La racionalidad ampliada: nuevos horizontes de la fenomenología y la hermenéutica

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Según Maturana y Varela, un sistema es la dinámica de interacciones y relaciones que distingue un conjunto de elementos, mientras que una estructura es la configuración material y particular de dicha dinámica. La emergencia del sistema y la estructura no puede ser prevista por un observador, ya que el observador solo puede entender la coherencia de una estructura solo cuando ya está formada. Así, un observador percibe el fenómeno de lo vivo como espontaneidad y como resultado de un determinismo estructural en el cual, una vez surgido el sistema, sus propiedades como todo ya no son deducibles de las propiedades de sus componentes. Según ellos, la espontaneidad de la emergencia de los sistemas es una prueba de que no hay una dimensión de intencionalidad o finalidad en su constitución, y que estas nociones solo pertenecen al ámbito reflexivo del observador210.

En síntesis, inicialmente, para Maturana y Varela, la finalidad es innecesaria para comprender la organización de lo vivo. Muchos intentos de explicar el funcionamiento de los sistemas vivientes señalan que estos se comportan como si su organización estuviese orientada a una finalidad, dotada de un plan interno que es realizado por su estructura. Así, por ejemplo, en la ontogenia, se considera que en el estado adulto el individuo desarrolla todas sus posibilidades delimitadas en un plan innato que lo determina con relación a su ambiente, mientras que, en la filogenia, la conservación del individuo está supeditada a la de la especie. En ambos casos, pareciera que existe un propósito detrás de las determinaciones que cobran las estructuras de los seres vivientes211.

Sin embargo, según Thompson, una dificultad adicional para defender que los organismos vivientes son máquinas reside en una diferencia en sus estructuras. Si bien las máquinas y los sistemas autopoiéticos están condicionados estructuralmente, no lo están del mismo modo. Ciertamente, las máquinas funcionan como unidades y poseen una estructura que les permite realizar ciertas tareas, es decir, están supeditadas al espacio de interacciones posibles al que su estructura las constriñe. Hay que reconocer que esto también sucede con los organismos vivientes, pero de un modo distinto. Al referirse a tal condicionamiento de estos organismos como acoplamiento estructural con el entorno, se está afirmando que, aunque estos son dependientes en su génesis de la dinámica de sus componentes, los organismos son autónomos en el sentido de que sus interacciones no están predeterminadas por sus componentes. Son estructuras abiertas, es decir, sujetas a cambios estructurales, mientras que ninguna máquina es capaz de alterar sus propios componentes en un proceso adaptativo de forma autónoma. Esta cualidad es exclusiva de los organismos vivientes que están condicionados, pero no determinados, por su estructura, ya que las interacciones entre sus componentes y el entorno generan nuevas estructuras. Este carácter “social” no ocurre en las máquinas, cuyas posibilidades de variación están dadas de antemano por su condicionamiento estructural.

De lo anterior se desprende que comprender un organismo viviente como máquina resulta problemático, ya que las máquinas no poseen finalidad y es plausible que los organismos vivos sí respondan a una finalidad inmanente; prueba de ello es que se autoproducen y conservan. Otro de los problemas de comprenderlos como máquinas estriba en su carácter espontáneo y autónomo. Ciertamente, en 1980, Maturana y Varela argumentan que por esta razón los seres vivos no responden a una finalidad. Empero, como Thompson señala, esta argumentación es válida solo para una finalidad extrínseca. Más aún, ninguno de los autores tomó en cuenta que la autonomía es, en cierto modo, equivalente a la finalidad inmanente; cayendo así en una confusión de términos y olvidando un elemento presupuesto en su explicación.

Cabe acotar que, en ulteriores trabajos, Varela ha marcado distancia de esta formulación original. De hecho, en un ensayo tardío que fue publicado un año después de su muerte en el 2001, reconsidera la pertinencia de la noción kantiana de teleología inmanente para caracterizar el comportamiento de los organismos vivos. Esta noción resulta pertinente porque se la puede reconocer en la identidad de los seres vivientes y en el sense-making, que es un concepto ulterior de las investigaciones de Varela vinculado con el problema del significado en los organismos vivientes y la intencionalidad en los organismos vivientes212.

