Filósofos de paseo

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[...] Sigue sin contestación la pregunta de si se aprovecha más al prójimo saliendo inmediatamente en su auxilio y ayudándole –lo que bien puede suceder de manera muy superficial, si no es que se llega a una intervención y reestructuración tiránicas– o de si de uno mismo se forma algo que el otro ve con placer, como un bello y calmo jardín encerrado en sí mismo, con altos muros contra tormentas y el polvo de los caminos, pero también con un amable portón.26

1 Véanse referencias en F. Gros, Andar. Una filosofía, op. cit., pp. 19-37. Después de recordar que “las largas excursiones de Nietzsche transcurrían por caminos conocidos, recorridos precisos que le gustaba repetir”, Gros añade: cuando después de caminar mucho tiempo, se alcanza tras el recodo del camino una contemplación, “se da siempre una vibración del paisaje”, que a su vez reverbera “en el cuerpo del caminante”. La correspondencia entre esos dos elementos, dice, “es como un nuevo impulso indefinido. El Eterno Retorno es desplegar en un círculo continuo la repetición de esas dos afirmaciones […] la intensidad misma de esa copresencia […] da origen a una circularidad ilimitada de intercambios: siempre he estado aquí, mañana, contemplando este paisaje” (ibíd., p. 33). Hay otra comparación de Gros curiosa, menos grandilocuente que merece la pena añadir: el estilo aforístico de Nietzsche, dice, guarda un paralelismo con la aparición súbita de un paisaje sorprendente, con el hallazgo de “un esplendor que estaba a la espera. Muchos aforismos se construyen sobre esos cambios de perspectiva, esas exclamaciones finales en las que se descubre otra cosa, el secreto de un hallazgo como un paisaje nuevo, y el júbilo que lo acompaña” (ibíd., p. 32).

2 El popular filósofo francés –conviene recordarlo– mantiene una relación especial con el mundo verde, pues dice haber obtenido de niño su sentido del orden y del tiempo gracias al jardín-huerto de su padre. La naturaleza, dice, le enseñó más que los libros: “un jardín es una biblioteca, pero pocas bibliotecas son jardines” (Cosmos. Una ontología materialista, Barcelona, Paidós, 2016, p. 28).

3 Teoría del viaje, Barcelona, Taurus, 2016, p. 107. En el aforismo 46 de La gaya ciencia (Madrid, Akal, 1988) dice: “¡Perder por una vez el suelo bajo nuestros pies! ¡Flotar! ¡Extraviarse! ¡Enloquecerse! –eso formaba parte del paraíso y de la orgía de los tiempos pretéritos: mientras nuestra dicha semeja la del náufrago que ha ganado la costa e hinca los pies en la vieja Tierra firme– asombrándose de que se balancee”. En esta imagen, los hombres no son ya los que huyen de un mundo que se considera estable, sino viajeros a la deriva que saben que ya no hay nada estable, ni siquiera la isla que les puede salvar la vida.

4 Ibíd., aforismo 366.

5 La declaración se hace varias veces: “Sal de tu caverna: el mundo te aguarda como un jardín. El viento juega con densos aromas que quieren venir hasta ti; y todos los arroyos quisieran correr detrás de ti”; o luego: “¡Oh animales míos, respondió Zaratustra, seguid parloteando así y dejad que os escuche! Me reconforta que parloteéis: donde se parlotea, allí el mundo se extiende ante mí como un jardín”. Shapiro recuerda que cuando en el capítulo “El convaleciente” aparecen tantas bayas rojas, uvas, manzanas rosas, hierbas olorosas y piñones, se diría que el jardín parece una parodia del Edén. En Forests. The Shadow of Civilization (op. cit., pp. 41 y ss.) Pogue Harrison recuerda el momento en que Zaratustra baja de las montañas y al entrar en el bosque se encuentra al santo que le vio pasar de camino a la montaña diez años antes. El santo le insta a que se quede en el bosque, junto a los animales, como un oso entre osos, o un pájaro entre pájaros. Al quedar aislado en el bosque, dice Pogue Harrison, el santo ignora que “Dios ha muerto” y que la humanidad que lo ha matado está devastando la Tierra, “desconoce que la historia y la naturaleza comparten un destino común y que el bosque pronto será un desierto”.

