Bajo El Emblema Del León

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Capítulo 3

Eleonora era muy hermosa. Su cuerpo desnudo, semi abandonado sobre el lecho, perlado de sudor, reflejaba las llamas de la chimenea, asumiendo una coloración ambarina, que reavivaba el deseo de Francesco Maria. Hacer el amor con su esposa era mucho más placentero que hacerlo con una sierva o, peor, con una prostituta. Alargó la mano para acariciarle un pezón. Sintió cómo se erguía bajo su suave toque, luego vio a Eleonora moverse, despertarse del sopor y extenderse de nuevo hacia él. Las bocas se unieron en un largo beso. Un encuentro de labios, de lenguas, de cuerpos desnudos y ardientes por fundirse otra vez, en un entrecruzarse de largos cabellos, rubios los de ella, oscuros los de él. Antes de volver a penetrar a su mujer, el Duca miró fijamente con sus ojos oscuros, casi negros, a los de color azul mar de ella.

―Te amo ―susurró, dándose cuenta de que aquellas dos palabras, aparentemente tan simples y obvias, nunca las habría pronunciado en presencia de otra mujer.

Por toda respuesta, Eleonora cogió su rostro entre sus manos cálidas, acarició su áspera barba, logrando que se extendiese boca arriba sobre las sábanas de lino. A continuación se puso a horcajadas sobre él, deslizando su miembro erecto entre sus caderas. Francesco Maria estaba en éxtasis. Le gustaba muchísimo que fuese ella la que tomase la iniciativa. Observaba a Eleonora desde abajo balancearse encima de él, en un crescendo cada vez más intenso de movimientos oscilantes, con un ritmo cada vez más rápido y apremiante. Gotas de sudor, descendían desde la frente de ella para bañarle el pecho, las mejillas, la frente. Apretó sus manos de guerrero a lo largo de los flancos de su indómita potranca, hasta llegar a los senos, para comenzar a acariciarlos con movimientos circulares. Sintió que Eleonora se excitaba todavía más, sintió su respiración jadeante transformarse casi en un grito de placer. Comprendió que no podía contenerse e inundó el vientre de su esposa que, en cuanto llegó al orgasmo, gritó todavía más fuerte, luego se paró y se dejó caer sobre él, actuando de manera que su miembro no abandonase todavía el interior de su vientre. Francesco suspiró, satisfecho por la noche de amor, esperó a que la erección se acabase poco a poco, luego apartó con delicadeza el inerme cuerpo femenino. Sabía perfectamente que después del tercer orgasmo Eleonora se quedaba dormida profundamente. Comprobó que su respiración fuese regular, recubrió su cuerpo desnudo con la sábana y se levantó de la cama, poniéndose las calzas. Se llevó a la boca un par de granos de dulce uva blanca, luego, pensativo, se acercó a la ventana admirando los reflejos plateados de la luna sobre las aguas del lago. Desde hacía unos meses era huésped en el castillo scaligero2 de Sirmione, un castillo rodeado por agua por los cuatro costados y construido en posición estratégica, en la orilla meridional del lago de Garda, por los señores de Verona, justo para hacer frente a los terribles enemigos que invariablemente bajaban desde los Alpes, por el valle del río Adige. Y en esa época el enemigo era todavía más temible porque, en vez de estar constituido por un ejército regular, estaba compuesto por sanguinarias bandas armadas de germanos a los que se llamaba lansquenetes y que combatían a favor del emperador Carlo V d'Asburgo, pero lo hacían a su manera. Las aguas del lago estaban tranquilas en esa noche de mitad del mes de noviembre y el paisaje de alrededor, iluminado por la luna y dominado por las siluetas de la montañas, realmente era sugestivo. Desde la ventana, Francesco Maria podía observar la dársena que había delante, un amplio espacio con forma de cuadrado irregular, delimitado por los muros del castillo e invadido por las aguas del lago. A través de una abertura del recinto amurallado, incluso embarcaciones de un cierto tamaño podían encontrar refugio seguro en su interior. La dársena era un lugar de estancia para la flota scaligera, una flota que difícilmente vería el mar abierto, considerando que el lago no tenía canales navegables que comunicasen con las costas del Adriático. Sólo a través de una complicada maniobras por los canales de agua artificial y campos anegados las embarcaciones podían ser trasladadas a la gran dársena cerca de la Citadella armada de la ciudad de Mantova. Desde aquí, a través del Micio, luego se podía llegar con facilidad al gran río Po, el antiguo Eridano, y finalmente navegar hacia los territorios venecianos y hacia el Mar Adriático.

