita entender los hechos sucedidos, y lo que le pasó a él mismo, para, desde ahí, interrogar a los miembros de su generación, indecisos o abúlicos ante su propio pasado.

El sentimiento motriz de la película es la insatisfacción, la frustración y hasta la rabia. A Prividera nadie le ofrece explicaciones razonables sobre el objeto de su propia búsqueda. Como las instituciones oficiales fracasaron en la tarea de dar cuenta a la sociedad civil de lo sucedido en los tiempos de la violencia programada desde el poder, decide emprender la tarea de autoesclarecimiento como un empeño ineludible. Prividera quiere conocer lo que ocurrió con Marta Sierra (el título de la película, polisémico, alude a la letra inicial del nombre de la desaparecida, pero también al del grupo Montoneros, al que acaso estuvo ligada), su madre, secuestrada y desaparecida por el régimen de Videla pocos días después del golpe de Estado que derrocó a Isabel Martínez de Perón en 1976. Prividera requiere conocer las identidades de los victimarios y las ocurrencias del crimen. Su itinerario combina el registro de lo presente y el ejercicio de una memoria que intenta esclarecerse5.

Como en toda pesquisa, Prividera parte de una hipótesis para interpelar a la historia. En el curso de las dos horas y media de proyección asistimos a una acumulación de indicios, de posibles pistas, de fracasos, incertidumbres y derrotas. También a la comprobación de la existencia de un sistema organizado para las prácticas del horror y el exterminio, atribuible no solo a una jerarquía militar de voluntad asesina sino también a los poderes fácticos de una sociedad indiferente. Gonzalo Aguilar señala que Prividera se “interna en la memoria como en un laberinto” a diferencia de Carri en Los rubios, en la que

afirma una y otra vez el presente (la opción de la hija de hacer cine)… Prividera parece proponer que este corte [con el pasado] es imposible, porque apenas uno hace hablar a las personas en el presente, el pasado se filtra, se entromete, se revela (y con mayor fuerza cuando mayor es la negación). Con un método de buscar síntomas en el lenguaje, parcialmente inspirado en el psicoanálisis, Prividera considera que la repetición de un relato… es ya un terreno en el que vale la pena indagar. (Aguilar, 2015, pp. 128-129)

Dos ejes organizan M: el primero es el de los registros institucionales, siempre parciales e insuficientes; el otro, es el de los testimonios directos que van construyendo el perfil de Marta Sierra. La madre es un punto oscuro, una pieza faltante y una hipótesis por despejar. La foto de esa mujer desconocida se rodea de textos y notas que abren dos líneas de investigación. Una se dirige hacia afuera. Es expansiva, arrebatada y está impulsada por una cólera confesada en voz alta. La mueve una subjetividad adolorida. La otra es interior y se sustenta en las fotos familiares e imágenes conservadas de Marta.

 

Prividera, el hijo/director, se apropia del punto de vista de las fotografías montándolas en sus propias imágenes, llegando incluso en un momento a yuxtaponer su propio rostro sobre una diapositiva del rostro de su madre proyectada sobre una pantalla, de modo que la convierte en un punto performativo de encuentro en lo que constituye una temporalidad en abismo y de politización del deseo edípico. (Andermann, 2015, pp. 193-194)

La segunda investigación compensa las frustraciones de la primera, las entrevistas fallidas, los testimonios de amigos y familiares que no aportan datos, que se contradicen, que esquivan las ansiosas preguntas de Prividera, o que ocultan algo, tal vez indecible. Aquí, el autorretrato es un esbozo, un tránsito y varias de las interrogantes formuladas quedan sin respuesta.

La tensión corporal del documental se expresará en múltiples formas, cuando este monta su rostro con el de su madre intentando generar una síntesis imposible y luego se gira para buscar con sus ojos los ojos de su madre. Cuando este transita por distintos organismos de derechos humanos buscando información sobre el paradero de su madre, exponiendo su tesis central. ¿Por qué aquello que fue obra de una lógica social de exterminio sistemático debe ser reparado individualmente?… La insistencia de la presentación del cuerpo del hijo (el realizador) reclama la ausencia del cuerpo de su madre, el yo se suspende para que a través de su propio contenedor emerja la individualidad de su madre. (Santa Cruz, 2013, pp. 225-226)