6 En ¿Qué significa pensar? Heidegger menciona una solemne frase de Nietzsche, “El desierto crece”, y la interpreta como una profecía sobre la desecación del espíritu más que como una constatación de la creciente devastación de la naturaleza. Heidegger afirma que se lleva hablando mucho de la decadencia de Occidente, del ocaso de la civilización, pero que hacer esas declaraciones es más fácil que decir algo verdaderamente esencial. La expresión de Nietzsche, en cambio, acuñada en los años ochenta del siglo xix, sí le parece una observación profunda porque la desertización de la que habla Nietzsche es más terrible que la desaparición de lo que ya ha crecido o ha sido construido. La desertización, dice Heidegger, impide el crecimiento futuro e imposibilita la construcción. Es peor, pues, que la aniquilación porque esta, continúa Heidegger, pone en acción la Nada, mientras que la desertización pone en acción un obstáculo, un estorbo y puede ser compatible “con un alto estándar de vida para el hombre, lo mismo que con la organización de un estado uniforme de dicha para todos los hombres, [pues] puede proceder por todas partes de la manera más terrible, a saber, ocultándose. No es un simple cubrir de arena, es el rápido curso de la expulsión de Mnemosyne”. El dictamen de Heidegger, pues, es que la desertización es algo que arrastra el hombre consigo mismo, algo que lleva con él. Esta lectura heideggeriana permite sentirse a algunos nietzscheanos como unos elegidos parecidos a aquellos iniciados en el culto mistérico que al morir no bebían en el río Late para olvidar sus vidas anteriores cuando se reencarnaran, sino justamente en el otro río del Hades, el río Mnemosyne (¿Qué significa pensar?, R. Gabás [trad.], Madrid, Trotta, 2005, p. 29).

7 La excursión a Capri es especial porque descubre una gruta orientada hacia la salida del sol (la Grotta di Matromania) en la que –según estudios que conocía– se había practicado el culto a Mitra. Esta idea de una religión del sol exportada de oriente, un culto a la vida muy distinto al cristianismo, también excitó su imaginación. Véanse los detalles, en D’Iorio, El viaje de Nietzsche a Sorrento, Barcelona, Gedisa, 2016, pp. 114 y ss.

8 Cita de Fragmentos póstumos de 1881, citado por D’Iorio.

9 En Sorrento y sus alrededores había jardines, invernaderos, villas y barrios que parecían claustros, y caminos entre muros por encima de los que sobresalían no solo naranjos, sino también limoneros y cipreses, higueras y racimos de uva. Todo era una delicia para Nietzsche, que además encontraba muy beneficiosa para sus ojos aquella “mezcla de brisa marina y aire de montaña”, según dice en una carta de 1876 a su hermana y que cita D’Iorio. Lo que le gustaba del jardín al que se abría su estancia era que “también era verde en invierno”. En otras cartas de 1877 dice que debajo del viejo musgo académico está todo “verde y fuerte”.

10 Esta frase se repetirá en Humano, demasiado humano, Madrid, Akal, 2001.

11 Carta de 1877, citada por D’Iorio, op. cit., p. 137. Este mismo texto, como observa D’Iorio, es repetido casi literalmente en el aforismo 275 de Humano, demasiado humano, cuando explica la diferencia entre el temperamento cínico y el epicúreo. El primero sale afuera, por así decir, a la intemperie y se endurece hasta volverse insensible. En cambio, el otro, el epicúreo, se resguarda, se pone el abrigo, a media luz, oyendo silbar al viento huracanado en las cimas de los árboles, mientras que el cínico camina solo y desnudo, con la piel endurecida al sol y al aire mientras por encima de él las copas de los árboles bramando le recuerdan cuán violentamente agitado es el mundo de allá afuera. El cínico niega el mundo civilizado en abierto, pero el epicúreo se distancia de él, lo cual es una forma de sentirse por encima de él.