Mirando más allá de los muros septentrionales, Francesco María, por el momento, sólo podía observar aguas plácidas, consteladas aquí y allá por embarcaciones y baluartes montañosos cuyas cimas ya habían comenzado a cubrirse con las primeras nieves. Pero el enemigo podía aparecer de repente, de un momento al otro, y el Duca no estaba contento con que su mujer Eleonora y su séquito estuvieran allí. Sí, por un lado estaba contento al poder disfrutar de su compañía y de los encuentros amorosos como aquel recién concluido, pero por la otra temía por su incolumidad. Había pasado casi veinte años desde que se habían casado. En realidad eran sólo dos quinceañeros en el momento de la ceremonia, un matrimonio político que había reforzado la alianza entre las familias de Urbino y de Mantova, pero las ocasiones para estar juntos habían sido realmente pocas. Ella en Mantova, en la corte de los Gonzaga, y él en Le Marche combatiendo, combatiendo y combatiendo. El primer hijo, Guidobaldo, que ahora tenía nueve años, había llegado casi dos lustros después de la luna de miel, y aquellos últimos dos meses habían sido el primer período en el que Francesco Maria había podido gozar de su compañía. Desde que la familia se había reunido, se podía incluso pensar en tener otro hijo, quizás algunas niñas, para no quitarle nada a su primogénito Guidobaldo. Pero parecía que, a pesar de los frecuentes encuentros amorosos de los últimos tiempos, Eleonora no conseguía quedarse encinta. ¿Sería posible que fuese ya demasiado vieja para conseguirlo? ¡Para nada! A fin de cuentas tenía treinta y tres años, ya no era una muchachita pero estaba todavía en edad fértil. Con todo esto, el corazón le sugería, por un lado, tener a la esposa a su lado, para poder gozar de su amor y su presencia, por el otro, mandarla de nuevo a Mantova para protegerla de los horrores de una posible batalla contra los famosos lansquenetes. Además, en aquellos días había llegado la noticia de la muerte del Papa Adriano VI, que había sido sustituido inmediatamente en el solio pontificio por Giulio De’ Medici, con el nombre de Clemente VII. Realmente no era un acontecimiento inesperado. Francesco Maria lo había previsto y sus emisarios habían trabajado para estrechar pactos con los Medici, incluso antes de que hubiese sido elegido Papa. Pero lo que le preocupaba, y por lo cual no conseguía dormir por las noches, ni siquiera después de un satisfactorio encuentro con la bella Eleonora, era cómo reaccionaría Carlo V a la nueva situación. Se movería, claro que se movería en varios frentes, de manera oficial contra la Francia de Francesco I Valoise, contra su enemigo de siempre, de manera menos oficial haciendo que se esparciesen los lansquenetes por la Italia Septentrional con el fin de subyugar Milano y dirigirse a Firenze y Roma, para reunir todos los territorios italianos, además de los ya poseídos de Napoli, Sicilia y Sardegna, bajo la única corona imperial. No sería fácil impedir al ejército germánico, una vez allanado el camino por los lansquenetes, llegar a Roma, arrasarla a sangre y fuego y llegar, por fin, a la ciudad de Napoli, aliada de Carlo V. Sólo había que confiar en el valor y la audacia de Giovanni Ludovico De’ Medici. Y de su hombre, que estaba esperando ansioso día tras día, su fiel Marchese dell’Alto Montefeltro. Lo que interrumpió el discurrir de los pensamientos de Francesco Maria, fue el avistamiento de la silueta de una enorme embarcación, una nave de tres palos con la bandera de la Reppublica Serenissima, que desde las aguas del lago reclamaba la apertura de la puerta de acceso a la dársena. Mientras los guardias, desde el paseo de ronda, llevaban a cabo la serie de complicadas maniobras que permitirían la apertura de la puerta, el Duca se percató de que, al lado del estandarte con el león de San Marco, extendido y con el clásico libro abierto entre sus garras, había otro más pequeño sobre el que resaltaba un león rampante coronado. Había sido gracias a los rayos de la luna que había conseguido distinguir los dibujos de las banderas a pesar de la oscuridad. Su corazón, por fin, se sentía aliviado. Aquella bandera era la señal que había convenido con sus hombres. Estaba llegando el Marchese Franciolino Franciolini, o mejor dicho, su más fiel comandante, Andrea Franciolini de Jesi. Realmente ansioso, se acabó de vestir y bajó rápidamente las escaleras para llegar hasta el amplio salón y disponerse a esperar con impaciencia. Terminadas las maniobras de atraque, quien descendía de las embarcaciones debía forzosamente entrar en aquella habitación. El Duca hizo llamar a algunos sirvientes que se aseguraron de preparar la mesa con el objetivo de acoger como se debía a los recién llegados. Aunque ya era tarde, después de un largo viaje, encontrar con que reponer fuerzas realmente era algo que cualquiera apreciaría.

