El cine Latinoamericano del siglo XXI

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También vemos fragmentos de sus películas, como No olvidar (1982) y Sueños de hielo (1993), y la cámara recorre por “dibujos infantiles, un mapa de Santiago, pinturas, libros, que dialogan con los recuerdos y las asociaciones que el director hace a partir de ellos” (De los Ríos y Donoso, 2014, p. 64). En el cine de Agüero cuentan los factores íntimos, sociales, políticos, pero sobre todo importan el impacto de lo sensible y las mutaciones de lo tangible. De aquello que puede ser registrado por la cámara. De lo que puede ser sentido, conocido y aprehendido y, por eso, tiene el poder de transformar.

La foto de sus padres recibe una atención especial. Como en El sol del membrillo (1992) de Víctor Erice, Agüero, al igual que el pintor Antonio López, espera que caiga una luz particular sobre ese objeto, capaz de convocar a la memoria. Direccionada con precisión, pero sin ser forzada, la luz de aquella hora específica de la tarde impregnará el retrato de reverberaciones singulares. Mientras ese momento llega, la cámara recoge el paso moroso del tiempo, rozando acaso la impresión de insignificancia. Es el tiempo del combate del cine con aquello que fluye sin detenerse; la lucha por registrar el paso del tiempo expresándose en la fluencia inestable de la luz.

Agüero encuentra en ese recorrido luminoso el signo de su propia memoria y de su identidad en tránsito. El devenir lo altera todo y para dar cuenta de él se requiere apelar a modos diversos de enunciación: los del diario personal filmado, el autorretrato y la crónica de viajes. También los de la reflexión ensayística. El material de archivo, la foto conservada del padre, impulsa la pregunta por la actitud que hubiera adoptado el oficial Agüero ante la traición contra la democracia en la que participó la Armada chilena en septiembre de 1973. Arlindo Machado (2010, párr. 24) refiriéndose a las posibilidades del cine como ensayo dice: “Lo único que realmente importa es lo que el cineasta hace con esos materiales, cómo construye con ellos una reflexión rica sobre el mundo, cómo transforma todos esos materiales inertes y en bruto en experiencia de vida y pensamiento”. La imagen del padre marino infiltra en El otro día el peso de la historia pasada y la interrogación acerca de lo que ocurrió en Chile ese fatídico 11 de setiembre de 1973. Pero esa incursión evocativa –aparejada con la reflexión histórica– no paraliza al documentalista. Agüero se mantiene atento a cada una de las llamadas a la puerta de su casa. Es el “ábrete sésamo” que convertirá a los visitantes en colaboradores de la película que está realizando.

Luego del cotejo consigo mismo, el cineasta se apresta para la excursión y el encuentro con la alteridad. Con independencia de sus identidades, antecedentes, ubicaciones en la jerarquía social, o antecedentes personales, la única regla establecida para los participantes de este casting librado a lo aleatorio es el de haber llamado previamente al timbre de la residencia. En forma progresiva, se incorporan a la película un mendigo, una diseñadora que vive en Valparaíso, un cartero, entre otros. El reto que se les plantea tiene algo de desafiante y de lúdico.

Teniendo como punto de partida su barrio de la clase media acomodada de Santiago de Chile, Agüero deberá desplazarse hacia zonas periféricas de la ciudad para cotejar a sus visitantes, cumpliendo las reglas autoimpuestas por el dispositivo del filme. Sobre el croquis de la ciudad de Santiago, que sirve para trazar los recorridos de sus visitas, se sobreim-prime un mapa virtual, marcado por la imprevisibilidad de los derroteros y las exigencias impuestas por los casuales visitantes, que ahora se convertirán en visitados. Del centro a la periferia, los desplazamientos del documentalista ponen en cuestión la naturaleza de la mirada hacia el otro. La presencia de la cámara y del propio Agüero, convertido en huésped transitorio, acaso intruso e inquisidor, aunque siempre amable y curioso, trastorna la domesticidad de los anfitriones, y acaso naturaliza su pobreza o su marginalidad. Suman siete los tránsitos del cineasta hacia lugares que tal vez nunca visitó antes y que descubre en compañía de su cámara. Los mapas que grafican los recorridos se convierten en expresiones de esa capital de Chile marcada por la brecha de las diferencias económicas, sociales y culturales.