Merece la pena comparar este aforismo 275 de Humano, demasiado humano con el 306 de La gaya ciencia (“Estoicos y epicúreos”), donde compara, a su vez, al epicúreo con el estoico. El epicúreo, dice, “selecciona la situación, las personas y aun los eventos que corresponden con su extrema irritabilidad intelectual y renuncia a lo demás –esto quiere decir, a lo más– porque sería para él una comida demasiado fuerte e indigesta. En cambio, el estoico se ejercita en la ingestión, sin asco, de piedras y gusanos, vidrio picado y escorpiones; su estómago tendrá que terminar siendo indiferente a todo lo que vuelque en él el azar de la existencia”. La diferencia más importante, sin embargo, es que a los cínicos les gusta la exhibición de su insensibilidad ante un público del que “el epicúreo rehúye; ¡como que tiene su ‘jardín’!” (el jardín entrecomillado es de Nietzsche). Para las gentes con las que el destino improvisa, añade, para quienes viven durante épocas violentas y dependen de “hombres bruscos y veleidosos, el estoicismo es quizá muy conveniente. Mas quien de alguna manera adivina hilar un hilo largo hace bien en organizarse epicúreamente” (La gaya ciencia, op. cit.). En el aforismo posterior, “Por qué parecemos epicúreos”, dice que quienes desconfían de las convicciones últimas, de la fe ardiente, de las convicciones firmes, de “todo sí y no incondicional”, quizá lo hagan como consecuencia de “la cautela de ‘gato escaldado’ del idealista desengañado”, o quizá porque anhelan la libertad de quienes, después de haber pasado mucho tiempo en los rincones, gozan y se exaltan con lo contrario del rincón, con “el infinito, el ‘aire libre en sí’”, desarrollando así una actitud “casi epicúrea” que no renuncia al carácter misterioso de las cosas, y una “repugnancia por las grandes palabras y posturas morales, un gusto que repudia todas las burdas y ramplonas oposiciones y tiene conciencia con orgullo de su propia actitud prudente y cautelosa” (ibíd., aforismo 375).

 

