Voces íntimas

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Vivir de glamour

Manuel Mujica Lainez

Esta entrevista es la versión completa del diálogo mantenido

con el autor argentino en 1977, en la casa que tenía

en Buenos Aires, en el barrio de Belgrano.

Manuel Mujica Lainez (Argentina, 1910-1984)

Dotado de un ingenio mordaz y de una prosa rica en inflexiones clásicas, casticismos y voces arcaicas que remiten a la escritura de los maestros del Siglo de Oro, Manuel Mujica Lainez, conocido entre sus amigos como Manucho, es el creador de una obra que despunta con biografías, continúa con volúmenes de cuentos y con novelas que revelan una mirada reflexiva y profunda sobre la literatura y el arte. Novelas como Bomarzo (1962) y El unicornio (1965), entre otras, dan cuenta de ello y ponen de manifiesto el conocimiento del historiador en la reconstrucción de ambientes y personajes del Renacimiento y la Edad Media. Dedicó, además, muchas páginas a lo que se dio en llamar su «saga porteña», compuesta por numerosos volúmenes entre los cuales destacan dos de sus obras capitales: el libro de relatos Misteriosa Buenos Aires (1950) y La casa (1954), novela de inspiración fantástica.

Detrás de cada cuadro veo muchos otros cuadros de los que he visto en galerías y museos, detrás de cada ser humano reconozco a muchos otros que he visto en libros de Balzac, Dickens, Shakespeare, Mark Twain.

Manuel Mujica Lainez

En la Argentina, usted es más conocido por su apodo Manucho que por su nombre.

Cierto, se ha popularizado Manucho; apodo que surgió de un círculo de amigos íntimos.

Manucho es un personaje social provocador, usa chalecos vistosos y monóculos, además le encanta actuar.

Sí, en el gran teatro de la vida. Ese teatro tiene un lado atractivo, vistoso, como usted dice refiriéndose a mis chalecos, que me divierte y también divierte a los demás.

¿No le da miedo que el glamuroso Manucho eclipse al Mujica Lainez escritor?

No, para eso están mis libros. Cuando escribo, Manucho queda de lado.

Hace unos meses atrás, Bioy Casares me dijo que empezó a escribir muy pronto, cuando era un niño, para despertar la admiración de sus primas y conquistar a una de ellas. ¿Cómo fue en su caso?

En mi caso también existió, dentro del grupo familiar, alguien que tuvo mucho que ver con mi iniciación literaria. Esa persona fue mi madre, aunque mi vocación viene de más lejos, porque en mi familia hay toda una tradición literaria.

¿Cómo era Lucía Lainez Varela, su madre?

Mi mamá era una mujer bonita; pero más que bonita, tenía mucho encanto. Yo siempre le decía, por las fotos de cuando era muy joven, que se parecía a la protagonista de una novela rusa. Usaba el pelo con raya al medio como las bailarinas, y unas blusas con mangas anchas y faldas tableadas. Su encanto consistía, además, en que sabía narrar, contar historias con mucha imaginación. Murió hace dos años, a los 91; y lo sorprendente fue que, mientras las viejitas se mueven entre recuerdos y repiten siempre lo mismo, ella continuaba inventando historias. Hablaba siempre en imágenes, decía: «Es como tal cosa, se parece a tal otra». Pertenecía a una familia que, por el lado de Cané —mi abuelo Lainez era primo hermano de Miguel Cané padre, el escritor romántico—, era muy imaginativa, y por el lado de los Varela, frondosos, gente de estudio. Todo eso entró en mi sangre a través de mamá. En verdad, fueron esas mujeres las que me formaron.

¿Esas mujeres, quiénes?

Mis tías, sobre todo tres de ellas; las otras murieron cuando yo era muy chico. Y mi abuela, que fue una mujer espectacular, sensacional. Traté de hacer un retrato de ella en Bomarzo, en la novela aparece como Diana Orsini, la abuela del Duque de Bomarzo, Pier Francesco, que es el protagonista. Mi abuela era una mujer que imponía distancia y, al mismo tiempo, acercaba, nucleaba a los demás. Sabía manejar esos dos elementos.

Circulan muchas anécdotas sobre su abuela.

