El cine Latinoamericano del siglo XXI

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Al final, la memoria de la subalternidad se convierte en celebración: vemos a Santiago figurándose a sí mismo como un personaje de otros tiempos que se desplaza, con gracia y afectación, por los ambientes de algún palazzo florentino en tiempos de los Medici. En esos fragmentos de película, acaso destinados al descarte, sin el apoyo de la banda sonora, se descubre a Santiago como performer. Es el intérprete, acaso involuntario, de las fantasías que enmascararon su homosexualidad y disimularon esas diferencias de clase que fueron modelando su conducta durante toda una vida. Posa ante la cámara como si gozase con la fantasía de un hecho irreversible y póstumo: tal vez, algún día, su existencia subordinada encontrará la redención (o la sublimación) a través de la imagen.

La madre de Moreira Salles es la presencia que impulsa el desarrollo de No Intenso Agora (2017). Mejor, las imágenes de la madre, filmadas en súper 8 milímetros durante un viaje a China en el año 1966. Dama de la sociedad acomodada del Brasil, mujer de mundo, con residencia temporal en París, la viajera llega a una China conmovida con los cambios de la Revolución Cultural. Aunque las ondas sísmicas de la trasformación política le lleguen atenuadas por el trato que se le dispensa en su calidad de turista, la presencia masiva de los guardias rojos recitando, como letanías, las líneas del pensamiento Mao, y las proclamas antiimperialistas que penden de las fachadas aldeanas, le crean la sensación de enfrentar a un mundo casi impenetrable para su formación y su estilo de vida.

Cinco décadas después, su hijo aprovecha esas imágenes para complementarlas con otras, ajenas, pero próximas en la imaginación y, acaso, en los ideales, realizadas por camarógrafos anónimos o identificados, unidos por el ventarrón que agitaba esos tiempos movilizadores, el “intenso ahora” de las revoluciones libertarias del Mayo francés, de la Primavera de Praga, y de los movimientos universitarios brasileños en los años finales de la década de los sesenta. Los materiales fílmicos encontrados en los arcones familiares y en los archivos de prensa de instituciones diversas son revisados y contrastados para examinar las repercusiones que alcanzaron tales gestos políticos en las experiencias cotidianas de aquellos que los vivieron entonces o los miran desde ahora. Son las vivencias que se condensan en el año 1968 y el examen de las formas en que se imbrican con una biografía personal, la del cineasta.

En No Intenso Agora, el enorme volumen del material de archivo utilizado se organiza a partir de asociaciones de ideas. En la base está la memoria familiar. El viaje materno a China remite a una reflexión sobre las repercusiones del pensamiento maoísta –y, en general, de las convicciones de las izquierdas revolucionarias– en el mundo de entonces. La voz de Moreira Salles evoca su infancia y el entorno sociocultural en el que creció (residía en París durante los sucesos de Mayo de 1968). Imagina el impacto suscitado por los guardias rojos y el fervor maoísta en las creencias y sensibilidad de la dama burguesa. Busca correspondencias de lo ocurrido en China con experiencias generacionales más amplias. Y sus preguntas se multiplican. ¿El gesto de los jóvenes maoístas exaltados, o el del joven del Barrio Latino lanzando la piedra contra los policías en un día de ese mayo de 1968, fueron signos de una efervescencia existencial que es imposible repetir? ¿La indignación masiva en los funerales del estudiante Edson Luis de Lima Souto, muerto por la policía de Río de Janeiro, en marzo de 1968, convertido en fetiche y mártir, se ha trocado en el estupor y la indiferencia política de estos tiempos? ¿Se ha disuelto ese intenso ahora en la calma chicha de la normalización social? ¿En qué momento se podrá encender, como otrora, el deseo ardiente del cambio social? ¿Qué chispa será capaz de encender la pradera?