§ 3. La intencionalidad como característica de los sistemas autopoiéticos

A continuación, sostendré que el acoplamiento estructural, es decir, la capacidad que los organismos vivientes poseen de autoproducirse como sistemas en las interacciones con sus entornos, puede ser entendido como la intencionalidad de los organismos vivientes. Mi argumentación seguirá la siguiente ruta: en primer lugar, explicaré el concepto fenomenológico de intencionalidad, entendido como constitución de sentido, y como posicionamiento en un mundo significativo. En segundo lugar, justificaré que estas consideraciones son extensibles a los organismos vivientes y, además, que integran a la finalidad inmanente en un contexto explicativo más amplio.

El sentido original de la intencionalidad es el de ser conciencia-de algo213. Se entiende aquí que la naturaleza de la actividad consciente apunta fuera de sí o está dirigida a constituir un sentido. De forma análoga, la conciencia, como autoconciencia, tiene la capacidad de comprenderse a sí misma. La intencionalidad consciente supone, entonces, la referencia a un objeto desde un sujeto autoconsciente; sin embargo, esta es solo una de sus modalidades y supone la capacidad de representar, valorar, decidir y actuar.

Una profundización de la noción de intencionalidad revela más bien que ella no se restringe a los procesos mentales intencionales conscientes214. El propio Husserl profundizó su sentido con la fenomenología genética y generativa215, revelando su raigambre mundano-vital, sensible, pasiva, pre-objetivante y pre-egológica216. Luego, Heidegger consideró que la intencionalidad puramente teorética no da cuenta del modo de ser propio de la subjetividad217, pues es insuficiente para comprender la existencia humana como estar-en-el-mundo y en interacción cotidiana con él. En otras palabras, el Dasein está de antemano arrojado a un mundo, que constituye su horizonte de sentidos, con el cual interactúa y a partir del cual se interpreta a sí mismo. Estar en el mundo es, pues, diferente de meramente representarlo, ya que la subjetividad está acoplada estructuralmente a dicho entorno. Siguiendo esta línea, Levinas señala lo siguiente:

La actividad trascendental no consiste en reflejar un contenido, ni en la producción de un ser pensado. La constitución del objeto se sitúa en un “mundo” pre-predicativo que, sin embargo, el sujeto constituye; inversamente, estar en el mundo no es otra cosa que la espontaneidad de un sujeto constituyente, sin la cual estar en el mundo habría sido simple pertenencia de una parte a un todo y el sujeto simple resultado de un elemento218.

El mundo es, entonces, el horizonte de sentidos no tematizados en el que se basa toda actividad. Ahora bien, resulta esclarecedor que sobre este punto Heidegger sostenga que “la piedra es sin mundo” (Weltlos), “el animal es pobre de mundo” (Weltarm) y “el hombre configura mundo” (Weltbild)219. Es decir, que el criterio que permite distinguir lo vivo de lo no vivo es la pertenencia a un mundo220. Que la piedra carezca de mundo es una observación en primera persona que se hace al comparar la relación de esta con su entorno respecto de la que nosotros tenemos con el nuestro221. Desde otra perspectiva, la piedra carece de mundo porque no se irrita, es decir, no configura cambios estructurales en sí a partir de las influencias de un entorno; en ese sentido, es indiferenciable de su entorno; mejor dicho, no tiene entorno.

Por extensión, el animal o la ameba, en sus respectivas “pobrezas” sí tienen una relación con un mundo que merece ser comentada. La pobreza no significa ausencia de mundo, que es el caso de la roca, ni tampoco que el mundo animal sea menos complejo que el humano222, sino escasez en el sentido en que:

(…) el mundo de todo animal singular no solo está limitado en su alcance, sino también en el modo de la penetrabilidad en aquello que es accesible al animal. La abeja obrera conoce las flores que visita, su color y aroma, pero no conoce los pistilos de estas flores en tanto que pistilos, no conoce las raíces de las plantas, no conoce tal cosa como el número de los pistilos y las hojas223.

