Morbus Dei: Bajo el signo des Aries

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Aus der Reihe: Morbus Dei (Español) #3
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El médico le tocó el cuello al prusiano.

– Las pulsaciones son lentas y fuertes, pero era de esperar – dijo, intentando tranquilizar a Johann.

– El pecho – gimió el prusiano— se me encoge… Me ahogo…

Johann miró el antebrazo de su amigo. Sus venas, sus brazos y sus manos parecían a punto de estallar, y tenía la piel enrojecida.

– Ayudadme… – dijo el prusiano, y perdió de nuevo el conocimiento.

– Ya está —dijo Leonardus, que terminó la transfusión presionando la espita de la cánula que tenía el prusiano en el brazo. Luego la extrajo con un rápido movimiento y aplicó un paño limpio sobre la herida—. Voilà! como dicen los franceses. Listo.

Sacó la cánula de la vena del cordero y desató al animal, que seguía inconsciente. Luego lo cogió en brazos y se lo dio al conde, que lo miró sorprendido

–¡Que aproveche! – dijo—. Al fin y al cabo, vos lo pagáis.

Von Binden salió de la cabaña sin decir nada. Johann notó que el prusiano respiraba tranquilo; le tocó el cuello y constató que el pulso también era normal. Luego le dirigió una mirada interrogativa al médico.

–¿Y ahora qué?

– Tiene que descansar unos días, dormir es la mejor medicina. Es muy probable que hoy tenga escalofríos, pero desaparecerán dentro de unas horas. Es posible que le escueza la piel durante unos días y que se le ponga roja, pero lo superará, ¿no es cierto?

Johann lo miró fijamente.

– Pero ¿sobrevivirá?

– Como ves, ha sobrevivido. Pero no puedo decirte por cuánto tiempo. Evidentemente, acabará muriendo.

Johann lo miró angustiado.

– Algún día, como todos nosotros – añadió el médico, que se echó a reír, bebió otro trago de vino y se encendió una pipa—. Y, ahora, fuera de aquí. Me he ganado un buen descanso.

Cuando salieron de la cabaña, el aire frío del anochecer los recibió en la cara como si les diera un bofetón en plena cara. Hans y Karl respiraron hondo.

– Un hombre y un animal unidos. Eso no es obra de Dios – dijo Hans, meneando la cabeza.

–¡Qué más da! ¡Como si lo hubiera unido a un cerdo! Lo que cuenta es salvarlo – replicó Karl, mirándolo con una sonrisa en los labios.

Von Binden estaba fuera, sentado encima de un barril. Mascaba tabaco y observaba a su hija, que intentaba mantener en equilibrio un palo que se ponía en la punta de la nariz. Y lo conseguía, aunque sólo durante unos instantes.

Johann se sentó a su lado.

–¿Ha sobrevivido? – preguntó Von Binden sin dejar de mirar a su hija.

Johann asintió con la cabeza.

– Había oído hablar de estos métodos, pero nunca pensé que realmente existieran.

– La Iglesia hace todo lo posible por impedir que se practiquen. Lo nuevo siempre es obra del diablo – dijo el conde.

–¿Y lo es? – Johann le dirigió una mirada dubitativa.

El conde se encogió de hombros.

–¿Y qué no es obra del diablo? Todos nacemos como pecadores y morimos como pecadores, y mientras vivimos también cometemos pecados. Creo que si una cosa sirve de ayuda no puede ser tan mala.

Johann carraspeó.

– Seguro que el cordero no piensa lo mismo.

Von Binden sonrió.

– Hay quien cree que la sangre también transfiere cualidades del animal a la persona.

–¿Y el prusiano se volverá manso como un cordero? – Johann soltó una sonora carcajada—. ¡No llegará ese día!

Los dos hombres se entretuvieron observando las artes acrobáticas de la pequeña. Fue un instante de paz, el primero desde hacía mucho tiempo.

– Me pregunto qué hace un hombre con semejantes conocimientos en un pueblo de mala muerte. ¿No debería ser médico en la corte?

