Historia crítica de la literatura chilena

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3. Los poemas

Revisaremos, en primer lugar, algunas de las opiniones críticas más reputadas respecto a nuestros poemas. Estas provienen de estudiosos españoles y chilenos, y sus valoraciones mezclan el juicio histórico con apreciaciones de tipo estético.

Comencemos diciendo que, en un sentido estricto, Diego Santistevan Osorio, con su Cuarta y quinta parte de La Araucana, fue el único auténtico continuador del poema de Ercilla. No fue sobresaliente en su propósito, porque a pesar de que logró que sus dos partes fueran agregadas al poema de don Alonso en una edición de 1735, la posteridad no le perdonó nunca el atrevimiento.

Refiriéndose a «los otros poetas que intentaron reanudar el hilo de la narración de Ercilla», comenta don Marcelino Menéndez y Pelayo en su Historia de la poesía hispanoamericana:

Fue de los primeros, y sin duda de los más infelices, D. Diego de Santistevan y Osorio, ingenio leonés, que al año siguiente de la publicación del Arauco en Lima, y, por supuesto, sin tener noticia de él, publicó una Cuarta y quinta parte de La Araucana, en que se prosigue y acaba la historia de D. Alonso de Ercilla, hasta la reducción del valle.

La cuarta parte tiene trece cantos y la quinta veinte; el autor nos informa que tenía «pocos años» y confiesa, además, con loable y verídica modestia que le faltaban caudal y arte. Lo más singular del caso es que apenas hay una palabra de verdad histórica en todo lo que relata (252-253).

Y más adelante:

Para que nada falte en esta insípida rapsodia, hay conjuros y magia, y una descripción del mundo y una historia de la conquista del Perú que ocupa nada menos que cinco cantos, todo con intervención de la diosa Belona y del sabio Zoroastro, que viene de la laguna Estigia a contar la conquista de Orán por el Cardenal Cisneros. Al fin el poeta se cansa de amontonar disparates sin orden ni concierto, y acaba por hacer que se suicide el imaginario Caupolicán 2º, que le había dado pie para tantos desvaríos. Lo pedestre y desmañado del estilo y de la versificación corre a parejas con la insensatez del plan (254).

Otros han sumado insulto a la obra del joven poeta. Dice Juan Bautista de Avalle-Arce en La épica colonial:

Como continuaciones directas de Ercilla se anuncian la Cuarta y quinta parte de La Araucana, en la que prosigue y acaba la historia de D. Alonso de Ercilla hasta la reducción del valle (Salamanca, Juan y Andrés Renaut 1597),

del ingenio leonés don Diego de Santistevan Osorio, cuyas infelices invenciones no tenían merecidas, por cierto, los elogios de Cervantes en el Canto de Calíope de su Galatea (1585), ni de Lope de Vega en su Arcadia (1598), en el palacio de la sabia Polinesta (libro V 43-44).

Escribe Cervantes en la Galatea, sin duda exagerando seriamente:

A Homero iguala si a escrebir intenta

y a tanto llega de su pluma el vuelo,

cuanto es verdad que a todos es notorio

el alto ingenio de don DIEGO OSORIO (564-565).

Por su parte, en Arcadia, Lope cuelga el retrato de don Diego de Santistevan Osorio en la galería de retratos de los grandes poetas, que el pastor Anfriso descubre, junto a otros ingenios de su tiempo.

Lo cierto es que, además de la truculenta trama, las partes añadidas por Santistevan representan, como señalábamos, un documento publicitario y un nudo ideológico. Junto a las invocaciones a Dios y a la Virgen («Vos Sacrosanta Virgen, cuia planta / Pisa el Cielo, de ardiente luz vestida») (64), se elogia a España y a la valerosa «gente militar que has producido» (65). Numerosos son los españoles a quienes nombra (catálogo épico), junto a sus hazañas, en tediosas listas y decenas de versos:

Bustamante, Paredes, i Mexia

Venir luego a las manos deseaban

Para mostrar la fuerça, i valentía,

Que sus pesados braços alcançaban

Querer Yo aquí contar la biçarría,

Que los tres bravos jovenes mostraban

Fuera, Señor, hacer mui grande suma,

Y mas de lo que va, larga la pluma.

Don Miguel de Velasco, i Maldonado

En el robusto oficio se exercitan,

Y el pecho a las Batallas aplicado,

Ensanchan, engrandecen, i habilitan:

Pues Ayala, i Villegas el Soldado

A los amigos de palabra incitan (11).

