El pensamiento visible

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Aus der Reihe: Arte contemporáneo #88
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Evitemos la idea según la cual la Recreación, en el sentido en que empleo el término, es un fenómeno limitado a nuestro tiempo. Porque es todo lo contrario. Eugenio D’Ors escribió sobre el Barroco –ubicado por la historiografía en el siglo xvii con mayor o menor razón– para mostrar que era un «estilo» anhistórico, presente como un natural devenir de las formas llevadas a una proliferación que era antesala de la muerte a causa de un desgaste energético desmedido. Luego también la Recreación es una táctica detectable en todo momento, que no un estilo necesariamente. En el cine americano, el remake hace mucho que se emplea como recurso «creador» de primera categoría.

Nadie negará los beneficios obtenidos por una mirada retrospectiva hurgando en el almacén del pasado en busca de unos modelos dignos de ser redimidos, o incluso de aquellos modelos que, sin haberse acreditado, piden hoy, vistos con otros ojos, una reconsideración (un reciclado) mediante «interpretación», «apropiación» o «adaptación». No en vano la antigua Roma, puesta la mirada en la cultura griega en beneficio propio, aludía con el término contaminatio a su particular interpretación de su teatro como modelo para sí. También el «renacimiento» del siglo xv, con su amalgama de griego y romano, el barroco en el teatro francés del siglo XVII o el neoclasicismo del siglo XVIII, agitado éste por la particular personalidad romántica de Winckelmann, son claros ejemplos de recreación cuyo número no tendría fin.

Pero lo que nos interesa más en todo esto es su telón de fondo, al que me referiré sin extenderme. Detectada con la investigación lingüística la existencia hipotética de un modelo de lenguaje natural «puro», referido a la realidad en su inmediatez, sin afeites de ningún tipo, parecía obligatorio distinguirlo de otro lenguaje «impuro», como de segunda mano, que tendría al primero por objetivo y punto de partida. A éste lo llamaba Roland Barthes lenguaje-objeto y daba como ejemplo el «lenguaje de la revolución», como diciendo que el acto revolucionario es significativo en sí mismo y sin otras extensiones. Acto seguido, reflexionaba acerca de un segundo medio de comunicación, el metalenguaje. El problema consistió después en distinguir un lenguaje-objeto del metalenguaje, una distinción tan operativa como imposible de detectar en la realidad. Aun sin solución, ese problema es útil en la medida misma en que nos lleva a tomar conciencia de una efectividad, a saber, que la realidad lingüística está en la universalidad de los metalenguajes, esos lenguajes segundos derivados de un primer lenguaje –quién sabe si no sería adámico– que, pegado a la realidad y sin impurezas, sólo existe en la imaginación.

¿Dónde está, en todo esto, la mecánica del concepto Recreación? En el metalenguaje. No importa a qué nos refiramos: sea al lenguaje natural con palabras o al ficticio de las formas en el arte, el contenido de la Recreación siempre es un metalenguaje que tiene por antecedente y sostén otro lenguaje, metalingüístico a su vez, como he expuesto en otra parte (Salabert, 1997: 312 s.). ¿Le pondremos el re- de la simple repetición o el neo- de una acción actualizadora? Poco importa, los ejemplos son inacabables.

El material que he calificado de materno, libro inacabado o inacabable e improcedente ya por su extensión, debía trazar el largo camino de las diversas opciones en el trenzado de los lenguajes artísticos a caballo de otros lenguajes anteriores. Lo haría con la esperanza, o la creencia, de que la mirada proyectada hacia atrás, sea con ojos cándidos o quizá astutos, equivale a reparar un futuro de renovación. Es lo que tenemos en Winckel­mann, quien, fascinado por el pasado, abre la vía a un arte por venir. No me refiero a la intención de llegar a la Recreación como el lugar donde todo lenguaje recicla otro lenguaje, en el que todo decir gorronea otro decir anterior en el tiempo o diferente en su proyección (v. gr., Andy Warhol). Se trataba más bien de alcanzar un estadio en el que el arte, el artista creador en suma, acaba por reconocer y aceptar esa verdad según la cual su expresión creadora, su personalidad incluso, descansa sobre decires que le preceden, de modo que su destino natural, y por ello inevitable, es reconocerse parasitario en un ámbito impreciso, de imposible definición (v. gr., el arte pictórico de Manolo Valdés o el fotográfico de Joel-Peter Witkin).