– Leonardus no ha vivido siempre aquí —contestó Von Binden—. Lo conocí en la corte del príncipe Fernando Augusto de Lobkowicz, el duque de Sagan. Su hija sufrió una grave caída mientras cabalgaba. Un perro asustó al caballo con sus ladridos y, por si eso fuera poco, luego mordió a la joven en el muslo. Fue una sentencia de muerte… para el chucho – dijo el conde, sonriendo, pero enseguida volvió a ponerse serio—. No había manera de que su hija se curara. Ni sangrías, ni emplastos de hierbas, ni oraciones… Todo era inútil. Cuando parecía que la joven llegaba al fin de sus días, el príncipe mandó a buscar a Leonardus y le ordenó que le hiciera una de esas transfusiones sobre las que corrían tantas leyendas. Leonardus se negó porque era consciente de que la joven estaba muy débil. Pero el príncipe le aseguró que, si ocurría lo que él no quería ni imaginar, no lo culparía, puesto que ésa habría sido la voluntad de Dios. Así pues, Leonardus hizo la transfusión a conciencia, pero la muchacha murió al cabo de unas horas.

El conde escupió un trozo de tabaco de mascar y prosiguió:

– El príncipe de Lobkowicz enloqueció. No sólo le retiró a Leonardus todos sus privilegios, sino que hizo todo lo posible para que jamás volviera a tratar a alguien de sangre azul. En realidad, a nadie. Después de perder todos sus bienes y privilegios y, finalmente, también a su esposa, Leonardus se retiró a esta localidad, a Deutsch-Altenburg. Todavía no lo ha superado.

– Y por eso bebe tanto – comentó Johann, pensativo.

– No – replicó Von Binden—, antes también le gustaba empinar el codo.

IV

Nubes de pólvora, gritos y órdenes por todas partes. A sus pies, muertos y heridos.

Se oían disparos atronadores.

De repente, el prusiano se derrumbó al lado de Elisabeth, los dos se cayeron. Al prusiano le salía sangre de la pierna.

– Elisabeth…

La joven lo miró aterrorizada, se levantó a duras penas y le tendió la mano, plagada de venas negras.

– Heinz, yo…

De repente, un soldado apareció detrás de ella, la agarró y se la llevó a rastras. Elisabeth se resistió con todas sus fuerzas. En vano.

Aún vio cómo Karl ayudaba al prusiano a levantarse y se lo llevaba a la gabarra, donde Johann esperaba.

Luego se encontró delante de un carruaje negro, la puerta se abrió y…

Elisabeth se despertó sobresaltada del sueño inquieto, las sacudidas del carro de los prisioneros no le permitían descansar. Los demás cautivos, apiñados unos contra otros, también intentaban dormir para no tener que hacerse una y otra vez las mismas preguntas.

¿Adónde nos llevan? ¿Qué van a hacernos?

Fuera se oyeron órdenes, voces amortiguadas por los pesados toldos, el carromato aminoró la marcha y finalmente se detuvo.

Los cautivos se despertaron unos a otros. La inquietud se propagó entre todos. Esperaron en la oscuridad, con el temor de no saber si aquello era el final, si ocurriría lo inevitable.

Oyeron unos pasos que se acercaban a la puerta y luego enmudecían. Elisabeth contuvo el aliento.

Aflojaron los toldos desde fuera y los levantaron. Entró una luz cegadora y los prisioneros cerraron los ojos. Algunos se agazaparon en los rincones oscuros para esconder la piel sensible a la luz del día.

A pesar del dolor, Elisabeth entreabrió los ojos, tenía que saber si…

Las siluetas de varios hombres delante de la puerta. Ninguna posibilidad de huida.

La llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. Fuera había cuatro soldados, dos a cada lado, y otro asomó la cabeza dentro del carro.

–¡Fuera! – ladró con voz ronca—. Podéis hacer vuestras necesidades ahí arriba y beber agua de la fuente. Pasaréis la noche en esa granja. Si alguien intenta huir, le dispararemos. Y si alguien arma jaleo, también. Y si alguien me pone nervioso, ¡lo mismo! ¿Preguntas? ¡Ninguna!

Elisabeth bajó la primera, temblando. Le dolía todo por haber estado tantas horas sentada. Observó el entorno. Aunque antes, cuando habían retirado los toldos, les había parecido que entraba la luz deslumbrante del sol de mediodía, era la hora del crepúsculo. El horizonte estaba más claro a la derecha; por lo tanto se dirigían hacia el sur. Cerca de allí había una casa de labranza calcinada, en las puertas de la granja aún se veían unas grandes cruces de San Andrés blancas pintadas, que ya presentaban huellas del paso del tiempo. Elisabeth conocía esa señal de aviso: la peste había estado allí.