Las convenciones más habituales de la épica y las crónicas de la época se distribuyen por todo el poema. Nótese la consiguiente dedicatoria a Don Fernando Ruiz de Castro y Andrade, octavo conde de Lemos, Andrade y de Villalva, a quien ofrece su libro; y la comparación con los romanos, a quienes el valor de los españoles supera. Comienza en el prólogo con: «Grande fue la gloria, que los Romanos antiguos por las Armas alcançaron, pues vive en nuestros tiempos su memoria» (s/p); y en cada canto, el sistemático uso de la mitología clásica decora versos, exhibe erudición y genera autoridad. Esta serie de estrategias discursivas define el escenario en que el poeta conversa, si bien desde una posición subordinada, con las instancias de poder a las que quiere halagar y contribuye además, con su relato de hazañas y héroes, al engrandecimiento de la nación conquistadora y sus gobernantes.

La representación del indígena se hace también de estricto acuerdo a las formas establecidas por la tradición, que imponía la creación de un enemigo digno de ser enfrentado, con la fuerza y el valor suficiente para realzar el acto de la victoria española. Históricamente, la persistencia y el coraje de los araucanos están más que comprobados, también las justificadas razones de su resistencia; sin embargo, en paralelo a estos reconocimientos, se los degrada culturalmente construyendo la imagen de bárbaros sanguinarios, arrogantes, crueles, iracundos, pérfidos. En consecuencia, emerge sin obstáculos la dimensión religiosa, demostrando la superioridad del Dios cristiano, y se acredita la condena moral como legitimadora del exterminio. El canto XIX de la Quinta parte –donde el demonio guerrero Eponamón se queja «rabiando de dolor» de la derrota de los araucanos– es una muestra clara de la referida construcción en que se mezclan «espíritus ardientes infernales» con personajes de la mitología clásica –Marte a la cabeza– y del panteón cristiano –ángeles caídos y demonios–, para establecer una estrecha asociación de los combatientes indígenas con las figuras malignas de la cultura europea.

Acatando las reglas del género, Santistevan Osorio nos ofrece el infaltable episodio amoroso, que tiene como personaje central y narradora a Brancolda, «la bella bárbara afligida», que cuenta al capitán Reinoso sus amores con Talcapay, enviado al campo de batalla por un rival celoso y ofendido. Muerto su esposo a manos de los españoles, el capitán autoriza su entierro y deja a la joven en libertad para que vuelva a su tierra. Más tarde, clamando venganza, esta morirá de un flechazo batallando junto a la «gente araucana» contra los españoles en La Imperial. El episodio, además de ilustrar la generosidad del capitán Reinoso y el carácter vengativo de Brancolda, parece inspirarse tanto en leyendas griegas como en el Antiguo Testamento.

También, en la parte quinta, como lo advertía Menéndez y Pelayo, se dan noticias de pasados triunfos españoles. Interrumpiendo la narración que la india Guarponda hace de sus desgraciados amores con don Juan de Zaragoza, el poeta dedica dos cantos –VIII y IX– a la victoria de Orán (1509). Luego, los cantos que van del XIII al XVII, los dedica al descubrimiento y conquista del Perú, siguiendo malamente los saltos temporales e intercalaciones de La Araucana. Tal vez para validar su intento de agregar la obligatoria dimensión cronística al poema, integra a Ercilla como personaje en estas dos partes.

José Toribio Medina supone que Santistevan «acometió la empresa de continuar en su imaginación las aventuras que se encuentran esbozadas en La Araucana» (121-22).

No tuvo demasiado éxito en su empeño de producir ficción. Según el mismo Santistevan confiesa, en su poema «la historia va desnuda de arte» (487). Desde el punto de vista del valor histórico de las dos partes agregadas por Santistevan, dice Diego Barros Arana en el volumen II de la Historia general de Chile: «El origen de los errores (históricos) de Molina y de Pérez García es el haber dado crédito de historia a la continuación de La Araucana por Santistevan Osorio, poema pobrísimo bajo el aspecto literario y en que no hay un solo hecho verdadero. Al hablar más adelante de los historiadores de este primer período, tendremos ocasión de volver sobre este punto» (144).

Hay que considerar seriamente la conclusión que, desde la perspectiva del historiador, saca Barros Arana de la obra aquí discutida:

Don Diego de Santistevan Osorio, éste era el nombre del poeta que pretendió completar a Ercilla, no había estado nunca en Chile ni tenía más noticias sobre la geografía y la historia de este país que las que había leído en la obra de su predecesor. Para continuarla y llevarla a término, inventó una serie de embrollados combates y de las más estrafalarias aventuras en que no se descubre ni sentimiento poético ni la menor noción histórica. Arma a los indios chilenos con corazas formadas de una concha de tortuga y con cascos hechos de la cabeza de una serpiente, pone en sus labios discursos con alusiones a la mitología griega y a la geografía de Asia, y puebla los bosques de Arauco de osos, tigres y panteras. Todo, excepto los largos y engorrosos episodios en que cuenta la historia de la conquista y de las guerras civiles del Perú, es allí contrario a la verdad y chocante al buen gusto. Es difícil hallar en los treinta y tres largos cantos de este libro algunos pasajes de cierto mérito literario.

