Jorge Semprún

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Bibliografía

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Una vida entre fronteras

Felipe Nieto (UNED)

No habría mejor metáfora para caracterizar la escritura y la vida de Jorge Semprún que el lema propuesto para este encuentro, Pensar las fronteras. Pues toda su vida, desde la adolescencia al menos, hasta el último momento, ha tenido a la frontera como una referencia inseparable, podríamos decir incluso, como una marca, como un rasgo de su carácter. Esas fronteras, en plural, han tenido ciertamente significados diferentes, variables según épocas que habrán de ir surgiendo, y los estudiaremos, espero, a lo largo de las sesiones de este simposio. En torno a las fronteras, en los territorios acá y allá de cada frontera, sea esta un punto de separación o un punto de encuentro, tiene lugar buena parte de la peripecia vital sempruniana, ya atravesando muros y abriendo caminos o estableciendo puentes, ya ensanchando espacios que comprendan la riqueza y diversidad del mundo transfronterizo e interfronterizo.

Pensar las fronteras en Semprún es pensar en quién es Jorge Semprún.

La frontera del exilio

Una tarde de finales de septiembre de 1936, la familia Semprún en pleno –es decir, el cabeza de familia, José María Semprún Gurrea, su segunda esposa, la suiza Annete Litschi, y sus siete hijos, de los cuales Jorge ocupaba el cuarto lugar–, subió a bordo del barco bacaladero Galerna, transformado por las circunstancias de la guerra civil por el gobierno vasco en un buque correo destinado a unir regularmente las ciudades de Bilbao y Bayona, en territorio francés. Unos meses antes, el 17 de julio, se había sublevado la guarnición del ejército español en Canarias contra el gobierno de la República Española y al día siguiente habían hecho lo propio diversas unidades militares en todo el territorio peninsular, si bien el intento insurreccional fracasó en las ciudades y plazas más importantes como Madrid y Barcelona. En consecuencia, a partir del 19 de julio, comenzó una guerra civil entre las dos partes en que quedó dividida España.

La familia Semprún pasaba las largas vacaciones de verano en la villa marinera vasca de Lequeitio (Vizcaya), costumbre repetida desde que la muerte de la primera esposa de José María Semprún, Susana Maura, la madre de Jorge, indujera al padre de familia a renunciar a los tradicionales veraneos en Santander, donde acostumbraba a viajar desde muchos años atrás, acompañando a su suegro, el político y académico Antonio Maura.

El norte de España se había mantenido en la zona «leal» a la República, si bien, atacada desde el principio desde Navarra, al este, esta zona iba viendo reducido poco a poco su territorio, primero con la pérdida de Irún, punto clave que facilitó el cierre de frontera con Francia, y después con la de la ciudad de San Sebastián, desde donde los sublevados continuarían la ofensiva hacia el oeste. En agosto, Jorge Semprún lo recuerda (Sol: 7–9; LV: 239), el frente se percibía cercano a Lequeitio. Ecos nítidos de los combates llegaban a la villa que se preparaba para resistir una invasión inminente. Desde la puerta de su casa, observaba la barricada en la carretera, al otro lado del puente, y con sus hermanos alentaba a los voluntarios defensores. Con las comunicaciones cortadas con Madrid y presa de la impotencia, Semprún Gurrea dispuso la salida de la familia hacia Francia, con el objetivo de alcanzar España desde otro punto fronterizo, desde Cataluña probablemente, como muchos hicieron a lo largo de la guerra civil. No sería el caso. La familia Semprún como tal nunca volvió a España.

Se puede decir que el día de la arribada a Bayona, el 23 de septiembre de 1936, de una forma tan poco heroica, Jorge Semprún, que no había cumplido los 13 años, franqueó –provisionalmente todavía– las puertas del exilio, cosa que por lo demás sucedió a muchos españoles que emprendieron idéntico viaje involuntario a consecuencia de aquella despiadada guerra que a tantos españoles llevó al abandono irreversible de España.1

El cruce de la frontera, por más que fuera menos perceptible al hacerlo por vía marítima, no pudo ser más decepcionante y amargo para él. No solo quedaba atrás todo lo que había sido su mundo y su vida hasta esos momentos, arrebatado de golpe, sino que enfrente, a la entrada en lo desconocido, en un país de lengua y gentes extrañas, se encontró con las miradas de desprecio, de rechazo y hostilidad lanzadas a quienes –como la familia Semprún– por primera vez se veían tachados de «rojos», españoles vencidos por el ejército «nacional». La primera experiencia de una frontera no pudo ser más adversa.

