Filósofos de paseo

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1 A diferencia de El jardín de los delirios, este nuevo libro que Turner también se ha atrevido publicar no tiene que ver con los debates actuales del paisajismo, el urbanismo o la ecología, sino con el mundo en el que, para bien y para mal, he pasado más tiempo profesionalmente, el de la filosofía. En El jardín de los delirios (Madrid, Turner, 2019) examiné el libro de Cooper, A Philosophy of Gardens (2006), donde defiende una ética del jardín que no me parece coherente, sobre todo cuando trata de combinar el amor por la vida ordinaria con la filosofía heideggeriana del habitar. Véase el capítulo “Jardines de este mundo”, en El jardín de los delirios, op. cit., pp. 171-179.

2 Sobre el paralelismo entre formas de escribir y formas de caminar, no podemos dejar de referirnos a un texto de Hazlitt (“Mi primer encuentro con los poetas”), que oyó recitar poemas a Coleridge y a Wordsworth en 1879. “El estilo de Coleridge es más pleno, animado y ameno; el de Wordsworth más equilibrado, uniforme e interiorizado. Osaría decir que uno es más dramático, y el otro más lírico. Coleridge me comentó que le gusta componer mientras pasea por un terreno accidentado o se abre paso a través del ramaje enmarañado de algún bosquecillo de matojos; mientras que Wordsworth, siempre que ha podido, ha escrito mientras paseaba arriba y abajo por un camino recto de gravilla o en algún lugar donde la continuidad de sus versos no pudiese tropezar con ninguna interrupción colateral”. Este texto lo cita Seamus Heaney en De la emoción a las palabras (Barcelona, Anagrama, 1996, pp. 71-72). Heaney explica no solo cómo los versos fueron estimulados por “las monótonas idas y venidas del paseo, puesto que cada trecho actuaba como la longitud de un verso”. También se pregunta si Hazlitt tenía razón cuando decía que el balanceo del cuerpo del poeta, el “bamboleo, el caminar cansino” fomentaba el vaivén de la voz. Tengo que agradecer a Alberto Santamaría que me descubriera este texto.

3 Solnit menciona la versión inglesa: “The World of the Living Present and the Constitution of the Sorrounding World External to the Organism”. Este manuscrito de 1931 se publicó con un prólogo de Alfred Schütz en 1946, y es iluminador leerlo junto con otros dos trabajos: “Foundational Investigations of the Phenomenological Origin of the Spatiality of Nature” y “Notes on the Constitution of the Space”. Aquí no voy a analizar lo que Husserl dice sobre el caminar en estos análisis fenomenológicos, sencillamente porque nos ocuparía demasiado espacio hacer comprensibles sus intrincados pensamientos. Solnit dice algo importante, aunque tampoco lo desarrolla: la fenomenología describió la relación con el espacio como vivencia cualitativa de un sujeto, incluyendo su experiencia corporal. Lo que Solnit no añade es que al cabo del tiempo –esto lo recuerda Jameson– el énfasis de la fenomenología en una experiencia auténtica del espacio fue criticado por una sociología para la que solo hay cuerpo social, para la que no existe un cuerpo humano dado como tal, sino todo un “espectro de experiencias sociales del cuerpo”, una entera “variedad de normas corporales” producidas por distintas formaciones sociales históricas. Visto así, el “retorno” a una visión más “natural” del cuerpo en el espacio que defendía la fenomenología fue tachado no solo de nostálgico, sino de ideológico (“La arquitectura y la crítica de la ideología”, en Fredric Jameson, Las ideologías de la teoría, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2014, pp. 416 y ss.).