Los primeros prisioneros se precipitaron hacia la fuente y bebieron agua con avidez. Las madres se fueron con sus hijos detrás de los matorrales, vigilados con cien ojos por los soldados. Otros enfermos se quedaron en la oscuridad protectora, no bajarían del carro hasta que fuera noche cerrada.

El carruaje negro en el que Elisabeth había salido ese mismo día de Viena se había detenido mucho más adelante, en una posada que había al otro lado del camino.

Elisabeth respiró con fruición el aire frío del anochecer. Notó que se le despejaba un poco la cabeza.

De todas las cuestiones que la preocupaban, sólo dos eran importantes: ¿Dónde estaba Johann? ¿Y cómo diantre la encontraría?

De momento, ninguna de las dos preguntas tenía respuesta. Por lo tanto, lo único que podía hacer era seguir con vida y tratar de huir en cuanto surgiera la menor oportunidad. Se lo debía a Johann, se lo debía a su hijo.

Se acarició el vientre, la curvatura casi imperceptible. Entonces oyó un llanto, levantó la vista y vio que un mercenario sacaba a una madre y a sus dos hijos a empujones de los matorrales.

–¡Daos prisa, no tenemos toda la noche!

Los niños lloraban, las lágrimas se deslizaban por sus pequeñas mejillas, marcadas por ramificaciones negras.

Elisabeth se apartó la mano del vientre y notó que se le humedecían los ojos. Se apresuró a secárselos y se dirigió a la fuente.

Una hoguera crepitaba en medio del corro que habían formado los vecinos del pueblo y los gitanos que habían acampado allí con sus carros hacía unas horas. Todos bromeaban, reían, comían y bebían como si se conocieran desde hacía una eternidad y celebraran el reencuentro. Dos músicos, con un violín y un caramillo, tocaban alegres canciones con un halo de nostalgia.

 

Johann miró el corro, sonrió a los niños que tocaban palmas, a los hombres que bebían y a las muchachas que bailaban. Pero lo que él quería era levantarse y marcharse, partir en busca de Elisabeth. A cada segundo que pasaba, el peso que le aplastaba los hombros parecía más grande y aumentaba su confusión.

Markus estaba sentado a su lado, royendo las últimas costillas del cordero asado. Victoria Annabelle dormía con la cabeza apoyada en el regazo de su padre, tapada con una manta de tejido basto.

Hans y Karl se abrazaban, reían y se emborrachaban.

El prusiano todavía no se había despertado, el médico lo velaba roncando en la casa.

Von Binden miró pensativo a Johann.

– No lo hagas. Fracasarías.

Johann se sobresaltó como si lo hubieran sorprendido robando.

– Solo, no conseguirás nada. Ten paciencia. Juntos, la encontraréis.

– Quizá entonces ya sea demasiado tarde, señor conde.

– Quizá —replicó Von Binden, mascando tabaco—. Pero, si te vas solo, el fracaso está asegurado.

Johann volvió a contemplar el fuego. Sabía que Von Binden tenía razón. Y lo maldijo por ello.

El conde escupió en el suelo y le ofreció su jarra de vino con una sonrisa.

–¡Y hazme el favor de llamarme Samuel!

V

«No malgastes tus energías, vas a necesitarlas.» Las palabras de Von Pranckh resonaron en la mente de Johann, como si las forjaran a golpe de martillo.

Luego vio el instrumento con que Von Pranckh se le acercaba y le dio la impresión de que las paredes de la mazmorra se le caían encima.

Un dolor ardiente se apoderó de sus sentidos y le cortó la respiración cuando el militar le clavó la herramienta en el costado.

Von Pranckh paró un momento y esperó a que volviera la calma después de aquella tempestad de dolor. Luego siguió girando el instrumento para la que la espiral de hierro penetrara un poco más.

Johann supo que esta vez no tenía escapatoria.

Perdóname, Elisabeth.

Un dolor ardiente invadió a oleadas su cuerpo, a Johann todo le daba vueltas, estaba muy cerca de la liberadora pérdida de conocimiento.

Y de nuevo un dolor ardiente… dolor… más dolor…

Johann abrió los ojos. Victoria Annabelle lo pinchaba en el hombro con el palo que el día anterior intentaba mantener en equilibrio en la punta de la nariz. Al ver que Johann se había despertado, sonrió con picardía y entró corriendo en la cabaña del médico.

Johann se llevó la mano al hombro y palpó la herida que le había hecho Von Pranckh.

Aún le dolía.