Laura Rascaroli (2017, p. 4) fecha el auge del filme-ensayo en los años sesenta del siglo pasado, vinculándolo a las expectativas de una época marcada “por un deseo generalizado de incremento de la participación, de democracia, de expresión personal”. Son los años de los ensayos fílmicos de Chris Marker, Agnès Varda, Pier Paolo Pasolini, Peter Schamoni, Alexander Kluge, Joris Ivens, Mikhail Romm, entre otros. En América Latina, de La hora de los hornos (1968), de Fernando Solanas y Octavio Getino. No es casual, entonces, que el brasileño João Moreira Salles haya recurrido al ensayo para evocar algunos hechos sociales y políticos decisivos de ese período. El trascurso expositivo de No Intenso Agora, reflexivo e interrogativo, delinea las tradicionales “propiedades” que, en criterio de Phillip Lopate (2016, pp. 327-329), definen un filme-ensayo: presencia de un texto hablado, más allá de un flujo puro de imágenes; representación de una sola voz; elaboración de un discurso razonado sobre un asunto determinado; presencia de un punto de vista personal definido, elocuente, que trascienda la mera información5.

No Intenso Agora expresa el punto de vista de un brasileño del siglo xxi que usa un programa de edición de esta época para articular imágenes de hace cincuenta años. Observa desde la periferia de hoy algunos sucesos ocurridos ayer en el “centro” del mundo. La memoria es la “administración del pasado en el presente”, dice Pierre Nora (2008, p. 114). Las imágenes documentales de 1968 encuentran un centro de gravedad en la mirada que las interroga desde aquí y ahora. Moreira Salles, al emplear imágenes de archivo, apela a una realidad mediada:

la realidad reproducida por las imágenes es, por tanto, una realidad estudiada, pensada, expresada: no solo material de la memoria, sino esencialmente material del archivo en el pleno sentido de la palabra. Pero es pensamiento y expresión de aquello que ya estaba allí, en la propia realidad, esperando a ser revelado por la cámara. Por eso el cine de ensayo es siempre un cine de archivo, que utiliza la realidad no directamente a través de su simple representación, sino tras el movimiento que supone haberla convertido en imagen y, en consecuencia, haber desvelado su significado. (Català, 2014, p. 353)

En el inicio de la película, el realizador halla una metáfora que expresa a cabalidad su opción: Unas películas familiares nos muestran el paseo urbano de una familia brasileña acomodada. La madre conduce a los niños. Detrás, va una nana. La cámara registra, en el primer término del encuadre, los pasos inseguros de una pequeña y el orgullo de su vigilante madre. Pero la misma imagen recoge la posición de la niñera, que se retira del cuadro familiar apenas la niña se atreve a dar sus primeros pasos sin apoyo. Se hace a un lado, se retrasa, elige quedarse a la distancia. Las imágenes la muestran al fondo, en el último término del encuadre. Se mantiene expectante, acaso tan atenta como la madre, pero sabiendo que su lugar no está en el centro de esa jerarquía de lugares establecidos. El mirar a la distancia, pero con atención; observar desde la lejanía, pero con avidez, son asuntos centrales en el examen que hace Moreira Salles de las películas encontradas. Pero no solo eso. Interroga también la posición de aquel que filmó, hace cincuenta años, a esa familia. Al mirar por el visor de la cámara, acaso no tuvo en cuenta la presencia discreta de la nana. O acaso sí, pero sin preocuparse por su estatus o su valor en la composición del encuadre. Es preciso que, cinco décadas después, alguien se pregunte por ella. Es el mismo interrogante que, a lo largo de la película, se hace Moreira Salles acerca del sentido que tienen ahora esas imágenes de archivo.

Por ejemplo, se pregunta sobre el sentido actual de la imagen del estudiante que dormita al costado de Jean-Paul Sartre en el Odeón tomado por los estudiantes. ¿El gesto de agotamiento se convierte en una muestra de la indiferencia que le provocaba ese filósofo que, mezclándose con los jóvenes, trataba de entender un fenómeno que había escapado a su atención previa? Examina las imágenes de la muchacha que, en plena refriega, atraviesa el encuadre como retornando de la batalla, con un talante que ahora luce como signo de desparpajo o de romanticismo desinteresado. Incorpora las filmaciones de la estudiante que, entre risas cómplices con sus compañeros de militancia, tranquiliza telefónicamente a la madre que no sabe en qué aventura revolucionaria se ha involucrado el hijo que no llega a casa, revelando el costado lúdico de la revuelta.