¿Qué decir entonces de la serie lingüística parásito, parasitar, parasitario, parasítico, sino que reúne términos de la misma familia morfológica y amplio contorno semántico contiguos al animal-tipo llamado sanguijuela –o sanguja, para evitar la desinencia despectiva– como muestra más concreta? Se impone con ella el sentido de los primeros en una realidad asequible: el chupasangre (hematófago) sanguijuela. Dejemos de lado que un parásito es abusivo, que saca un rendimiento de su hospedero sin darle nada a cambio (aunque hay serias excepciones), y no dejemos de atender a un punto de inteligencia instintiva en su actividad, a saber, que, exceptuando a los humanos, gran parte de parásitos –¿los más sutiles?– dejan subsistir a su fuente para no perder el propio sustento. Eso ignorando que, por lo general, el propio parásito, cualquiera que sea, es a su vez parasitado.

5

Todo en su conjunto da una razón al origen de un libro anterior al que me refiero aquí, Teoría de la creación en el arte, publicado en 2013. En estado embrionario en el cuerpo textual materno al que me refiero, fue extraído, revisado y corregido a la vez que se iba ampliando mientras se actualizaba su redacción. Lo mismo hay que decir de El pensamiento visible, que, habiendo surgido de la misma fuente, ha sido reestructurado, muy ampliado y enriquecido –reescrito en realidad– con la mayor parte de aportaciones inexistentes en su estado inicial.

Ni desechado ni olvidado, el cuerpo de origen sigue vivo, a la expectativa. No hay que dar más importancia a que los dos libros referidos, uno inédito como lugar de procedencia y otro el de llegada, tengan el mismo responsable. ¿O no podrá un autor encontrarse consigo mismo, capturar el propio discurso como si fuera el de otro con quien congeniar, para darle una nueva fisonomía sin traicionarse?

En el pensamiento o en el arte, los ejemplos de este modelo de autor que se reconoce en su propio texto y lo «ocupa» como un nuevo campo de operaciones, sin cerrar el círculo, son abundantes y no es necesario convocarlos. No acabaríamos.

[1] A pesar de referirse J.-L. Schefer a la historia del arte, que no es el objetivo de este libro, no me resisto a transcribir su comentario acerca de lo que más de uno puede creer nuestra obligación: «Uno de los intereses de la historia del arte reside en esta dificultad: ocuparse de aquello que es un hecho y un síntoma histórico al mismo tiempo. Todo el trabajo de caracterización de las obras, de los periodos –consista en atribución o en interpretación– no tiene ningún interés excepto cuando está libre de dogmas» (1995: 17). ¿No es liberarse de dogmas un aventurarse afrontando un peligro sin el cual nada progresa?

[2] Introducció a la història del pensament filosòfic a Catalunya (1931: 218). Todas las citas de aportes bibliográficos referenciados en una lengua distinta a la empleada en este libro son traducciones del autor.

[3] Más adelante veremos la necesidad de diferenciar los conceptos Cuadro y Pintura.

[4] Aunque ya me he referido a esto en Sphairos. Geografía del amor y la imaginación (2005: 21-22), aquí aún habrá ocasión de insistir en ello.

[5] Me he ocupado de la diferencia entre intencionalidad e intención en mi Teoría de la creación en el arte (2013). Véase más adelante (VII.1b).

[6] Comparar el Kreisler de Hoffmann con Hutcheson deja ver que, si uno entra en la categoría de los intérpretes más resueltos de El pensamiento visible por vía literal, el otro apunta con su comentario a la segunda posición concerniente a una vida larga para el arte. Nicolai Hartmann, en su Estética, va más allá del simple comentario al ver en la pervivencia y crecimiento del «gran» arte con el tiempo una consecuencia de su estrecha relación con la vida (1977: 543ss.)

[7] Un primer esbozo acerca del concepto se encuentra en mi «La recréation, ou l’“etcéterisation” du créé» (2017).


