La puta gastronomía

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Aus der Reihe: Altoparlante #21
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Quizá por estas humildades, el pan ha tardado tanto en incorporarse a la moda de la gastronomía, una corriente en apariencia contradictoria con nuestra sociedad de comida procesada. Durante las dos últimas décadas, España ha chiflado con la cocina del espectáculo, entendida como pose y distinción, pero la afición por el pan no se ha abierto camino en esa maraña de egochefs y comensales tuiteros, de tiendas gourmet, catas de vinos y programas de televisión con críos, hasta que nos ha sacudido la recesión económica. Al igual que el mercado tradicional, el pan ha permanecido marginado durante los años ricos como un vestigio del mundo antiguo, superado por la industrialización, las boutiques y por la vida en tendencia. Cocinar pan nos ha parecido un esfuerzo demasiado peregrino a los cocinillas domésticos y a los comensales listillos, los que queríamos fardar de conocimientos y habilidades delante de nuestros invitados.

Y sin embargo, hacer tu propio pan es una revelación, un milagro, quizá la síntesis de la cocina. Entre su miga y su corteza, el pan concentra lo poco que necesitamos para disfrutar y lo mucho que dependemos del azar. Un día demasiado caluroso o demasiado frío puede arruinarte la lozanía de una hogaza. Un despiste con la sal romperá ese equilibrio necesario para que una pasta húmeda se solidifique en una deliciosa barra, tierna y crujiente. Una torpeza congénita —como la mía— convertirá tus armarios en un Museo de Arte Contemporáneo.

Cuando yo era pequeño ya nadie cocinaba el pan en casa. La industrialización nos había librado de esa tarea, ingrata como obligación doméstica y felizmente desaparecida junto a tantas otras esclavitudes que hoy realizan para nosotros empresas o artefactos. Hace 47 años se compraba el pan en las panaderías y se guardaba en la panera, ese cajón extraño de tapa aguillotinada sembrado normalmente de migas, coscurros duros y hasta objetos insospechables. «Ay mamaíta mía, dime dónde está el peine. / Hijo, ¿dónde va a estar? / En el cajón del pan», cantaban Pata Negra en El blues de los niños, de 1981. La leche fresca que se vendía en bolsa, y que se encajaba en una suerte de jarra de plástico que yo era incapaz de volcar sin que se liase parda, estaba a punto de desaparecer bajo el inminente imperio del Tetra Brick. También aquella yogurtera roja que mi madre arrinconó en el mismo fondo de armario donde había enterrado el molinillo de café, y donde en breve, cuando apareció el microondas, acabarían sus días los pequeños cazos que utilizaba para recalentar al fuego de gas. Pocos años después, ese cajón fue definitivamente desalojado para apilar, en un tetris imposible, los tuperwares.

Entre los años setenta y los dosmil, las cocinas del mundo occidental, y del español mayormente, se transformaron de cabo a rabo. Poco a poco prescindimos de los alimentos frescos en beneficio de los precocinados, y lo mismo con los utensilios que hasta entonces habíamos utilizado para preparar la comida. Se produjo una revolución tanto en la industria alimentaria como en los aparatos necesarios para que sus nuevos productos —más duraderos, higiénicos y cómodos— tuvieran éxito: «Quien disponga de un robot de cocina no necesitará especial destreza en el manejo del cuchillo; los hornos eléctricos, los de gas y los microondas implican que no haga falta saber cómo encender un fuego y mantener viva la llama. Hasta hace unos cien años, el control del fuego era una de las principales actividades humanas», recuerda la crítica gastronómica norteamericana Bee Wilson en La importancia del tenedor.