4 Después de recordar esto, me encontré con varias referencias al jardín de La náusea y me alegré mucho. Primero porque sentí que no estaba desvariando solo: las ideas de otros autores confirmaban mi impresión; y segundo, porque todos esos autores dejaban pendientes cuestiones que merecían ser exploradas, no solo sobre Sartre. Una de ellas es Forests. The Shadow of Civilization, de Robert Pogue Harrison (Chicago, Chicago University Press, 1992), que conecta el episodio de La náusea en el jardín con el tema más general de la fobia racionalista a los bosques, o incluso la aversión a lo natural. Los otros dos libros que mencionan a Sartre son el estupendo Philosophy in the Garden de Damon Young (Melbourne, Melbourne University Press, 2012) y, de modo más breve, pero también interesante, La pereza. Pasión por la indiferencia, de Sergio Benvenuto (Madrid, Machado Libros, 2014, pp. 141 y ss.).

5 Solnit, Wanderlust. Una historia del caminar, Madrid, Capitán Swing, 2015, pp. 119, 127.

6 Me he pasado la vida recomendando libros sobre filósofos que algunos de mis colegas consideran meramente sociológicos, pero nunca me han dado una explicación convincente de qué entienden por meramente. Me pasó con el libro de Pierre Bourdieu sobre Heidegger (La ontología política de Martin Heidegger, traducido en Paidós [Barcelona, 1991]) que fue ignorado en España, pero que es sumamente iluminador justamente porque Bourdieu no hizo lo que se supone que haría un sociólogo vulgar. Pasó algo parecido con libros menos elaborados pero interesantes como Locura filosofal, de Nigel Rodgers y Mel Thompson (originalmente titulado Philosophers Behaving Badly, que debería haberse traducido por ‘Filósofos metiendo la pata’, o simplemente como ‘Filósofos cagándola’). Era un libro escrito por un historiador (que había estudiado a Hitler y Churchill) y un freelance que publicaba libros divulgativos de filosofía. La filosofía profesional también se lo puso fácil para ignorarlo. Es más fácil calificar otros libros de simples que aprovechar los debates tan interesantes que propician.

7 Le Breton, Elogio del caminar, Madrid, Siruela, 2011, pp. 62-64.

8 Ibíd., p. 59. Otros libros de Le Breton, como Desaparecer de sí (Madrid, Siruela, 2017), no se relacionan tan a menudo con las historias del caminar, pero son tan interesantes o más que el que dedica propiamente a este. Véanse, si no, las secciones para paseantes fugitivos. Sobre fugas y escapes acaba de salir uno bastante útil de Antonio Pau, Manual de escapología. Teoría y práctica de la huida del mundo (Madrid, Trotta, 2019).

9 “Elogio del aburrimiento”, en Brodsky, Del dolor y la razón, Barcelona, Destino, 2000, pp. 115-116.

10 Lars F. H. Svendsen, Filosofía del tedio, Carmen Montes Cano (trad.), Barcelona, Tusquets, 2006, p. 150.

11 “Repetición”, en Andar. Una filosofía (Madrid, Taurus, 2014, pp. 217 y ss.). Gros da a este capítulo final de su gran libro un tono demasiado trascendente, e incluso religioso, que respetamos pero del que nosotros prescindimos.

12 Tercera parte del Discurso del método, Madrid, Alianza, 2011.

13 Descartes, además, creía que no era viable demoler las viejas ciudades para crear otras mejores; proponía cambiarse de lugar y empezar de nuevo, sin tratar de edificar sobre cimientos viejos. También es significativo que Descartes comparara su exilio en Holanda con un retiro solitario al más remoto de los desiertos (ibíd.).