El roce, la materia. Génesis del sentido

I

No hay cosas idénticas a sí mismas que acto seguido se ofrezcan al espectador que las contempla; tampoco hay un espectador, vacío para empezar, que acto seguido se abriría a ellas. Lo que hay es alguna cosa de la que no podríamos estar más cerca excepto palpándola con la mirada, cosas que ni siquiera soñaríamos con ver «desnudas», porque la mirada las envuelve, las viste con su carne. [...] El espectáculo visible pertenece al tacto ni más ni menos que las «cualidades táctiles»... todo lo visible se recorta en lo tangible [...] no sólo hay injerencia, penetración, entre lo tocado y quien toca, sino también entre lo tangible y lo visible...

M. Merleau-Ponty, Le visible et l’invisible (1964b: 173, 177)

1. Pulsión y presión, el soporte. Manosear o acariciar

a. Presión y expresión, pulsión y expulsión

Asignemos a un objeto de valor estético una intencionalidad como su lugar de procedencia; reconoceremos en su realización una intención consciente junto a un cierto componente temperamental. Esto ya nos obligará a hablar de su expresión, término contiguo a la expulsión con su añadido connotado de energía. En un caso, la presión expele, proyecta por medio de un esfuerzo de variable intensidad; en el otro, la pulsión, que busca la descarga, actúa y no juzga. En ambos, expulsa o arroja, echa fuera. Si el hecho de expresar apunta a una variable entre la presión y la pulsión, la necesidad también nos obligará a hablar de unos antecedentes, entre los cuales no hay más remedio que detectar alguna dosis de provocación sensorial, un desafío seguido de un forcejeo con la materia. Es cierto que la supremacía cultural de nuestros sentidos juzgados más «espirituales» según nuestra tradición, la vista y el oído, limita el campo estético de nuestro desarrollo a una zona reducida si la comparamos con lo que sería de haberse dado la misma evolución de todos nuestros otros sentidos por igual.

 

Basta con imaginar lo que hubiera sido si el tacto, la percepción sutil de las vibraciones o la olfacción, hubieran sido nuestros sentidos directores, para concebir la posibilidad de que hubieran existido unas «sintactias» o unas «olfatias», cuadros de olores o sinfonías de contactos, para entrever [...] unos poemas de saladuras o de acidez, todas ellas formas estéticas que, sin sernos inaccesibles, encontraron en nuestras artes nada más que un sitio modesto. Sería lamentable no conservarles su sitio en los basamentos de la vida estética. (Leroi-Gourhan, 1971: 277).

Superado el reduccionismo ideológico de la vida sensorial en aras de la necia espiritualidad excluyente de lo material licencioso, la actividad artística –creadora– se revela hoy como un desafío o un reto seguido de una pugna cuyo objetivo es un provecho que nunca se define en su totalidad.

Antagonismo, pues, de las fuerzas al encontrarse, input-output: una, la efectiva del artista y, otra, casi siempre defectiva, de un mundo que se abre a los sentidos en tanto que prescinde de la razón. Entre ambas –imprescindible tercer factor–, está el material o el soporte, sea la piedra o el fuego transmutado en energía, el magnetismo, el fluido eléctrico o la luz, la técnica en general, que acompañan o estorban los movimientos del artista al actuar tratando de afirmar la forma o de negarla... ¿La consecuencia? Una impronta, un signo o conjunto de signos, una imagen-texto con algún estilo. Llamamos a eso «obra». El artista se enfrenta a un objeto posible en un campo de neutralidad aparente: cualquier soporte que conservará las huellas, memoria del encuentro.

Y una idea de refriega, más o menos confusa, acompaña a este tocar, este oprimir, prensar, comprimir, este pelear o acariciar, y por el camino quizá también amar, que supone un conocer. Pero los conceptos, al fin y al cabo, importan poco. Basta con saber que a distancia nada es posible salvo la separación, que todo –en el arte y fuera de él– pasa por la contigüidad y el roce, que las cosas requieren el manoseo. El mundo, lejos de ser un ente espiritual, es un infinito substancial de toques y retoques, tanteos y remiendos.

Todo lo que es, procede de una confrontación y no perdura, puesto que se modifica a cada instante. La existencia más concreta sólo se da en el encuentro, en la reunión o en el choque transitorio de las cosas. Tan atrás como queramos ir a ver, no hay «origen» si no es en dos cuerpos que se frotan allí donde incluso el reposo es movimiento, la quietud agitación. Y, en este punto –desenlace de la existencia en el lenguaje–, lo que nos importa tiene su territorio: la expresión y el estilo.