Pero los ciudadanos-comensales no fuimos conscientes del alcance de aquella revolución, inimaginable para nuestros abuelos hace cien años, porque sucedió a una velocidad de vértigo, a la misma velocidad que nos atacan hoy los tuperwares suicidas cada vez que abrimos su armario atestado. Los españoles no dábamos abasto para tanto invento, ocupados como estábamos en reordenar nuestras alacenas y en probar cada reluciente aparato que cogíamos de la tienda de electrodomésticos: del microondas pasamos a la vitrocerámica, la inducción y la Thermomix, sin apenas tiempo para leer los manuales de instrucción. Cuando ahora me topo con un cajón congelador de aquellos frigoríficos antiguos entiendo por qué, entre mis quehaceres infantiles cotidianos, se incluía bajar a la compra: en esos minúsculos espacios era imposible acumular pescados, croquetas o carnes congeladas, o siquiera más de una hielera con cubitos de hielo ultrasolidificados que no había forma humana de extraer si no era a golpes salvajes bajo el agua del fregadero. En esos cubículos de los viejos frigoríficos no cabía ni una pizza. Porque entonces no existían pizzas.

En 1981, con diez años de edad y aun viviendo en una ciudad amplia como Zaragoza, yo no había probado la pizza ni el queso mozzarella. O la rúcula, el foie, la salsa de soja, los jalapeños, el sushi, las algas, el hinojo o el secreto ibérico. En casa comía garbanzos y lentejas a cascoporro, carne guisada, muchas sopas, merluza a la romana, puré de patatas, gallos y ensaladas de lechuga con tomate y cebolla. Cenaba tortillas, criadillas, huevos fritos, acelgas con patatas y alcachofas con jamón. Desayunaba leche con Cola Cao y magdalenas. Mis bocatas del recreo eran de fuagrás, de chorizo, de sardinas. El día que había suerte caía un Tigretón, o una palmera de chocolate, y mis hermanas y yo nos abrazábamos entre lágrimas como si se nos hubiese aparecido la Virgen rediviva. Del aceite de oliva se decía que empeoraba el colesterol, y además era muy caro. Mi padre guardaba los «vinos buenos», los que le regalaban, en un botellero de madera para descorcharlos cuando «vinieran invitados a cenar». Cuando bajaba al economato, me llevaba en una bolsa los cascos de las botellas y botellines vacíos para devolverlos en el colmado y que me descontasen el dinero correspondiente a cada envase. Reciclábamos el monedero, nadie sabía qué coño era el medio ambiente. O que existía un quinto sabor llamado umami.

En 2001, cuando cumplí treinta años, apenas quedaban colmados en los barrios, los restaurantes japoneses empezaban a sustituir a los chinos y no encontrabas criadillas —esto es, testículos— en ninguna carnicería. La compra familiar se realizaba una vez por semana, e incluso una vez al mes, en enormes supermercados que ahora se llamaban, lógicamente, hipermercados: habían triplicado su tamaño, como los frigoríficos domésticos la capacidad de su congelador. Los pollos, conejos, cerdos, pavos y terneros se vendían troceados y envasados —y hasta rebozados— en bandejas de poliespán; ya no se pedía en el mostrador «cuarto y mitad» de nada. El pescado llegaba manufacturado en barritas, palitos y gulas; nadie desalaba el bacalao durante dos días como quien guarda vigilia por un familiar. Yogures con súperpoderes, bebidas azucaradas, snacks y dulces histriónicos, sopas y salsas deshidadratadas, guisos listos para calentar, salchichas, hamburguesas y pizzas habían atiborrado nuestras despensas. Las paneras habían desaparecido. La base de nuestra alimentación había pasado de la barra a las chucherías, aunque todos usábamos el aceite de oliva —virgen extra— como icono de nuestra vanagloriada «dieta mediterránea». La comida se había convertido en un entretenimiento.

Y en los restaurantes, ni te cuento. Si durante mi infancia acudir a un restaurante era un hecho excepcional (al menos en mi familia), en 2001 se había convertido en uno de tantos caprichos cotidianos, cada vez más sofisticados gracias a la tecnología y al comercio global.