La toma de conciencia de lo que pudo significar esa herida injusta e injustificada, el trauma del primer cruce de frontera, sería un estímulo para que Semprún se propusiera combatir y hacer desaparecer, para sí y para los más, las razones por las que se erigían barreras divisorias, fronteras que encerraban pueblos enteros a merced de sus autoerigidos guardianes. Sería necesario buscar una nueva semántica de la frontera.

Por lo pronto, lo que para la familia Semprún fue un comienzo circunstancial, se convertiría poco después en una costumbre, en un ritual, igualmente involuntario. El Ministro de Estado del gobierno republicano, Julio Álvarez del Vayo, nombró a José María Semprún representante diplomático de la República, concretamente jefe de misión en la embajada de La Haya. En compañía de su familia, el joven Semprún comenzó uno de esos peregrinajes a los que la vida le acostumbraría años después. De Francia a Suiza, de aquí a París y finalmente a los Países Bajos. Cuando la derrota republicana estaba a punto de consumarse, en febrero de 1939, la familia Semprún se instaló provisionalmente en París, esta vez ya desunida, con sus miembros repartidos por diferentes residencias. Como recordaría Jorge años después, parafraseando a Karl Marx, para todos ellos, ahora sí, comenzaba indefectiblemente «die schlaflose Nacht des Exils», «la noche sin sueño del exilio»,2 sin un final previsible en el horizonte. Después de haber atravesado diversas fronteras y franqueado nuevos territorios, no podría evitar sentirse siempre fuera, expulsado, arrancado de su casa y de su mundo, involuntariamente radicado en el otro lado. Una cierta sensación de desarraigo que nunca le abandonaría se apoderó de Jorge Semprún desde estos años.

La frontera de la clandestinidad

Un joven como Semprún, convertido a marchas forzadas en adulto, no tardaría en rebelarse contra una realidad que le situaba del lado de los humillados y ofendidos. Había que revertir esa situación inaceptable con rapidez. Para empezar, Semprún se afrancesó, es decir, hizo suya la cultura francesa como modo de borrar toda huella que le delatara como extranjero marcado por el sello de la derrota y el exilio. El expatriado político español adquirió la patria de la lengua y la cultura francesas. Inmediatamente después, a punto de cumplir 20 años, se integraría de lleno en la lucha internacional contra el fascismo, primero en la guerrilla francesa contra los nazis, lo que le reportaría detención, tortura y deportación, y después en la lucha contra la dictadura franquista.

Semprún siempre quiso llevar a cabo este combate desde el interior de España. Para ello había que penetrar en la fortaleza fascista española e intentar destruirla desde dentro. Había que saltar la frontera, burlarla, por los medios que fuera. Desde el comienzo de la aventura clandestina en España hay en Jorge Semprún una voluntad explícita de cambiar el destino impuesto, de modificar el sentido de aquel cruce de frontera primigenio en 1936.

 

De ahí que el primer retorno a España sirviera, entre otros objetivos, para poner las cosas en su sitio natural. Le habían «separado de la infancia, de los olores y de los nombres de la infancia» (Des: 170), pero ahora, al cruzar clandestinamente la frontera y volver a España, aquel «recuerdo infantil… quedaba conjurado» (AD: 100). A partir de este momento, tras diecisiete años de exilio, las cosas volverían a tener sentido, el sentido original, España sería «lo de dentro, el interior de mi vida» y lo demás «no sería más que el exterior» (Des: 171). De forma ilegal pero decidida, Semprún recuperaba el derecho a entrar y habitar en su país de origen. Al tiempo, hacía ver que ninguna frontera, que ninguna barrera política o militar, autoritaria en cualquier caso, podría interponerse en su vida, o al menos, haría cuanto estuviera en su mano para que no se interpusiera.