14 Elogio del caminar, op. cit., p. 68.

15 Luego volveremos sobre esto, pero dejaré ya claro que esta forma de ver el aburrimiento es distinta a la que atrae a los filósofos existencialistas. Como recuerda Svendsen, “Heidegger cree que el tedio puede superarse y ahí radica, precisamente, su error: que permanece en el ámbito de la lógica de la transgresión. Comprende que el tedio remite al deber que tenemos en relación con el modo en que vivimos nuestras vidas, pero cree que este deber solo puede resolverse con la superación de todo este modo de vida”. Svendsen, en cambio, cree que “dicho deber lo es con la vida que vivimos aquí y ahora. Se trata de un deber para con lo concreto, no para con el ser. Y tal deber implica asimismo la aceptación del tedio, más que la ambición de superarlo” (Filosofía del tedio, op. cit., p. 169). El tedio vital, pues, no es un paso para una existencia más auténtica, ni “conduce a ningún tipo de comprensión total del ‘sentido del ser’, aunque sí puede ofrecernos alguna que otra indicación sobre cómo vivimos de hecho […]. No nos conduce, como cree Heidegger a un gran sentido oculto. Cierto que nace de la falta de sentido, pero tal vacío no garantiza que exista nada capaz de llenarlo. Desde el punto de vista de Heidegger el tedio mismo adquiere sentido porque, con tal de que sea lo suficientemente profundo, provocará un cambio hacia un modo de existencia, hacia otro tiempo. […] Pero tal como muestra Beckett, el Instante está permanentemente diferido. El instante, el Sentido mismo de la vida, se presenta solo en forma negativa en el aspecto de la carencia, y los instantes particulares, los que surgen en el amor, en el arte, en la embriaguez, jamás perduran. […] Pese a todo, la ausencia del gran Sentido puede velar la existencia de otros sentidos […]. Una fuente común del tedio es el hecho de que nos empeñemos en usar la mayúscula allí donde deberíamos contentarnos con las minúsculas. Aunque no se nos otorgue el Sentido, no deja de haber un sentido; y también tedio. El tedio ha de aceptarse como un hecho insoslayable, como la fuerza de la gravedad de la propia vida. No es una solución grandiosa, pero es que el problema del tedio tampoco tiene solución” (ibíd., p. 199).

 

16 En Philosophy in the Garden, Damon Young hace por la salud de la filosofía mucho más que tantas voluminosas monografías dedicadas a pensadores y jardines. Aunque tenga toques de ironía, el enfoque de Young es mucho más respetuoso con la filosofía que el mío, quizá porque yo he sufrido más tiempo y más de cerca los excesos de los filósofos. También es muy interesante porque no habla solo de filósofos y los mezcla sin contemplaciones con escritores: cuenta por qué Marcel Proust tenía un bonsái al lado de su cama, qué le pasaba a Jane Austen con los albaricoques o por qué Orwell se desgañitaba en su jardín. Young es un filósofo australiano que colabora con The School of Life, esa curiosa empresa de filosofía para la vida cotidiana que el ingenioso Alain de Botton fundó en 2008 en Londres después de triunfar con sus propios libros. De los manuales que ha producido su escuela he analizado dos, el dedicado a cómo aburrirse mejor y el dedicado a cómo estar cerca de la naturaleza. No son libros que los filósofos profesionales se dignen a leer, pero aportan información muy relevante sobre el mercado de la filosofía popular (el lema o logo de The School of Life es “Developing emotional intelligence”). Young ha dado charlas para la escuela en los jardines de Fenton House y ha escrito para ella How to Think about Exercise, pero su libro sobre pensamiento y jardines no forma parte de esta colección. Otro trabajo que ha publicado también es interesante: Distraction. A Philosopher’s Guide to Being Free (en español, El lado B de la distracción, Ciudad de México, Ediciones B México, 2011).

17 “Andar”, en Thomas Bernhard, Relatos (M. Saénz [trad.], Madrid, Alianza, 1987, pp. 263-264). Poco antes los paseantes decían que no debemos pensar por qué andamos porque entonces ya no nos sería posible andar. Demasiada reflexión paraliza la acción, nos lleva a la detención y finalmente a la Nada (tema típicamente wittgensteiniano, todo sea dicho). En otro momento llegan a otra conclusión: si pensamos mucho cómo andamos, quizá no nos paremos, pero desde luego “andaremos de una forma muy distinta a la que en realidad andamos y nuestra forma de andar no se podrá juzgar en absoluto, lo mismo que no debemos preguntarnos cómo pensamos, porque entonces, como no se tratará ya de nuestro pensamiento, no podremos ya juzgar cómo pensamos” (ibíd., p. 264). Todo el relato está lleno de argumentos mal planteados pero típicos de algunos filósofos. En el relato también mencionan a Ferdinand Ebner, toda una ironía, porque Bern­hard recrea justamente la imposibilidad del pensamiento dialógico.