Pero hay también impaciencia y rabia, enojo e incomodidad, en ese Prividera que discute, alega y argumenta, que se enfrenta con los otros, sean testigos que buscan evadirlo, funcionarios sin memoria y “amnésicos” oficiales. Que investiga con afán de sabueso. Incluso se inquieta con el silencio de su hermano. Oscar Cuervo detalla un plano significante:

El cineasta/personaje nos muestra un momento íntimo: su cara en primer plano llena la pantalla. Atrás se ve en un espejo la imagen chiquita del hermano que escucha. La construcción del plano dice tanto como las palabras. ¿Le interesa que presenciemos que ese silencio que impera en la sociedad se hace más espeso en el seno de la familia? (Cuervo, 2018, p. 115)

La reconstrucción de las acciones de la militante marcha en paralelo con el juicio de las circunstancias y los efectos del crimen cometido contra ella. La furia que lo asalta no solo es personal. Para Prividera, ese sentimiento debiera ser compartido por todos, como una exigencia moral, como un imperativo ético con los que ya no están porque fueron traicionados por la historia.

Los rastros del padre

¿Cómo restablecer los lazos con el padre, aun cuando él ya no se encuentre hace muchos años? ¿Se trata de suscribir un acuerdo póstumo, lanzando ahora el gesto de comprensión o complicidad que no se produjo en el pasado? ¿Se intenta lograrlo tratando de alcanzar una redención personal al cabo de la búsqueda emprendida? ¿Se busca una compensación simbólica a los agravios o a las distancias de antaño? ¿Se apela al gesto de reclamar una atención o un reconocimiento que, por las razones que fueren, no se produjo en otros tiempos?

La recuperación de la memoria, o el tránsito de la posmemoria, es central en el itinerario dramático de las pesquisas sobre el padre. Los motivos recurrentes en muchas de ellas giran en torno a los afanes por entender el pasado del realizador o de comprender las circunstancias que impidieron mantener la estabilidad de su familia original. También intentan hallar las razones que impulsaron a los padres a una militancia política que los condujo a la muerte, o tratar de comprender los motivos del silencio familiar impuesto como una losa sobre la memoria de algunos de los parientes asesinados, refugiados o desaparecidos. La interrogación por la familia, sus orígenes y secretos, resulta permanente.

Una de las tendencias más fuertes del actual documentalismo hispanoamericano: la familia como motor u origen de la historia. Hay en esta corriente una lógica que va más allá de la elección de cada cineasta; los grandes relatos históricos, al menos desde el romanticismo, tienen como protagonistas al yo o a su extensión colectiva, el nosotros. Las sagas familiares, desde la tragedia griega hasta El padrino, con estaciones en Shakespeare, Dostoievski o sus epígonos O’Neill o Faulkner, siempre destacan a grandes protagonistas individuales. La fresca derrota de los ideales colectivos paridos en los últimos dos siglos dejó sin sustento la idea del héroe, individual o colectivo. Si el Che ha muerto, todo es posible… parece lógico que, aun por descarte, la generación sobreviviente al cataclismo se vuelque a indagar en la familia como matriz de conflictos y explicaciones. (Rojas, 2012, p. 45)

LOS MOTIVOS DE LA AFLICCIÓN: MARÍA INÉS ROQUÉ

La posmemoria también intenta elaborar la experiencia de la aflicción. En Papá Iván (2000), de la argentina María Inés Roqué, la realizadora pretende comprender las motivaciones de su padre, cuadro militar de Montoneros, muerto en 1977 resistiendo a las fuerzas de la dictadura militar de Rafael Videla.

El dolor íntimo que intenta sosegar la realizadora se asocia a circunstancias diversas que fueron asomando a su consciencia mientras crecía: la separación de los padres, la nueva vinculación amorosa del militante, sus ausencias prolongadas del hogar, la opción por la violencia, los actos armados (atentados y asesinatos selectivos) en los que acaso participó, y su decisión de morir. Acciones que fueron creando, en la percepción de la hija superviviente, una trayectoria de probable desamor: el padre acaso prefirió mantener una rigurosa fidelidad a sus convicciones antes que a los vínculos afectivos hacia su descendencia familiar. Para Roqué, el luto se asocia entonces con el sentimiento de orfandad.