12 Carta a Overbeck, citada por D’Iorio, op. cit., p. 89, también por Gros, op. cit., p. 23.

13 Carta a Köselitz, citada por Gros, op. cit., p. 25.

14 Cuadernos de 1880-1881, citados por Shapiro, en Nietzsche’s Earth. Great Events, Great Politics, Chicago, The University of Chicago Press, 2016, pp. 155-156. Cuando Nietzsche escribe sobre Génova dice bastante sobre la diferencia entre el norte y el sur, en una especie de ejercicio libre de geografía humana y política. En el aforismo titulado así, “Génova”, de La gaya ciencia, dice: “He mirado un buen rato esta ciudad, sus casas de campo y jardines y el vasto perímetro de sus colinas y faldas habitadas, y finalmente me veo obligado a decir que veo rostros de generaciones fenecidas –esta región está cubierta de imágenes de hombres gallardos y soberanos. Vivieron y quisieron pervivir –así me lo revelan sus casas, construidas y adornadas para siglos, no para el día fugaz: fueron benévolos con la vida, aunque con frecuencia maliciosos entre ellos. Me parece ver al constructor reposar su mirada en todo lo cercano y lejano construido en su derredor, como también en la ciudad, el mar y el contorno de la montaña, violentar y conquistar con esta mirada: todo esto lo quiere incorporar a su plan y convertirlo como parte integrante del mismo, en posesión suya. Toda esta región está cubierta de este magnífico egoísmo insaciable del afán de botín y apropiación; y así como en la lejanía esos hombres no reconocían límites e impulsados por su ansia de novedad agregaron al viejo mundo otro nuevo, también en la patria todos se sublevaban contra todos y se las ingeniaban para dar expresión a su superioridad y situar su infinidad personal entre sí y su vecino. Cada cual conquistaba su patria otra vez para sí mismo, dominándola con sus pensamientos arquitectónicos y transformándola, por así decirlo, en el solaz de su propia casa. En el norte, considerando la edificación urbana uno queda impresionado por la ley y el deleite colectivo de la legalidad y disciplina que aquella revela: se intuye esa íntima equiparación y subordinación que debe haber dominado el alma de todos esos constructores. En cambio aquí uno encuentra a la vuelta de cada esquina a un hombre particular que conoce el mar, la aventura y el oriente, a un hombre al que repugnan la ley y el vecino como una especie de tedio y que en todo lo establecido, antiguo, fija una mirada codiciosa: con una maravillosa maña de la imaginación quisiera él fundar de nuevo todo esto, al menos, en el pensamiento, ponerle la mano encima y su alma dentro; aunque solo fuera por el instante de una tarde de sol en que por una vez su alma insaciable y melancólica se sienta saciada y en que sus ojos no querrían ver más que cosas propias y ninguna ajena” (La gaya ciencia, op. cit., aforismo 291).

15 Humano, demasiado humano, op. cit., último aforismo. Véase el comentario de este pasaje en Paolo D’Iorio, op. cit., p. 209.

16 La gaya ciencia, op. cit., aforismo 280.

17 Ibíd., aforismo 371, “Nosotros los incomprensibles”. Me centro en el árbol, pero Michel Onfray, en Cosmos relaciona a Nietzsche con otro tipo de plantas. En ese, su tratado de filosofía materialista (que tanto ha gustado a un público francés tan propenso a ese tipo de grandes cuentos), Onfray recuerda la cantidad de menciones a plantas, algunas delirantes, que Nietzsche hizo en Así habló Zaratustra: la castaña, el dátil, los hongos, la palmera, los pinos, los abetos, la hiedra, los frutos, el grano, el arroz, las patatas, el té, el chocolate, el lúpulo, etcétera, pero, según él, nada de esto es comparable a la mención de una planta trepadora (el sipo matador de Java, ávido de luz solar), en el aforismo 258 de Más allá del bien y del mal. Onfray se deja llevar y se desentiende demasiado del contexto social y político que rodea la digresión de Nietzsche sobre la corrupción (todo aquello que amenaza la vida desde dentro de sí misma y quebranta el cimiento de los afectos). Esas plantas, en efecto, estrechan con sus brazos otros árboles hasta que, finalmente, apoyadas en ellos, pero por encima de ellos, logran estar más cerca del sol.

Para Onfray, esta forma perversa de prosperar tiene su significado: “Nietzsche –dice– quiere concebir lo que está más allá del bien y del mal, como un físico que indaga en lo que hay en el mundo y no como un moralista que juzga lo que no hay: voluntad de destruir” (Cosmos, op. cit., p. 127). Es cierto, la liana no es la mala de la película animal, no es cruel: simplemente crece aprovechándose de otros, igual que el resto de las plantas se aprovecha del subsuelo y la tierra. La planta podría valer como alegoría de la voluntad de poder, y también diría mucho “de quien la describe y la manera que tiene esa persona de ver la naturaleza, siempre como víctima de la moralina” (ibíd., p. 128). De acuerdo, pero el contexto en el que Nietzsche la saca a relucir es más preciso: trata de entender la corrupción de una aristocracia que se deja utilizar, que acepta que su sociedad no puede existir por sí misma, sino solo como andamiaje o infraestructura para que otros seres selectos trepen, a semejanza de esas plantas que estrechan con sus brazos un árbol hasta que, finalmente, pueden desplegar su corona a plena luz y exhibir su felicidad.