Los primeros en desembarcar fueron los servidores, que se encargaron de amontonar sobre el muelle baúles y objetos personales de los nobles guerreros que habían acompañado durante la navegación. La servidumbre del castillo corrió afuera, ya fuese para transportar los bagajes de cada uno a las estancias que se les habían asignado, ya para conducir a los siervos recién desembarcados hacia las alas del castillo reservadas para ellos, con el fin de que pudiesen reponer fuerzas, reposar y, si querían, estar en compañía de alguna putilla. Inmediatamente, descendieron a tierra los marineros que enseguida fueron conducidos hacia las aberturas que daban acceso al centro habitado de Sirmione, por el lado meridional de los muros de la dársena. Éstos no veían la hora de llegar a los tugurios, para darse un festín, beber vino y seducir a alguna hermosa paisana. Las mujeres venecianas y lombardas, de hecho, eran famosas en toda la península por ser amantes apasionadas y siempre disponibles. Y además hablaban con aquella lengua cantarina que hubiera abierto el corazón incluso al más cascarrabias de los marineros. Y todo por un poco de dinero, mucho menos de lo que estaban acostumbrados a pagar por los favores sexuales de ciertas doncellas.

 

Los últimos en descender de la embarcación fueron los nobles guerreros, cada uno de ellos escoltado por sus propios ayudantes. Uno tra otro, cruzaban el umbral del gran salón donde eran acogidos por el Duca della Rovere, que los invitaba a despedir a sus subordinados y sentarse a la mesa ya preparada. Pronto comenzaría la fiesta, no faltaría la comida y el vino fluiría a raudales. A una señal del Duca, algunas sirvientas con coloreados vestidos transparentes, que no dejaban espacio a la imaginación, comenzaron a danzar sinuosamente en un lado de la sala, al ritmo de una melodía que recordaba atmósferas exóticas. Mujeres hechas prisioneras y convertidas en esclavas durante las campañas de la Serenissima contra el imperio otomano. Mujeres que provenían de Oriente Próximo y que sabían mover su vientre de manera independiente al resto del cuerpo. A una segunda señal del Duca, las muchachas se libraron de las túnicas de colores y mantuvieron encima sólo unas pequeñas piezas que cubrían sus senos y pubis. La música cambió y las jóvenes sirvientas, a cual más bella, a cual más sensual, comenzaron a exhibirse en la provocativa danza del vientre. Mientras tanto los criados ponían sobre la mesa todo tipo de exquisiteces, desde el pasticcio di lepre3 al jabalí asado, caza con salsa agridulce, conigli in salmi4 , a la verduras de diversos colores, a los caldos de pollo y de ternera aromatizados con especias. A las jarras de vino no les daba ni tiempo de llegar a la mesa que ya debían ser sustituidas por otras llenas.