Una vez que Agüero se instala en cada uno de los espacios de su recorrido, emprende el registro visual y formula las preguntas esenciales. Es decir, recurre a las herramientas del documentalista, apelando a una metodología de trabajo cercana a la del brasileño Eduardo Coutinho. Observa a los otros en la intimidad de sus afectos y en sus prácticas ordinarias. Pero a diferencia de Coutinho, el chileno no convoca a sus comparecientes a un set de filmación. Por el contrario, acude hasta donde ellos se encuentran para registrarlos en sus entornos usuales. Se evidencia el contraste radical entre aquellos lugares y el espacio doméstico del cineasta, con su luz cálida y sus ambientes añejos y acaso decadentes.

Sin proclamarlo, el autorretrato del realizador se redondea a fuerza de oposiciones: la del cineasta que abandona su molicie para enfrentar la realidad social que decide retratar; la del entrevistador que formula cuestiones imprecisas, divaga y cambia de temas de modo abrupto; las del ciudadano que se enfrenta a realidades que le resultan lejanas o infrecuentes, aunque conviva con ellas. Rehuyendo cualquier paternalismo, Agüero se interesa por las circunstancias de los personajes visitados, proyectando una mirada horizontal sobre ellos. Eso los convierte en coautores de la película. Aportan sus historias personales, pero también sus escenografías domésticas y el sonido de unos ambientes que solo exhiben su austeridad. Al final, el documentalista acredita a una de sus anfitrionas, una joven de Valparaíso, como colaboradora en la realización.

En Como me da la gana II, la intención de ofrecer un testimonio del estado del cine chileno en un tiempo específico de su desarrollo le permite examinar una realidad institucional, dar cuenta de su permanente movilidad y recrearla, que es también un modo de imaginarla. Realizada treinta años después de su documental Como me da la gana (1985), en Como me da la gana II, Agüero indaga por el estado del trabajo de sus colegas, los cineastas chilenos. A ellos les formula una pregunta invariable: “¿Qué es lo cinematográfico?”.

Agüero aparece en el encuadre como realizador de su película y como personaje (lo que también ocurre en El otro día), representando sus dudas y curiosidades, poniendo su subjetividad en cuestión y contrastándola con la de los otros. Como me da la gana II, de ese modo, se convierte en una experiencia intercambiable, de armazón polifónica: la mirada de Agüero se modela en el contacto con la de sus colegas, como Pablo Larraín, entrevistado mientras rueda Neruda (2016), Alicia Vega, Christopher Murray, Marialy Rivas, Niles Atallah, José Luis Torres Leiva. La presencia de esos directores equivale a las intervenciones de aquellos residentes de los barrios populares de Santiago que eran visitados en El otro día.

Pero ese contacto y colaboración con los otros no impide la afirmación de una autoría fílmica distinguible. A la manera de un artesano, Agüero privilegia el trabajo individual que empieza con la labor de investigación y se extiende hasta el trabajo de edición. En el trayecto, entremezcla las imágenes registradas para el documental que está grabando con aquellas que provienen de sus películas pasadas o de sus filmaciones personales y caseras. Lo cinematográfico se convierte en una fusión de tiempos, experiencias y modos de registros, mezclados ad libitum, “como le da la gana” al propio cineasta.

MIRÁNDOSE EN EL PADRE: EDGARDO COZARINSKY

Carta a un padre (2014), del argentino Edgardo Cozarinsky, formula las preguntas que el cineasta nunca pudo hacerle a su padre. Preguntas que Cozarinsky, a los veinte años de edad, cuando muere el progenitor, no había tenido tiempo de elaborar, carente aún de esa madurez que puede sembrar dudas sobre una figura enigmática. Pasado el tiempo, ya con 75 años de edad, el realizador organiza una pesquisa sobre el propio pasado y su entronque filial.