Todos esos muchachos fueron filmados en poses y actitudes que se resignifican con el tiempo. Y lo mismo ocurre con la filmación de los rostros y los cuerpos contraídos de los ciudadanos checos que otean por las ventanas el paso de los tanques soviéticos que liquidaron la Primavera de Praga. ¿Aquellos que filmaron esas imágenes, de notable valor periodístico o testimonial, tenían consciencia de que dejaban en estado de latencia aquellos sentidos que Moreira Salles busca interpretar hoy?

SU PROPIO AMARCORD: ALEJANDRO JODOROWSKY

La danza de la realidad (2013) y Poesía sin fin (2016), de Alejandro Jodorowsky (Fando y Lis, 1968; El topo, 1970; La montaña sagrada, 1973, entre otros títulos), regresan a Chile para revisitar los incidentes acaso reales o acaso imaginarios, pero siempre fantasmagóricos y circenses, de su infancia y juventud. Es un recorrido vital que empieza en Tocopilla, su ciudad natal, y llega hasta su estancia juvenil en Santiago.

Jodorowsky siempre fue un fabulador y ahora decide mirar hacia atrás y hacia sí mismo para construir su propio Amarcord (1973), a la manera de Federico Fellini, un cineasta al que siempre se sintió unido, acaso por el gusto que compartieron por la estética de la historieta, la fascinación por el circo, la atracción por las anatomías pulposas, las incursiones por el irrealismo, la vocación por los caprichos propios de los cineastas demiurgos, y las estrategias de organización circular, en forma de rondas, de algunas de sus escenas, con los figurantes dispuestos como en una pista de circo. Jodorowsky, como Fellini, siempre fue un ilusionista, aunque nunca logró alcanzar el grado de densidad poética de las películas del italiano.

 

Tocopilla, ubicada en el norte de Chile, es el escenario de La danza de la realidad. El pequeño Alejandro, hijo de un judío de origen ruso y estalinista hasta el tuétano, vive fascinado por la figura de la madre, de enormes senos y diálogos cantados, una mezcla de Anita Ekberg, en La dolce vita (1960), de Federico Fellini, y personaje de una película de Jacques Demy. La fantasía del incesto y el padecimiento por la severidad paterna, que impone una disciplina espartana en el hogar, conducen al muchacho a mirar hacia afuera, a recorrer su pueblo y a observar la extravagancia de sus habitantes. Es el pretexto para acumular perfiles, pequeños retratos delineados con trazo de caricaturista. Algunos son ligeros y jocosos; otros, reiteran las fijaciones escatológicas del realizador, con los seres mutilados, convulsos, extraídos de la galería de los personajes del teatro pánico al que se afilió alguna vez. Pero la nostalgia aleja a la película de la teatralidad impostada y del esoterismo fumista de títulos previos del realizador.

La danza de la realidad se extiende en Poesía sin fin. Una vez más, Fellini es el modelo. Pero aquí, Amarcord parece convocar a Los inútiles (I vitelloni, 1953), con su retrato de una juventud que busca un lugar en el mundo. Es el retrato del psicomago adolescente. Lo carnavalesco parece ganar la partida y se suceden secuencias de cierta autonomía que muestran comparsas fantasmales, combatientes ninjas, personajes salidos de alguna rutina de cabaret, una amante del protagonista que es interpretada por la misma actriz que encarna a su madre, figurantes con anomalías físicas, alegorías satíricas sobre algunos hechos históricos, recuerdos del pasado que buscan proyectarse sobre el presente en forma de grandes fotografías que cubren el paisaje urbano. Es la gran parada de los fetiches del director. Ellos nos conducen a una secuencia culminante en la que caen las máscaras del simulacro narcisista y autocomplaciente que vemos en tantas de sus películas: la emotiva despedida del padre6.

Arqueologías del luto: memorias y posmemoria

¿Cómo acercarse al pasado luctuoso que se mantiene irresuelto o que se recibió como narración formulada por los mayores?

Una promoción de realizadores latinoamericanos nacidos a mediados, o en los años finales, de la década de los setenta del siglo pasado, ha indagado en la memoria borrosa de sus propios orígenes y en el trauma originado por la muerte o la desaparición de sus familiares durante los gobiernos dictatoriales establecidos en diversos países de la región.

