Reforma de estructuras y conversión de mentalidades

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REFORMA INCLUSIVA DE LA IGLESIA CATÓLICA. SIGNIFICADO Y PROFECÍA DE UNA RECEPCIÓN INACABADA

Virginia R. AZCUY

La perspectiva de este texto podría resumirse con el título que la teóloga italiana Marinella Perroni da al prólogo de una obra publicada hace unos años: Assumere una storia, preparare il futuro. El propósito indicado por la editora en ese libro era releer el Concilio Vaticano II desde la perspectiva de género, con ocasión de un congreso realizado en 2012:

Mirar la historia, también aquella del Vaticano II, desde el punto de vista de la mujer no significa escoger una prospectiva parcial ni mucho menos de gueto. Significa, en cambio, mirar la historia de todos y de todas: el punto de vista de la mujer es forzosamente poco usual, pero se refiere a la sociedad entera y a toda la Iglesia. Con su propio análisis y valoración de la realidad, las mujeres ofrecen una contribución no solo para las mujeres, sino a la política de sus países, a la cultura de su sociedad y al conjunto de sus iglesias. Cuando un país o una iglesia incluye o excluye a las mujeres, lo hace de la cultura política de ese país o de la visión comunitaria de su Iglesia87.

En este sentido, la responsabilidad hermenéutica que tenemos los teólogos y las teólogas en la tarea creativa de recepción del Concilio Vaticano II desde esta óptica resulta ineludible, aun teniendo en cuenta la «inadvertencia, reticencia o silencio elocuente» sobre esta temática en la constitución dogmática Lumen gentium, según el análisis de algunos estudiosos88. En esta constitución sobre la Iglesia, los padres conciliares no han propuesto un tratamiento específico sobre la mujer, sino solo algunas breves alusiones al tema, cuyo valor pudo considerarse —por uno muy destacado entre ellos— como prácticamente insignificante por «no presentar tal precisión [laicis, viris et mulieribus] ningún interés teológico»89. Sin embargo, más allá de la extensión, lo expuesto en este y otros documentos merece ser retomado, considerado en su significado, interpretado a la luz de las líneas directrices conciliares y conectado con la recepción teológica y los desafíos de hoy, para aportar a una visión eclesiológica profética.

La presentación se organiza en tres momentos que siguen este movimiento de ideas: la presencia de mujeres auditoras en la asamblea conciliar; la novedad y la exigencia de una reforma inclusiva vista desde los documentos; las eclesiologías feministas como fruto conciliar y, a modo de conclusión, algunas reflexiones para seguir alentando una recepción siempre inacabada90.

I. PRESENCIA DE LAS MUJERES EN LA ASAMBLEA CONCILIAR

Recordar que, en el acontecimiento del Vaticano II, las mujeres no callaron en la asamblea puede resultar una «memoria peligrosa» si comprendemos lo inaudito y pneumático de esta irrupción. Es por ello que, en los últimos años, se han multiplicado las obras que tratan del tema.

1. La propuesta de las auditoras y su significado

En el año 1963, al final de la tercera sesión conciliar, el cardenal León J. Suenens propuso la incorporación de mujeres como auditoras en el Concilio: «un hecho absolutamente insólito en la historia de los concilios de la Iglesia y que representó en aquel momento uno de los mayores impactos en la imagen tradicional de la Iglesia»91. Pablo VI anunció su decisión de invitar a un grupo de religiosas el 8 de septiembre de 1964; dos meses más tarde, el 11 de noviembre, anunciaba las invitaciones a mujeres laicas. Los antecedentes se encuentran, ante todo, en la labor desarrollada por la Acción Católica a favor de la maduración del compromiso laical, en la significativa renovación que comenzó a darse en la vida religiosa, en los diversos movimientos católicos y agrupaciones en los cuales las voces de las mujeres fueron tomando cuerpo92. Fue de estos grupos, en particular de la Alianza Juana de Arco93. Donde surgió la inquietud de la participación de mujeres en el Concilio; una de las peticiones con propuestas de nombres para auditoras vino de esta Alianza y llegó hasta el arzobispo de Westminster, John Carmel Heenan, quien la impulsó con una carta dirigida a Suenens94.