La voz del cineasta marca las etapas de un diálogo imaginario con la figura de ese hombre, nacido en la localidad de Entre Ríos, que eligió un destino errante y cosmopolita luego de alistarse en la Armada Argentina. De él solo quedan algunos objetos, que son palpados por el realizador. Unas manos los dejan caer en desorden. Son tarjetas coloreadas, pruebas materiales de esa comunicación distante que anudó las relaciones entre el hombre ausente, asociado al universo fantástico y aventurero de los viajes a lugares exóticos y remotos, y el hijo que iba formando su sensibilidad y vocación artística. Las postales que muestra Cozarinsky provienen de países repartidos por los siete mares o contienen recuerdos del Japón imperial y guerrero, tal como se lo percibía antes de la Segunda Guerra Mundial. El padre, viajero impenitente, fue también testigo del ascenso del nazismo en Europa y de la amenaza que representaba para judíos como él. La historia física y cultural de la inmigración judía en Argentina es un asunto que se vincula con la identidad del marino perpetuo y, por ende, con la memoria del hijo, heredero de ella.

Los escenarios de los periplos del padre impregnan de melancolía la evocación de Cozarinsky. No solo porque aparecen como lugares de memoria teñidos con el aura de los bienes perdidos y del gozo desvanecido, sino porque remiten a los amplios territorios que recorrieron los inmigrantes judíos que colonizaron zonas de Argentina que Cozarinsky reconoce como espacios de fundación.

 

La visita del director a la localidad de Entre Ríos hace las veces de un tributo que tiene de conmemoración fúnebre y de un viaje hacia el comienzo de las cosas, al inicio de su propia historia. Por eso, la carta que el abuelo Abraham dirige al padre marino, y que lee el nieto cineasta, establece una línea sucesoria que resume trayectorias y pérdidas. Se convierte en el soporte de un diálogo que solo puede ya mantenerse a través de la escritura poética y la fantasía de la memoria. Esa carta convertida en un objeto encontrado es un signo de la continuidad sucesoria, mientras que el puñal para el ejercicio ritual del seppuku que atesoraba el padre luce como el objeto emblemático de los quiebres y separaciones entre esos hombres, sus trayectorias y sus propias épocas.

La nostalgia es un componente esencial en la visita a Entre Ríos, como suele ocurrir en las películas que exponen el yo del cineasta.

Las estrategias de evocación poética de estos filmes, en general dan forma a una estética del desarraigo o del desamparo que transita entre la filiación y la orfandad, en este constante ir y venir entre el alejamiento y el acercamiento desde/hacia los orígenes. De ahí que no es de extrañarse que los registros de enunciación narrativos sean la reminiscencia, la nostalgia, el desaliento, la fragilidad del recuerdo y el futuro incierto, la “saudade” que se impregna en los pequeños detalles, gestos e interjecciones. (Lagos Labbé, 2011, pp. 60-80)

Tiempos del padre, coincidentes con períodos de dictadura y represión política en Argentina. Tiempos del hijo, hombre de letras fascinado con las mitologías del París bohemio y tumultuoso de los años sesenta. Pero también intelectual notable y liberal que, desde el presente, se inquieta con la probable –pero no comprobada– colaboración de su padre en faenas represivas durante los días de las dictaduras en las que le tocó vivir. Esa línea de la pesquisa queda irresuelta.

La imagen del padre, arraigada en la memoria de la provincia de Entre Ríos, también se conecta con las vivencias del cosmopolitismo asociado a lo exótico y lo lejano, a otras lenguas y otras épocas. Tiene una cualidad nocturna y onírica: “Anoche soñé con Entre Ríos”, dice el cineasta como emparentando su experiencia con la de la segunda señora de Winter al evocar Manderlay, al inicio de Rebeca (Rebecca, 1940), de Alfred Hitchcock.

No es casual que el desarrollo de la carrera cinematográfica de Edgardo Cozarinsky esté marcado por la extraterritorialidad. Siempre mantuvo un pie en su país y el otro en Europa, filmando en lenguas distintas, como también ocurrió con Raúl Ruiz, otro exiliado. En sus películas encontramos empeños estéticos diversos, desde los afanes experimentales de Puntos suspensivos (1971) a las derivas autoficcionales de Ronda nocturna (2005), así como el examen de las trayectorias creativas o biográficas de personajes de diferentes lenguas e intereses culturales, desde Stefan Zweig (1998) hasta Italo Calvino (1995), pasando por Henri Langlois (Citizen Langlois (1995), Jean Cocteau (Jean Cocteau: Autoportrait d’un inconnu, 1983), Ernst Jünger (La guerre d’un seul homme, 1982), Falconetti, Le Vigan y otros extranjeros en Argentina (Boulevards du crépuscule: Sur Falconetti, Le Vigan et quelques autres en Argentine, 1992). Es la extraterritorialidad que recibió como legado del hombre de Entre Ríos.