La familia como institución permeada por los avatares de la Historia se convierte en protagonista de películas que formulan hipótesis, trazan recorridos inciertos, examinan indicios, irrumpen en las zonas imprecisas de la memoria familiar o social. No aspiran a encontrar verdades inamovibles, como pretendían los miembros de las generaciones anteriores, movidos por la convicción de un cambio social que se proclamaba desde las certezas doctrinarias indiscutibles. Por el contrario, los cineastas que documentan sus subjetividades, conscientes de sus límites, intentan autorrepresentarse mientras llevan a cabo sus pesquisas.

El dispositivo cinematográfico se convierte en mediador entre el trabajo arqueológico que desentierra recuerdos personales y el “montaje” de lo hallado. El registro fílmico se adecua al modo de la búsqueda, investigación o pesquisa del pasado a partir de una conciencia que vigila desde el presente.

Piedras (2014, p. 28), refiriéndose a los tópicos del cine argentino reinterpretados por el documental en primera persona, enumera los siguientes: “la revisión de un pasado traumático saturado de represión, muerte y violencia; la conformación identitaria familiar, étnic[a] y/o cultural; y los imaginarios del centro y su periferia”. Esos son también los motivos recurrentes en muchos otros títulos inscritos en esa línea de la no ficción latinoamericana. El volver sobre los traumas dejados por el pasado político de sus respectivas naciones es constante en esa modalidad de la representación documental.

La necesidad de examinar las circunstancias de la desaparición y muerte de personas cercanas o amadas suele gatillar esas indagaciones. Acaso se trate de los padres que nunca conoció el cineasta, o los parientes que cayeron en sus luchas militantes, o que se vieron afectados por otras razones. Esas desapariciones, acaso lejanas en el tiempo, permanecen como marcas en la conciencia, impulsando un proceso de elaboración personal, ordenamiento de informaciones recibidas, búsqueda de motivos, acopio de fuentes, selección y síntesis de testimonios, cotejo de versiones a veces contradictorias, relecturas de los hechos e interpretaciones de lo obtenido. En esa confrontación crítica con el pasado –y de insatisfacción con el presente– los realizadores asumen un gesto cuestionador, político.

A diferencia del cine de ficción argumental que dramatiza las circunstancias del pasado en el tiempo presente del relato, incluso en los casos de realizadores que no vivieron la experiencia de la historia narrada, en la no ficción predominan las reconstrucciones testimoniales. Se impone el cotejo de lo registrado en los archivos con las historias dramáticas que los hijos o los nietos recibieron como legados de sus mayores. Los cineastas encaran la representación de un pasado que no vivieron, pero que les llega a través de los traumas heredados de los padres y abuelos, o por las narraciones llegadas hasta ellos. Hirsch (2002, p. 22) describe la experiencia de la posmemoria como la de “aquellos que crecieron dominados por narrativas previas a las de su nacimiento” y por las historias procesadas por una generación anterior que enfrentó hechos traumáticos que se resisten a la comprensión y a la recreación.

La segunda característica de la posmemoria, tal como lo señala Marianne Hirsch, implica una posición de marginalidad. Ajenos al tiempo de sus padres, apartados de las experiencias políticas de estos y de los lugares y acontecimientos de su biografía, se asoman a las vivencias de estos con los ojos del recién llegado. Miran desde “Otro” lado para asediar un pasado que no es el suyo… Pero al crecer entre los susurros de un pasado que no conocieron, la memoria se convierte para ellos en un espacio que requiere ser llenado por una narrativa que pueda reparar la fractura en la que vagabundean los fantasmas. (Waldman, 2007, p. 397)

Las estrategias de esa búsqueda narrativa se perfilan a través de modos distintos: convocando el pasado a través de los objetos de memoria, desde registros fotográficos hasta prendas personales; poniendo en escena los contenidos de la memoria y sus posibles acciones, o reconstruyendo las escenas tal como pudieron haber ocurrido, o tal como las recuerdan los otros; contrastando lo íntimo y lo social y estableciendo una narrativa que se organiza a la manera de un vaivén permanente con las dimensiones de lo político y lo histórico. Por supuesto, esas líneas de desarrollo no son excluyentes ni unívocas. Ellas suelen entretejer vías de búsqueda, derroteros y afectos que se ponen en juego.