Una carta entregada a los hijos por la madre, es el motor de la exposición. La realizadora opta por relatar su empeño en primera persona, opción retórica que le permite trazar un dispositivo dialogal, una suerte de conversación íntima con el padre desaparecido. Es el intercambio que mantiene con el texto escrito de la comunicación que el militante dirige a los hijos informándoles de su decisión de mantenerse en la lucha hasta morir, y con la voz que la actualiza. El empeño de la búsqueda de Roqué la lleva de México –donde radica– a la Argentina. Ahí encuentra a los camaradas de su padre y a aquellos que acaso lo traicionaron. En todos busca el testimonio de primera mano. Roqué actúa “como si se hiciera eco de aquel personaje del cuento de Juan Rulfo, Diles que no me maten: ‘Es muy difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta’” (Ruffinelli, 2012, p. 136).

Pero las consecuencias reparadoras que Lejeune (2008, p. 13) asocia a los empeños autobiográficos solo se satisfacen de modo parcial. Las heridas de la separación no se cicatrizan. En la imagen, las marcas del camino se aceleran hasta perder su definición visual.

En el final, Roqué lee una carta de su padre. Las cartas que los revolucionarios dejaron a sus hijos y que, además de amorosas, son explicativas; explican cuáles son las convicciones que los hicieron abandonar sus vidas cotidianas de padres. Roqué expone el vacío que se abre entre frases que hablan de sacrificio revolucionario y su deseo de un padre común y corriente. La posibilidad de una unión generacional se hace más lejana y el duelo es difícil… En el epílogo Roqué llora y recita un texto en primera persona que exhibe su tristeza como la exhibe un niño, que no llora porque esté triste, sino que llora para informar. (Scelso, 2011, subt. 2, párr. 5)

LA HUELLA DE UN APELLIDO: FLÁVIA CASTRO

En Diario de una búsqueda (Diário de uma busca, 2010), la realizadora brasileña Flávia Castro parte tras los rastros de Celso Afonso Gay de Castro, su padre, fallecido en Porto Alegre en 1984. Las circunstancias de su muerte nunca se esclarecieron.

Militante del POC (Partido Obrero Comunista), Celso, en compañía de otra persona, muere en el interior del departamento de un alemán radicado en Brasil, antiguo nazi, al que había entrado sin autorización. Pese a la versión oficial de un suicidio cometido al verse rodeado por la policía, que interviene al presumir que estaba frente a un asalto y robo, se piensa que Gay de Castro realizaba una investigación periodística, de trámite reservado o secreto, sobre aquel oscuro personaje. Pero Diario de una búsqueda no se centra en la investigación sobre la muerte del padre. Se abre hacia otras vías al comprobar que el misterio de su fallecimiento es y será un factor infranqueable para hallar la verdad.

Flávia, la hija, se representa a sí misma, aparece en el encuadre y liga la trama de su historia personal con los avatares políticos de la izquierda sudamericana. La estrategia seguida por la documentalista consiste en entrelazar su memoria con los recuerdos de los exiliados en la diáspora provocada por la dictadura iniciada en 1964. Pero la película no se limita a la representación de la propia realizadora o al inventario de los padecimientos que soportó a causa del comportamiento de un padre que puso su militancia política por delante de sus obligaciones familiares. Desde su infancia, la memoria de Flávia, nacida un año después del golpe militar de 1964, aparece marcada por las ideas políticas de sus progenitores. El apellido Castro le sirve a la niña para imaginar un parentesco con Fidel Castro Ruz, dirigente de la revolución cubana. Más tarde, percibirá el clima de clandestinidad que rodea su formación y crecimiento. Y siente el peso de los exilios de sus parientes más próximos.

Toda esa época es recreada en la película a través de fotos del álbum familiar. Predominan las imágenes fijas, a falta de filmaciones caseras. También se insertan cartas remitidas por el padre a sus hijos desde diversos lugares de su exilio, como Chile, Francia o Venezuela. Textos epistolares que aparecen como paréntesis, cesuras, que la cámara recorre en movimiento constante, abriendo paso a los testimonios y evocaciones de los compañeros de militancia, o las comparecencias de la madre y de Joca, el hermano de la cineasta, personaje refractario a la memoria oficial o a cualquier idealización de la memoria. Y refractario también ante la posibilidad de “contaminar” aquello que él considera como la mirada personal de la cineasta sobre su obra. Joca le dice a su hermana: “la película es tuya, como la historia, el lenguaje y el punto de vista. Quieres que comparta esa historia, pero esa no es la historia que yo contaría”.