Francesco Maria pasaba revista a los rostros de sus huéspedes. El Duca di Orvieto, con un muslo de pollo en la mano y un jarro de vino en la otra, se había acercado a una de las danzarinas, lanzando besos con los labios grasientos en su dirección. Aquella, por toda respuesta, se había librado de la parte superior del traje y se había quedado con el pecho desnudo, continuando la danza de modo todavía más provocativo. El Marchese di Villamarina, por su cuenta, había tomado asiento, con la seria intención de saciarse comiendo y bebiendo, casi despreocupado por el espectáculo de la danza. Sin embargo, movía la cabeza al ritmo de la música. Messer Vittorio dei Gherardeschi, Conte della Caccia y Señor de las tierras de Polverigi, miraba a su alrededor un poco perdido, como si todo lo que estaba ocurriendo en el salón no fuese con él. Se acercó a Francesco Maria, se despidió respetuosamente y pidió ser acompañado a sus alojamientos, ya que estaba muy cansado y quería reposar. El Duca della Rovere, había escrutado a todos, pero todavía no había conseguido localizar a Andrea. Éste último, de forma totalmente inesperada entró, en un momento dado, en el salón por el acceso opuesto a aquel por el que habían llegado todos, el que utilizaba quien venía de tierra firme, de Sirmione. Andrea aparecía cansado, estaba muy pálido y tenía los ojos cercados por ojeras.

―¡Dios Mío, Andrea! ¡Parece que las naves son tus peores enemigos! ―y hablando de esta manera Francesco Maria se acercó a su amigo mientras lo estrechaba en un afectuoso abrazo ―Por suerte tengo otros planes para ti y mañana hablaremos de esto con tranquilidad. Ahora siéntate y disfruta plenamente de mi hospitalidad. Podrás revitalizar cuerpo y espíritu y mañana te sentirás otro hombre.

Vio a Andrea mirar a su alrededor, admirar la mesa puesta, echar una ojeada a las bailarinas orientales que, ahora ya casi todas con los senos al descubierto, complacían las peticiones de los nobles guerreros. A continuación, el joven Capitano d’Arme se acercó a la mesa, picoteó algunas aceitunas en salmuera, bebió una copa de vino y expresó su deseo de retirarse.

―¡Cuéntame cosas del viaje, Andrea! ¿Cómo es que has bajado de la nave y has llegado hasta aquí por tierra? ―intentó retenerlo Francesco.

―Querido amigo, lo has dicho hace poco. De eso hablaremos mañana con calma. Estoy muy cansado y sólo deseo retirarme para descansar.

―¿Quieres que te mande compañía a la habitación? ¡Esas bellezas exóticas son capaces de hacer resucitar a un muerto!

―Pero no a mí. En este momento no sería capaz ni de acariciar a una mujer, que no fuese mi prometida, ni siquiera con un dedo. Haz como si hubiese aceptado la oferta y lleva la muchacha a la habitación contigo.

Francesco Maria dejó escapar una risotada.

―¡No puedo! En mis aposentos ya está Eleonora. Tampoco yo, estos días, soy incapaz de acariciar a ninguna otra mujer que no sea mi amada.

Capítulo 4

Cada uno es aquello que persigue.