Los estudios coinciden en señalar la importancia de una intervención pública del cardenal Suenens titulada «La dimensión carismática de la Iglesia»95. en la cual se refirió a la importancia fundamental del desarrollo de los carismas para la construcción del Cuerpo místico y a la necesidad de evitar que la Iglesia jerárquica aparezca como un aparato administrativo desconectado de los carismas. Al final de su relación, Suenens propuso algunas conclusiones doctrinales sobre el capítulo relativo al Pueblo de Dios, para visibilizar a los ojos de todos la fe en los carismas donados a todos los fieles de Cristo por el Espíritu y otras conclusiones prácticas: que se ampliara la presencia de auditores laicos, se invitara a mujeres como auditoras y también a hermanos y hermanas religiosos, por ser partícipes del Pueblo de Dios96. De esta forma, denunciaba formalmente la inconsecuencia que suponía declarar la igualdad fundamental entre el varón y la mujer y, sin embargo, no tratar a la mujer en el mismo plano de igualdad. Para Cottina Militello, «el tema no es la mujer, sino la atención a los carismas de los fieles»97; Marinella Perroni interpreta esta intervención como el comienzo de «la superación de una eclesiología de género discriminatoria», por cuanto implicaba intervenir sobre el capítulo de Pueblo de Dios para mejorarlo con la dimensión carismática y abrirse así, lentamente, a una teología inclusiva98.

La moción se concretó en 1964, en la cuarta sesión, por medio de la presencia de 23 mujeres auditoras hasta el día de hoy prácticamente desconocidas99. Su elección se realizó entre mujeres que desempeñaban altos cargos de los movimientos seglares y de las órdenes religiosas; la incorporación de las mujeres se inscribió dentro del reconocimiento y sensibilidad hacia el apostolado y la vocación laical. Conforme al estudio de Carmel McEnroy, hubo trece auditoras europeas, tres norteamericanas y tres latinoamericanas; las demás provenientes de Australia, Canadá, Líbano y Egipto100. En realidad, no hubo «expertas oficiales», aunque algunas auditoras —entre quienes se destaca Rosemary Goldie— pudieron colaborar de modo extraoficial101.

2. Del olvido hacia una «memoria peligrosa»

La historia del Concilio Vaticano II, su estudio y algunas investigaciones particulares ayudaron a recuperar la memoria de las «madres conciliares». Más allá del escaso reconocimiento que tuvieron, su presencia en el aula conciliar representó la respuesta a una demanda que comenzaba a escucharse: las voces de mujeres en la Iglesia. Si bien es verdad que esta presencia fue minúscula —en relación con los más de dos mil padres conciliares— y que los recuerdos señalan que fue con algunos retaceos, lo cierto es que ellas estuvieron allí y para muchos no pasaron desapercibidas102. Su «memoria peligrosa», para usar la expresión de J. B. Metz retomada por otros y otras, puede representar una invitación a seguir esperando la renovación de la Iglesia y a alentar la audacia necesaria para cambiar las estructuras caducas en ella103. Como afirmó Mary Luke Tobin, «el Concilio fue una amplia puerta abierta, demasiado amplia como para cerrarse. La renovación no tiene fin. Para continuar dando vida, debe seguir siempre avanzando»104.

II. LA NOVEDAD Y LA EXIGENCIA DE UNA REFORMA INCLUSIVA

La irrupción de las mujeres en el acontecimiento y los textos conciliares plantea desafíos de reforma en clave inclusiva; sin embargo, la mayoría de las eclesiologías posconciliares no han sido muy sensibles en este punto o no han manifestado una nueva conciencia eclesial.

1. Una lectura de los documentos conciliares

La emergencia del tema de la dignidad de la mujer es significativa, aunque su desarrollo sea muy escueto; las referencias se relacionan, ante todo, con la igual dignidad entre mujeres y varones en la Iglesia y en la sociedad, pero también con la caracterización de diversas formas de discriminación social, entendidas como contrarias al plan de Dios105. Cettina Militello consigna el uso de los términos ‘femina’ y ‘mulier’ junto a sus correlativos ‘masculus’ y ‘vir’ en los documentos y constata que se trata casi siempre del texto o del contexto de Gén 1,27 que, en cuanto tal, no posee una relevancia explícita acerca de la subjetividad de la mujer. La autora agrega que ninguno de estos textos contiene un significado bautismal, aunque algunos resultan aptos para expresar una partnership eclesial106. Por ello resulta de suma importancia retomar los textos, ya que señalan una novedad con respecto al lenguaje «neutro» que solo puede contener una «inclusividad virtual»107. El tema aparece en documentos magisteriales.