Sí, y le voy a contar una que a mí me hace mucha gracia. Sucedió allá por 1900. Mi abuela viajaba en tren, frente a ella había un hombre. El señor le preguntó si le incomodaba que fumara y ella le respondió: «No lo sé, porque delante de mí no han fumado nunca». Este tipo de cosas era muy de ella, tenía una gran ironía.

¿También vestía de un modo particular?

Dentro de la casa andaba totalmente vestida de blanco. Usaba encajes en la cabeza y zapatos blancos. Había sido espléndida, mucho más linda que mi madre. Todos los hombres de su época han hablado de ella, Lucio Mansilla y muchos otros. Era una especie de reina. Manejaba el abanico con estilo. Señalaba cada frase con un golpe de abanico.

En su novela Los viajeros hay un personaje que se viste de blanco.

Posiblemente lo habré tomado de mi abuela, una señora muy culta para su época, ¿qué mujer de entonces hablaba inglés y francés con tanta perfección?

¿Su abuela materna, Justa Varela de Lainez, estaba emparentada directamente con los prohombres del 80?

En efecto.

¿Y sus abuelos, Mujica y Covarrubias y Bernabé Lainez Cané, qué le transmitieron?

Mi abuelo paterno me transmitió el sentimiento de lo criollo, el amor que siento por esta tierra en la que nací. Y el abuelo materno la pasión por el arte y la literatura.

¿Su madre escribía?

Sí, teatro. Me acuerdo de ella leyendo escenas, no tengo muy claro a quién, pero puede ser que fuera, entre otros, a Gregorio de Laferrère, eran muy amigos. Cuando yo tenía seis, siete años, espiaba a mamá y siempre la veía leyendo sus fragmentos teatrales.

¿Cuándo mostró por primera vez sus escritos y a quién?

Tenía poco menos de seis años cuando escribí una pieza de teatro, a imitación, precisamente, de mi madre. Eso se sabe porque vivíamos en una casa en la calle Maipú que se vendió en el momento en que yo andaba por los seis años de edad. Esas fueron las cuatro, cinco páginas mías que mi madre leyó por primera vez. Siempre me estimuló.

¿Y su padre Manuel Mujica Farías?

Papá era muy divertido, pero, claro, tenía la seriedad propia de todo abogado. Estaba mucho fuera de casa, era lo que se llama un clubman, vivía prácticamente en el Círculo de Armas. Tenía sus roperos allá, ni siquiera se vestía en casa. Por supuesto, quería que yo fuera abogado como él. Y estudié abogacía por darle el gusto, pero a los dos años de iniciar los estudios ya no podía más, me parecía espantosa la idea de que, si en realidad conseguía ser abogado, iba a pasarme toda la vida en los Tribunales con un maletín de cuero debajo del brazo. Probablemente, mi padre murió con la impresión de que yo iba a ser un fracasado, porque no me recibí de abogado. Pero, de todos modos, mi familia siempre pensó que yo iba a ser escritor y me impulsó mucho para que lo fuera. Querían un abogado escritor, para conciliar ambos deseos.

¿En qué momento decidió ser escritor?

Cuando estaba estudiando en París, a los 14 años, allí me di cuenta de que la literatura podía ser un medio de vida. Yo estaba pupilo en un colegio, se me ocurrió escribir en francés un poema, por supuesto, en broma, porque en castigo a nuestra falta de disciplina no nos dejaban salir. El poema iba dirigido al que cuidaba la penitencia, que era el jefe de celadores, un húngaro de mal carácter, y en él le pedía que nos indultara, que no tenía sentido en un día tan lindo estar encerrados. Se lo entregué y volví a sentarme para escribir mi penitencia. Vi cómo el hombre se sonreía leyendo mi poema. Y cuando, finalmente, nos dejó salir gracias a esas estrofas mías, me di cuenta, entonces, de que la literatura tenía una finalidad práctica, que se podía vivir de la literatura y, gracias a ella, uno podía salvarse de las penitencias, salir adelante, ser otra cosa en la vida. En consecuencia, me apliqué a la literatura que ya sería, además de mi vocación, mi profesión.

¿Cuánto tiempo vivió en Europa y por qué regreso a la Argentina?