18 Herejes, versión de Juanjo Estrella, Madrid, El Cobre Ediciones, 2007, p. 181. Hay otra versión en la editorial Acantilado, de Stella Mastrangelo, también de 2007, que traduce funny por ‘cómico’ (p. 161).

19 Ibíd., p. 167.

20 Ibíd.

21 Sobre literaturas del caminar, véase la sección dedicada a “Pasear, derivar, delirar”, en El jardín de los delirios. Si este libro hubiera sido más grande habría incluido más material sobre narraciones que tampoco suelen desfilar por las historias más populares del caminar, por ejemplo, Trilogía del vagabundo del noruego Knut Hamsun o Los tres senderos hacia el lago, de la austriaca Ingeborg Bachmann. Otra vez será.

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Pensadores al aire libre

De Kant a Hegel

En el siglo xix los alemanes pintaron sus sueños, y en todos los casos les salieron hortalizas. A los franceses les bastó con pintar hortalizas, y el resultado fue un sueño.

T. W. Adorno1

Aún después del Romanticismo, los filósofos han seguido mucho más fascinados por el paisaje sublime que por cualquier otro tipo de escenario.2 Algunos trasnochados siguen encaramados por riscos y altas cumbres y dan la espalda a llanuras y valles. Otros insisten en que los bosques encierran algo misterioso, y desprecian las zonas verdes públicas, parques y jardines de toda clase típicos de las ciudades modernas, espacios estos que, sin embargo, fueron de gran interés para otras generaciones de filósofos sociales con más sensibilidad para la vida urbana, como la de Simmel. No importa lo que hayan dicho, da igual lo profundos o brillantes que hayan parecido: la mayor parte de los filósofos siguen aferrados a sus viejos referentes, a recuerdos fantasmales que reactivan continua y desesperadamente. En realidad, temen mezclarse con algunos científicos sociales por lo mismo que temen mezclarse con los escritores: porque se descubriría que son aburridos y poco imaginativos. La relación de la filosofía del siglo xx con la literatura, de hecho, ha sido muchas veces hipócrita. Se ha basado en el culto a algunos poetas, pero solo para levantar una defensa que les protegiera contra el resto de la literatura. Con las ciencias sociales, los filósofos han sido menos ambivalentes: simplemente las han despreciado o, en el mejor de los casos, las han ignorado. Pero vayamos a algo más concreto.