 

En la eclesiología de Lumen gentium, la cuestión se hace explícita en el capítulo IV sobre laicos, en el marco del único Pueblo de Dios, integrado por diversos miembros que están unidos por un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo (cf. Ef 4,5). Tal es el caso del subpárrafo 32b, en el cual encontramos una doble afirmación: 1) que los miembros del Pueblo de Dios tienen la misma dignidad y la misma gracia por ser hijos de Dios y que, por tanto, 2) no hay desigualdad por razones de raza, sexo o condición social (cf. Gál 3,28; Col 3,11). El peso del argumento recae sobre la eclesiología de Pueblo de Dios —que remite a la propuesta del cardenal Suenens de anteponer el capítulo sobre pueblo al de jerarquía, en el esquema de 1963 del De Ecclesia108—, reconociendo a los laicos la dignidad propia de pertenecer a ese Pueblo. En este contexto, la nulla inaequalitas resulta irrefutable por diversas causas: «En la Iglesia no puede existir ninguna cuestión de discriminación de cualquier clase que sea»109. En nuestros días, según Militello, la cuestión principal está en cómo profundizar las enseñanzas de LG 10-12, que ponen el acento en el munus sacerdotal y profético del Pueblo de Dios —no en el munus real—. Otro texto del decreto Apostolicam Actuositatem, dedicado al apostolado de los laicos, resulta característico y confirma que «como en nuestros días las mujeres tienen una participación cada vez mayor en toda la vida de la sociedad, es de gran importancia su participación igualmente creciente en los campos del apostolado de la Iglesia» (AA 9)110. La recepción de LG al interno del Vaticano II se verifica también en AG 21, que habla sobre la necesidad de un laicado —hombres y mujeres— junto a la jerarquía para que la Iglesia sea signo perfecto de Cristo111.

En la constitución pastoral Gaudium et spes, se habla de la igual dignidad de la mujer en el orden de la creación y la redención, lo cual representa un concepto extremadamente importante. Se invita a reconocer la igualdad fundamental entre todos y a «superar y eliminar, como contraria al plan de Dios, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión» (GS 29b)112. El planteamiento se sitúa en el horizonte de los derechos fundamentales de la persona y en especial de las mujeres, como se observa sobre todo en GS 41 y 60.

2. ¿En qué se juega la novedad de la enseñanza conciliar?

Las orientaciones conciliares apuntan a recuperar la perspectiva comunional de la Iglesia de los orígenes113. Al comienzo del capítulo sobre laicos en Lumen gentium, luego de afirmarse que no hay desigualdad entre los miembros del cuerpo de Cristo partiendo de Gál 3,28 (cf. LG 32b), se dice que «la propia diversidad de gracias, servicios y actividades reúne en la unidad a los hijos de Dios, pues todo esto lo hace el único y mismo Espíritu (1 Cor 2,11)» (32c)114. Este retorno a una eclesiología total, inclusiva, ligada a la noción de Pueblo de Dios, está vinculado directamente a la regeneración y la unción del Espíritu Santo en el bautismo (cf. LG 10-12, 30-32)115. En esta perspectiva, se recupera la dimensión carismática de todo el Pueblo de Dios, la riqueza y la variedad de dones que el Espíritu derrama en cada bautizado, mujer o varón, al servicio de la comunidad. En la lectura de estos textos, cabe destacar con Cettina Militello que «el Espíritu no se niega a la mujer»116, aunque no todas las fórmulas magisteriales contengan un lenguaje inclusivo. Bajo la fuerza del Espíritu, la Iglesia aparece una y diversa, «llena de dones y servicios, que nacen de ellos, siendo una comunidad realmente carismática y ministerial toda ella, no en detrimento, sino como expresión y plenitud de su unidad»117. Dado que los cristianos somos imagen de Dios e imagen de la Trinidad, en nuestra diferencia de género —que no se puede eliminar— somos signo del diálogo trinitario originario y ello se manifiesta a su vez en la acción, el servicio y el don118. En este contexto, C. Militello habla de la diaconía que brota de la iniciación cristiana y del ejercicio del sacerdocio común: la diaconía de la Palabra, de la alabanza y de la comunión. En el plano profético, se ha dado una apertura que llega hasta el ámbito de los estudios académicos, la investigación y la docencia teológica; en el plano pastoral, también se ha ampliado el espacio, sobre todo en ausencia de los presbíteros; el ámbito de los ministerios litúrgicos instituidos —el servicio del altar y la proclamación de la Palabra— sigue siendo por su valor simbólico, según ella, el punctum dolens por reservarse a los viri probati119.