Expresión-pulsión, estilo-demarcación. Por ahí anda Serres al manifestarse del siguiente modo:

Antes que toda forma, antes que el color o el tono, hay que tocar el soporte. [...] Al principio está el tacto; en el origen, el soporte. El pintor acaricia o ataca la tela con la punta de los dedos, el escritor corta o marca el papel, lo oprime, lo prensa, lo comprime – momento en el que, no obstante, se extravía fijando su mirada en él. Es la visión anulada por el contacto: dos ciegos que no ven sino con la caña o el bastón. En el instante decisivo, el artista o el artesano, con su brocha o su pincel, su pluma o su martillo, se libra a un cuerpo a cuerpo. Nunca nadie habrá sobado ni luchado, amado o conocido, si ha descartado la toma de contacto. El ojo, pasivo como es, remolonea a distancia. No hay impresionismo sin la fuerza que imprime, sin las presiones del tacto (Serres, 1985: 33).

A la inversa del impresionismo de Serres, el expresionismo no existe sin la fuerza que proyecta, expulsa. En cualquier caso, el tacto es indispensable[1]. La relación se da entre el amor y el arte, la vida y el conocimiento. En síntesis: más allá de ver, conocer es tocar. Mientras la lejana voz de Descartes se hacía oír para advertir que la ceguera pone la vista en el tacto, Diderot se preguntaba si no será que un ciego de nacimiento tiene ojos en las manos. De ahí concluye Merleau-Ponty que el modelo cartesiano de la visión es el tacto (1964a: 37). Modelo, no relevo.

Acabo de advertir que en el acto de tocar hay un más allá del ver para el conocimiento, lo cual hace del modelo cartesiano un complemento tangible, y, por tanto, material, para una «espiritualidad» que patrocina el kantiano «desinterés» de la percepción estética. Si el tacto está en nuestra existencia tanto en un primer momento como en su entero desarrollo –un saber germinal pasa por la inmediación antes que por la visión–, la vida por este camino llega a ser una categoría semántica connotada por lo que estimaremos la euforia de un encuentro. ¿Con qué, este encuentro? Con el cuerpo de la Madre, soporte por definición. ¿Su esencia? La sensibilidad y la materia.

b. Nada preexiste plenamente. Tacto y caricia

A pesar de la hipótesis de Descartes, que desea imaginarse a sí mismo carente de sentidos, como una estatua con un cerebro que, ignorando aquello que aún no tiene, alcanza la idea elemental «soy, luego existo»; a pesar de ello, digo, no hay idea u opinión, por radical que parezca, que sea capaz de inaugurar un saber en el vacío como el cogito cartesiano. Porque la idea que acude primero, que se anticipa, tiene siempre otra idea precursora. En otras palabras, todo signo es signo de otro signo que le precede.

A principios del siglo XX, advertía Séailles que el estilo es un factor de individuación, el estilo de alguien. Con esto quería decir que su función está en simplificar, o amplificar, abriendo camino, en todo caso, a posiciones como la de Serres en su reivindicación del contacto para el conocimiento. El estilo, opina Séailles, es «la emoción misma de la mano que se desliza, aprieta, insiste, sigue las más suaves alteraciones del resorte interior», y añade a continuación que allí nada hay «de lógico, de racional, de impersonal; lo que hay es un fenómeno vital, concreto, espontáneo». Al fin y al cabo, concluye, estilo «es el pensamiento visible en la expresión» (Séailles, 1911: 217). Que el estilo sea la visibilidad del pensamiento en la expresión, no contradice que, con tanta frecuencia como queramos, sea la visibilidad del estilo en la expresión lo que despierta el pensamiento y lo pone a andar. Pero, sólo si es visible por su vital espontaneidad, admitiremos que el estilo –y, aún, momentáneamente– es una suerte de pensamiento. Aunque preferiría invertir la frase para decir que «la expresión es un pensamiento visible en el estilo». Y esta afirmación, aunque inexplicada, aún resultaría verosímil. Pero no hay bastante con esto. En este ensayo, que se progresará por capas, la expresión podrá avanzar con mayor continuidad que el estilo, que, por razones expuestas ya en el «Prefacio», tendrá su propio desarrollo con cierta intermitencia.