Viví en Francia desde los trece hasta cerca de los diecisiete años. En casa hablaban muy bien francés y, además, yo tenía una gran facilidad para los idiomas. Por eso, cuando fui a Francia a estudiar, a los quince días hablaba francés perfectamente; tanto es así que también aprendí a escribir en esta lengua muy pronto. Al año de estar en el colegio, obtuve el primer premio de mi curso por un trabajo sobre Voltaire como historiador. Recuerdo la furia del viejito francés cuando tuvo que informar a los otros alumnos de que un argentino había ganado el premio. Así que al poco tiempo sabía escribir francés mejor que el castellano. Cuando iba a cumplir diecisiete años, mi padre nos reunió a mi hermano, dos años menor que yo, y a mí para pedirnos que decidiéramos sobre nuestro futuro: ya habíamos estudiado y vivido en París, podíamos quedarnos allí para siempre o regresar a la Argentina. Yo, el mayor, le dije que era mejor quedarnos en París, que quería ser escritor y que para eso era fundamental vivir en el ambiente cultural y artístico de Francia. Pero mi hermano quiso regresar. Tanto insistió que volvimos a la Argentina. Lo gracioso del caso es que mi hermano hace veintiséis años que vive en los Estados Unidos, antes residió en el Japón y en otras partes. En fin, y yo he vivido siempre acá, pero el que me trajo fue él.

¿Usted ha podido vivir de lo que escribe?

Bueno, no y sí (no hay que decir «bueno»). En realidad, sí, porque mis treinta y cinco años de periodismo fueron años de vivir de lo que escribía. Además, los libros, herencias, dinero de mi mujer. Pero durante una larga parte de mi vida, viví exclusivamente de escribir. Y ahora mismo, con mis últimos libros, gano muchísimo dinero. Estoy asombrado.

Sobre todo con su novela Sergio y en este momento con Los cisnes, que es el best seller del año.

 

Cuando regresé de Europa, hace poco, de acuerdo con lo que había arreglado con la editorial antes de irme hace cuatro meses, debía presentar mi nuevo libro, Los cisnes. Recibí una muy buena sorpresa, porque la edición ya estaba vendida. Así que está en marcha otra edición.

Usted tiene un público lector que lo sigue desde hace muchos años. ¿Escribe para ellos?

Si alguien se atreviese a hojear mis veinte libros, se daría cuenta de que son totalmente distintos unos de otros. Empecé, digamos, haciendo biografías; esos libros se leían con interés, los dejé. Después, continué con los cuentos y las novelas de Buenos Aires, ese ciclo de La casa, eran libros que a la gente le encantaban, pero seguí con otra cosa. Entonces, escribí Bomarzo, que es un libro del Renacimiento y no tiene nada que ver con los demás; después, vino El unicornio, un libro de la Edad Media que escribí con mucho trabajo y mientras lo hacía comprendí que no lo podía asociar con este país ni con la gente de este país y que se iba a caer, como se cayó, y que ahora me lo piden los españoles para publicar allá, porque es una de mis obras que ellos más sienten. Luego, incursioné en otros temas, hice libros de historias en broma y ahora he vuelto al tipo de obra que se podría ubicar dentro de la serie de Buenos Aires.

Bomarzo ha dado lugar a una ópera con libreto suyo y música de Alberto Ginastera.

También ha dado lugar a cierto escándalo, porque acá fue prohibida su representación teatral. Un funcionario hizo que excluyeran la ópera del repertorio del teatro Colón, de esto hace unos diez años. Curioso, porque antes de que la prohibieran acá, se había estrenado en Washington con gran éxito, en 1967; y al año siguiente, en Nueva York. En Buenos Aires se dio, finalmente, en 1972.

¿La novela es producto de sus viajes?

Sí, de varios que hice a Italia. Cuando visité el Parque de los Monstruos en Bomarzo, quedé fascinado. Sentí que cada uno de esos monstruos representaba simbólicamente un momento de la vida del Duque de Orsini que los había mandado esculpir. Intenté, entonces, la reconstrucción novelada de su vida a través de esos monstruos.

Usted hace que Orsini tenga vida ilimitada, sea inmortal.

Inmortal por efecto de una extraña conjunción del Sol y la Luna en el momento de nacer.

Bomarzo, El unicornio y El laberinto son novelas en las que se percibe el trabajo de un historiador.