Solnit tiene toda la razón cuando dice que desde el siglo xix las crónicas de paseante sirvieron para ponerle límites a la libertad y no para instituirla,3 o sea, redujo el hecho de caminar a una exhibición de sentimientos moralizantes y eliminó lo más importante: todo lo imprevisible, lo inesperado, lo peligroso. El paseo debía ser algo edificante, una excursión segura en la que “nadie se pierde y vive de larvas y agua de lluvia en un bosque sin senderos, ni tiene sexo en una tumba con un extraño, ni tropieza con una batalla, ni tiene visiones de otro mundo”.4 Como dice Solnit, este tipo de paseantes formó “no un club de caminantes real”, sino un club de selectos varones que compartían experiencias especiales, muy diferentes –claro– a las que tenían personas de otras clases sociales y con otra educación, y a las mujeres de su clase que se quedaban confinadas en el hogar.5 Solnit rehace como nadie la historia del caminar recordando otras formas de pasear (incluida, claro, la de las propias mujeres) y no merece la pena repetir aquí lo que ella cuenta. Lo que sí se podría añadir es que la tradición del paseante pensante tan propenso al sermón filosófico y moral, a la que ella se refiere, fue heredada por muchos filósofos incluso después del Romanticismo, e incluso la llevaron más lejos, convirtiendo, por ejemplo, la meditación errante por bosques en un signo de autenticidad frente a una cultura mediocre o en un gesto de distinción frente a las nimiedades con las que se entretiene la mayoría. Para esta tradición del paseo al aire libre, lo insólito y desconcertante, lo inesperado y lo cómico importan muy poco frente a lo misterioso, lo trascendental y lo inefable. El paseo sigue siendo un pretexto para hacer gala de una inmensa profundidad y para disfrazar los aires de superioridad con ropajes campechanos. Estos filósofos no están en las nubes, se mueven a ras de tierra, pero miran hacia el suelo solo por condescendencia (y quizá para evitar tropezar con algo, pues el traspié para ellos supone una humillante caída desde las alturas y no un motivo de risa compartida). El filósofo de este tipo no puede llevarse sorpresas que lo coloquen en situaciones pedestres, chabacanas o ridículas. Como sus antecesores, sigue apartando de sí todo lo que pueda desconcentrarle, pues a solas, sin que nada ni nadie le moleste, logra conectar con algo que el resto de los mortales, distraídos por los lugares comunes, no llegan a alcanzar. Durante el paseo del filósofo no se grita ni se cuentan historias absurdas, no se juega ni se canta, no se defeca ni se producen accidentes, no salpica el barro ni se provocan heridas, ni se arman discusiones ni se recogen flores. El camino del pensar es puro y severo. No hay tiempo para bromas o desvíos; menos aún para el pícnic o la fiesta.

El silencio que buscan estos filósofos también es muy especial. Lo necesitan para auscultar las resonancias del Ser, pero no para relajarse hasta quedarse dormidos y descansar. Cuando dejan atrás los ruidos de coches y carreteras, el zumbido de las torres de electricidad y todo ese barullo que genera la civilización técnica, alcanzan un tipo de serenidad que les pone en contacto con algo que los montañeros, los senderistas, los botánicos, los geólogos, los biólogos y los guías turísticos no pueden captar.

Algunos filósofos de jardín en el fondo son parecidos, aunque su escenario es urbano y su prosa y su pose más modesta y doméstica. En los jardines ellos también pueden oír vibraciones especiales, un eco más delicado y menos sobrecogedor, el “ligero temblor del tiempo que el ruido y la urgencia […] ocultan de ordinario”, como dice Le Breton.6 Hay jardineros que dicen poder oír cómo crece la hierba, cómo se abren las flores o cómo fluye la savia por los tallos. Por lo visto, estos filósofos de jardín pueden oír cómo el tiempo dura, o sea, cómo fluye una temporalidad pura, ajena a cronómetros y relojes. Pero en los jardines de los filósofos tampoco habría griterío de niños, chillidos de juegos, discusiones entre indigentes, monólogos de vagabundos dementes, lamentos de alcohólicos, ambulancias que irrumpen en busca de heridos, llamadas de vendedores de droga, perros gruñendo y copulando, adolescentes drogados, ni estudiantes de trompeta practicando fuera de casa para que no los maten los vecinos. Los pájaros pueden formar parte de sus epifanías al aire libre, pero a condición de que aparezcan solos, no en grupos alborotadores, ni en grandes bandadas, para así convertir su presencia y su canto en enigmas o en símbolos (los hegelianos suelen esperar a que una misteriosa lechuza levante el vuelo con el crepúsculo, pero estos filósofos pueden conformarse con un pájaro cantor a mediodía).