Es interesante que Heidegger señale a la incapacidad de reconocer el en tanto que de la intencionalidad activa y consciente en el animal como causa de su escasez de mundo. Es esto, según él, lo que hace del mundo humano un horizonte abierto de sentidos y posibilidades. Sin embargo, ¿es acaso estático el mundo del animal? Por el contrario, ¿acaso no son evidentes las variaciones en el acoplamiento del animal con su entorno? En otras palabras, ¿es la intencionalidad activa y consciente la única encargada de las variaciones y sedimentaciones de sentido? En todo caso, si el criterio es este, entonces el animal es pobre de mundo; no obstante, tanto el hombre como los demás animales viven en un entorno que les es significativo y con el que mantienen una relación que es abierta, como será explicado luego.

La hipótesis que sostengo aquí es que, si los organismos vivos tienen un mundo, tal como lo propone la teoría de la autopoiesis con la idea de acoplamiento estructural del organismo con el entorno, entonces ser vivo es ser intencional, o vivir equivale a autoconstituirse en un mundo que es significativo como medio de vida. Esto no significa que los organismos sean intencionales del modo en que lo es el ser humano, ya que las significaciones no son reconocidas ni por los animales ni por los demás organismos como tales. En este contexto, resulta necesario aclarar qué puede entenderse por “constitución de sentido” en un nivel no consciente, con el fin de evaluar la legitimidad de este concepto fenomenológico.

 

La constitución de sentido se realiza en un mundo que soporta y afecta al organismo. En este contexto, el análisis trascendental de la sensación que hace Levinas es esclarecedor: «La corporeidad de la conciencia circunscribe exactamente la participación de la conciencia en el mundo que esta constituye; pero esta corporeidad se produce en la sensación»224. La sensación, sin ser una representación ni vivirse como conciencia-de, es la condición, como suelo y base, de la vida consciente. En las sensaciones como el dolor, el placer, la fatiga o el cansancio, «el cuerpo hace acto de presencia»225. Levinas pone como ejemplo “el calor del objeto que se siente en la mano” o “el frío del ambiente en los pies” que no tienen ni la estructura sentir-sentido o sujeto-objeto, pues se tratan de intencionalidades en las que el cuerpo no está separado de aquello que lo trasciende, es decir, en la que hay un acoplamiento entre el organismo y su mundo. En este contexto, el organismo se experimenta como cuerpo viviente que es sujeto de perturbaciones. Ser un organismo, estar encarnado, significa que la constitución de sentido, es decir, de una relación significativa con la trascendencia, arranca en la materialidad más básica de la vida sensible, de ahí que Levinas considere la encarnación como la significación primitiva226. Ser encarnado consiste en autoreferirse en el mundo, es decir, formar parte de él —por ser en un cuerpo— y distinguirse de él por ser un cuerpo que se posiciona en el mundo.

Así, la vida consciente emerge de la relación no-consciente con el mundo, vivida corporalmente, es decir, la constitución de sentido a nivel consciente y activo depende de una constitución más primigenia, en la que la significatividad descansa en el acoplamiento del organismo al entorno. Esta interpretación de la significatividad sigue la línea de la fenomenología genética desde Husserl. Barbaras, en el mismo sentido, sostiene que la

(…) vida es más que un simple movimiento, pero menos que la experiencia pura. Es, en cierto sentido, una experiencia que está previamente unida a una anticipación o un movimiento que revela su propio objeto. Lo que es propio del objeto de esta vida qua movimiento es que su sentido (…) solamente es dado como dirección; asume su estatuto originario de sentido, más primordial incluso que la división entre significado y dirección227.