18 Creo que esto contradice, en parte, la idea de D’Iorio según la cual las visiones de Nietzsche no tienen relación con la verticalidad (ibíd., p. 184). A veces evocan, desmontándolo, el viejo gesto de “coger altura”, de “elevarse por encima” de las opiniones dominantes y las masas sumisas. Recordemos que en Niza a Nietzsche le gustaba subirse por senderos escarpados hasta la aldea de Èze, desde la que se podía dominar el paisaje. En Sils Maria también ascendía hasta valles altos, pues le parecían más ajenos a todo y en Rapallo no se privaba de ascender a lo más alto, o sea, a Monte Allegro. El hecho de que Nietzsche fuera un espíritu errante y errático –dicho sea de paso– explica su extraordinaria influencia en el pensamiento nómada de los pensadores franceses de la década de 1960, quienes, tomando tanto de él, tratarán de liberarlo, creo, de sus ascensos a las alturas. En cualquier caso, esto va más allá de nuestro estudio y merecería otro tipo de indagaciones. El lector puede consultar muchas biografías sobre Nietzsche (la reciente de Curtis Cate, o las más antiguas de Hollingdale, Kaufmann, Hayman o Janz), pero recomendamos la de Rüdiger Safranski Nietzsche. Biografía de su pensamiento (Barcelona, Tusquets, 2002).

19 Sigue diciendo: “¡Lanzad vuestros barcos por mares ignotos! ¡Vivid en guerra unos con otros y con vosotros mismos! ¡Sed salteadores y conquistadores, mientras no podáis ser señores y poseedores, oh cognoscentes! ¡Pronto habrán pasado los tiempos en los que os podría satisfacer vivir ocultos en bosques cual venado esquivo! Al cabo, el conocimiento extenderá la mano hacia aquello que les corresponda; ¡querrá señorear y poseer, y vosotros con él!” (La gaya ciencia, op. cit., aforismo 283). D’Iorio conecta muy bien Isquia con las islas afortunadas en el Zaratustra, pero no alude a este texto que, quizá, matiza un poco su idea de que Nietzsche solo ve el Vesubio como un símbolo de compulsión, de grandes acontecimientos que parecen trastocar todo, pero no a fondo (ibíd., p. 161). Es cierto, pero también es cierto que Nietzsche no renuncia totalmente a la retórica del gran suceso que funciona como un gran despertar.

20 Aurora, aforismo 382, Madrid, Edaf, 1996, 2005.

21 Ibíd., aforismo 560.

22 Sloterdijk habla de jardines e invernaderos en la sección “Islas atmosféricas”, en Esferas III. Espumas. Esferología plural (Madrid, Siruela, 2006), pero es llamativo que no los mencione en su interesantísimo libro Has de cambiar tu vida. Sobre antropotécnica (Valencia, Pre-Textos, 2012), dado que los jardines han sido metáforas y espacios de los procesos de autoformación de los que habla.

23 Aurora, op. cit., aforismo 435.

24 “Et in Arcadia ego”, aforismo 295 de El caminante y su sombra. En este pasaje, después de hacer su propia y pintoresca descripción de un paisaje de colinas con pinos y abetos, lagos, hierba y flores, rebaños y pastoras, y vaquitas al fondo… llega a comparar el modo de evocar el sentido del mundo de Poussin ¡con el de Epicuro!, lo cual muestra todo lo que se mezclaba en su cabeza. Recuérdese que el pintor que Génova le trae a la memoria es, como hemos dicho, Claude Lorrain, un discípulo de Poussin. Como señala Shapiro, el título del aforismo también evoca un epígrafe del Viaje a Italia de Goethe.