Joca colabora con el rodaje y, a la vez, se mantiene al margen de él. Se declara incómodo y escéptico con la posibilidad de hallar la verdad por medio de la película que prepara su hermana, a pesar de su confianza en la capacidad reveladora del cine. Acusa a la documentalista de abocarse a la realización de un documental sin haber encontrado los elementos que le permitan verificar los hechos ocurridos. Antropólogo de profesión, se resiste a cualquier intento de elaborar un filme aproximativo, de acercamiento indirecto e interrogativo a lo que pasó. Le repele la posibilidad de apelar al cine para formular dudas. La realizadora le responde que no pretende hacer una investigación criminal, sino una película. A pesar de su rechazo, y de modo paradójico, la figura del hermano completa el marco de la película aun cuando la sabotee con la expresión de sus dudas y cuestionamientos. Le afecta una íntima vergüenza provocada por las circunstancias que condujeron al padre hacia la muerte. Es el factor autorreflexivo que convierte a Diario de una búsqueda en un acto creativo en proceso.

La exhumación del pasado recurre también al registro de archivos personales e institucionales y a la inclusión de la voz over de la realizadora, que evoca su infancia y adolescencia con el tono trémulo o aproximativo de quien recuerda hechos distantes. La memoria de lo íntimo adquiere el estatuto de texto histórico y testimonio del pasado. Introduce el misterio de lo irresuelto. Lo textual es siempre una forma de acceso a la sospecha, como aquella que nace de la orden oficial dictada a los medios de comunicación para no informar sobre la muerte de Celso Afonso Gay de Castro.

 

EL DESTINO DEL “HEREJE”: MARIANA ARRUTI

El padre (2015), de la argentina Mariana Arruti, también parte de un elemento faltante. No existen imágenes fílmicas de Juan Arruti, el padre de la realizadora, muerto en 1973. Solo es un recuerdo elusivo, incluso para su familia más cercana.

Arruti, sindicalista aguerrido, acaso encontró la muerte en un accidente: su cuerpo fue hallado tendido al lado de una vía ferroviaria. La burocracia sindical dio cuenta del hecho sin intentar una indagación mayor sobre las causas del fallecimiento de ese compañero incómodo, tal vez réprobo para la mayoría, tachado de trotskista. La familia, a su turno, prefirió mantener en silencio su memoria. Ese hecho incierto, más bien oscuro, impulsa la indagación de la cineasta, pero solo aparece como el objeto central de la línea narrativa principal luego de varios minutos de proyección. En el inicio, lo que importa es la expresión de la curiosidad de una mujer que no conoció a su padre y que intenta reconstruirlo a través de las huellas registradas sobre soporte fílmico. Tarea difícil ya que solo subsisten fotos y no las películas familiares que hubieran podido satisfacer la exigencia de ese plus de realidad del que adolecen las imágenes fijas.

La realizadora sustituye las filmaciones inexistentes por otras que recrean una ilusión, a la manera de una fantasía infantil interpretada por actores. La representación ficcional llega para rellenar los huecos de la memoria o para modelarla aún a sabiendas de que se trata de una simulación. De pronto, la voz over de la directora informa de la muerte de Juan Arruti, al que vemos encarnado por un actor mientras asiste a un cumpleaños infantil, el de la propia realizadora, que delega su representación en una niña. Desde ese momento, la perspectiva íntima se abre a lo social y a la revisión del pasado. Arruti, el militante de izquierda, se convierte en el objeto de una interrogación.

Para despejar el misterio que rodea la muerte del padre, la película acoge los modos de la encuesta que se extiende en el curso de un viaje. La realizadora se dirige hacia el lugar donde vivió el padre para encontrar a familiares y a los que fueron sus compañeros en el activismo político. La madre de la documentalista, tíos, primos, personajes cercanos, obreros de construcción civil, construyen un retrato armado a partir de piezas sueltas de la memoria. La silueta humana de Arruti se delinea al mismo tiempo que su perfil político conflictivo de sindicalista expulsado del Partido Comunista, de raigambre estalinista, a causa de una supuesta herejía doctrinaria.

La documentalista confronta la figura que descubre en las palabras de los otros. La interroga, no queda satisfecha con el resultado, y decide mantener en pie la búsqueda. Percibe en las declaraciones de aquellos que conocieron al padre la voluntad de idealizar una imagen y de justificar sus acciones. Duda de la sinceridad o autenticidad de los declarantes. Tal vez mientan y oculten informaciones. Los resultados de su indagación solo pueden ser interpretados desde la sospecha o la desconfianza. El trámite queda abierto ante la posibilidad de encontrar una posición disidente o de hallar una respuesta que desmienta a la versión oficial.