A mi ignorante universo culinario llegó primero el foie, el sacrosanto hígado de pato, que por cierto proviene de uno de los mayores salvajismos que se hayan pensado nunca para un animal. Si un restaurante quería mostrarse moderno y exquisito, había de colocar como fuere un filete de foie a la plancha en algún momento del menú, bien fuera solo, guarnecido por frutas tropicales o coronando un solomillo de ternera como si se tratase de un príncipe cabalgando a lomos de un rey. Cuanto más gorda la rodaja, más pudiente se sentía el comensal. Cuanto más cruda, más gourmand. Brigitte Bardot se tiraba de los pelos. Para sacarle mejor rendimiento al foie y además conservarlo, aparecieron los micuits caseros, que nos resultaban tremendamente llamativos en un país que a principios de los noventa todavía no se aclaraba con la diferencia entre el micuit, el foie gras y el bocata de La Piara. En España, a todo lo que se untaba en pan lo llamábamos fuagrás.

Al hígado atrofiado le siguieron las gelatinas, locos como estaban todos los cocineros con la capacidad espesante del agar-agar, con su suavidad frente a las harinas y con su neutralidad frente a las invasivas natas. Pero gelatinas en pequeños dados, ojo, nada de aquellos áspics horteras de los años setenta que tanto le gustaban a Salvador Dalí para sacarse fotos barrocas haciendo el bobo. El Bulli comercializó el sifón de nitrógeno, uno de sus primeros inventos, y sus etéreas espumas remataron a las gelatinas, espumas servidas como nubes, pues lo mismo permitían licuar unas tristes acelgas hasta esponjarlas en algo hermoso que mejorar un dulce con la pompa de una nube de algodón. Empezaba la magia de las texturas y la decoración, el desconcierto en las bocas, las flores comestibles, el elemento crujiente imperativo (la pasta filo, qué hallazgo) y el brochazo de pintor en el plato para presentar cualquier salsa o aliño. «Va a comer usted un Foie bajando las escaleras sobre fondo vaporoso de hongos, de nuestra exposición monográfica de 1996».

En esta nueva escuela de pintura encajaron de maravilla los aceites verdes para aliñar, infusionando perejiles o albahacas en el jugo de la oliva y triturándolas hasta lograr una pasta clorofílica refulgente, cargada de aromas y densa. Pero amén de pintarrajear los platos había que contrastar texturas, y a los aceites les siguieron las arenas como guarnición contrapuesta, arenas resultantes de la deshidratación de carnes, pescados o champiñones que se fueron adelgazando a su vez en el fondo del plato hasta convertirse en polvo; en polvo de setas, polvo de chocolate, polvo de rodaballo, polvo de estrellas, claro. Porque no es lo mismo un polvo de queso que un queso en polvo, por supuesto.

 

De entre todas las setas, los nuevos chefs se enamoraron con fruición de la boletus, que casualmente era la más cara, o que aumentó descabelladamente su precio a causa de ese idilio nacional. Las lujuriosas láminas de boletus se soltaban sin parar sobre esas negras bandejas de pizarra que ahora empezaban a sustituir a los platos, y que dejaban sin uñas a tantos y tantos camareros al retirar el servicio. Boletus a la plancha, boletus en sopas, en salsas, en croquetas… ¿De dónde salen tantos boletus, por dios bendito?