 

El poema de Santistevan Osorio cayó en breve en el más completo olvido. (210)

4. La guerra de Chile

El texto de este poema habría sido escrito entre 1610 y 1625, y fue mandado copiar y traído al país por Diego Barros Arana, desde la Biblioteca Nacional de Madrid. La copia mecanografiada fue publicada recién en 1888 por cuenta de José Toribio Medina, con el título de Las guerras de Chile. La autoría se le atribuye a Juan de Mendoza Monteagudo.

Marcelino Menéndez y Pelayo, que parece considerar la autoría como cosa incuestionable, afirma que:

El sargento mayor Mendoza, a quien se atribuye un poema anónimo y acéfalo conocido con el título de Guerras de Chile, era un aventurero que desde la edad de quince años, en que pasó al Nuevo Mundo, había tomado parte en las más románticas y temerarias empresas por las regiones tropicales, ora buscando los soñados palacios del Dabaybe, donde debía de haber un ídolo del sol, todo de oro fino; ora arrojándose en un frágil madero al peligroso paso de Ancerma; ora remontándose en demanda de las fuentes del río de San Jorge, viaje que describe en estas octavas, las cuales pueden dar alguna idea de su estilo en los trozos en que es mejor (254).

Según la más confiable argumentación de Mario Ferreccio –quien estuvo a cargo con Raïssa Kordić de la edición crítica de 1996, y que escribió el prólogo para la edición de la Biblioteca Antigua Chilena–, las dificultades para el establecimiento del título y su autoría provienen de que «no contamos, desde luego, con la página titular, lo cual nos cela, no sólo el título de la obra, sino el nombre del autor; muy seguramente vendría también allí mismo el nombre del destinatario e incluso podría estar ya escrita la usual dedicatoria en un segundo folio» (12).

En este contexto, después de examinar a varios candidatos propuestos por previos estudiosos (Merlo de la Fuente, Juan de Mendoza, Antonio de Quiñones, etc.), Ferreccio opta por dejar al autor como anónimo y acorta el título a La guerra de Chile, para «aproximarlo más a las palabras iniciales del autor» (14).

Además de la consabida dedicatoria –en este caso a un «marqués invicto» cuyo nombre no tenemos–, las palabras iniciales con las que se abre el Canto I son las que dan el tono a gran parte del poema:

La guerra envejecida y larga canto,

tan grave, tan prolija y tan pesada,

que a un reino poderoso y rico tanto

le tiene la cerviz ya quebrantada;

y en el discurso de ella también cuánto

han hecho memorable por la espada

aquellos que, a despecho del estado,

el gran valor de Arauco han sustentado (Anónimo 95).

Sin duda, el entusiasmo por las hazañas de los «españoles esforzados» no es el de Ercilla, pues se ha tornado en agobio y en los XII cantos que lo componen, las posturas del poeta frente a la realidad de la guerra irán variando.

No solo resuena Ercilla en el poema y su materia, sino que además el poema contiene una descripción del país que comienza citando completa la octava real de Ercilla desde: «Es Chile norte sur de gran longura», para luego continuar, con las repeticiones conceptuales correspondientes, desplegando su versión del territorio y la gente vinculada a cada espacio de aquel. Por ejemplo:

Está luego adelante la famosa

provincia de Cautén intitulada

cuya gente, fiel y belicosa,

guardo siempre la fe a la nuestra dada; (100)

Esta aproximación, desde lo que sería una primitiva geografía política, le permitirá ingresar a través de la descripción territorial y de los pueblos que los habitan a la narración de los eventos bélicos, que es su preocupación más importante.

Dice la octava 24:

Pues de aquestas provincias figuradas

que en el descripto Chile se contienen,

son los pilares cuatro ya nombradas,

que’l peso de la guerra en sí sostienen,

con tal concierto y orden conjuradas

que nunca a la obidiencia todas vienen:

Arauco y Tucapel son las primeras,

Purén y Catiray las otras fieras (104).