Semprún entró por primera vez clandestinamente en España en el mes de mayo de 1953, por la frontera de Cataluña, en tren, concretamente por el paso de Port Bou. No había cumplido los treinta años. No puede dar muchos detalles personales ni ambientales de ese primer momento. Era preciso extremar las precauciones, escribe en el informe al partido, «en el paso de la frontera no se puede uno fijar en nada; hay que concentrar toda la atención para ser, con la mayor naturalidad posible, un turista francés entre tantos» (s. a.: 61). No obstante, Semprún, desde este primer retorno a España, relativizó los riesgos de viajes como los suyos, siempre, naturalmente, que se supiera tomar las debidas medidas de seguridad. La suavización de los controles fronterizos y el comienzo del turismo francés hacia España permitían a los clandestinos pasar desapercibidos entre el resto de viajeros. En poco se parecía esta situación a la de los años cuarenta, cuando los correos, los emisarios clandestinos o los fugitivos se veían obligados a cruzar a pie la frontera en uno u otro sentido a través de las montañas pirenaicas.

Durante diez años estuvo Semprún atravesando la frontera con documentación falsa, perfectamente falsificada por el artista o genial falsificador Domingo Malagón (MVC: 62–63; E/V: 264; ES: 62). Lo haría siempre por el paso que unía o separaba España de Francia a través del País Vasco, por la carretera de Irún a Hendaya, con el río Bidasoa como frontera natural. Como recuerda años después Semprún, «lo cruzaría decenas de veces, y bajo toda clase de falsas identidades, a partir de 1953. Pero era yo, bajo todos esos disfraces: yo mismo, el mismo rojo que nunca he dejado de ser. El que era ya a los dieciséis años» (ALV: 211). Con el tiempo se diría que él mismo se hizo un artista en el burlar la vigilancia de la policía franquista. Las formalidades aduaneras se convirtieron poco menos que en una rutina. La llegada a Bayona en tren desde París, la preparación de los falsos documentos, el viaje en automóvil conducido por algún camarada francés en el papel de turista, los minutos de tensión contenida ante el control policial, la orden de paso y la alegría por el paso exitoso y por la vuelta al país, una vez más sin contratiempo.

Este territorio fronterizo entre los dos países de los que Semprún sentía formar parte, sin renuncia a ninguno de los dos, por más que la barrera política los separara y obligara con frecuencia a vivir de espaldas, se convertiría con los años, por mor de aquellos viajes y aquellas emociones contenidas en torno a la frontera, en territorio inseparable en la vida y en la, digamos, transvida de Semprún. Cuando las circunstancias políticas cambiaran y la frontera adquiriera el carácter de espacio abierto único, propicio para el tráfico y el intercambio libres, Semprún lo elegiría como lugar señalado de reposo temporal o definitivo.

Las fronteras de Europa

En paralelo a este trasiego continuo por la frontera franco-española, Semprún, miembro del reducido núcleo de dirección del partido comunista de España desde 1956, desarrolló una dilatada actividad viajera entre el mundo capitalista occidental y los diversos países satélites del universo del socialismo real. En este caso, no se trataba de burlar una sola frontera. Se trataba de atravesar nada menos que el Telón de acero, una línea divisoria de paso infranqueable, mortífero realmente, que mantenía encerrados sin escapatoria a los habitantes de los países sometidos a la hegemonía soviética. Para los comunistas españoles procedentes del oeste, como Semprún, lo peligroso no era el salto de uno al otro lado, sino la necesidad de no dejar rastro alguno con el que poner en alerta a las policías curiosas de todos los países, empezando por la española, en alguna ocasión, por cierto, infiltrada en la cúspide de la organización comunista, con resultados fatales, como la detención de numerosos militantes, entre ellos, uno de los más conocidos, el escritor Luis Goytisolo, detenido a los pocos días de volver del VI congreso del PCE, celebrado en Praga a finales de 1959. Además aquí entramos en el mundo de la Guerra Fría, el de los agentes secretos y los espías, realidad con matices novelescos, cuyos modos y maneras los dirigentes comunistas se veían obligados a adoptar necesariamente en sus desplazamientos.

Semprún cumplió distintas misiones en estos viajes. Una vez había que hablar con Pasionaria en Praga y Bucarest, otras veces había que asistir a las reuniones de los órganos dirigentes del partido en Berlín Este, en otras ocasiones viajaba en compañía de su familia y de las de otros dirigentes comunistas españoles hacia el lugar de las vacaciones de verano, en las playas a orillas del Mar Negro, desde donde realizaría más de un desplazamiento a Moscú para alguna conversación de alto nivel en el Kremlin.