La posmemoria constituye una experiencia compartida por los cineastas nacidos desde la década de los años setenta del siglo xx, sobre todo aquellos que recibieron de sus mayores las narraciones de la muerte o desaparición de sus padres en el contexto de las dictaduras militares establecidas en Argentina, en Chile, en Brasil, en Paraguay. Son los herederos de una experiencia histórica que no vivieron en forma directa, o que no pueden recordar por razones de edad, pero que procesan a través de lo que conocieron o estudiaron.

La experiencia de aquella generación que lleva en sí la cicatriz, pero no la herida, y cuyas propias historias se desdibujan por las narrativas e imágenes de los acontecimientos vividos por la generación anterior… Si toda memoria es subjetiva, selectiva y fragmentaria, la reconstrucción de la posmemoria no puede apelar a la prueba; carece de archivos a la medida o de huellas certeras en el origen… Ella es una memoria “otra”, que presupone una relación precaria con el mundo. Su lugar es la “alteridad”, y, por lo tanto, se ubica en un espacio de riesgo, fragmentario y frágil. (Waldman, 2007, p. 396)

Las narrativas de estas películas suelen tomar las formas de las reconstrucciones de hechos o de experiencias del pasado. En el camino, se suceden las visitas a archivos institucionales o familiares y las visitas a los escenarios donde ocurrieron los hechos dolorosos para entrevistar a testigos, vecinos o sujetos que afirman no haber visto nada y no saber nada. Se traza el horizonte de una pesquisa que tiene como hilo conductor un relato personal, un punto de vista que orienta y significa el periplo. Es un “yo” cotejado con las fisuras de la memoria; que sale al encuentro de los eslabones faltantes de una biografía personal. Esa confrontación con los hechos apela a la combinación de representación y documento, de puesta en escena de la propia persona, de relato confesional, entre otros.

EL LARGO VIAJE DE LA MILITANCIA: CARMEN CASTILLO

Calle Santa Fe (2006) muestra a la documentalista chilena Carmen Castillo, exiliada en Europa desde 1975, regresando a su país para tratar de ordenar las piezas faltantes de ese relato fundacional para la izquierda latinoamericana que es la muerte, en octubre de 1974, de Miguel Enríquez, el Secretario General del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), por acción de la policía política, la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), del gobierno de Augusto Pinochet.

Desde el exilio en Francia, Carmen Castillo se propone cotejar su identidad actual con la de aquella mujer joven que asistió a la muerte de su pareja. La clave está en la visita de la casa que ocupó, en Santiago de Chile, junto con Enríquez y su hija, durante un año de clandestinidad. Luego de tres décadas, vuelve al escenario donde se produjo el enfrentamiento que acabó con la vida del líder político y la dejó malherida sobre el pavimento, al tiempo que perdía al niño que gestaba. Sobrevivió al ser asistida por algunos vecinos.

Calle Santa Fe empieza como un diario de viaje. En el mapa se marca la trayectoria seguida en el exilio. Al retornar, se reconocen los escenarios donde se asesinó al dirigente político y se visita el espacio que acogió la intimidad de la realizadora y su pareja. Refugio que ahora también es un lugar de memoria. Paola Lagos Labbé (2011) ha definido a los “diarios de viaje filmados” como una suerte “de road movies documentales” que “dan cuenta de la intimidad de una vida cotidiana en tránsito”.

[La] búsqueda identitaria y genealógica en que se embarcan sus autores –comúnmente personas desplazadas, desterradas o desarraigadas– se traduce narrativamente en que estos, en algún punto de sus vidas, emprenden viajes de retorno a la Arcadia perdida, a la historia pasada, al país de la infancia y adolescencia que han abandonado, al hogar y los ritos de su cotidiano, sea este un lugar físico concreto, o un espacio imaginado y recordado que sólo es asequible por la vía de la memoria. (Lagos Labbé, 2011, pp. 60-80)

A la intención de esclarecer los incidentes del hecho político, el viaje de vuelta a la casa de la calle Santa Fe suma el efecto emocional de la visita al reducto de los proscritos, el último sitio en el que fueron felices y vivieron en peligro. Esta es, en consecuencia, la crónica de una militancia política, de una relación amorosa, de una experiencia de la clandestinidad, de un embarazo interrumpido por la violencia, de un exilio, de un retorno y de una búsqueda. También de un gesto impulsado por la evocación de lo que se perdió para siempre. La melancolía juega un papel motor en la activación de la memoria. De ahí la importancia que adquieren los objetos encontrados en las fuentes del recuerdo: fotos, grabaciones, audios, home movies, instrumentos que ligan el presente con aquellos bienes que fueron manipulados por los ausentes.