A pesar de su precisión, el enunciado de Séailles al que me acabo de referir, de ningún modo esconde su inspiración kantiana. Si expresar, al igual que estilizar, pasa por tocar permitiendo el pensamiento, entonces la espiritualidad es grávida o bien no existe. Lo cual equivale a decir que también el espíritu tiene su cuerpo. Acariciar es darle al manoseo un carácter distintivo y abstracto, es confirmar eróticamente el tacto por el camino del esmero. Y aún hay más. Estilizar es tanto concretar como abstraer. Porque estilizar, por parte del artista, es ir en busca de un sí-mismo como si fuera otro. Primero es concretar porque evoca un decidir, delimitar, especificar individualizando, lo que a su vez implica poner un área de expresión en forma para un sentido. De momento, llamaré a eso demarcación (VII.2a). Después, es abstraer porque se trata de encauzar la efusión expresiva (la pulsión) extrayendo de ella una particular esencia, como la vida abstrae cuando rechaza aquello que la contraría para beneficiarse de aquello otro que la enriquece y la carga de significación.

Al cabo, puede que el estilo sea un acto de expresión que cuaja sin rechazar el pensamiento, que surge por su mediación como la hierba brota de la tierra. Tratemos de ver esa relación triádica con la ayuda de un caso concreto: la expresión, el estilo y el pensamiento mediador. Y así, como el arte nos demuestra en tantas ocasiones, este pensamiento es antes un querer-hacer que un querer-decir. Es un empeño que busca dónde y cómo depositarse antes que un proponer sensible de vocación espiritual, aérea. Primero el tacto, después la caricia.

2. Zhu Jinshi, la materia. El color-masa abrumador y el plano de deposición

Ya no hay una materia que tendría en la forma su correspondiente principio de inteligibilidad. Ahora se trata de elaborar un material encargado de captar fuerzas de otro orden: el material visual debe capturar fuerzas no visibles.

G. Deleuze y F. Guattari, Mille plateaux (1980: 422)

En el encabezado que precede, Deleuze desatiende el principio aristotélico que halla en las formas la facultad de referirse al ser de cada cosa, e, inspirado por Paul Klee, apunta a un material capaz de atraer fuerzas que, ajenas a la forma, se ocultan a la vista. Es, en pocas palabras, la asociación de un material-fuerza invisible que sólo se da en el arte. Derivadas de Klee, las reflexiones del autor conciernen a algunos de los propósitos del artista relativos al arte en particular y a sus preferencias en general. Preferencias, vale decir, que no se dirigen a lo mundano, porque Klee, a decir verdad, no se interesa por las cosas terrestres; su atención apunta a las «fuerzas del Cosmos». Sin duda hay muchas maneras de hablar de la fuerza, o fuerzas, en el arte, sobre todo de aquellas que, ligadas a la materia, son extrañas a la forma. Conocemos el ámbito de un proceder individualizado en alto grado por el que Klee explota esas fuerzas.

¿Pero cómo encontrarlas ahora en una pintura como la de Zhu Jinshi, cuyo elemento básico es la sustancia cromática resultado de suplir la ficción con la profusión, de poner una materia arrolladora, una presencia impetuosa por su abundancia en lugar de la representación formal? Las fuerzas habrá que detectarlas en una táctica que, dirigida a la expresión, y sólo a la expresión que se diría «en bruto», llega a concentrar en la materialidad de su medio toda la fuerza de lo visible con un proceder dirigido en exclusividad a la pasta cromática y a su exuberancia. El método supone dos momentos. En primer lugar, el interés concentrado en la extraña vivacidad de la pintura al óleo –único medio empleado por Zhu–, cuya preparación exige un largo espacio de tiempo hasta que la cantidad de material requerida adquiere una consistencia que permite emplearla por medio de aplicaciones de considerable proporción. Después, terminada la obra, otro tiempo inacabable para secar –puede requerir dos años o más– a causa de su espesor, lo que llevará el cuerpo cromático en su soporte al total endurecimiento. ¿Qué queda finalmente? La expresión por antonomasia, aplicación, deposición y grandes empastes por arrastre, el color-materia ex-puesto a la vista, pero también al tacto y al olfato. Es tanto como decir de una obra de Jinshi que su representación (la referencialidad en general) está concentrada toda ella en la presentación del material empleado para obtenerla. En síntesis, el cuadro restringido a la pintura. De ahí el interés del concepto deleuziano inspirado por Klee material-fuerza.