Miró el entorno. Los rayos de sol del amanecer sumían las casas bajas de Deutsch-Altenburg en una luz agradable. El heno sobre el que descansaba era cálido y blando. En el aire aún flotaba el olor a humo de la fogata que habían encendido por la noche, en la que aún quedaban algunos rescoldos.

El pueblo estaba tranquilo, sólo se oían las voces y las risas de las gitanas que lavaban la ropa en las aguas del Danubio. Johann se levantó y se desperezó. Notó un leve dolor de cabeza, probablemente por culpa de la jarra de vino que esa noche había vaciado mano a mano con Von Binden. O por la que se bebieron después.

Entró en la cabaña y vio que, en la mesa en la que unas horas antes habían atado al prusiano, había un cuenco de madera lleno de sopa de cerveza humeante. Leonardus, Von Binden, Victoria Annabelle, Hans y Karl estaban sentados a la mesa. Con excepción de la niña, a todos se les notaban en la cara los excesos de la noche anterior.

Sin decir nada, se sentó en un taburete y se sirvió un cucharón de sopa en el plato que tenía delante. Echó dentro unas migas de pan y lo removió todo con una cuchara.

– Señor, bendice los alimentos que vamos a tomar – murmuró el médico, y se santiguó.

Los demás lo imitaron.

Johann tomó un sorbo de sopa; la cerveza rebajada con agua tenía un sabor intenso y aromático. Paseó la mirada por los semblantes que lo rodeaban, de los que había desaparecido la despreocupación cargada de alcohol de la noche anterior. Todos volvían a pensar en la huida, en lo que habían dejado atrás o en lo que no volverían a ver nunca.

–¡Resucitado de entre los muertos! – exclamó Leonardus de pronto.

Todos dirigieron la mirada a la figura que salía tambaleándose de la habitación situada en la parte de atrás. Era el prusiano.

–¡Heinz, amigo…! – Johann se levantó de un salto y corrió a ayudarlo, pero el prusiano rechazó la ayuda con un gruñido y lo agarró por el cuello de la camisa.

– Guárdate tu ayuda para las viejas y los tiroleses, desertor.

– Hoy tienes carta blanca para decir todas las impertinencias que quieras. Aprovecha – le respondió Johann, y lo abrazó con tanta fuerza como pudo.

–¡Qué bonito es el amor! – bromeó Karl.

Hans y Victoria Annabelle se rieron.

– Siéntate con nosotros. ¿Cómo te encuentras? – le preguntó Leonardus, escrutándolo con la mirada.

– Bastante bien – respondió el prusiano—. No es la primera vez que me disparan.

– Pero podría haber sido la última – replicó el médico.

– No había llegado mi hora – contestó sonriendo el prusiano.

Luego se sentó a la mesa con los demás. Se movía como un anciano.

–¿«Bastante bien»? ¡Lo que hay que oír! – murmuró Leonardus.

El prusiano lo observó malhumorado. Johann le ofreció un cuenco lleno de sopa humeante. El prusiano cogió la cuchara, la sumergió en el líquido y se la llevó a la boca con mano temblorosa. Tragó y puso cara de gozo.

– Y enseguida estaré mucho mejor – dijo y empezó a devorar la sopa a cucharadas.

Los demás sonrieron.

Vació rápidamente el cuenco, dejó la cuchara y dijo:

– Y ahora contadme lo que ha pasado. Lo último que recuerdo es que casi lo habíamos conseguido, estábamos a punto de llegar a la gabarra, y entonces me dispararon. Tuve que soltar a Elisabeth y… – Se interrumpió y miró a todos lados con la esperanza de encontrar a la persona que buscaba—. ¿Y Elisabeth?

Von Binden meneó la cabeza. El prusiano miró entonces a Johann, que tenía una mirada vacía en los ojos.

– Johann, ¿está…?

–¿Muerta? No, por lo que sabemos – respondió Von Binden en lugar del amigo.

– No lo entiendo…

– Los soldados la capturaron, sólo pudimos cargar contigo hasta la gabarra antes de que zarpara – dijo Hans.

– Luego vimos que se la llevaban en un carruaje negro – añadió Karl.

– Entonces… ¿todo fue en vano? – El prusiano estaba consternado.

– No, amigo mío, porque tan pronto como te mejores, iré a buscarla. Y la encontraré, aunque tenga que ir a buscarla al infierno. – Johann miró al prusiano con una determinación que no dejaba lugar a dudas.

–¿Y a qué esperamos?