Yo soy el que soy, soy aquel que amo,

amo lo que soy

(Elio Savelli)

Todavía Andrea no conseguía hacerse a la idea de porqué había seguido sin pensárselo dos veces a los hombres del Duca, justo unos minutos antes de la ceremonia del matrimonio con su amada Lucia. Su poderoso caballo blanco, aún acicalado para la fiesta, procedía a buen paso, sin ninguna dificultad para seguir el ritmo a los soldados que se dirigían a la carrera hacia el Esino, a Monte Returri. La cabalgada discurría sin esfuerzo, sin armaduras, sin llevar ni siquiera la celada en la cabeza. La espesa cabellera rubia de Andrea acariciaba el aire. Las mangas del jubón rojo se inflaban y desinflaban según el capricho del viento. Pero la mente de Andrea estaba en ebullición. Pensamientos incapaces de refrenar se amontonaban en su cabeza e intentaban expandirse hacia las sienes, con la esperanzas de ser tenidas en consideración.

―Siempre has perseguido la esperanza de poder unirte en matrimonio con Lucia. Y ahora que finalmente había llegado el momento, ¿qué haces? ¡La abandonas allí, en el atrio de la iglesia! ―lo comenzaba a torturar su primer pensamiento ―¡Recuerda, Andrea! ¡Cada uno es aquello que persigue en la vida! No alcanzar los propios objetivos significa fracasar miserablemente.

―¡Yo soy el que soy! ―se defendía Andrea discutiendo consigo mismo ―Me gusta ser lo que soy. Y soy un hombre de armas y como tal debo obediencia a quien está al mando. Por lo tanto he hecho la elección apropiada. No nos podemos sustraer al deber a causa de una doncella.

―Tú amas lo que eres pero eres también aquello que amas ―rebatía un segundo pensamiento, sin darle tregua, en un increíble juego de palabras. ―Y a quien amas es a Lucia. Con ella deberías ser un único cuerpo y una única alma. ¿Qué diferencia había entre seguir a estos hombres ahora, enseguida, y no mañana por la mañana, o pasado mañana o dentro de una semana? Y tu hija Laura, a quien le has regalado sonrisas hasta esta misma mañana, haciéndole entender que ahora podía confiar en el afecto de un padre, ¿qué pensará de ti? Que eres un bellaco, que eludes el amor y los afectos según como sople el viento. ¿No hubiera sido lícito por lo menos explicar porque te ibas?

―¡No soy una mujercita, soy un Capitano d’Arme! ―replicaba con vigor el espíritu guerrero de Andrea ―Si estos hombres tenían mucha prisa para que fuera con ellos, debe haber un motivo, y bien grave, por lo que he podido leer en la carta que me ha enviado el Duca. Un guerrero no se desentiende de su deber. ¡Jamás! Y mucho menos por motivos amorosos. El amor puede esperar, el enemigo, no.

Inmerso en aquellas disquisiciones mentales, Andrea ni siquiera se había dado cuenta de que, superada la torre de vigilancia en la cima del Monte Returri, el pelotón de soldados al que seguía, en cuanto atravesaron el pequeño centro habitado de Santa Maria delle Ripe, estaba bajando rápidamente hacia el valle del río Musone. Hizo acallar todos sus pensamientos y se concentró en el recorrido. Si se debían dirigir a Mantova, el camino a seguir no era aquel, que giraba hacia el sur. Lo lógico hubiera sido recorrer la Via Fiammenga hasta Monte Marciano y luego remontar las costas del Adriático hasta Ravenna, para luego girar hacia Ferrara. Y desde allí llegar a Mantova cómodamente, sin ninguna dificultad. El camino que estaban recorriendo llevaba directamente al castillo Svevo del Porto, al sur del monte de Ancona, entre las desembocaduras del río Musone y el de Potenza. Un castillo hecho edificar en su momento por Federico II como defensa y baluarte de un importante puerto en el que estacionar la flota gibelina. Sólo pensar en el mar a Andrea le produjo arcadas.