Las habilidades guerreras, y luego la organización militar descrita en términos europeos, con conceptos de teoría política ajenos al universo mapuche, son notables en la octava 31:

Puede cada cacique de derecho qu’es señor de su gente soberano emprender a su arbitrio cualquier hecho y dar pública guerra de su mano; mas, siendo el fin privado a su provecho el efecto ha de ser republicano: no puede por razón, si desto excede, ni el patrio disponer se lo concede (106).

Pero lo central del poema es la batalla de Curalaba de 1598. Esta fue la emboscada tendida por el toqui Pelantaru y trecientos de sus hombres en la que muere el gobernador Martín García Óñez de Loyola. El episodio se transformó en el detonador de la rebelión de los mapuche, en la que fueron destruidas gran parte de las fundaciones impulsadas por el gobernador, ciudades y fuertes construidos por los españoles que seguían penetrando el territorio indígena, lo que era percibido por los mapuche como una permanente invasión a la que debían responder. A ello se suman los términos de la relación impuestos por los españoles, que se traducían en servidumbre, esclavitud, abuso, con condiciones de servicio a los conquistadores consideradas insufribles. La rebelión logró la destrucción de todas las ciudades al sur del río Bío-bío: Santa Cruz de Coya, Santa María la Blanca de Valdivia, San Andrés de Los Infantes, La Imperial, Santa María Magdalena de Villa Rica, San Mateo de Osorno, San Felipe de Arauco.

En once cantos y cerca de ocho mil versos se despliega el universo de La guerra de Chile. En ellos se narran los trágicos acontecimientos de la administración de Martín García Óñez de Loyola y de D. Francisco de Quiñones, y «las matanzas y rebatos hechos por los araucanos en las poblaciones españolas al finalizar aquella centuria» (256). Extrañamente, a mitad del canto once, el narrador cambia de tema a las expediciones holandesas en Chiloé y pasa a un canto doce la relación entablada de holandeses e indígenas, para terminar abruptamente con una queja contra los españoles, que han invadido el reino de Chile, cuya codicia es irrefrenable.

Dice de este poema Menéndez y Pelayo:

El primer canto puede considerarse como una introducción, y en él, según se expresa el autor, «decríbense las provincias que el reino de Chile en sí contiene; las que, por más belicosas, han sustentado las guerras; los modos que en gobernarse tienen, y algunas cosas no escritas hasta aquí de sus costumbres, y otras cosas memorables acontecidas en el discurso de varios gobernadores hasta el tiempo de Martín García Óñez de Loyola, que viajando de la Imperial, seguido de Pelantaro, se alojó en Coralaba». En el canto segundo prosíguese con la muerte del gobernador y la retirada de los suyos. La narración es fácil, y por lo general, noble y decorosa: el autor remeda bastante bien el tono de Ercilla, y como soldado de profesión, da a la pintura de las batallas una animación y un fuego que no tienen en la retórica pluma de Pedro de Oña. El episodio de la india Guaquimilla es tierno y agradable, y muy original el cuadro de una sequía en Chile. En la dicción se advierten pocos resabios del mal gusto del siglo XVII, y aunque la versificación no corra siempre sin tropiezo, ha de tenerse en cuenta que el autor no limó su obra ni la destinaba acaso a la publicidad, y que además la copia que tenemos es imperfecta, y aun incompleta en algunas partes (256).

5. El Purén indómito

Señalemos, primeramente, que respecto a la asignación de la autoría de este poema, los estudiosos españoles Marcelino Menéndez y Pelayo (Historia de la poesía hispanoamericana) y Juan Bautista de Avalle-Arce consideran a Hernando Álvarez de Toledo como el autor. En Chile, ya Aniceto Almeyda (1945) había demostrado que la paternidad del Purén indómito corresponde a Diego Arias Saavedra, y esa es la tesis que ha terminado por prevalecer entre los estudiosos actuales.

Aunque Menéndez y Pelayo considere La guerra de Chile como el tercero de los poemas en «mérito poético», después de La Araucana y el Arauco domado, algunos críticos consideran el Purén indómito más importante que el anterior. Escrito con antelación a La guerra, según José Promis: «Arias de Saavedra comenzó la redacción del Purén indómito después de la muerte de Óñez de Loyola y es probable que haya finalizado hacia 1603» (459). Los dos poemas comparten el acontecimiento histórico central de la muerte del gobernador Óñez de Loyola en Curalaba y lo que esta derrota española desata en el invadido territorio mapuche. La sublevación de 1598, encabezada por los purenes, supone una fractura momentánea del proyecto de conquista y desata el caos y el pánico en la zona. Pondrá fin a esta situación Francisco de Quiñones, militar de experiencia que se traslada a Chile en 1599 como gobernador interino, quien, sin poder proteger a las poblaciones de colonos de manera definitiva, logra algunos triunfos importantes en contra de los sublevados. Será entonces cantada su figura, concediéndole estatura de héroe, recuperando en cierta medida al personaje cuya presencia asegura una cierta unidad a los poemas, evitando la tendencia hacia la fragmentación episódica.