En cierto sentido, porque surgieron de una exhaustiva documentación. Antes de redactarlas, escribí numerosos cuadernos en los que consigné el resultado de muchas lecturas, de muchas indagaciones y de documentos de todo tipo. Ahí funcionó, desde luego, más que el novelista, el historiador. Luego, entró el novelista que trabaja con la imaginación para crear sucesos que se despegan de la realidad, de la historia, con el propósito de presentar criaturas fantasmales, más o menos fantasmales y terribles.

¿Podríamos decir que es a partir de La casa —publicada en 1954, novela que inicia lo que se dio en llamar más tarde su saga porteña— que usted empieza a ser conocido como el novelista de las letras argentinas en relación, por ejemplo, con Borges, que es el poeta y el cuentista de mayor predicamento?

Como novelista puede ser. Pero no hay que olvidarse de que yo también soy poeta, biógrafo, cuentista, periodista, traductor, y lo digo sin ánimo de compararme con nadie.

Creo que muchos lectores recuerdan sus cuentos de Aquí vivieron o Misteriosa Buenos Aires y las biografías que usted escribió, entre otras, Miguel Cané (padre). Sin embargo, hay que decirlo, a usted se lo asocia con la novela.

Quizá porque he escrito ya muchas. Por otra parte, parece que se me dan bien los trabajos de largo aliento. Además, últimamente, la gente se ha aficionado a la novela; la novela fagocita a los otros géneros.

¿Qué tienen en común Los ídolos, La casa, Los viajeros, Invitados en El Paraíso, novelas que tanto éxito le han deparado?

El recurso de la memoria, diría. Son libros en los que se reconstruye el pasado de la sociedad porteña, la decadencia de la clase alta.

El Paraíso, por cierto, es el nombre de la finca en la que usted vive en la provincia de Córdoba.

Cuando me jubilé como periodista, en 1969, me instalé en El Paraíso, que está en Cruz Chica, una localidad cordobesa enclavada en la sierra, precioso lugar. Pero conservo mi casa de Buenos Aires, en el barrio de Belgrano, porque suelo venir mucho a Buenos Aires.

Dicen que El Paraíso es una suerte de museo donde se aglutinan muchos recuerdos relacionados con sus viajes y su actividad profesional.

Es cierto, guardo manuscritos de Proust, conservo cartas de Enrique Banchs, libros dedicados de Alfonsina Storni, de García Lorca, fotos de muchas épocas de mi vida.

Libros, recuerdos, hijos, ¿también tiene nietos?

Tengo cinco nietos. Ana Victoria es la más grandecita, no sé si me leerá, supongo que sí. Me queda poco y nada de tiempo para estar con los chicos. Con la que tengo una espléndida relación es con mi hija Ana. También es escritora. Pronto aparecerá un relato de ella en una antología de literatura femenina. Y no es una criatura. Esta será su primera publicación. Recuerdo que de chica escribía unos cuentos muy imaginativos sobre animales; luego, nunca vi nada más de ella.

Por lo visto, hay mucha afinidad espiritual entre las mujeres de su familia y usted.

Mi hija me comprende muy pero muy bien. Se parece a mi madre en cosas de su carácter. Ana es tímida, muy observadora; a veces, irónica.

¿Como su abuela?

Mi abuela no era nada tímida; donde entraba, reinaba. Ana, en cambio, es más bien como mi madre, se difumina, pero termina por atraer a todos. Allí donde llegara mi madre, toda la rueda de gente, al ratito, giraba a su alrededor. Y mi hija también es una especie de centro, un ser fascinante.

¿Registra su vida en un diario íntimo?

No, y lo lamento, porque me sería útil. Tengo mala memoria y confundo y embarullo todo, y esto me ha obligado a inventar tantas anécdotas que yo mismo ya no sé cuáles son las verdaderas y cuáles las inventadas.

¿Es por la dificultad que tienen los hombres de vivir una sola historia?

Sí, claro... y la otra que no cuentan.

¿Le gustaría contar esa otra suya?

Ahora mismo, por cierto, no. Será póstuma.

¿Entonces piensa dejar escritas sus memorias?

Antes me dejaría cortar los cinco dedos de una mano. No, sobre mí van a escribir otros y van a encontrar cosas que les servirán. En casa hay paquetes de cartas y unos álbumes curiosísimos en los que pego cosas, cosas sobre mí y los otros, hago retratos de personas y pongo lo que pienso sobre ellos. Ya tengo ocho tomos gordos. Pero no es específicamente un diario, sino una especie de memorias gráficas. Algo bastante moderno, porque ahora se lleva lo visual. Los empecé hace unos doce años y resultó de esta forma.