25 Aurora, op. cit., aforismo 383.

26 Ibíd., aforismo 174. Esta resistencia a la compasión incluye la que siente uno mismo ante los espacios de su infancia, y la que se permite toda una cultura cuando cree que evocar su pasado la dignifica. En el 277, titulado “Felicidad y cultura” de Humano, demasiado humano, dice: “La contemplación de los escenarios de nuestra infancia nos estremece: la glorieta, la iglesia con las tumbas, el estanque y el bosque, la vista de todo esto siempre nos hace sufrir. La compasión de nosotros mismos nos sobrecoge, ¡pues hemos sufrido tanto desde entonces! Y aquí todo sigue subsistiendo tan quieto, tan eterno: solo nosotros estamos tan cambiados, tan conmovidos; incluso volvemos a encontrar a algunas personas en las que el tiempo no ha hecho más mella que en una encina: campesinos, pescadores, habitantes del bosque, son los mismos. Estremecimiento, autocompasión ante la cultura inferior son signos de cultura superior; de donde resulta que esta en ningún caso aumenta la felicidad. Quien quiera cosechar felicidad y bienestar en la vida no tiene más que evitar siempre la cultura superior”.

iii

Sendas prohibidas

Heidegger

Da la impresión de que los grandes pensadores siempre se han sentido más atraídos por lo sublime que por lo común. Prefieren lo sobrecogedor a lo plácido, los bosques sombríos a los parques luminosos, las cumbres desafiantes a las arboledas tranquilas. La mayoría de los filósofos del siglo xx no se han sentido atraídos por el jardín público. Los imaginamos como visionarios en escenarios espectaculares, pero no como cuidadores de un pequeño terreno, con su pala y su rastrillo. Quizá les avergüence estar cerca de macetas o de regaderas. Quizá su profundidad esté reñida con labores hortelanas y distracciones domésticas. Quizá la jardinería les pareció a muchos algo similar a la cocina: cosas de mujeres o de criados, tareas de débiles o de inferiores. Los filósofos han despreciado los pequeños placeres de la jardinería por varias razones, entre ellas, porque puede inspirar la “simple alegría de vivir, la alegría de estar aquí, en la tierra, viviendo una aventura efímera e insensata”.1 Para ellos ese sentimiento no es suficiente; ese tipo de dicha, dirían, es vulgar, igual de vulgar que la que inspiran otras distracciones carentes de originalidad como “la pesca con caña, el camping, el bricolaje, las artes domésticas”.2 Para la élite del pensamiento, la jardinería, probablemente, es solo eso: otra expresión de una felicidad popular, insignificante, ridícula, a veces hasta miserable y mezquina, una felicidad gregaria y reducida al espacio del ocio y del recreo. La jardinería pudo ser elegante durante un tiempo, pero en el siglo xx es básicamente eso, signo de mediocridad, afición de seres demasiado mansos y a menudo horteras. A los filósofos, en cambio, les siguen correspondiendo “las estrategias sutiles de la distinción, de la dominación simbólica”.3 Desde luego, la jardinería pudo parecer ridícula para muchos que aspiraban a otras emociones más elevadas, aunque lo que nunca pensaron es que también se podía ridiculizar desde abajo. No hace falta ponerse digno, basta con ponerse irónico. No se necesita a los filósofos para reconocer las trampas y las falsas ilusiones que genera el jardín. Flaubert se mofó a finales del siglo xix de las aspiraciones de las ciencias (incluida la agronomía y la jardinería) en Bouvard y Pécuchet, pero podríamos imaginar otra novela similar, que también arrancara en un banco de París, solo que durante el siglo xx, donde las torpezas de dos seres absurdos pusieran en evidencia los lugares comunes no solo de una clase media con jardines vulgares llenos de enanos, sino también de una clase burguesa, más adinerada, que los cuida con primor y devoción, como si la salvación de su alma estuviera en juego. Pero volvamos a los filósofos: ¿plantaron algo cuando nadie les veía?4 ¿Tuvieron sus cabañas huerto o jardín? ¿Se dignaron plantar algo cuando se aislaban para meditar en ellas? No lo parece, según veremos a continuación.5