El prusiano se levantó, se tambaleó y tuvo que sentarse de nuevo. Los ojos le hacían chiribitas. Respiró hondo y notó que alguien le ponía algo en la mano.

–¡Bebe! – le ordenó el médico.

El prusiano levantó la jarra con manos temblorosas y tomó un trago. Era vino, y sabía a rayos, pero las chiribitas desaparecieron.

– Los actos heroicos tendrán que esperar unos días – pronosticó Leonardus, que le quitó la jarra de las manos y bebió un buen trago.

– Sí, haz caso del matasanos y no seas tan… animal – bromeó Hans y se echó a reír.

– Eso, estate tranquilito como un cordero – añadió Karl, al tiempo que se tocaba el muslo.

El prusiano miró confundido a Johann, que hizo un gesto para quitarle importancia al asunto.

– Luego te lo explico.

La noche que pasaron en la granja fue una pesadilla.

Tras la puesta de sol, los mercenarios les dieron pan cubierto de moho, queso rancio y alimentos que un campesino jamás les daría a sus cerdos. Pero al menos se llenaron un poco el estómago. Luego, los enfermos se tumbaron en el suelo de tablas húmedo para cumplir el «obligado descanso nocturno», como lo llamaban sus carceleros. Los lamentos de los adultos y los llantos de los niños se fueron acallando poco a poco, hasta que sólo se oyó el aullido del viento que soplaba entre los muros.

Elisabeth tardó horas en conciliar el sueño, recordaba una y otra vez la escena a orillas del Danubio, y el dolor que le provocaba la ausencia de Johann aumentó hasta el infinito. Sin embargo, sabía que tenía que ser fuerte y trató de armarse de valor. Johann había escapado varias veces de las garras del diablo; seguro que ya se había puesto en camino para buscarla, acompañado del prusiano y sus otros amigos. Confiaba ciegamente en él, sabía que esta vez también haría…

¿Confías realmente en él? Al fin y al cabo, te mintió para ir a Viena. Si no hubierais ido, ahora no estarías aquí.

Elisabeth intentó no hacer caso de su voz interior. Johann lo había hecho por una razón, tenía que matar a Von Pranckh.

¿En serio?

Se acabó. Lo hecho, hecho estaba. No era el momento para pensar en culpabilidades. Claro que Johann no debería haber ido a Viena; pero ella tampoco debería haberse saltado los consejos de Josefa cuando Johann y el prusiano estaban en prisión. Y recordaba muy bien las consecuencias, lo que ocurrió cuando la atacaron los dos canallas, cuando ella los… contagió.

Su acción había destruido casi una ciudad entera.

Los pensamientos de Elisabeth se ensombrecieron. Agachó la cabeza para hacer algo que la consolaba desde que era niña. Rezó. Rezó por Johann y por su hijo, por los enfermos y por Josefa, a la que habían arrebatado la vida tan sólo unos días antes. Aunque sólo la conocía desde hacía unas semanas, se sentía como si hubiera perdido a un miembro de su familia. Rezó por Konstantin von Freising, el jesuita al que no había vuelto a ver desde aquella noche en las mazmorras de la Inquisición.

No se durmió hasta poco antes del amanecer y entonces se sumió en un sueño intranquilo.

Al alba tuvieron que volver todos a las jaulas. Elisabeth contempló una vez más los muros medio derruidos; luego, volvieron a cubrir el carro con el toldo.

El vehículo se puso en movimiento con una sacudida. Todos sabían lo que les esperaba: un viaje hacia la incertidumbre en la oscuridad más absoluta.

Como el día anterior.

El prusiano se despertó en la pequeña habitación oscura de la cabaña del médico y se rascó el pecho hasta que le salieron marcas rojas en la piel. El dolor de los arañazos superó el del escozor de las heridas. Casi.

«Cálmate, eres un hombre hecho y derecho», le habría dicho Josefa.

Josefa…

El prusiano tragó saliva y notó que se le hacía un nudo en la garganta a causa de la nostalgia. Desde que había recobrado el conocimiento, no pasaba un solo instante sin que pensara en su amada esposa, en su risa, en su fortaleza, en su amor.

En su muerte.

Cuando todo aquello acabara, cuando Johann recuperara a Elisabeth, cuando él ya no tuviera nada que hacer en este mundo, seguiría a Josefa, lo juraba.

Pero aún no era el momento.