Entre febrero y abril de 2014, una exposición en Nueva York reúne a tres artistas bajo el título «Thick Paint», o «pintura gruesa». Intervienen en ella el francés Jean Fautrier, fallecido en 1964, el vienés Franz West, desaparecido dos años antes de la exposición, y el artista chino Zhu Jinshi, nacido en 1954 y en plena actividad creadora. Declarar thick, «gruesa», a la obra de la muestra era justificado. Y lo era a pesar de que cada uno de los tres artistas tuviera su particular respuesta a un arte opuesto a la referencialidad analógica con un generoso suministro de materiales diversos pegados a la superficie, unidos entre sí con un cúmulo de masa cromática, siendo esta última, la de Zhu, la más evidente de las tres. Que había allí una profusión del material pictórico invertido por cada uno de los artistas convocados, era visible con Fautrier debido a su interés por los empastes y las texturas acusadas, en especial sus Otages de los años 40, imágenes que aún mantenían un resto de iconicidad a manera de cabezas humanas mineralizadas o raídas por el tiempo y la intemperie. En cuanto a West, relacionado con el grupo vienés durante los años 60, su interés de escultor por los materiales más variados, piedra o yeso, alambres, papel o materiales sintéticos, permitía agruparlo, junto a Fautrier, con la corriente de los llamados «matéricos» europeos, entre los cuales Manolo Millares, Alberto Burri o Antoni Tàpies eran algunos de los destacados.

 

Los integrantes de «Thick Paint» eran prueba suficiente de una tendencia que a partir de los años 40 se dedicó a reconocer y devolver a la materia su natural rotundidad y, con ella, su auténtica razón de ser. Después de siglos de abstención, comprometida la pintura con un régimen de espiritualidad mediante la forma pura[2], la materia merecía ser rescatada por y para el arte en reconocimiento a su efectividad existencial.

La exposición neoyorkina podía incluir en su muestrario de matéricos a Jean Dubuffet, por una adhesión a la masa cromática mezclada con arena o gravas, cristales, cordeles, residuos diversos en las «hautes pâtes» de los 40, seguidas por las «pâtes battues» de los 50 y las texturologías de los 60. En diversos grados de intensidad, estaba presente en todos ellos la expresión-pulsión, el empuje que obliga a manifestarse con fuerza, incluso a veces con brutalidad. Pero la exposición a la que me refiero obedecía a un propósito más comercial que instructivo, como era de esperar. El objetivo era ilustrar el tema propuesto de una pintura lujuriante a causa de su materia y capaz de focalizar la atención en el más joven del conjunto, primero en realidad: Zhu Jinshi. Los otros integrantes de la muestra, Fautrier y West, eran ejemplos de sobra representativos de lo que no estaba allí presente. Así, la pintura de Zhu Jinshi permanecía, para y por el público de la galería responsable del evento, en el Olimpo de la creación con las grandes firmas de un arte asumido con antelación, y por consiguiente registrado, por la más reciente historiografía (o la institución, que diría Bourdieu).

¿Para qué servía esto? Para un público deseoso de invertir en exotismo (un artista oriental), se le ofrecía una obra relacionable con algunas de las tendencias de un arte occidental nada lejano y de gran valor. El primer efecto procedía, sobre todo, de estar en dos registros al mismo tiempo, Oriente y Occidente, con un trabajo de gran fuerza y espectacularidad.

a. Thick Paint o la masa abrumadora, con la substancia de la expresión

Sin ser desconocido, el artista chino aparecía como un notable heredero de aquella corriente que, surgida tiempo atrás en Europa, mostraba un tono que de primera intención convenía juzgar brutalista por su inmoderado acopio de materia, una corriente empeñada en combinar materiales de diverso origen con predilección por el desecho. Lo más patente de su proceder recaía en dos vertientes complementarias. Si la exposición ponía de manifiesto que el artista llevaba su pintura –concentrada en el empaste cromático, textualmente– a un grado muy superior al que exige la escueta materialidad de un cuadro para dar cuenta de las formas (eso cuando las formas cuentan), también era necesario sugerir que su obra extendía, y al cabo completaba con insólito vigor, la corriente «matérica» que le había precedido. ¿Cómo? Llevándola hasta un horizonte no alcanzado hasta entonces. En otras palabras, el artista entraba en un paisaje occidental de valor estético preexistente, y por ello conocido, a la vez que contribuía a él con un considerable aporte oriental que en cierto modo lo completaba con dosis de novedad.