Aparte de camareros, los restaurantes laureados añadían decenas de becarios conforme aumentaba su fama y se alargaban sus menús, convirtiendo las partidas de cocina en pequeños ejércitos especializados. Los pinches que salían de las escuelas de hostelería se pasaban sus primeros años entre tareas ingratas, como manipular a los peces y al marisco con pericia de cirujano. El salmonete, por ejemplo, se puso de moda servido con sus lomos desespinados y acompañado por su jugo, resultado de aprovechar los esqueletos hasta sintetizarlos en la esencia del pez. Nada de consomés: era la hora de transformar el mar en zumo. En general, al pescado se le empezó a ofrecer el respeto que merecía en un país donde siempre lo habíamos servido normalmente entero —con su cabeza, su cola y unas patatas panadera— y normalmente pasado de horno —bien tieso, para matar gérmenes y escrúpulos—. La nueva cocina nos acostumbró a los troncos y lomos marcados a la plancha y rematados en el horno o en la salamandra, pero respetando la ternura de su interior. Las pieles fueron fritas aparte cual cortezas de cerdo. El marisco fue igualmente desmenuzado y esenciado, acomodado en formas fáciles de comer y combinado con la misma audacia que por siglos ha requerido capturarlo. Bombones de oricios con trufa, qué placer. Todavía se me estremecen las ingles recordando la gula que me encendieron la primera vez que los probé en Asturias.

Tras los peces, hubo que incorporar a las humildes verduras a la sofisticación. Primero se trituraron en cremitas servidas como anticipo del espectáculo, como sorbete de recepción al posterior desfile de viandas, que ya eran anunciadas en la carta con tres líneas de descripción y una solemne explicación del maître. En una segunda conquista, se presentaron como guarniciones breves y finas, abandonado progresivamente la costumbre de hervir judías verdes y alcachofas hasta la extenuación, y procurando dejarlas al dente con escaldados que encendían sus colores y confitados que concentraban su sabor. Finalmente, las plantas se ganaron sus propias pizarras en estos desfiles de bocados, consiguieron su cuota merecida en la factura de cien euros.

La cesta nacional, no obstante, disponía de unas posibilidades limitadas para sorprender al comensal, así que los cocineros aprovecharon la liberalización de mercados y la interconexión global para viajar e importar a precios razonables nuevos ingredientes que dejaran al cliente estupefacto. Llegaron los ceviches, el cilantro, el chile, las gyozas.

Y así pasamos, en un pispás, en apenas tres décadas, del cuenco de barro con migas y tocino, a la gelificación y la cocina al vacío. España se llenó de gourmets, de trampantojos y de algún que otro crítico pontificando sobre lo bonito que es el humo. Porque en muchos platos, literalmente, se insuflaba humo.

Los comensales vulgares nos acomplejamos ante tamaños milagros. Con 30 años, yo andaba tan perdido en aquella bruma de modernidad hostelera de los restaurantes Michelin como cuando, de crío, con 10 años, intentaba calcular cuántas patatas se han utilizado para elaborar cada bolsa de patatas fritas que abría. Aquella profunda duda infantil me regresaba cada fin de semana con el vermú familiar que preparaba mi padre y que inevitablemente presidía —y sigue presidiendo—un gran cuenco rebosante de patatas fritas. Hipnotizado por aquel misterio fabril, cogía patatas fritas de un tamaño similar y las alineaba con las manos, en un absurdo intento por recomponer el puzle del tubérculo original. Mi padre, que se había gastado un dineral en la óptica para proporcionarme las gafas de culo de botella que gastaba yo, al descubrirme en esa estampa de aplastante inteligencia infantil, capaz de cuestionar por sí sola toda la Educación General Básica y tan alarmantemente parecida a la alfarería loca que practicaba el protagonista de Encuentros en la tercera fase para vaticinar dónde iban a aterrizar los extraterrestres, solía dispensarme sin pestañear un tremendo collejón. Desproporcionado, sí, pero comprensible. Quizá lo hacía con el ánimo de reiniciarme, como quien sacude un electrodoméstico encallado con esa sabiduría popular tan absurda y propia de quienes no se han leído en su vida un manual de instrucciones. El sopapo parental, no obstante, nunca me alejó de mi búsqueda tubérculo-espacial. Por eso, cuando nadie me ve, sigo juntando patatas fritas. Por eso traslado siempre al maître las abundantes dudas que me surgen ante lo que me está declamando. Por eso, también, he acabado escribiendo de comida en diversos medios y formatos. Lo contaría solo en Facebook, pero no es lo mismo. Necesito un relato más amplio.