Se pasó la mano por la cara y se frotó la frente hasta que se disiparon esos pensamientos sombríos. Luego se puso la camisa de lino y fue a duras penas hasta el comedor.

El médico estaba sentado junto a la chimenea, contemplando el fuego con las mejillas encendidas mientras abrazaba casi con cariño la jarra de vino.

–¡Cómo pica, maldita sea! – refunfuñó el prusiano—. ¿Cuándo acabarán los picores?

Leonardus lo miró con ojos vidriosos. No parecía saber quién era el hombre que tenía delante. Entonces parpadeó con fuerza.

– Ah, ¿eso? Normalmente, sólo dura unos días. Os pasa a casi todos, tendrá algo que ver con los corderos.

La noche anterior, Johann le había contado lo de la transfusión. Aun así, el prusiano torció el gesto.

–¿«Corderos»? Pero ¿cuántos hicieron falta?

El médico sonrió.

–¿No lo sabíais? Para una transfusión de sangre siempre hacen falta tres corderos: uno para extraerle la sangre, otro para recibirla y otro para llevarla a cabo.

Leonardus se echó a reír a carcajadas. El prusiano notó un hormigueo en los dedos que lo empujaba a darle un bofetón al viejo borracho, pero se controló, se despidió del médico con un gesto de la cabeza y salió de la cabaña.

La temperatura había bajado, el viento era más frío y el día tocaba a su fin. Los habitantes de Deutsch-Altenburg aprovechaban los últimos rayos de sol para terminar sus tareas.

El prusiano se rascó la cabeza. Seguía sin saber muy bien cómo tomarse el hecho de que la sangre de un animal corriera por sus venas. Pero, al fin y al cabo, estaba vivo.

De momento no podía decidir si se trataba de una maldición o de una bendición.

 

Vio a Johann sentado en el tronco de un árbol, junto a la orilla del Danubio, y fue a hacerle compañía.

El viento erizaba la superficie del agua. Johann y el prusiano contemplaron la corriente en silencio, los dos absortos en sus pensamientos.

– Pasado mañana saldré en busca de Elisabeth – dijo finalmente Johann.

– No sé si ya estaré…

Johann lo interrumpió con un gesto de la mano:

– Es mi búsqueda, no la tuya. Sólo me he quedado para asegurarme de que salías de ésta. Será mejor que te quedes y descanses.

– Ya veremos – gruñó el Prusiano, y se rascó la cicatriz que le cruzaba la cara hasta la oreja izquierda—. El matasanos me ha puesto un emplasto de hierbas en la herida. Escuece como un demonio, pero parece que se cura deprisa.

– Ni siquiera sé por dónde empezar – replicó Johann, sin comentar las palabras de su amigo?. No puedo ir a Viena, me arrestarían antes de cruzar la muralla. Y si el carruaje salió de la ciudad, Elisabeth podría estar en cualquier parte.

–¿Por qué no hablas con el conde? Por lo que parece, todavía tiene contactos. Y es un hombre de honor, lo ha demostrado – dijo el prusiano.

– Sí, ¿quién lo habría dicho de un noble de sangre azul?

– Y, además, protestante – añadió lacónicamente el prusiano.

Al cabo de un instante, una sonrisa se dibujó en los labios de los dos amigos. Recordaban muy bien la cara de espanto que puso Elisabeth el día que conocieron a Von Binden.

– Eso se lo dejaremos a los hombres de la Iglesia – dijo el prusiano—. Protestante, judío o un proscrito… ¿Qué más da? Ellos destruyen a cualquiera que sea diferente.

– También he conocido religiosos muy buenos – replicó Johann—. Hombres como el padre Von Freising o Burkhart von Metz. Justos y combativos, siempre ayudando a los débiles con la palabra y la espada.

– Pero ésos no pintan nada – respondió el prusiano—. Lo mismo que en nuestro caso: ¿de qué le sirve a un soldado tener conciencia si está a las órdenes de alguien como Von Pranckh?

– Nosotros nos opusimos.

–¿Y de qué ha servido? Von Pranckh ganó méritos para ascender en la carrera militar y casi nos atrapa en Viena. Habrá guerras contra todos y contra cualquiera que sea diferente hasta el Día del Juicio Final – dijo el prusiano, y luego murmuró—: Y siempre lo pagan los débiles. Son los que mueren.

– Heinz…

El prusiano hizo un gesto para que no siguiera hablando. Los dos hombres permanecieron en silencio. Cuando anocheció, volvieron a entrar en la cabaña.

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