No en vano es Zhu un atento lector del antiguo pensamiento chino, una alianza de filosofía y religión, o pensamiento y creencia, en un budismo que con su lejana entrada en China había tomado a su cargo el taoísmo preexistente para dar lugar a una ideología, en vigor todavía hoy, en la que ambas corrientes armonizan sin problema.

Hasta aquí lo que es posible observar sin hurgar demasiado. De la producción del artista acabo de decir que completa el paisaje bosquejado «en cierto modo» por quienes le habían precedido. No pretendo referirme a una prolongación o a un desarrollo, porque en última instancia su obra constituye una suerte de devolución. Entendámonos, no es una recreación en el sentido usual de la palabra. Zhu Jinshi propone un regreso de la pintura a un estadio que llamaré elemental sin por ello dar a entender «primitiva», dado que, al privilegiar una mirada háptica, una percepción excitada por un color-masa, reintegra la materia a una realidad sumaria dejando al margen toda sospecha de referencialidad analógica. «¿Qué representa eso?», habrá quien diga. «Nada, lo que hay aquí sólo se presenta», será la respuesta. Y que los medios empleados para ello deban considerarse sui generis, no le quita su robustez y vitalidad. Resultaría exagerado –y, sobre todo, falso– interpretar su trabajo como la versión asiática actual de aquellos creadores que revolucionaron el arte por los años 60 en el continente europeo, o de sus equivalentes americanos, con Jackson Pollock y el expresionismo abstracto, unos con sus tanteos acerca del valor de la materia y su libre trato, otros con su anárquica aplicación de la pintura a brochazos o por medio del vertido con salpicadura o chorreo. Nada más fácil que interpretarlo en esta dirección, pero la misma facilidad ya nos advierte de que no es ésta la dirección más acertada. En primer lugar, porque una versión no es una copia, y aún menos una reproducción. Zhu Jinshi ni vierte el color sobre la superficie destinada a recibirlo, ni acosa el soporte a brochazos (o sí lo hace, pero de manera limitada y bajo control), ni tortura por ningún medio entidades del mundo con el objetivo de «estilizar» su imagen para individuarla, como los cuerpos femeninos machacados que De Kooning nos propuso en los años 50 o los retratos invariablemente contorsionados de Chaïm Soutine.

En suma, con Jinshi la idea de una «versión oriental» de lo ya acreditado en Europa es mejor abandonarla. Sin embargo, de manera similar a cómo hablamos del cinéma réalité, nada en su extensa obra es ajeno a lo que calificaríamos de pintura-realidad en el sentido más crudo que dicho epíteto acepte. Porque no se trata del realismo mediante la representación, sino de la presencia estricta. Entendámonos. No es que la obra de Zhu sea realista según se suele entender el término (el realismo nunca busca lo real, sino lo verosímil, lo que implica un parecer-real). Nada de eso; lo que está allí, en efecto, es un exceso de la materia pictórica, un colmo del color-masa sin remisión representativa alguna. Es como si el médium empleado por el artista tuviera por objetivo principal el abuso en el propio empleo. Y, si no hay representación, lo que se nos da es una presencia situada a una distancia significativa de cualquier referente que pueda sugerir el título. Más allá del realismo, cuya representación resulta inevitable, lo que allí hay es una realidad presente.

¿No había dado a conocer Joan Miró un deseo de devolver la pintura a su origen procediendo a asesinarla? En efecto, «asesinar la pintura» es la exigencia que se atribuía al artista. Sólo que semejante crimen entrañaba un regreso a la materia desnuda, que Miró quiso experimentar por un camino que pasaba por «tratar» los propios excrementos (Salabert, 2003: 329 ss.), la masa fecal entendida como materia en un sentido estricto. Su razón tenía, porque la mierda es psicológicamente la substancia por definición, hylé en bruto. Con Zhu, nos enfrentamos, pues, a una falta radical de referencialidad obtenida por medio de la plástica, y esto implica la insignificancia de la forma de la expresión. De modo que aquí el color-masa será un sinónimo no de la forma sino de la substancia de la expresión.