Las enseñanzas de Gaudium et spes también abren perspectivas. La discriminación que sufren las mujeres a causa de su sexo puede considerarse como una desigualdad que niega su dignidad fundamental que, vista desde la teología, puede entenderse como rechazo del plan de Dios. En cuanto tal, está llamada a ser erradicada, en todas sus expresiones y en todos los ámbitos. La desigualdad de género es un pecado social porque impide la realización plena del desarrollo humano de las mujeres y menoscaba a su vez la dignidad de los varones en su capacidad de relación recíproca120. Para el Concilio, «todos deben interesarse en que se reconozca y promueva la propia y necesaria participación de la mujer en la vida cultural» (GS 60). No hay auténtica liberación de las mujeres si ella no exige la de todos, la salvación universal reclama a su vez por la dignidad de las mujeres y esta implica la de cada criatura. En este punto, parecen coincidir las enseñanzas del magisterio y las posiciones de un feminismo inclusivo, aunque esta afinidad con frecuencia no sea percibida.

3. El Mensaje y el desafío emergente

También se puede destacar el significado histórico del Mensaje del Concilio a la Humanidad, con su sección dirigida a las mujeres, su vocación y misión. En este discurso, se eligió realzar la dignidad de la mujer mediante una presentación ideal de su vocación y misión ligada a su responsabilidad moral en la historia121. Esta exaltación de la mujer, separada del varón, ha recibido variadas críticas por expresar una visión deudora de un modelo tradicional, si bien se comprende la intención de reconocimiento que tuvieron los padres conciliares122.

Más allá de la finalidad pastoral que tuvo el Mensaje, su formulación resultó ambigua porque la idealización de la mujer no resuelve la realidad concreta de su dignidad y resulta insuficiente para dar una respuesta al sufrimiento histórico de las mujeres123. Como señala Mercedes Navarro, con el feminismo, las mujeres dejamos de ser un «género específico» y se plantea la necesidad de una perspectiva de género, que ayude a repensar al varón y a la mujer en sus relaciones124. El Mensaje reclama esta misma perspectiva para hacer memoria del Concilio Vaticano II, puesto que pone en evidencia las implicaciones antropológicas en todo desarrollo eclesiológico. ¿Cómo se puede profundizar en el horizonte inclusivo abierto por el acontecimiento conciliar?

III. APORTES PARA UNA REFORMA EN VOCES DE MUJERES

En este punto, resulta ineludible indagar en los aportes de la eclesiología escrita por mujeres y más concretamente en la eclesiología feminista o la investigación teológica de las mujeres, que intentan retomar los fundamentos conciliares desde la perspectiva de género.

1. El futuro de la comunidad eclesial visto desde el compañerismo

A partir de su feminismo teológico eclesial, la teóloga presbiteriana Letty M. Russell ofrece un ensayo de eclesiología feminista con múltiples sugerencias para pensar y practicar125. «Iglesia alrededor de la mesa» o «comunidad inclusiva» son las fórmulas que caracterizan la eclesiología de esta pastora, que se fraguó a través del proceso auspiciado por el Consejo Mundial de Iglesias denominado «Ser Iglesia: Voces y visiones de mujeres», cuyo propósito fue valorar sus aportes126. La autora sostiene que «hablar de la “iglesia alrededor de la mesa” es brindar una descripción metafórica de la iglesia que lucha por convertirse en una casa de libertad»127. Desde este horizonte, retoma las metáforas e imágenes eclesiológicas de las Escrituras y de la teología cristiana: «algunas de estas imágenes como “Pueblo de Dios” y “Cuerpo de Cristo”, necesitan ser reinterpretadas en términos de la metáfora de la iglesia alrededor de la mesa»128, en vistas a una crítica de las tradiciones en defensa de la plena humanidad de las mujeres129. En la propuesta de Russell, se trata de releer dos de los conceptos eclesiológicos centrales desde el punto de vista feminista y de hacerlo en relación con otros como «signo» y «nueva creación» que asumen las dimensiones sacramental y escatológica para subrayar el proceso de liberación y restauración que ha de darse en el camino hacia el futuro definitivo. El crecimiento hacia una «humanidad compartida» exige la aceptación de los otros como sujetos para que sea posible el «compañerismo», sobre todo si estos otros son las mujeres u otros grupos marginados. El compañerismo como nuevo modo de relación en Cristo que nos libera para el servicio mutuo en la Iglesia y la bienvenida en la mesa del compañerismo expresan simbólicamente la comunión misionera a que está llamada la vida cristiana130.