De acuerdo con Jonathan Flatley, es posible pensar el potencial político de la melancolía, asumiendo que “melancolizar” no implica necesariamente caer en un estado de parálisis depresiva, sino que puede funcionar como el impulso para la reconquista de deseos o reescrituras de la historia. (Depetris Chauvin, 2015, párr. 24)

 

La película no es la crónica de una vivencia de la posmemoria. Por el contrario, es la reconstrucción de la memoria de una superviviente que expresa su intimidad a través de la voz over, en primera persona y en sincronía con lo que vemos. Y se representa a sí misma: es la documentalista, siempre visible en el encuadre, presente e inquisitiva. La voz de Carmen Castillo se convierte en el recurso que moviliza la curiosidad por el pasado, dando cuenta de su necesidad de enfrentar a la “historia oficial”, de reescribir los hechos ocurridos y de interpretarlos a la luz del presente. Es una voz de entonación modulada, acaso monocorde, pero no exenta de afectos que se filtran1. El cuerpo y la voz de Castillo imponen la experiencia de un aquí y ahora que señala el tiempo cero de la reconstitución de los hechos. Un tiempo que es interrumpido, una y otra vez, por las imágenes de archivo. Ellas son las que motivan el duelo que Castillo procesa. Luto que imbrica las dimensiones de lo histórico y de lo público. Si la demanda inicial que formula Castillo está dirigida a sí misma y versa sobre el sentido o el interés que tendrá su pesquisa para alguien “que no sea yo”, sus reflexiones finales –al cabo de un periplo que es también pesquisa– no son más afirmativas o certeras.

La memoria no se asienta sobre versiones únicas e inconmovibles. El efecto Rashomon (1950), de Akira Kurosawa, se impone como principio organizador del montaje de la película: cada manifestación de los vecinos del barrio reconstruye una parcela del hecho ocurrido. La “verdad” solo puede ofrecerse de modo fragmentario. Para Castillo cada uno de esos fragmentos remite a una construcción mayor que vincula lo cotidiano con la historia, conduciendo a la pregunta por el mar de fondo social: la historia del MIR y su vínculo con el gobierno de la Unidad Popular, así como el papel jugado por Miguel Enríquez en ese período. Y por las consecuencias de la ruptura del proceso democrático, la irrupción del golpe militar violento y la llegada del exilio, experiencia compartida por tantos chilenos. La documentación de la época da cuenta de convicciones ideológicas fervientes, tramitadas desde el radicalismo, que contrastan con la liviandad de hoy y los desencantos extendidos. El viaje a la Calle Santa Fe, lo que encuentra en ella, y la cosecha de los testimonios recogidos, ponen en tela de juicio las certezas que aún abriga Castillo. Pero esas lealtades no impiden ser confrontadas por opiniones diversas de su propia familia, de sus viejos camaradas o del círculo de amigos. El balance generacional guarda alguna concordancia con la autorreflexión fílmica de Román Goupil sobre su activismo en mayo del 68 y la muerte de su camarada Michel Recanati en Mourir à trente ans (1982).

LAS PELUCAS, EL LEGO Y LOS PADRES ESQUIVOS: ALBERTINA CARRI

En Los rubios (2003), de la argentina Albertina Carri, asistimos a la tensión entre el deseo de ofrecer testimonio sobre una realidad y afirmar una subjetividad que se enmascara para luego descubrirse en un ejercicio casi vertiginoso de encubrimientos, simulacros y revelaciones.