 

Los románticos que deambulaban al aire libre a veces deliraban. Podían resultar solemnes y trágicos, pero también sabían mantener la ironía. El bosque por el que Heine derramó lágrimas al atardecer, entre árboles de ensueño, no da miedo ni sobrecoge. Los bosques que pintó Caspar David Friedrich a veces son oscuros y misteriosos (con sus crepúsculos y sus lunas, entre siluetas de árboles, con sus ruinas de iglesias y cementerios entre la niebla), pero nunca llegan a ser truculentos. Aunque a Hitler le encantó su visión pura de una cumbre de los Alpes bávaros (Der Watzmann) y se instaló en su residencia de verano en Berchtesgaden, Friedrich también pintó tranquilos parajes con insignificantes pastorcitos y sus ovejitas debajo de árboles solitarios. Poco amenazantes son también los de Carl Blechen, donde aún salen ruinas de castillos e iglesias góticas, típicas estampas románticas, pero también constructores de puentes, señoritas sorprendidas bañándose desnudas en el bosque y luminosos parques y villas italianas. Por lo que toca a las letras, Theodor Fontane demostró en sus Paseos por la Marca de Brandemburgo, escritos desde 1862, que el campo no tiene por qué provocar fantasías tenebrosas. También puede inspirar descripciones detalladas de entornos, parajes, usos y costumbres populares a las orillas del Havel. No había en Fontane, decía Walter Benjamin hacia 1929 o 1930 en un programa de radio para niños y jóvenes, “ni descripciones líricas de la naturaleza, ninguna exaltación lunar, ni bellas palabras sobre la soledad del bosque, ni otras cosas del mismo tipo, con las que a veces tenéis que bregar en el colegio”.6

Los filósofos que surgen a principios del siglo xx en Alemania están más allá de todo esto: son mucho más oscurantistas que los antiguos románticos, y aspiran a algo mucho más impresionante que las insignificancias del costumbrismo. Les domina el desprecio hacia lo ordinario y la obsesión por la autenticidad. Su devoción por lo popular es arcaica y regresiva, y los espacios naturales les tienen que insuflar dos cosas: fuerzas ocultas y recóndita serenidad. Desprecian lo pintoresco e inventan una fantasía siniestra sobre la vuelta a lo esencial. Heidegger es su sumo artífice. Gracias a él, la Selva Negra nunca será un destino turístico más (con sus hotelitos folclóricos y sus pistas de esquí) donde observar algunos de los relojes de cuco más grandes del mundo, sino un reducto especial de revelación, un espacio donde alguien que no se dejó distraer por los sentidos (el “pequeño gran maestro”, Heidegger) logró dar con la clave del destino de Occidente.7 Debemos recordar que, en su primera época, Heidegger se afilió a grupos ultracatólicos y nacionalistas que defendían la vuelta a una especie de nueva Edad Media, una nueva era de valores puros, y homenajeó a un monje agustino del siglo xviii que había predicado contra la vida en las ciudades y ensalzaba la vida humilde de las aldeas. Sin embargo, poco a poco, a lo largo de su carrera logrará disfrazar su antimodernismo con ropajes menos monacales, aunque no por ello menos peligrosos. Atuendos sobrios y simples, pero regionales, con los que oficiará de maestro para un cenáculo de iniciados que, de seguir su ejemplo, podrían llegar a descubrir en los bosques germanos algo único, algo que no se revela ni en las jornadas campestres del Jugendbewegung (‘movimiento juvenil’),8 ni en las experiencias espirituales al aire libre que recetaban Steiner y su secta antroposófica.