Esto lleva a examinar las formas de relación y ejercicio de la autoridad que impiden la creación de comunidad, para proponer pistas de superación mediante el nuevo paradigma de compañerismo y reciprocidad131. La posición teológica feminista de L. M. Russell cuestiona, siempre en la esperanza del futuro prometido, la injusticia y la dominación de sesgo masculino, las relaciones de poder entre los géneros y las formas de vida cristiana, las discriminaciones de diverso signo132. El aporte de la autora comparte la posición de otras teologías feministas al señalar que «la desunión entre mujeres y varones en la Iglesia es una mayor barrera para la realización de la unidad en Cristo Jesús; como las divisiones de raza, clase y nacionalidad, las divisiones de sexo son barreras fundamentales para buscar la unidad (Gálatas 3,28)»133. El recurso a la metáfora de la «Iglesia alrededor de la mesa» es, para ella, una forma de contestar a la imagen de la casa regida por un patriarca mediante una casa en la cual todas las personas se reúnen alrededor de la mesa común a participar del pan, el diálogo y la hospitalidad. En tiempos marcados por una persistente desigualdad de género, la realización de la Iglesia como comunidad inclusiva representa un testimonio imprescindible para el anuncio del Evangelio en el presente. El aporte de esta teóloga pionera sigue impulsando nuevas formas de pensar la Iglesia.

2. El reconocimiento de la subjetividad bautismal de las mujeres

Las publicaciones que aparecen a mediados de la primera década del nuevo siglo —en torno a los cuarenta años del Concilio Vaticano II— parecen marcar el comienzo de una nueva etapa en la recepción eclesiológica por parte de las mujeres. Los estudios que Cettina Militello ha publicado como autora, La Chiesa «il corpo crismato» (Bologna, 2003) y Donna e teologia. Bilancio di un secolo (Bologna, 2004) o como editora, Il Vaticano II e la sua ricezione al femminile (Bologna, 2007), junto a otros más recientes editados o escritos en coautoría, sirven ampliamente para ilustrarlo. El desafío fundamental para esta teóloga italiana puede formularse así: «traducir la subjetividad bautismal en todas las formas posibles recibiendo y explicitando el debate conciliar»134. Como lo indica el título de su obra eclesiológica mayor, Militello señala que, para realizar la diaconía, el ministerio y el servicio en la Iglesia, el Espíritu necesita sujetos humanos ungidos, varones y mujeres: el Espíritu necesita un corpo crismato. Su planteo va en una línea semejante a cómo lo formula el papa Francisco en Las cartas de la tribulación, al referirse a la unción del Espíritu en la Iglesia135.

 