Es posible, entonces, entender la constitución de sentido como una direccionalidad elemental del organismo en relación con su mundo, gracias a la cual este se posiciona o sitúa en aquel. Siguiendo la teoría de la autopoiesis, aquí la llamo “acoplamiento estructural”, porque esta direccionalidad es un proceso abierto y dinámico en el que tanto el organismo como su entorno son transformados. Puede apreciarse la oposición de esta perspectiva a la escasez de mundo que Heidegger señala como característica del animal y, por extensión, de otros organismos vivientes no-conscientes. Este acoplamiento depende, en última instancia, de la sensibilidad como capacidad de irritarse, gracias a la cual el organismo puede percibir lo que le es trascendente a nivel de cuerpo propio y responder ante ello mediante cambios estructurales.

La intencionalidad transitiva, como explicaré a continuación, puede ser extensible a todo organismo viviente. Para sostener esto me baso en Dan Zahavi, quien destaca que el análisis trascendental de la intencionalidad no es solo válido para el ser humano consciente ni se refiere a las condiciones empíricas necesarias que permiten que el homo sapiens sea consciente. En cuanto a la vida humana consciente, la intencionalidad se refiere a la estructura y función trascendental de dar sentido y validez, es decir, a cuestiones epistemológicas, y no a su base o sustrato biológico (fisiológico o neurológico)228. Dado que las estructuras trascendentales de la intencionalidad son irreductibles a las condiciones fisiológicas del ser humano, sostengo que ellas también pueden extenderse a otros seres vivos con condiciones fisiológicas distintas (incluso carentes de cerebro y sistemas nerviosos). Así, por ejemplo, la idea de posicionarse en un mundo o de tener un mundo circundante es bastante aceptada desde los trabajos en biología de Jakob von Uexküll229. Lo contrario, más bien, no tiene mucho sentido: por ejemplo, afirmar que una ameba puede ser capaz de una “intuición categorial”. En todo caso, la extensión de los conceptos fenomenológicos a ámbitos científicos es una tarea que supone la colaboración interdisciplinar. Cabe añadir que muchos de los procesos mentales que causan comportamientos en organismos (incluso en seres vivos conscientes) son, en su mayoría, fenómenos no-conscientes. En suma, se puede sostener que la intencionalidad no es una estructura exclusivamente relativa a la vida consciente del ser humano. Pero hay quienes todavía se aferran a una interpretación exclusivamente activa-consciente de la intencionalidad.

Este es el caso de John Searle, quien sigue comprendiendo a la intencionalidad como conciencia explícita de algo. Habría que aclarar que no la comprende en su acepción fenomenológica de constitución de sentido. Como he destacado, la fenomenología reconoce intencionalidades que no son explícitamente conscientes, sin por ello ser menos intencionales. En todo caso, Searle alega que al menos deben ser potencialmente conscientes230. El problema en juego aquí es si la intencionalidad es género o especie de la conciencia entendida solo de modo activo; si fuera así, no podría ser extensible a todo organismo viviente. En cambio, si la conciencia fuese sólo activa, consciente sensu stricto, y no tuviera su génesis y arraigo en una dimensión preconsciente e inconsciente, entonces la intencionalidad no podría pertenecer a otras especies vivientes, al ámbito pasivo y a lo potencialmente consciente.

En suma, Searle no se percata de que hay vivencias intencionales en las que no se distingue claramente el sujeto y el objeto, sino que funcionan de forma similar al acoplamiento estructural —la unidad entre el organismo y su entorno— y que no corresponden a la especie “conciencia explícita de algo”. Por ejemplo, al tocar un objeto caliente, uno no vive el dolor de esta experiencia como conciencia del dolor, sino como irritación y malestar corporal. La conciencia no es relevante aquí porque el dolor es vivido, ya sea que lo experimente un adulto, un niño que no ha aprendido a hablar, o un animal. Sin embargo, en cualquiera de estos escenarios, el dolor comporta una respuesta intencional. La sensación de dolor que produce el exceso de calor motiva la respuesta corporal del alejamiento, sin que esto sea conciencia reflexiva, en el caso del ser humano, ni conciencia potencialmente reflexiva, lo que es imposible en el caso del animal. Así, la irritación que motiva una respuesta, como el alejamiento o la huida ante lo doloroso, es una respuesta corporal independiente de la conciencia que resulta extensible a los animales. Esto no lo hace la piedra, que no puede ser perturbada ante el mundo porque carece de sensaciones térmicas, vinculadas a la posesión de un sistema nervioso. Lo que se está negando aquí es que sentir la quemazón sea formarse una representación del calor, aun cuando, tanto en el sentir como en el representar, haya un movimiento valorativo que, en el caso del sentir, es la direccionalidad aludida en la anterior cita de Barbaras.