Todos esos sonidos y muchos más –de nuevo– pueden ser la banda sonora de la sociología urbana o de la psicología social, o el típico paisaje sonoro de la psicogeografía, pero no suelen ser el fondo sonoro de la meditación y el cuidado de sí. El sonido de la vida común (que en realidad no tiene nada de común) no parece digno de atención filosófica; es sonido-basura, tan desdeñable como el espacio-basura, esas partes de los jardines y parques donde pasan cosas que no agradan a la vista ni al oído, y que rompen la armonía preestablecida por los diseñadores de los jardines y por los administradores públicos de la belleza al aire libre. Los grandes jardines bien cuidados (sobre todo los que están fuera de los núcleos urbanos) han atraído y aún hoy siguen atrayendo a neoepicúreos, neoestoicos y predicadores de la ética del cuidado, pero los jardines horteras de barrio, los parques destartalados, los huertos urbanos en barrios del extrarradio y los descampados donde brotan algunas flores insignificantes y sucias, esos no. Esos espacios verdes parecen destinados, de nuevo, a los geógrafos sociales o a los antropólogos urbanos que, por lo visto –eso dicen los filósofos–, solo saben catalogar espacios, pero no meditar sobre el paso del tiempo y la fugacidad de la vida.

Lo más curioso de todo es que el filósofo siempre logra controlar sus pasos con el cerebro. Es como si entre sus piernas y su cabeza no hubiera más órganos, como si fuera un cefalópodo. Pero ¿y si el cuerpo lo empujara a apartarse de los senderos y caminos que ha previsto seguir? Cuando se piensa en la relación de la filosofía con el caminar y con los espacios verdes el resultado no es alentador. Se diría que es otro ejemplo de la resistencia de la filosofía a mezclarse con las ciencias sociales y con los estudios culturales. Ha llovido mucho desde que Heidegger despreciara a los sociólogos y a los antropólogos, pero en muchos sentidos nada ha cambiado. Disfrazados con otros ropajes, aparentemente más tolerantes, los filósofos siguen mirando con recelo a quienes estudian la sociedad. No han parado de hablar de la era tecnológica y de la imposible reconciliación con la naturaleza en tono apocalíptico, de una forma abstracta y solemne, y cuando han recabado algunos datos de otras disciplinas solo lo han hecho para justificar grandes ideas que ya tenían, y no para cuestionar su forma de pensar. Su amor a la terminología rebuscada y a los mensajes de oráculo es más poderoso que su curiosidad. Buscan lo grandioso, el asombro, pero les incomodan el desconcierto y las sorpresas. No pueden vivir sin espíritu de seriedad. Si se dejaran llevar por los increíbles y numerosos datos que proporcionan muchas disciplinas y narrativas –ese es el problema– a veces no podrían contener la risa; tendrían que admitir que nadie en su sano juicio, por muy sabio que se crea, es capaz de cuadrar todas las piezas del problema, y aceptarían que la comprensión del estado de las cosas requiere muchas perspectivas simultáneas, que no casan entre sí y que no pueden sintetizarse en una gran visión. Se ha hablado mucho de las caminatas de los filósofos y de sus estancias en el campo (generalmente en cabañas), pero siempre se han magnificado sus experiencias y su forma de pasear. Como ahora veremos, muchos de sus sermones sobre el deambular humano y sobre la naturaleza resultan poco estimulantes.

 

Quizá los filósofos antiguos fueran más modestos, aunque no soy quién para opinar sobre los peripatéticos, ni sobre la relación entre caminar y filosofía en la Edad Media, por ejemplo sobre la relación entre las ideas y las piernas de santo Tomás (¿es cierto que caminó más de nueve mil millas durante sus viajes? Umberto Eco podría haber escrito una novela sobre ello, pero no un filósofo). No está claro si hay que darle tanta importancia al hecho de que a Hobbes se le ocurría todo mientras caminaba, especular sobre la relación entre la arquitectura metafísica de Leibniz y los jardines de Herrenhäuser, o pensar que la rutina de paseo de Kant tenía algo que ver con la estructura de su pensamiento.