¿Qué está escribiendo ahora?

Estoy terminando un libro que puedo elogiar ampliamente, porque es una obra hecha en colaboración. Se titula Letra e imagen de Buenos Aires. La letra la pongo yo, la imagen la pone Aldo Sessa que es un joven pintor que, además, es un notabilísimo fotógrafo. Participó también en el proyecto el arquitecto José María Peña, que actualmente es el director del Museo de la Ciudad de Buenos Aires. Sale en dos tomos, el primero en noviembre. Es un libro carísimo y, sin embargo, ha tenido gran repercusión; un importante banco de la capital ya compró mil ejemplares para regalar a fin de año. Y cuando esté instalado en El Paraíso, mi casa en Córdoba, voy a comenzar una novela que la tengo toda armada, que transcurre en una noche en el Teatro Colón en tiempos de la guerra.

¿Frecuenta la amistad de los escritores de su generación?

Silvina Ocampo es la señora escritora de mi época. Me gustan mucho las cosas que escribe. Siempre que vengo a Buenos Aires la voy a visitar. Comparto con ella una amistad que viene del fondo del tiempo. Tenemos en común muchas cosas. Por ejemplo, nos hace reír lo mismo, porque Silvina y yo tenemos una misma formación y pertenecemos a un mundo muy parecido. A propósito, tengo una estatua muy linda, de Aquiles, de la época de Luis XIV. Anteriormente estaba en el jardín de la casa de mi suegro, Federico de Alvear, en la calle Ocampo. Cuando se repartieron los bienes, le tocó a mi mujer, Ana de Alvear. Yo, contentísimo, porque me encantaba. Silvina siempre había admirado esa estatua y una vez quiso comprarla. Escribió un poema muy hermoso dedicado a esa estatua. Ahora, en la base, hay una plancha de piedra que tiene un fragmento de Oscar Monesterolo, que es el joven poeta cordobés que me acompañó en mi último viaje a Europa.

¿Fue por invitación de la televisión española para participar en un programa?

Sí, los españoles fueron muy generosos. Me enviaron dos pasajes de ida y vuelta con estadía en Madrid en un hotel elegantísimo. Entonces, le propuse al joven poeta cordobés que me acompañase, cosa que me fue muy útil. Como tengo una salud indecisa, él me tomaba la presión todos los días, me cuidaba para que no comiera con sal... y gracias a este joven, todo el mundo me dice ahora lo bien que estoy. Incluso engordé varios kilos en el viaje.

Usted ha dado la imagen de ser un hombre mundano, frívolo, despreocupado por todo lo que no fuera su entorno social y cultural; alguien, además, que parece sentir placer aterrorizando a la gente con ironías y sarcasmos. ¿Cómo es realmente?

Creo que soy un hombre esencialmente bueno, pero dotado de un tipo de ingenio innato que, a veces, me obliga a decir cosas que parecen impropias de un hombre bueno. Pero esas cosas si las digo, son, también, por bondad, porque las digo para divertir a los que están a mi alrededor. Y soy un artista en el sentido de que veo todo con ojos de artista, desde el punto de vista del arte y, más aún, desde el punto de vista de la historia del arte. Detrás de cada cuadro veo muchos otros cuadros de los que he visto en galerías y museos, detrás de cada ser humano reconozco a muchos otros que he visto en libros de Balzac, Dickens, Shakespeare, Mark Twain. Siempre fue así. Por eso, no he sido, por cierto, gran hombre de familia, porque tenía que ocuparme de tantas otras cosas...

¿Eso le ha creado remordimientos?

No, porque nunca tuve la impresión de haber hecho voluntariamente nada que pudiera lastimar.

Tal vez su familia lo justifique por ser, precisamente, un artista.

Ojalá sea así.

¿Qué representa para usted escribir?

Un alivio que tiene maravillosos instantes de exaltación.

¿Cómo se siente cuando termina de escribir un libro?

Como despojado. El vacío lo supero cuando surge una nueva idea, otra historia, otros personajes a los que sospecho les dedicaré la siguiente novela.