FILMAR LO QUE NO ESTÁ: NORBERTO HABEGGER

La ruta del viaje organiza El (im)posible olvido (2016), del argentino Andrés Habegger, hijo de Norberto Habegger, periodista y dirigente de Montoneros, asesinado por la dictadura militar cuando el cineasta tenía nueve años de edad. El realizador no tiene recuerdos del padre, ni sabe cómo sucedieron los hechos de su muerte, acaso porque los eliminó en el tránsito de procesar esa desaparición violenta. Solo sabe que varios militares uniformados lo secuestraron al llegar al aeropuerto de Río de Janeiro. ¿Cómo filmar lo que no está, o lo que es informe y faltante?, se pregunta el cineasta.

Un diario llevado por el director durante el Campeonato Mundial de Fútbol de 1978 impulsa el recorrido de la memoria, así como las revistas Billiken que su padre, siempre en tránsito, le enviaba a México, donde, aún niño, vivía exiliado con su familia. El diario de la infancia hace las veces de un material encontrado en el archivo. Son cuadernos olvidados que remiten a la infancia, espolean la memoria y contrastan tiempos, formas de expresión y períodos en la vida y en la formación del director. Mirados en retrospectiva, los titubeos y faltas ortográficas de la escritura infantil aparecen como las marcas de las incertidumbres del exilio y de las ausencias paternas durante esos años de clandestinidad. La letra del niño de los años setenta queda inscrita en la película como la huella material que equivale a otra huella tangible: la voz inquisitiva del realizador que busca los rastros del padre casi cuatro décadas después. Una voz tan insegura o titubeante como los trazos gráficos del diario, dispuestos para dar forma escrita a la percepción de los hechos cotidianos, celebratorios o penosos, como las vivencias mismas del exilio.

En el centro de la experiencia cinematográfica de Andrés Habegger está el intento de soldar una identidad fragmentada: la que se inscribe en los diarios del niño, expresada a través del cineasta que viaja y busca. Viaje a los inicios, a la manera de Jacques Nolot en L’arrière-pays (1997), registrando los recorridos de retorno luego de la muerte de un personaje cercano e importante.

EL FÚTBOL Y EL AZAR: SERGIO OKSMAN

O futebol (2015), del brasileño Sergio Oksman, entreteje el autorretrato, el diario de viaje, la ficción, el gesto performativo, y el registro directo del reencuentro de un hijo con su padre durante el Campeonato Mundial de Fútbol de 2014. El hijo es el propio realizador, que no se encuentra con Simâo Oksman desde hace casi dos décadas. El padre abandonó el hogar familiar cuando Sergio tenía cuatro años.

Desde el inicio, la película traza las líneas de la estrategia dramática y de su dispositivo itinerante. Sergio regresa al Brasil, desde España, su país de residencia, para proponerle al padre emprender un viaje desde São Paulo que dure tantas semanas como el campeonato de fútbol. Es decir, el cineasta motiva una situación artificial, acaso forzada, que pretende registrar durante un mes. El padre acepta con renuencia, suponiendo que no podrá mantener su atención en todos y cada uno de los partidos que se jugarán a lo largo del torneo. La afición por el deporte une al realizador con ese hombre solitario y ensimismado que es su padre. Los dota de un lenguaje y de una memoria compartida, sobre todo si ella remite al fútbol de los años setenta.

Durante el viaje, el fútbol se convierte en un hilo conductor: los personajes ven las transmisiones en televisores colocados aquí y allá, pantallas desperdigadas que emiten señales invisibles, mantenidas siempre fuera del campo visual, ya que Simâo se niega a asistir a los estadios en compañía del hijo. En el encuadre, Sergio se registra a sí mismo, al lado de su padre, colocando la cámara en angulaciones simétricas, organizando el encuadre con austeridad formal y vocación por la quietud y la fijeza. La naturaleza autobiográfica de la película se cuela por las fisuras de la representación. Más que el cineasta y su padre, los hombres que están en las imágenes son personajes que interpretan la historia de un reencuentro que no bordea el pathos ni se complace en la emoción. Los dos Oksman son performers de su propia relación familiar y la encarnan con el gesto quedo, el ritmo cansino y la morosidad de la rutina. Su reencuentro está signado por el tedio de lo ordinario, por la familiaridad de transitar por tiempos y espacios que nunca habían sido comunes pero que el cine les permite compartir, aunque sea por última vez en sus vidas.