En este contexto, cabe recordar que la renovación eclesiológica del Vaticano II ha impulsado la superación de una perspectiva jerárquica, reconociendo al ministerio jerárquico como función de discernimiento y coordinación de los otros carismas y ministerios con vistas a la comunión136. La recepción teológica de esta enseñanza paulina (cf. 1 Cor 12,4-7.11) en este Concilio permitió pensar que «la Iglesia se presenta en su unidad como un pueblo totalmente carismático y totalmente ministerial»137. La función del ministerio ordenado se expresa en el discernimiento de los carismas y también a través de su escucha atenta; no hay que olvidar la exhortación referida a no apagar el Espíritu (cf. LG 12): «el carisma es siempre más amplio que todas sus expresiones ministeriales y se ofrece como el elemento dinámico de la comunión eclesial»138. De este modo, las relaciones entre las distintas formas de ministerialidad no son de superioridad de unas sobre otras, sino de servicio mutuo en la diferencia irreductible. Las orientaciones conciliares apuntan a recuperar la perspectiva comunional de la Iglesia de los orígenes: «la unidad está antes que la distinción; la variedad carismática y ministerial se basa y alimenta en la riqueza pneumatológica y sacramental del misterio eclesial»139. Precisamente, al comienzo del capítulo sobre laicos en Lumen gentium, luego de afirmarse que no hay desigualdad entre los miembros del cuerpo de Cristo partiendo de Gál 3,28 (cf. LG 32b), se dice que «la propia diversidad de gracias, servicios y actividades reúne en la unidad a los hijos de Dios, pues todo esto lo hace el único y mismo Espíritu (1 Cor 2,11)» (32c)140. Este retorno a una eclesiología total, inclusiva, ligada a la noción de Pueblo de Dios, está vinculada directamente a la regeneración y la unción del Espíritu Santo en el bautismo (cf. LG 10-12, 30-32)141; en esta perspectiva, se recupera la dimensión carismática de todo el Pueblo de Dios, la riqueza y la variedad de dones que el Espíritu derrama en cada bautizado, mujer o varón, al servicio de la comunidad.

En la propuesta de lectura realizada por Cettina Militello, se nos recuerda que las mujeres bautizadas son ungidas por el Espíritu y que una eclesiología renovada está llamada a sacar todas las consecuencias contenidas en esta subjetividad bautismal de las mujeres, inclusive en el plano de los ministerios para los cuales ellas están llamadas y enviadas142.

3. La afirmación de un signo permanente de estos tiempos

En una obra de esta década, Margit Eckholt, Sin mujeres no hay Iglesia. La apertura del Concilio y los signos de los tiempos (Ostfildern, 2012), la teóloga alemana se propone algunas líneas reflexivas que pueden servir para redondear esta presentación143. Diversas relecturas actuales del Concilio Vaticano II hechas por teólogas coinciden en observar la escasa recepción de las mayores contribuciones de la teología feminista en el último medio siglo. Sin embargo, comparto con M. Eckholt, que esta nueva perspectiva del quehacer teológico representa un fruto maduro del acontecimiento conciliar por tratarse, una vez que se reconoce la nulla inaequalitas, de dar razón de nuestra fe como mujeres144. En una interpretación de la herencia conciliar en perspectiva de futuro, «la cuestión de la mujer» sigue siendo un decisivo signo de los tiempos que impulsa la inculturación de la Iglesia católica en el mundo moderno. No se trata solo de la participación y el diálogo en el interior de la Iglesia, sino del futuro del cristianismo: ¡Sin mujeres no hay Iglesia!145.

La nueva cualidad de este signo consiste en que, en estos cincuenta años, se ha ido logrando una conciencia acerca de la necesidad de que sean las mismas mujeres quienes lo interpreten para todo el Pueblo de Dios: «La cuestión de la(s) mujer(es) no puede ser tratada con independencia de ella(s); no se puede determinar “sobre ella(s)”»146. La profecía de Juan XXIII referida a la mujer como un signo del tiempo y la de Francisco en nuestra época —al pedir una presencia más incisiva de las mujeres (cf. EG 103)— requieren el paso fundamental de otorgar valor y visibilidad a las mujeres como sujetos eclesiales; solo cuando el ser-sujeto de las mujeres sea reconocido, este signo de los tiempos será asumido realmente147. En relación con el futuro de la Iglesia del Vaticano II, cabe constatar que la cuestión de la mujer no es un tema marginal sino una oportunidad de gracia para «elaborar una hermenéutica del diálogo de mujeres y varones»148. La diferencia de ser mujeres —con sus propios modos de ser, pensar, sentir y obrar— necesita ser acogida en la Iglesia con mayor apertura, profundidad y confianza, porque «si los carismas de las mujeres no son tomados en serio, la Iglesia se priva de una “ocasión de gracia”»149. La igualdad que brota del bautismo debe tener lugar en lo concreto de la vida eclesial y, por ello, traducirse en el orden de las estructuras. El servicio de las mujeres en la Iglesia necesita ser más valorado; en el ámbito de la eclesiología, se requiere también revisar los carismas y los ministerios. ¿No da que pensar el hecho que, en nuestros días, se plantee una y otra vez con insistencia el diaconado femenino y el papa Francisco haya aceptado reabrir una comisión para su estudio?150.