Curiosamente, esa transformación alimentaria fundamental que vivieron las despensas y los restaurantes de España a finales del siglo XX, y que actualmente ha llegado al paroxismo, es comparable por trascendencia a la que posteriormente, a partir del 2000, provocarían internet y las redes sociales. Los dos fenómenos comparten aparentes paradojas. Hoy los pobres están gordos, de la misma forma que muchos humanoides inadaptados se hinchan de amigos y followers en Facebook o en Instagram. Comemos toda suerte de alimentos industriales, tumbados en el sofá y hasta el hartazgo, de igual forma que nos relacionamos masivamente con seres humanos de todo el mundo desde el pequeño encapsulamiento de nuestro teléfono móvil. En general, los adultos comemos muchos más productos que cuando éramos pequeños, y delegamos la satisfacción de la cocina en empresas o en restaurantes, que tan pronto nos tratan de fábula como nos tangan. Es la fortuna de haber nacido en una época con infinitas posibilidades, donde cualquier imaginación —y cualquier trampa— es susceptible de convertirse en realidad. Pero, a causa de la complejidad de dichas ingenierías, también desconocemos cómo se fabrica, de dónde viene o qué compone casi todo lo que ingerimos. Como ignoramos quién hay detrás de nuestros innumerables contactos en la red, o cómo se utilizan nuestros datos personales y bancarios cuando nos registramos en un ciberlugar. Probablemente antes nos conducíamos con la misma inconsciencia por la vida, solo que el mundo no era tan desmesurado ni eléctrico.

En Cooked, la serie de Netflix que adapta su fantástico libro, Michael Pollan subraya que a lo largo de las últimas décadas hemos perdido «el contacto con la comida». El camino desde la siembra hasta la mesa se ha bifurcado en tantos afluentes que hemos perdido la pista de qué es exactamente lo que estamos comiendo cuando abrimos una caja de croquetas congeladas, cuando compramos un pollo sospechosamente amarillo o cuando nos sirven una arena de boletus. «¿Me pasas la tosta de tsunami?», me pidió impasible uno de mis cuñados hace unos días en un bar mientras me señalaba un montadito de surimi al ajillo que caía a mi derecha. Casi falleció el bar entero de tanta risa.

Comemos con fruición, sí, pero nos hemos quedado sin un relato que explique nuestras costumbres, gustos y comportamientos. Hace cien años el relato era muy sencillo: la mayor parte de la gente solo comía pan porque no había nada más. No cabía más reflexión con la alimentación que la pura supervivencia, apetito era sinónimo de hambre para tres cuartas partes de la población. Hoy, por el contrario, podemos elegir, lo cual ha multiplicado nuestros apetitos. Nos podemos permitir incluso el lujo de preocuparnos por nuestra salud física y ponernos a dieta, esto es, de restringirnos determinados alimentos, de restringirnos apetencias. En general, nuestras comidas transcurren igual que nuestras conversaciones: muy rápidas, variadas y divertidas. Fugaces y sin cesar. A dos carrillos. ¿Qué poco dura el deleite de unas palomitas de microondas, verdad? Desaparece casi tan rápido como el propio bol, como la satisfacción de obtener un like. Lo ves, y ya estás esperando que llegue otro. Otra palomita que lanzarte a la boca.

Paremos. Detengámonos. Sin un relato, la cocina —o las redes sociales, o el amor, o el trabajo— se reducen a una absurda sucesión de accidentes. Necesitamos ordenar nuestra vida para conferirle sentido al final. Además, el momento lo merece, y el asunto que tenemos entre manos suele ser ignorado en nuestras narraciones colectivas: «Las historias tradicionales sobre tecnología e invención no hacen demasiado caso a la comida, y tienden a concentrarse en los imponentes avances industriales y militares: ruedas y buques, pólvora y telégrafos, aviones y radios. Si se menciona la comida, suele ser en el contexto de la agricultura, más que en el ámbito doméstico de la cocina», apunta la experta Bee Wilson para subrayar la importancia del tenedor en la civilización humana.