En todos estos viajes el procedimiento acostumbraba a ser el mismo. Provisto de documentación francesa falsa, Semprún salía del aeropuerto de París con destino a Zúrich. En esta ciudad suiza, mientras paseaba por su callejas y entraba en alguna librería en la que proveerse de alguna novedad literaria, disponía de tiempo suficiente para distraer posibles seguimientos interesados en saber el sentido de su viaje. Horas o algún día después, armado de otro pasaporte, en este caso correspondiente a un ciudadano proveniente de un país sudamericano, Argentina o Uruguay, pongamos por caso, tomaba un avión generalmente con rumbo a Praga, desde donde se circulaba entre los diversos países socialistas con la protección de los aparatos de seguridad de estos países, pero también con el seguimiento de los omnipresentes servicios secretos de esos mismos aparatos, interesados en los movimientos de sus protegidos hasta el detalle más nimio.

La práctica en el paso de fronteras, el vivir a caballo a uno y otro lado de las fronteras, ha debido ayudar a Semprún a relativizar el valor de estas barreras políticas que los regímenes tiránicos acostumbran a levantar para protegerse de hipotéticos peligros exteriores. Sin negar el daño que causan a los pueblos que pretenden proteger, en numerosas ocasiones estos obstáculos resultan frágiles e ineficaces, con flancos susceptibles de ser escamoteados. Por otra parte, Semprún aprendería a amar algunos de esos territorios separados y situados forzosamente al otro lado de la barrera, aprendería a amar a sus pueblos y a sumergirse en su legado cultural, en su caso de manera especial en el legado de Centroeuropa, con Praga como epicentro, uno de los pilares de la Europa nueva, de una Europa única, como sostendría muchos años después recordando sus accidentados viajes.

El lenguaje, patria sin fronteras

Al ser expulsado del partido y abandonar la aventura comunista profesional en 1965, Semprún recuperó su identidad personal, bajo un solo y único nombre, documentada con un solo pasaporte español y una carta de identidad de residente en Francia. Lo que no era incompatible con la persistencia de una cierta sensación de confusión acerca de su verdadero ser después de haber encarnado a distintos personajes (Montero 1977: 4–9) o cuando los recuerdos del pasado de dolor y muerte compartidos se hacían presentes en el sueño.

Cambió su profesión por la de escritor, predominantemente en lengua francesa, por ser esta la lengua en la que vivió la mayoría de las experiencias narradas y porque, después de El largo viaje (Le grand voyage, 1963), su primer libro, la España de la dictadura franquista seguía contando con una aduana en forma de censura que impedía la libre circulación de las ideas, y de su obra por tanto.

Desde los comienzos, pero con más razón a medida que fue adquiriendo volumen y densidad, la obra sempruniana fue resultando difícilmente clasificable. ¿Ficción, memoria, autobiografía, reflexión? ¿Y qué decir de las obras de teatro, los guiones cinematográficos, incluso la poesía, propia y ajena, que salpica continuamente sus páginas? No creo que resulte exagerado decir que con su práctica de escritor bilingüe, Semprún ha creado un mundo propio que desborda los géneros, allana las fronteras entre los mismos y sobrepasa la patria chica del idioma al que frecuentemente se ven reducidos. ¿A qué patria concretamente pertenece el escritor Semprún? Sin duda a la de la lengua o, mejor dicho, a la del lenguaje, como ha solido afirmar, ensanchando la afirmación de Thomas Mann:

Non, je ne dirais pas cela. De fait, quand j’écris en espagnol, je suis aussi dans ma patrie. J’ai trouvé une formule personnelle qui est un peu différente de celle de Thomas Mann, mais on ne peut pas faire ce jeu de mots dans toutes les langues: moi, je dis: «Ma patrie, c’est le langage» – non pas une langue en particulier, mais «le langage» en général. (LP: 31)

Una Europa única

Hay un espacio privilegiado en el que crece y vive la patria del lenguaje de Semprún. Se trata del territorio diverso y multilingüe que se encierra en Europa, al que Semprún ha contribuido a dotar de unidad y sentido libro a libro. Europa es hoy, después de siglos en los que alcanzó por un lado grandes niveles de civilidad y por otro desencadenó conflictos graves y devastadores con repercusión mundial, el continente que ha entrado, no sin dificultades, en la senda de la unidad política y de la cooperación pacífica entre sus pueblos. Semprún advirtió en ello una vía de esperanza y dedicó a ella sus esfuerzos en el último periodo de su vida.