DEL RE-CREARSE: ANDRÉS DI TELLA

En La televisión y yo (2002), del argentino Andrés Di Tella, la experiencia de la evolución de la televisión argentina se imbrica con la memoria personal. La televisión y yo adopta las formas del autorretrato y del ensayo para convocar la memoria de la formación de la identidad del cineasta como espectador.

La televisión es el “aparato” que media su relación con el mundo (la versión televisiva de un golpe militar es un recuerdo indeleble para el niño) pero también es una institución ligada al manejo patriarcal de dos empresarios pioneros: Jaime Yankelevich, el inmigrante que construye un imperio televisivo en la Argentina de los años cincuenta, y Torcuato Di Tella, abuelo del realizador, también inmigrante y pionero en otra rama de la actividad económica argentina, pero que derivó hacia la fabricación de aparatos electrodomésticos, como televisores.

Yankelevich y Di Tella realizaron actividades complementarias: el broadcaster y el fabricante de aparatos destinados a captar las ondas hertzianas. Se emparentaron en la construcción de proyectos empresariales fundados en la confianza compartida en un país muy rico. Al cabo, ambos asistieron al colapso de sus empeños, que fue también el de la nación, al menos tal como ellos la concebían.

Andrés Di Tella se encuentra con una historia mucho más grande y mucho más íntima; una pérdida más importante que la de un par de temporadas de TV en blanco y negro. “Por el camino descubrí que el fracaso era una parte esencial de la historia que estaba contando, que era la del fracaso del proyecto industrial de la Argentina y el de mi propia familia… Ahí también descubrí que a veces el fracaso es mucho más elocuente que el éxito”, dijo el director en una entrevista. Así, el aparato Siam Di Tella, aun apagado, tenía para ofrecer muchas más claves sobre ese fracaso que la programación que alguna vez supo propalar. (Noriega y Panozzo, 2016, p. 145)

La constatación del fracaso nacional no está exenta de un sentimiento de irreversible pérdida personal.

Para Di Tella será metafórico que las honras fúnebres a Eva Perón sean consideradas el primer gran suceso televisivo, justamente cuando este es el fin de un proyecto político-social popular en Argentina. El fracaso de lo social que se pliega hacia lo individual quedará patente en la misma estructura del filme, el que finaliza con una serie de grabaciones de vídeo caseras de Di Tella pequeño y en voz en off dice: “Lo que se perdió, se perdió”. (Santa Cruz, 2013, pp. 216-217)

En Fotografías (2007), Andrés Di Tella se re-crea. El documentalista parte a la búsqueda de un conocimiento que se le escapa: el del origen de su madre. Decide espolear su memoria, teniendo como punto de partida las fotos familiares que registran a una figura elusiva, casi secreta: la psicoanalista Kamala Di Tella.

La película es un viaje de elucidación que se enuncia en primera persona. Pretende indagar en el entorno de la madre en su tierra natal, India; conocer a los parientes lejanos; ligar el destino de otros migrantes indios con Argentina, o de argentinos con India. El itinerario aporta los insumos requeridos para convertir la película en un autorretrato y en una experiencia de rodaje que se abre al factor aleatorio de los encuentros. Porque aquí el autorretrato (“autobiografía edípica” la define Di Tella) se encuentra con el diario de un viaje hacia la India y, luego, a la Patagonia.