Hemos oído esa historia en muchas clases de filosofía, pero nada sobre el comportamiento de Kant mientras paseaba. Nadie sacaba a relucir a su colega, Karl Gottlob Schelle, que acabó majara pero que tenía una filosofía muy sensata del paseo, sin aspavientos románticos ni excentricidades de visionarios. Tampoco se nos ha enseñado filosofía mostrando planos de ciudades o trazados de parques. Se supone que la geografía nos distraería de lo esencial del pensamiento, pero ¿quién ha demostrado que eso sea así? Recordemos algunas cosas sobre Kant y luego sobre Hegel que son realmente interesantes. Es imposible explicar las cosas mejor que Michael G. Lee en su The German “Mittelweg”. Garden Theory and Philosophy in the Time of Kant, de modo que no puedo más que empezar recomendando su trabajo. Está profusamente documentado y aclara muy bien cómo se introduce el estilo inglés de jardín en Alemania, así como la relación entre la estética de Kant y ciertos estilos de paisajismo. También permite colocar en contexto una figura conocida entre los estudiosos del paseo, Karl Gottlob Schelle, cuyo tratado El arte de pasear –lo recuerda Federico Silvestre en su estupenda edición– fue publicado en 1802 en Leipzig y dedicado a uno de los miembros de la realeza que hizo posible la construcción de Wortiz, el primer jardín de estilo inglés que se construyó en Alemania siguiendo la teoría de Christian Cay Lorenz Hirschfeld (1742-1792).7 Lo que llama la atención de esta historia es que un filólogo popularizara la filosofía de Kant hablando del paseo, cuando Kant, como es sabido, no fue precisamente un gran paseante, ni menos aún un viajante.

Según afirmó en La antropología desde un punto de vista pragmático, el puerto de Königsberg recibía tanto tráfico de lugares remotos y culturas diferentes que resultaba el enclave perfecto para ampliar el conocimiento sobre la humanidad y el mundo: “En una ciudad así, ese conocimiento se puede adquirir sin viajar”, proclamó. Por lo demás, Kant no entendió el acto de caminar como un método de descubrimiento: paseó, sí, a diario, pero de una forma que muchos juzgarían mecánica. Heine lo dice claramente. Es difícil escribir la historia de la vida de Kant, porque

no tuvo ni vida ni historia. Vivió una vida de solterón, mecánicamente ordenada y casi abstracta, en una tranquila y apartada callejuela de Königsberg, antigua ciudad próxima a la frontera nororiental de Alemania. No creo que el gran reloj de su catedral haya cumplido mejor su inmenso trabajo diario tan desapasionada y regularmente como lo hizo su paisano Kant: levantarse, tomar café, escribir, impartir clases, comer, pasear...; todo tenía su hora señalada y los vecinos sabían con exactitud que eran las tres y media cuando Kant, vestido con su gabán gris y el bastoncillo español en la mano, salía de la puerta de su casa y se iba de camino de la pequeña alameda de tilos que aún hoy se llama, en recuerdo suyo, el paseo del filósofo. Ocho veces lo recorría arriba y abajo en cualquier estación del año, y cuando hacía un tiempo desapacible o las nubes grises anunciaban lluvia, se veía a su criado, el viejo Lampe, siguiéndolo, temeroso y preocupado, con un enorme paraguas debajo del brazo, la viva estampa de la providencia.8

Tampoco deja de resultar llamativo que en El conflicto de las facultades Kant dijera que el propósito de caminar al aire libre es simplemente hacer que la atención pase de un objeto a otro, evitando así que quede fija en un objeto. Según los entendidos (Lee cita el trabajo de Hent de Vries sobre Kant), este modo de relajación y distracción es útil como ejercicio para que el pensamiento acabe más concentrado. Pese a estar asociado al ideal peripatético de los antiguos, “para él caminar no describe la naturaleza del pensamiento como tal”.9