Ana María Caruso y Roberto Carri, los padres de Albertina, fueron secuestrados cuando ella tenía tres años de edad. Desde entonces solo escuchó narraciones acerca de la existencia de aquellos militantes políticos y de las circunstancias de sus desapariciones. Sus recuerdos personales son borrosos, casi inexistentes, e intenta restaurarlos apelando a las herramientas del cine. Por eso, la de Albertina Carri es una inquietante posmemoria, construida a partir de relatos precisos o difusos, idealizados o distantes. Ella convoca a dos figuras “imaginarias”, las de los padres, vislumbrados desde las fantasías de la infancia. Figuras que se reformulan en cada etapa de su vida. La subjetividad de la realizadora se manifiesta de modo indirecto. La autorrepresentación es una puesta en escena que alterna la inmediatez del testimonio con el simulacro.

Por eso, en el curso de la película –que se interroga sobre ella misma y sus mecanismos en un ejercicio permanente de autorreflexividad– la necesidad de conocer la “verdad” sobre los desaparecidos es un requerimiento que se desplaza para dejar en el centro el diálogo de la realizadora con las limitaciones de sus recuerdos y sus conocimientos, con las narrativas que los modelaron y con las ficciones que dieron forma a esos personajes llamados “los rubios”.

Porque de eso se trata: en la perspectiva de la memoria, hasta los seres reales, los de existencia verificable, se convierten en personajes. Sean inasibles e incorpóreos (los padres) o representados, como la propia realizadora. Los rubios apela a la evocación de aquellos que conocieron a esos padres esquivos. Pero, sobre todo, registra el esfuerzo que hace la propia Albertina Carri para desembarazarse del lugar reservado institucionalmente para los “hijos de desaparecidos”. Es decir, rehúsa la empatía exigida por el dolor. Parte a la búsqueda de su propio lugar en la historia de su país y de una identidad que va tramitando y que no le debe nada a nadie. Para hacerlo, deja a un lado también el lugar de la cineasta-víctima, de la que somete su discurso al lamento, y decide travestirse. “Mi nombre es Analía Couceyro y en esta película represento el personaje de Albertina Carri”. Con esa frase se introduce a la actriz que va a encarnar a la directora, a la que veremos más tarde ensayando con Couceyro el monólogo escrito por ella para dar cuenta de sí misma.

El documental, tradicionalmente exigido de dar cuenta de la alteridad, en la actualidad es conminado a dar cuenta de sí mismo (del sí mismo autor y del sí mismo cine), aunque sea para develar –al decir de Rimbaud– que finalmente siempre “yo es otro”. El giro subjetivo del documental como espacio privilegiado de experimentación visual y narrativa para la expresión de la intimidad, evidencia la puesta en escena de un “autos” (autobiografía; autorretrato; prefijo de origen griego que significa “uno mismo”) que construye una narración alrededor de sí. (Lagos Labbé, 2012, pp. 12-22)

El autorretrato está hecho aquí a través de una persona interpuesta2. A partir de la presentación de Analía Couceyro, el documental se abre a la reflexividad, al juego especular entre la máscara y el rostro (los de la actriz y los de su representada), al testimonio personal por persona subrogada, al reportaje documental, al diario de trabajo en tránsito, al trabajo de campo, a la observación participante, al registro periodístico, a la película coral que incorpora al propio equipo de rodaje en la representación, al juego de la memoria que emplea muñecos Playmobil –antecediendo a los métodos usados por Rithy Panh en L’image manquante (2013)– para imaginar, desde la perspectiva infantil, la desaparición de los padres.

Lejos de suprimir la historia y la política, la película de Carri las reinscribe, pero despojadas de las certezas de la convención discursiva. Los Playmobil de la escena son juguetes para niños, pero no son juguetes cualesquiera en tanto reinscriben, desde la perspectiva de un niño, la época de la dictadura como una época de uniformización social forzada y de rendición económica a las importaciones transnacionales. (Andermann, 2015, p. 196)

Son múltiples las mediaciones entre el gesto de la cineasta y el material al que da forma. Mediación de una actriz para interpretar a la directora; mediación de las pelucas rubias; mediación de la tecnología; mediación de las ideologías; mediación del ente burocrático de la cinematografía argentina que cuestiona el proyecto presentado por Carri para obtener apoyo; mediación de los Playmobil, haciendo las veces de una representación de aquello que ocurrió. Mediación impuesta por los filtros de las memorias de los compañeros de los padres.