Otro aspecto de la intencionalidad así entendida es su carácter posicional. En De la existencia al existente, uno de los primeros escritos fenomenológicos de Levinas, él utiliza el término posicionamiento para referirse a esta clase de intencionalidad situada al nivel del cuerpo orgánico231. Su idea es que la subjetividad, antes de toda conciencia y reflexión, se encuentra situada o localizada en un sentido originario, es decir, «la localización de la conciencia no es subjetiva, sino la subjetivación del sujeto»232. La forma misma del individuo supone su relación con un mundo en el que este se sitúa. Ser un cuerpo significa, entonces, tener el mundo como referente. Ser parte y, a la vez, distinguirse del mundo que, «antes de ser un espacio geométrico, antes de ser el ambiente concreto del mundo heideggeriano, es una base»233. El mundo circundante heideggeriano, de lo que está “a la mano”, es menos originario que el entorno que soporta a la vida consciente; en este, la distinción entre el organismo y el entorno no se da a nivel representativo, sino a nivel sensible, como en el ejemplo del dolor.

Considero, en consecuencia, que la localización o posicionamiento intencional es una propiedad extensible a los organismos en general. Michael Marder, por ejemplo, utiliza esta idea para referirse al comportamiento vegetal. De acuerdo con él, los organismos vegetales poseen una «intencionalidad sin-conciencia»234. Según Levinas, la intencionalidad es el carácter autorreferencial de la subjetividad que consiste en que, al abrirse a una trascendencia, por ejemplo, a un entorno, persevera en su ser propio y se autoconstituye como una inmanencia235. Esto es ligeramente distinto de la propuesta de Marder, ya que, para él, los organismos vegetales poseen una “intencionalidad no-consciente”; en ese sentido, se abren a una trascendencia, pero en lugar de solamente perseverar en su ser propio, este movimiento es en ellos una inmersión en su medio, “se funden” en él, «proliferando sin la intervención de representaciones conscientes»236. La trascendencia aquí aludida es la alteridad del mundo, distinta y anterior a la distinción entre el yo y el otro237. La alteridad propia de los organismos vegetales sería el medio en el que emergen como individualidades. Este punto resulta crucial para mi argumentación, por lo siguiente: aun cuando se comprenda la intencionalidad como autorreferencia, la intencionalidad siempre es relación con una exterioridad. Considerando esto, la peculiaridad de la intencionalidad de los organismos vivos es que tienen como correlato a sus entornos, a aquellos elementos que no forman parte de su dinámica interna y con los que, empero, interactúa.

§ 4. Conclusión

A manera de conclusión, quisiera trazar algunas líneas directrices para el diálogo entre la teoría de la autopoiesis y el concepto fenomenológico de intencionalidad. En primer lugar, el valor del concepto de intencionalidad, que supone una finalidad inmanente, reside en que da cuenta del carácter abierto del organismo y de su interacción con un entorno que, si bien lo constriñe, no le impide realizar actos espontáneos de constitución de sentido. La relación con un entorno, que se ha descrito como acoplamiento estructural, no forma parte constitutiva del concepto de finalidad inmanente, de ahí la necesidad del concepto de intencionalidad como alternativa teórica a ella. La intencionalidad, precisamente, no solo supone una finalidad inmanente, sino que se revela también como acoplamiento estructural —en el sentido de una autoconstitución y una constitución de mundo. Finalmente, a la luz de este concepto, la autopoiesis de los organismos vivientes se representa como el hecho de que sus posibilidades de variación están supeditadas por un espacio de interacciones, lo cual equivale a su estar localizados, y que, a la vez, corresponde con el concepto fenomenológico de posicionamiento.

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