Lee cree que Heydenreich comprendió mucho mejor que Kant el aspecto cinético de lo que Kant llamó pulcritud vaga (y que Derrida tradujo muy agudamente en La vérité en peinture como beauté errante [‘belleza errante’]). Como Heydenreich, Lee no concebía la belleza natural en relación a un punto de vista estático y apunta que el sistema de Kant “logra tener piernas, por así decir, gracias a la figura del paseante”.10 Al comprender la relación entre percepción y movilidad, la teoría del paisajista logra reflejar mucho mejor que la estética de Kant la evolución de los hábitos burgueses de percepción.11 El asunto suena sencillo, pero para comprenderlo mejor tendríamos que examinar a fondo muchas otras ideas de Kant sobre estética, cosa que no vamos a hacer aquí.12 Para nuestra historia es suficiente concentrarnos en la teoría del paseo de Schelle, un filósofo que prefería dar a la filosofía formatos más divulgativos y menos abstractos.

Lee recuerda que Kant manifestó ciertas reservas hacia este tipo de Popularphilosophie porque sus practicantes huían de grandes abstracciones, tan propias de la teoría estética, y preferían dedicar libros a actividades “mundanas” como pasear o viajar. El “filósofo paseante” y sus excursos sobre la vida común, pues, generan desconfianza entre el filósofo académico con afán sistemático. Schelle tuvo como profesor de estética a Heydenreich en Leipzig y aunque solo lo cita una vez (al final de su libro) está claro que las ideas sobre el Herumwandler (el paseante errabundo) en su tratado de paisajismo y diseño de jardines influyeron en su perspectiva sobre el arte del pasear, un arte que tiene como escenario la Naturaleza pero cuya naturaleza es esencialmente social. Schelle no viajó mucho, pero se documentó lo suficiente para hablar de muchas más cosas que de paseos por jardines de la época. Desde luego, cree que el jardín inglés es el más apto para lograr un equilibrio entre las dos dimensiones que tiene el paseo al aire libre, la natural y la social, el contacto con una naturaleza apacible y el trato cordial con los semejantes. Pero fuera del jardín también se puede cultivar ese arte que permite fusionar naturaleza y sociedad en un solo panorama que apela a una sensibilidad común. El paisaje, pues, se pasea y se disfruta, no en soledad ni entre desconocidos, sino en compañía de otros semejantes, en pequeños grupos de individuos libres. El paseo al aire libre es parte esencial, afirma Lee, del ideal bürgerlich de una sociedad unida por el “desinterés”, por una actitud no utilitaria hacia el mundo que orienta su disfrute de parajes naturales apacibles y de congéneres cultivados. El buen paseante, dirá Schelle, no es ni el exhibicionista social que se deja ver en el paseo público pero nunca va al campo, ni el sombrío y huidizo solitario “que siempre busca la oscuridad del bosque o del campo, con la esperanza de no encontrarse a nadie”. Esos dos tipos de paseantes sacan del paseo un beneficio muy limitado, dice Schelle. El paseo favorece un trato íntimo con las dos cosas: con un paisaje silvestre pero controlado y con individuos liberados de su rutina y espontáneos. Schelle insiste en que los paseos urbanos son suficientes para distraer la mente. Para lograrlo no hace falta ir al campo. Sin embargo, “las contingencias urbanas acaban por estrechar la mente”. En cambio, el paseo campestre siempre “libera de las mezquindades y estrecheces de las obligaciones urbanas”.13 Cuando se pasea por el campo a pie, pero sin fatigarse, la mente no solo se alivia de sus presiones, sino que se expande. Pero no es imprescindible ni recomendable andar en pos de lo sublime: “Para los paseos corrientes por el campo no se necesita de una naturaleza sublime. Esta exige una mayor actividad de la mente con tanta fuerza como el deseo constante de acercarse a ella. ¿A quién le gustaría estar siempre paseando entre prados alpinos?”.14 Es suficiente romper con la “costumbre que torna insípido el goce” y disfrutar una naturaleza magna, serena y sin ataduras, que no exija proezas para ser contemplada, ni despierte sentimientos confusos o sobrecogedores.