Y muy pronto, efectivamente, el valle del Musone se extendió hacia el mar Adriático. Dejando a su derecha, en lo alto de la colina, la imponente basílica de Loreto, dedicada al culto de la Madonna y protegida por poderosos bastiones, Andrea y sus compañeros siguieron una amplia carretera durante unas leguas, hasta que alcanzaron con la vista su meta. La silueta del castillo svevo, con su imponente torre del homenaje que se elevaba hacia el cielo, se acercaba veloz. El sol ya estaba cayendo en el horizonte y, poniendo al paso a las cabalgaduras, se podía escuchar el ruido de la resaca y olfatear el olor salobre que traía el viento. El atardecer incendiaba el cielo de un rojo intenso, matizado de un color naranja allí donde el sol estaba escondiéndose detrás de la línea del horizonte, marcada por los montes del Appennino. Escenas y colores que habrían insuflado el sentimiento de la nostalgia en el corazón de cualquier persona, imaginémonos en el de Andrea, ya alborotado por toda las vicisitudes que estaba viviendo. Le hubiera gustado dar la vuelta con el caballo y volver a la carrera a Jesi, con su amada, con sus seres queridos. Pero una vez más, los relinchos de los caballos y los gritos de los soldados lo devolvieron a la realidad. Estaban delante de la entrada principal del castillo, en un gran espacio cuadrangular que, en el lado opuesto, se abría hacia el mar. Mientras sus acompañantes lanzaban gritos a los soldados del paseo de ronda, para darse a conocer y hacer que se bajase el puente levadizo, Andrea escrutó el puerto. El mar estaba en calma, plano, casi como una tabla. Ya algunas estrellas brillaban en el cielo, un cielo que estaba tomando tonos turquesa y que pronto se convertiría en más oscuro, envolviendo a cosas y personas con el negro manto de la noche. La silueta de una enorme embarcación de tres palos llamó la atención de Andrea. En toda su vida había visto una nave tan grande. Y el miedo de que a la mañana siguiente debiese subir a ella atenazó su corazón. En el mástil más alto, el central, ondeaba el estandarte de la Reppublica Serenissima, un león tumbado, el león de San Marco, con un libro abierto, los Santos Evangelios, entre las patas delanteras. Cuando el puente levadizo fue bajado y las enormes hojas del portalón se abrieron, el capitán de la guardia del castillo salió y se acercó a Andrea, entregándole una tela doblada. Se inclinó en su dirección en una obsequiosa reverencia y le entregó el estandarte.

Andrea bajó del caballo, hizo una señal al capitán de la guardia para que se irguiese de su posición de reverencia y cogió el objeto de sus manos. Desplegó la tela, en la que, sobre un fondo rojo había sido realizado, finamente bordado, el dibujo dorado de un león rampante adornado con la corona regia en la cabeza.

―¡Mi Señor, Marchese Franciolino Franciolini, combatiréis bajo el emblema del león! ―comenzó a decir el lugarteniente ―Llevaréis mañana por la mañana este estandarte a la tripulación de la nave, que procederá a izarlo en el mástil, al lado de la bandera de la Serenissima. El Duca Francesco Maria della Rovere ha dado órdenes precisas. El león rampante, símbolo de vuestra ciudad, pero también de Federico II de Svevia, que , en su época, concedió adornarlo con la corona imperial, será el símbolo de Vuestra fuerza y de Vuestra autoridad.

El capitán de la guardia se interrumpió e hizo que le trajese un pergamino otro soldado, que se había quedado detrás de él, a unos pasos.

―El Duca Francesco Maria della Rovere os nombra, además, como está escrito en este pergamino, Gran Leone del Balì, título que os confiere gran poder y la posibilidad, y también el deber, de estar al lado del comandante veneciano en el puente del galeón de guerra.

 

Diciendo estas palabras enrolló el pergamino y se lo entregó a Andrea.