La reflexión sobre la intimidad familiar se alterna con la descripción del entorno social en el que se formó el realizador. Transitando por los espacios que no registran las fotos familiares, la película es el intento de hacer el “detrás de cámaras” de esa domesticidad fijada en imágenes. El tránsito parte de una sensación de extrañamiento. Para Di Tella, las fotos de Kamala, tanto como los objetos de su pertenencia, o las piezas del mobiliario hogareño traídas de la India, no le propician sentimientos de identificación o de reconocimiento. La filiación étnica evoca en él acaso una noción de exotismo, compartido por tantos, pero no una adhesión emocional. Más aún cuando sus rasgos genotípicos fueron causa de agresiones racistas durante su vida escolar. El silencio de la madre acerca de sus orígenes le impidió establecer nexos de afecto con la cultura india, que también es la suya, por descendencia, pero a la que no se siente ligado, al menos hasta el momento en el que emprende la realización de la película.

Lo interesante del mecanismo autobiográfico es que, justamente, permite verse a uno mismo como otro: el que escribe narra la vida del que la vivió. Y en la autobiografía contemporánea, la identidad del autor ya no es un punto de partida, sino que en todo caso la autobiografía se convierte en una experiencia que permite dibujar una identidad, uniendo los puntos. La identidad como algo contingente, necesariamente incompleto, que muta en forma permanente, en función de la experiencia, que la confronta con distintas posibilidades. La identidad como algo que sólo se puede contar de forma fragmentada. (Di Tella, 2008, párr. 3)

La interrogación sobre la madre pone en cuestión también a la figura del padre autoritario, desapegado y burlón. Una identidad en la que el documentalista evita reflejarse. Se re-crea, más bien, eligiendo afinidades y rechazos, construyendo personajes que tienen en su base los perfiles de sus familiares más cercanos, o de aquellos que encuentra en su camino, trashumantes como los sadhu, esos sabios vagabundos que transitan por la India portando su filosofía a cuestas. Seres que hacen las veces de dobles deformados. Proyectan las imágenes de lo que no quiere ser o las de aquello en lo que no quiere convertirse. El perfil de la India se esboza desde la perplejidad, tal como la describe Di Tella (2008):

Mi “lado occidental” puede identificarse con la perplejidad de los viajeros ante la ‘otredad’ de la India, pero al mismo tiempo no puedo dejar de sentir que si esos viajeros se encontraran conmigo –con mi cara de hindú— yo también sería ‘el otro’. (párr. 2)

La re-creación no concluye. Al final del recorrido, solo quedan los trazos sueltos de varios perfiles: el de la madre; el de la India como territorio al que se llega, pero al que no se accede, o que no se puede descifrar; el del realizador y su identidad; y el de la película como producto acabado, pero de sentidos transitorios. Kamala Di Tella, esa personalidad atenta al “aire de los tiempos”, cercana a las vanguardias artísticas y a la antipsiquiatría de Ronald Laing, vivió con un pie puesto aquí y el otro allá, en un territorio y en otro, como el propio Andrés Di Tella. Su retrato, por eso, solo resulta aproximativo. El esclarecimiento sobre la identidad del realizador solo encuentra algún sentido si lo vinculamos a las otras piezas de esa cadena formada por su trabajo. Y la película misma, en su empaque final, termina poniéndose en cuestión, lo que demuestra la imposibilidad de dar cuenta del todo. Incorporados a la película, vemos a los miembros del equipo técnico impugnando las decisiones del director. Le reprochan su relajamiento y sus dudas durante el rodaje. Incertidumbres que no deberían ser motivos de reproche porque están en la base misma del proyecto documental de Di Tella.

En 327 cuadernos (2015), un reportaje al escritor Ricardo Piglia que tiene como centro la figura del heterónimo Emilio Renzi y los diarios que entremezclan las identidades de ambos, Di Tella parece alejarse de las estrategias usuales en la representación del “yo” que aplicó en La televisión y yo y en Fotografías, pero no es así. Para Di Tella, el acercarse a Piglia no solo representa una posibilidad de dialogar con él. Es también poder hablar de sí mismo, prolongando esa percepción de su propia identidad como construcción, esta vez teniendo como interlocutor a un autor literario importante en su formación. ¿Cuántos nexos se establecen entre el observador y el observado, el alumno y el maestro, el testigo y el compareciente, el escritor y el documentalista? Sin duda, varios: la vocación compartida por el viaje, la experiencia de la escritura personal, el cultivo del diario privado, la necesidad de registrar la memoria en textos y el gusto por volver a recrear el pasado, acaso con angustia e incomodidad.