En tan solo medio siglo, España ha perdido su condición agrícola y se ha convertido en un país irreconocible ante el mantel. De hecho, ni siquiera usamos en casa el mantel, esa sábana de tela para vestir las mesas que solo conservan los restaurantes de copetín. No tenemos tiempo ni ganas para lavarlos, no suelen merecernos la pena. Mejor uno de esos rectángulos decorados de Ikea fácilmente renovables. O salgamos a cenar, aprovechando que mientras todo lo anterior sucedía, mientras en las casas nos acostumbrábamos a comer tumbados para pasar el rato, olvidándonos entre snacks y redes sociales de la insoportable levedad del ser, España se ha alzado como uno de los países con mejor oferta hostelera y vinícola del mundo. Coge un vuelo barato y constata lo difícil que es reservar mesa tan bien y barato en los restaurantes de Londres, Berlín o Roma.

Pero entonces, ¿comemos peor o mejor que cuando yo era crío? ¿Comemos mal los españoles, aunque la gastronomía esté de moda? ¿Por qué nos sentimos culpables en el sofá y magníficos en los restaurantes? ¿Esta revolución ha sido para bien o para mal? ¿Nos ha superado el tsunami de surimi?

En definitiva: ¿quién construye hoy en día el relato de la gastronomía?

Una respuesta rápida a esa pregunta sería Los gastrónomos. Si existieran. El problema es que en España no abundan los tipos como Michael Pollan.

Aquellos a quienes identificamos como gastrónomos casi nunca opinan o reflexionan sobre nuestra alimentación, sobre las cosas que realmente comemos. Se centran en el espectáculo, alentando una nueva religión que se nutre de sus propios dogmas, templos y endiosamientos, y que divide a los comensales en entendidos —o sea, los fieles— y en salvajes —los demás, los incoherentes—. Los gastrónomos son capaces de vendernos a la vez la salud y el arte, la tradición y la vanguardia. Venden la vida y la muerte, como siempre han hecho los sacerdotes, solo que a sus liturgias contemporáneas las llaman experiencias; o mejor dicho, #experiencias. Es la comunión del hashtag de mi querido Gastromonguer.

Pero yo no digo amén a esa almohadilla elitista, porque no nos sirve a los torpes. Si la cocina me ha enseñado a no avergonzarme nunca de lo que me gusta y a celebrar mis errores, si hasta me ha curado de mis peores demonios, no puedo tolerar que alguien venga a decirme qué es comer bien y qué no. Y tú tampoco, querido amigo. Aunque nunca hayas cocinado en tu casa una barra de dos toneladas.

Hemos de perderle otra vez el respeto a los sacerdotes, como se lo perdimos después de Franco para ganar el progreso. Y para ello necesitamos un relato que integre las abundantes formas que, precisamente gracias a la civilización y la democracia, ha adquirido nuestra alimentación. Un relato que aúne todas las historias: el mercado con el hipermercado; la pereza del tresillo, con el aire fresco de una granja; el placer de hornear tus hogazas, con el derecho a comprar chocolatinas en el Lidl; los debates de Twitter sobre la Guia Michelin, con los recetarios del siglo XIX. Y ya de paso, que derribe mitos como el vino de Rioja, el arte de los egochefs o la malignidad de las hamburguesas. Que aplauda las ventajas de la comida industrial, que respete la salud como una decisión privada y que recuerde que España es un país donde el entendido, en cualquier ámbito, no es el más cultivado, sino el que acusa con más fuerza a los demás de ser unos ignorantes. Necesitamos un relato que nos devuelva a los comensales, al público incongruente, la soberanía de nuestros estómagos.

 

Necesitamos, en definitiva, derribar la puta gastronomía que nos han vendido.

Tal es el propósito de este libro. Que por supuesto, también es un cuento.

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