―Mañana al alba subiréis a bordo con vuestros hombres y entregaréis las credenciales al Capitano da Mar Tommaso de’ Foscari. Dos leones y dos capitani d’arme estarán unidos contra los enemigos comunes, por un lado los turcos del Sultán Selim, por el otro los lansquenetes germánicos. El Duca della Rovere confía en que mantendréis alto el honor debido a vuestra bandera y a la de la Reppublica Serenissima, nuestra aliada. Y ahora, mi Señor, permitidme que os conduzca a vuestros aposentos para que tengáis un merecido reposo. Mañana por la mañana se os despertará muy temprano, incluso antes de que salga el sol.

Andrea estaba confundido, no sabía qué decir, así que permaneció callado. Es verdad que su amigo el Duca sabía halagarlo con galardones y reconocimientos, pero actuando de esta manera encontraba siempre el modo de mandarlo al foso de los leones. El hecho de embarcase en una nave no le apetecía demasiado pero ya, había llegado hasta allí y no podía, de ninguna manera, echarse atrás.

Durante la noche dio vueltas y más vueltas entre las sábanas consiguiendo dormir poco o nada. Cuando caía en el sueño profundo le asaltaban pesadillas que le traían a la memoria la única batalla disputada en el mar. Mar y sangre, fuego y muerte. Y la figura del Mancino que lo atormentaba, acercándose a él hasta convertirse en un gigante, que lo acusaba de haberlo dejado morir entre el oleaje. Y se despertaba bañado en sudor, dándose cuenta de que había dormido sólo un instante. Cuando llegó el sirviente encargado de despertarlo casi sintió alivio al poder levantarse. Todavía estaba oscuro afuera pero desde la ventana podía vislumbrar la nave de tres palos en el fondo iluminado por la blanquecina luz de una luna casi en fase llena. El servidor le ayudó a ponerse una armadura ligera, constituida por una camisola de cota de malla con refuerzos más compactos en los hombros, los antebrazos y en el cuello. Encima de la armadura, un manto de raso mitad rojo y mitad amarillo. En la parte amarilla el dibujo del león de San Marco, en la roja la del león rampante coronado.

―¡Esta ropa no me va a proteger de nada en absoluto! ―comenzó a lamentarse Andrea con el servidor que le estaba ayudando a vestirse. ―¡Una flecha en el pecho y adiós al Marchese Franciolini! ¿Y qué podemos decir de las calzas? Simples calzones de cuero, sin ni siquiera unos clavos de metal de protección. ¡Venga, pásame la celada!

―No hay celada, Capitano. Así ya estáis preparado. A bordo es necesario ir ligeros, debe existir la posibilidad de actuar cómodamente, de correr de un lado a otro del galeón y, si es necesario, subirse a los mástiles. Una armadura como aquella a la que estáis acostumbrado a llevar en las batallas terrestres sólo sería un estorbo. ¡Creedme, mi Señor!

―Te creo y también creo que no llegaré vivo a Mantova. Si no me mata el mareo lo hará el enemigo. Seré un blanco fácil para los piratas turcos. Me acribillarán con las flechas y se cebarán con mi cadáver. ¡Un bonito destino al que salgo al encuentro, sólo por complacer a mi amigo el Duca!

―No debéis temer nada, mi Señor. El galeón realmente es muy seguro y perfecto para resistir cualquier tipo de ataque por parte de otras embarcaciones. Y el Comandante Foscari sabe lo que se hace. Sabe gobernar la nave y combatir en el mar como ningún otro en el mundo. Ya veréis. ¡Y ahora, relajaos! Necesitaréis todas vuestras fuerzas para enfrentaros al viaje ―y hablando de este modo dio unas palmadas haciendo que entrasen en la habitación otros siervos con unas bandejas.