Con el abandono del comunismo y con la consiguiente «liquidación definitiva de los residuos del leninismo en mi propio pensamiento» (PE: 26), Semprún pudo Pensar en Europa –título de otro de sus libros (2006)– libremente, hasta el punto de hacerse un militante de la causa de la unidad europea y de su constitución como entidad política única.

La idea de una Europa unida le viene a Semprún desde sus tiempos de Buchenwald. «D’une certaine façon, qui peut sembler paradoxale à première vue, c’est dans les camps nazis que s’est forgée la première ébauche d’un esprit européen» (HE: 96). En ese campo de concentración, Semprún tuvo la primera experiencia de una Europa única, plural y diversa, integrada por gentes de todas las nacionalidades de Europa, menos de la británica. La convivencia con las diferentes culturas y lenguas europeas fue también una escuela para el cosmopolita por formación que ya era Semprún. No solo se encontró allí con sus orígenes españoles aletargados, sino que inmerso en la multitud de pueblos diversos tuvo la primera experiencia viva de una cierta unidad europea. Le informaron de la conferencia que el filósofo Edmund Husserl dictó en Viena y en Praga en el año 1935: «La filosofía en la crisis de la humanidad europea». El padre de la fenomenología contemporánea plantea por primera vez varios temas que Semprún irá haciendo suyos a lo largo de los años: la idea de Europa como figura espiritual (una unidad espiritual europea), nacida del espíritu de la filosofía; también la necesidad de una supranacionalidad europea capaz de resistir a la barbarie totalitaria que la amenaza por esos años 30 mediante el heroísmo de la razón, lo que Semprún llamará la razón crítica y democrática.

Semprún recuerda nítidamente la emoción desbordada que se apoderó de todos los prisioneros de Buchenwald un domingo por la tarde cuando los altavoces del campo difundieron la chanson Melimontant, entonada a pleno pulmón y sin acompañamiento por el prisionero francés de nombre Widerman:

 

Une sorte de frémissement à peine perceptible, de halètement, de sourd sanglot de bonheur, a parcouru la foule des déportés. La plupart ne comprenaient pas la langue, certes : le sens exact des paroles leur échappait probablement. Mais c’était une chanson française, au rythme vif, entraînant, ça suffisait. Ainsi, soudain, pour ces milliers d’Européens de toute origine – des Russes, des Polonais, des Tchèques, des Hongrois, des Espagnols, des Néerlandais, tous les Européens étaient là, en somme, il ne manquait que les Anglais, bien sûr, pour cause de liberté insulaire –, pour ces milliers de déportés, dans leur immense majorité combattants des maquis et des mouvements de résistance, la chanson de Trenet a soudain symbolisé la liberté : son passé de joies et de combats, son proche avenir victorieux. (94–95)

Semprún experimentó aquí por primera vez la realidad compleja de Europa formada por tan diferentes pueblos, culturas, lenguas y tradiciones, una Europa entonces sin divisiones ni fracturas.

En esta idea ha venido insistiendo en el último periodo de su vida. Reconociendo esa diversidad europea, una de las bases de la riqueza de Europa, Semprún se opuso con fuerza a la persistencia de las visiones nacionales estrechas, a las visiones chovinistas de políticos y pueblos que pretendían resolver sus conflictos internos a costa de los intereses europeos, a costa de la profundización en la unidad europea, como fue el caso de Francia y Holanda, denunciado en el citado libro L’homme européen (2005).

Conviene recordarlo e insistir en ello, la Europa unida de Semprún se fundamenta en la razón democrática y carece de fronteras interiores nacionales: «La única frontera que establece la Unión Europea es la de la democracia y los Derechos Humanos», repite Semprún, haciéndose eco de la Declaración de Laeken de diciembre de 2001.