Los bosques de Heidegger no producen espanto, pero infunden cierto temor, cosa nada original.9 Como cuenta Remo Bodei en uno de sus mejores libros, Paisajes sublimes. El hombre ante la naturaleza salvaje,10 a lo largo de la historia los bosques han inspirado veneración, pero también miedo. Representaron, a veces, un estadio salvaje de la humanidad del que se salió para asentarse en espacios abiertos, claros y luego llanuras, valles o riveras con chozas, aldeas, ciudades y estados. Como Bodei dice, citando a Vico, el derecho, la familia y las instituciones “nacieron en oposición a los bosques”. A la civilización, por decirlo así, le es consustancial la deforestación, la transformación de zonas boscosas en terreno cultivable. No es extraño, entonces, que a veces la caída de una civilización se represente con la expansión de un bosque que gana terreno perdido y reconquista la ciudad con plantas y animales salvajes.

A los romanos los bosques germanos (populus nigra) les infundían pavor. Preferían, como dice Bodei, los lugares amenos (amoeni), paisajes que los hombres han trabajado y vuelto fértiles, “reflejos visibles de la vida civil” (o sea, campiñas, sotos, arroyuelos, ríos plácidos, huertos y jardines). Los oscuros bosques germanos, en cambio, les parecían algo como un límite más allá del imperio (marciana silva) y lo asociaban con una experiencia de pánico “que se agudiza tanto en pleno mediodía, cuando todo parece inmóvil, las sombras se acortan y el silencio se hace presente”, o con el “misterioso temblor que se siente en ocasiones al anochecer, cuando parece que se oyen voces y sonidos enigmáticos procedentes de escondidas deidades silvestres”. Para los romanos, pues, la atracción por algo misterioso no era más fuerte que el miedo a perderse en una masa oscura aparentemente sin fin. Las tribus salvajes del norte, además, no les parecían suficientemente humanas.11 Para la tradición germana, en cambio, uno de sus enemigos, Arminio (Hermann) se convirtió en un héroe después de aniquilar a las legiones de Quintilio Varo en los bosques de Teutoburgo, una masa oscura de coníferas, hayas y, sobre todo, robles, que se convertirán en símbolos de la fortaleza alemana durante otros conflictos como, por ejemplo, en la resistencia a Napoleón.12

Durante el ascenso de los nazis al poder, los bosques volvieron a representar una fuerza poderosa. Recuérdese, si no, el culto a héroes como Albert Leo Schlageter, un teniente que después de la Primera Guerra Mundial organizó patrullas de voluntarios para sabotear y poner bombas a los franceses que habían ocupado el Ruhr y que acabó siendo ejecutado. Los nazis lo convirtieron en un mártir nacional y, mira por dónde, Heidegger fue quien pronunció en Friburgo, el 26 de mayo de 1933, el discurso de celebración del décimo aniversario de la muerte del héroe. Heidegger se sentía unido a Schlageter porque los dos habían sido alumnos en el seminario de Constanza, pero también porque se estaban uniendo al nacionalsocialismo, y aprovechó la ocasión para otorgar a su filosofía (la de su libro Ser y Tiempo, que había publicado en 1927) una resonancia política. Arengó a los estudiantes de Friburgo para que cuando pasearan por la Selva Negra –hogar del héroe homenajeado– recordaran que las montañas alemanas están hechas de una piedra originaria que endurece la voluntad y son bañadas por la gloriosa y clara luz de otoño que siempre ha iluminado el corazón. Schlageter, dijo Heidegger, seguro que contempló interiormente esa luz y esas montañas cuando le apuntaron con los fusiles de su ejecución. No huyó de su destino, asumió su muerte plenamente, en solitario, arrojado totalmente a sí mismo, y tuvo la más difícil y grandiosa de las muertes, con dureza de voluntad y con claridad de corazón. El bosque, en definitiva, representa la tierra alemana, el suelo patrio, un espacio primigenio, originario que abre la conciencia y posibilita una llamada existencial, a la vez que genera una movilización nacional.13 Los bosques sirven de refugio solo a los débiles, dijo Heidegger; a los fuertes les ayudan, en cambio, a endurecerse.14

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