El servidor que le había ayudado a vestirse, tomó una copa de plata y le hizo lavarse las manos con agua de rosas. Luego lo invitó a sentarse para comer. Los otros servidores apoyaron delante de él, sucesivamente, tres bandejas. En la primera había unas copas, algunas llenas de leche de burra, otras de zumo de naranja de Sicilia, otras con leche de vaca todavía humeante. Una segunda bandeja tenía comida dulce, pan de leche, rosquillas, galletas, mazapanes, piñonadas, cañas de crema, sfogliate5 , colocados en platitos decorados con anchas hojas de lechuga. La tercera bandeja estaba dedicada a los alimentos salados, anchoas, alcaparras, espárragos, gambas, acompañados por una copa llena de huevos de esturión al azúcar. Aparte, algunas jarras llenas de vino, desde el moscatel al trebbiano6 al vino dulce fermentado. Andrea tenía miedo de que, una vez que estuviese a bordo del galeón, todo lo que tendría en el estómago saldría por su boca. Vomitaría todo lo que hubiese ingerido. Pero los aromas que acariciaban sus narices eran demasiado atrayentes y así ensopó en la leche de burra algunas galletas y dos rosquillas, engullendo después la copa de leche caliente de vaca. Se cuidó mucho de probar la comida salada y, sobre todo, los vinos. Satisfecho, dejó escapar un sonoro eructo, después de lo cual se declaró preparado para ir hasta la embarcación veneciana.

Vista de cerca la nave de tres palos era realmente imponente. Andrea no había visto jamás una embarcación tan grande, ni siquiera las de los piratas turcos con los que había peleado hacía más de un año. Observó con placer que el galeón era muy estable. Las olas pasaban debajo del casco, pero la mastodóntica nave, en efecto, parecía que no se movía. A su mirada atenta no se le escaparon unos curiosos paneles metálicos que recubrían en casi todos los puntos los flancos de madera de la embarcación. Mientras intentaba comprender para qué servían, su atención fue reclamada por el capitán de la nave. Tommaso De’ Foscari estaba moviendo los brazos, haciendo señales al joven para subir a bordo a través de una cómoda pasarela dispuesta entre el muelle y el costado izquierdo del navío. No sin un poco de temor, Andrea llegó al puente, saludando a su nuevo compañero de aventuras con una reverencia. Mientras entregaba a Foscari el estandarte con el león rampante, para izarlo en la galleta7 para hacer compañía al león de San Marco, se dio cuenta de que estar encima de aquella nave no le molestaba en absoluto. El galeón era algo muy distinto a la coca en la que había perdido a sus dos mejores compañeros, el Mancino y Fiorano Santoni. Los movimientos debidos al chapoteo de las aguas bajo el casco no se sentían en absoluto.

―Como ves, mi estimado Franciolino, este navío de tres palos es una de las mejores naves suministradas a la flota de la Reppublica Serenissima ―comenzó a explicarle el comandante rodeándole el hombro con un brazo. ―Es una nave muy grande y por lo tanto muy estable. Pero, al mismo tiempo, es también ágil y fácil de maniobrar. Además por el viento puede ser impulsada, si es necesario, por dos órdenes de remeros. Entre la tripulación, sirvientes, remeros y soldados, se encuentran a bordo más de quinientos hombres. Casi un ejército. Y eso no es todo. Es un navío muy seguro. He observado, hace poco, como estabais mirando las mamparas metálicas en los flancos. Éstas protegen el casco de las bolas incendiarias de los enemigos. Si es necesario pueden ser levantadas, creando una barrera mucho más alta que las amuras de la misma nave y, entre una mampara y otra, pueden ser insertadas bocas de fuego, bombardas capaces de lanzar proyectiles explosivos contra el adversario. Pero todavía hay más. A bordo tenemos más de cien arcabuceros, hombres capaces de usar a la perfección la nueva y mortífera arma de fuego inventada por los franceses. No veo el momento de haceros ver esta máquina de guerra en acción.