Una eclesiología inclusiva invita a profundizar la vocación, misión y corresponsabilidad de las mujeres en la vida de la Iglesia151, requiere plantear la vocación a la santidad también desde las mutuas relaciones y desde los carismas y ministerios específicos de mujeres y varones. Si en estos cincuenta años se ha confirmado que las aspiraciones de vida plena de las mujeres representan un signo de los tiempos152, la reforma de la Iglesia reclama una respuesta de todos los bautizados para profundizar en la igual dignidad y el reconocimiento de los diferentes carismas y ministerios al servicio de la comunión evangelizadora. La dignidad de las mujeres, sostenida sin vacilaciones en la enseñanza conciliar, exige una acogida real de su subjetividad bautismal y constituye un desafío central de reforma para cada forma de vida cristiana llamada a vivir el compañerismo en la Iglesia153. En otras palabras, creo que puede decirse con razón que la eclesiología feminista constituye una respuesta a la cuestión de la/s mujer/es como signo de los tiempos, por cuanto que en ella la subjetividad bautismal se manifiesta como una subjetividad teológica con capacidad de reforma inclusiva. ¿No debería importarle mucho más a la Iglesia y a la academia conocer «a fondo» el camino por ella recorrido?

IV. ALGUNAS REFLEXIONES CONCLUSIVAS PARA SEGUIR PENSANDO…

El significado de una eclesiología inclusiva puede esclarecerse, en sus fundamentos, a partir del acontecimiento y los textos conciliares. La profecía de una reforma inclusiva de la Iglesia es parte de una recepción inconclusa, pero está siendo explorada por parte de la eclesiología hecha por mujeres. ¿Podremos dar pasos en una reforma eclesial que reconozca la plena dignidad de las mujeres, si no valoramos la subjetividad teológica de las mujeres en la Iglesia? 154.

• Afirmar la nulla inaequalitas supone reconocer una tradición androcéntrica. Comparto con Hervé Legrand la conveniencia de mirar la relación entre varones y mujeres en un «tiempo largo», la Iglesia de Occidente, para considerar la dificultad androcéntrica de la tradición cristiana155. Las dimensiones implicadas en textos bíblicos como Gn 1,27 o Gál 3,28, que se refieren a la igualdad entre el varón y la mujer, ilustran la ambigüedad de nuestra herencia bíblica y patrística y los desafíos de relectura emergentes. El autor abre una perspectiva muy interesante al situar el planteamiento del tema en relación con la realidad compleja divino-humana de la Iglesia descripta en Lumen gentium 8a, lo cual implica asumir el trasfondo antropológico de la Iglesia.

• La irrupción de las mujeres en la Iglesia del Concilio Vaticano II. El evento y los textos conciliares en su relación con la mujer constituyen un resultado de la creciente participación de las mujeres en la sociedad y la Iglesia desde finales del siglo XIX. Que Juan XXIII afirmara la realidad de la mujer como un signo de los tiempos tiene que ver con esta evolución epocal y marca el momento de una inflexión en la historia que ya no tiene retorno156. Entre tanto, el camino que ha comenzado resulta arduo y expresa un nivel del problema que Mercedes Navarro ha llamado «catacumbal», es decir, de sobrevivencia o resistencia; el otro nivel es el «patente», de la visibilidad histórica que las mujeres —sobre todo teólogas— van ganando al tomar la palabra157.

• La teología de la/s mujer/es: un caso crucial de la recepción. En el ámbito de la recepción conciliar, el historiador Massimo Faggioli reconoce la teología de la liberación y la teología feminista como corrientes destacadas, aunque admite el «confinamento» de la segunda forma de hacer teología158. En cuanto al tema de la mujer en el Concilio Vaticano II, Faggioli prefiere considerar el Concilio y el posconcilio como un binomio, por sostener que: 1. la teología de la mujer no aparece en el texto o letra; 2. pero sí en el posconcilio o espíritu en cuanto fruto de un nuevo modo de hacer teología y de ser Iglesia. Comparto con él que la teología de la mujer es un caso crucial de recepción o el caso de recepción conciliar159, pero no coincido en considerarla ausente del texto; un caso semejante sería la brevedad del tema de los pobres en Lumen gentium, que sin embargo es la expresión textual de un tema emergente que luego se abrirá cauce en la recepción (latinoamericana) desde el acontecimiento y los textos conciliares.

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