La filmación 327 cuadernos retrata al escritor encontrándose con los textos que fue acumulando desde que tenía dieciséis años. Los diarios de Emilio Renzi se homologan en voluntad, ya que no en estilo, a las películas en las que Di Tella se confronta con la figura elusiva de la madre y con las imágenes paternales sobreimpresas con las de la televisión y las del propio “yo”. Como en una mecánica de correspondencias, los viajes de Piglia evocan los de Di Tella en búsqueda de los orígenes de su madre en Fotografías. Tienen tanto de recorridos iniciáticos como de esfuerzos por construir una identidad.

Hay una dimensión polifónica en el entramado documental. Como si se tratase de un instrumento tocado a cuatro manos, la melodía expresa dos experiencias y dos destrezas, la del escritor y la del cineasta, pero mantenidas al unísono. Y encontramos también el deseo de registrar aquellas experiencias que marcan de por vida. Para Di Tella, son los meandros de su propia identidad. Para Piglia, es el momento de su retorno a Buenos Aires, luego de su residencia en Princeton, y el encuentro con los diarios de Emilio Renzi que esperaban desde hacía décadas una lectura o una revisión.

 

Pero algo diferencia a los gestos de Piglia y Di Tella: la decisión de hacer públicas las intimidades o las experiencias cotidianas. Di Tella orienta su obra por la vía de la exposición y la extimidad; Piglia duda de la publicación de sus cuadernos.

Como en todo autorretrato, Di Tella se construye como personaje. Para ello se dota de una memoria que debe visualizarse. Se expresa en los materiales de archivo, sobre todo fílmicos: imágenes de su propia vida familiar. Y en sus lecturas, porque Di Tella se forma en la relación amical y de admiración por la literatura y la ensayística de Piglia, así como en su vinculación con la figura del escritor Macedonio Fernández. Por el contrario, el Piglia convertido en personaje de 327 cuadernos afirma no reconocerse en sus antiguos apuntes. Frente a sus diarios, se declara un desconocido. Para recrear el tiempo condensado en los cuadernos de Emilio Renzi, Di Tella recurre al método que elige para documentarse a sí mismo: toma imágenes de archivo que ligan lo personal con lo histórico. Vemos imágenes de la caída de Perón, de la muerte del Che Guevara, del mundo literario y cultural contemporáneo a la juventud de Ricardo Piglia. El personaje del escritor, y el de su heterónimo, es recreado por una memoria que es compartida por todos los argentinos. La historia política se entrelaza con una trayectoria personal, como ocurrió en Montoneros, una historia (1994), de Di Tella.

La obra 327 cuadernos perfila su condición de registro de no ficción con la ocurrencia de un hecho inesperado durante el rodaje: Piglia es diagnosticado con esclerosis lateral amiotrófica. El documento se impregna entonces de un tono elegíaco, pero también se interroga sobre sus propios límites. ¿Hasta dónde seguir con el registro? ¿Cómo evadir el presente del testimonio sin ser fiel a él? ¿Cuál es el encuadre justo para dar cuenta de aquello que podría abrir las puertas a la obscenidad de mostrar un cuerpo deteriorado?

El acercamiento a Piglia tiene un antecedente en la obra de Andrés Di Tella: Hachazos (2011). En esa película, el retrato de un artista cercano y querido sirve como reflejo ideal del autorretrato que Di Tella tramita. El cineasta experimental argentino Claudio Caldini –cultor de los rodajes en el formato fílmico de súper 8 milímetros– está en el centro. Se muestra su obra y su personalidad, su vigencia en los años setenta, seguida de un eclipse casi total, pero también se intercalan las memorias del propio Di Tella que narra su encuentro inicial con Caldini en 1976. A ello se añaden los signos de reconocimiento del trabajo del uno en el del otro. Como Caldini, Di Tella se interesa en observar su entorno, en trabajar la materialidad de los soportes de la imagen y el sonido, y en pensar la posición del cineasta.