Es importante notar que la dimensión autobiográfica –el testimonio del dolor del conquistador, que señala Mario Rodríguez en el estudio preliminar a la edición de la BACH– intensifica la expresión crítica hacia el rumbo que tomaba la conquista. Dice el profesor Rodríguez:

La visión del narrador del Purén es profundamente desdichada sobre los sucesos del reino, especialmente en lo que atañe al gobierno político, a tal extremo que prefiere callar, arguyendo que no tiene tiempo ni tranquilidad:

Pudiera acerca desto decir tanto

aunque en estilo bajo y escabroso

que al mundo admiración fuera y espanto,

pero no tengo tiempo ni reposo (100).

Estos elementos no son materia de reflexión en la propuesta de Menéndez y Pelayo, ni el esfuerzo de creación del poema constituyó una empresa meritoria. Para él:

el Purén indómito, con sus veinticuatro cantos y más de quince mil versos, es ración muy suficiente para empalagar y rendir al más tolerante lector de crónicas rimadas. Si suponemos que La Araucana y el Purén segundo tenían próximamente la misma extensión, sólo Juan de Castellanos, o el fabuloso autor del Ramayana, excedieron en fecundidad épica al capitán Álvarez de Toledo. ¡Todo para contar unos cuantos años de monótona guerra contra salvajes medio desnudos, cantados además hasta la saciedad por un tan gran poeta como Ercilla, y por otro tan notable como Pedro de Oña!

(257-258)

Sin duda, desde la perspectiva de los críticos chilenos, el poema de Arias de Saavedra plantea desafíos a partir de su título. El hecho de que desmienta a ese Arauco domado de Pedro de Oña contraponiéndole su Purén indómito dice algo sobre el posicionamiento del poeta. A pesar de declarar que Oña es el modelo a seguir, Arias parece marchar por un rumbo contrario, tanto en la negación del domado como en el tono con que trata la guerra de conquista. Sin embargo, afirma:

No pasara tras de Oña la carrera

en un rocín tan flaco como el mio:

a grande liviandad se me tuviera

y aun fuera disparate o desvarío,

a quien delante va en tan buen caballo

pensar con otro lánguido alcanzallo (651).

También este homenaje a Oña parece singular si tenemos presente que el Arauco domado es considerado un poema defectuoso, que Menéndez y Pelayo etiqueta de «ejecución menuda y algo pueril, que derrama unas veces el color como a tientas, y otras se eterniza en accesorios infecundos, sin lograr casi nunca componer un cuadro, se tendrá idea de los defectos, en verdad no leves, del Arauco domado que, además, bajo el aspecto histórico vale poco, y nada de substancia añade a lo que consta por otros documentos» (246).

En cuanto a la confesión de inferioridad de Arias Saavedra, Menéndez y Pelayo la considera correcta y añade que:

el Purén indómito no tiene de poesía más que el metro, bien desaliñado por cierto, afeado por frecuentes consonancias homónimas y por dislocaciones de acentos. Del estilo dice el mismo autor (y no hay por qué contradecirle) que es «pobre, humilde, bajo y escaso de elegancia». Hay octavas llenas de nombres propios, y nunca se olvida de consignar la fecha exacta de los acontecimientos (258).

 

Esto lo lleva a concluir que no hay épica sino simple crónica en el caso del Purén. Añade a su argumentación el hecho de que Arias afirma que el poema es historia verdadera, que no hay romances y que reivindica su calidad de testigo presencial:

Que yo lo he visto bien, y soy testigo.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Porque ha de ser de todo el coronista,

Testigo de gran crédito y de vista.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Por lo cual digo en esto haberme hallado,

Y en todo o en lo más que ha sucedido,

Y de lo que no he visto, me he informado

De gente de verdad y que lo vido (258-259)

El uso del tópico de «lo visto y lo vivido» le parece «prosaico» a Menéndez, pero reconoce que eso lo convierte en una especie de fuente documental para la historia de Chile del periodo colonial. Le molestan, sí, lo que llama «insulsas reflexiones morales, que acaban de hacer tediosa y aun imposible su lectura» (259). Avalle-Arce no le dedica más de tres líneas para decir que el poema «permaneció inédito hasta el siglo XIX, y siendo el doble de largo que el poema de Mendoza Monteagudo (tiene veinticinco cantos), no es ni la mitad de bueno» (44).

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