DEL RETRATO AL AUTORRETRATO: JOÃO MOREIRA SALLES

Santiago (2007), del brasileño João Moreira Salles, registra la comparecencia de un personaje ante la cámara. En 1992, durante cinco días sucesivos, el realizador, heredero de la fortuna de una rica familia brasileña dedicada a las finanzas, filma el testimonio de vida del mayordomo que trabajó en su residencia durante casi cuatro décadas. Moreira Salles concentra el objetivo de la cámara en la presencia de Santiago, el viejo y fidelísimo empleado de origen argentino, para atender a su relato oral, a sus gestos, a la expresividad de su cuerpo y sus movimientos.

El dispositivo de observación excluye todo aquello que pueda distraer del retrato de Santiago Badariotti Merlo que evoca, con fruición, la opulencia del medio en el que sirvió, las rutinas de la domesticidad, su inalterable devoción por la cultura del Renacimiento y por la ópera. Mientras ello ocurre, la cámara constata los afanes del anciano, propios de alguna compulsión grafomaníaca, volcado a la labor de registrar los linajes de las casas reales europeas y anotar, ayudado por una vieja máquina de escribir, las minucias biográficas de diversos personajes de la historia universal.

El dispositivo que observa a Santiago es también el que interpela al que está al otro lado de la cámara, en un fuera de campo permanente. Es decir, el propio Moreira Salles, que reconstruye su biografía a través de la memoria del mayordomo de la mansión familiar. Filmada en 1992, pero editada en 2005, los trece años de diferencia entre ambas fases del proceso de realización le otorgan a la película una cualidad especial. Para el realizador, sus propios materiales fílmicos archivados por más de una década se convierten en “metrajes encontrados” que es preciso intervenir. Son residuos de una filmación que no se pueden dejar tal como están. Es preciso interrogarlos. Pero las preguntas que se les pueden hacer hoy son distintas de aquellas que pudieron formularse años atrás, durante el rodaje.

El cineasta Moreira del año 2005 cuestiona al cineasta Moreira de 1992. Le reprocha no haber tenido la serenidad, la paciencia, la madurez o la experiencia requerida para registrar, captar o conservar la sustancia del testimonio de Santiago. Trece años después, solo le queda la oportunidad de aprovechar lo que tiene entre manos, dándole coherencia y adoptando un punto de vista que unifique el conjunto. Pero también le es posible prestar atención a los sentidos subterráneos de ese material que reaparece, tratando de salvar aquello que dejó de lado entonces a causa de su inexperiencia o de su incapacidad para comprender algunos hechos o razones.

La edición del material genera interrogantes. Santiago ya no está. Es imposible refilmar o corregir los yerros del rodaje previo. Tampoco se pueden verificar los testimonios o cotejarlos con hechos ciertos. Solo queda un magma de imágenes y sonidos que acaso resulte insuficiente para dar cuenta de la verdad de lo narrado por el mayordomo o para comprobar su naturaleza ilusoria. El dispositivo de Santiago le da la apariencia de ser una película en trance de construcción. Todo es provisorio en ella. Desde la espectral presencia de Santiago, al que sabemos desaparecido hace tiempo, hasta la porosidad de su memoria, acaso fidedigna, acaso imaginaria.

Moreira entonces decide incorporar materiales filmados que parecían secundarios, ajenos al retrato del personaje. Son tomas por descartar en las que Santiago responde a preguntas tangenciales del cineasta sobre su infancia. Al asimilar ese material, el realizador traza un paralelo entre la imagen del entrevistado y los fragmentos de su propia biografía, tal como es recordada por el empleado de su familia. Santiago es también el retrato del entorno del pequeño João Moreira Salles, el niño de la mansión, creciendo en un mundo que lo mimaba. Vidas paralelas que son también biografías opuestas; destinos antagónicos marcados por las diferencias de clase.

Santiago responde a los requerimientos del cineasta con elocuencia y sentido de la oportunidad, manifestando siempre una lúcida conciencia de lo terminal. Exclama con frecuencia: “¡todos están muertos!”, “¡todo está acabado!”. En paralelo, con melancolía, evoca un mundo de esplendores ya extinguidos, como sacados de El Gatopardo. En sus fiestas, los ricos y poderosos de un país ya inexistente interrumpían sus rutinas para brindar con champaña por el cumpleaños de Santiago, el imprescindible servidor. Gestos de condescendencia señorial y clasista.