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Neoliberalismo. Aproximaciones a un debate

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Otro ámbito que incide fuertemente en la calidad de la gestión democrática y sus prácticas tiene que ver con los fundamentos con que se toman las decisiones. Aquí es básico distinguir entre la política, como un ejercicio del poder para definir urgencias, prioridades y acuerdos, y el conocimiento técnico y científico que debe estar al servicio de las políticas públicas. El buen ejercicio del poder no consiste sólo en actos voluntaristas basados en la fuerza y en la capacidad para imponer decisiones. En materias de alta complejidad, como suelen ser la mayoría de las que deben abordar los gobiernos, se requiere tener buena información y evaluación técnica de las consecuencias de cada decisión. Toda política pública tiene efectos y no siempre los efectos más importantes son los más obvios. En 1971 el presidente Allende decidió que habría una redistribución del ingreso rápida y masiva. Se aumentaron los sueldos y salarios en proporciones muy altas y el Banco Central duplicó la cantidad de dinero en un año para financiar esos reajustes. Parecía obvio que los trabajadores ganarían. Pero a los dos años esos mejoramientos se habían esfumado y los trabajadores perdieron poder adquisitivo real, aun antes del golpe militar. Se desató una hiperinflación que el gobierno no pudo controlar, que arrasó con los aumentos de salarios. El objetivo era muy bueno pero las medidas fueron muy malas y sin fundamentos sólidos. Otro ejemplo muy actual es el tema de la gestión del agua, un recurso progresivamente escaso y esencial. El agua llega gratis, de las lluvias, pero hay que embalsarla, canalizarla, distribuirla, y todos estos procesos suponen un conocimiento técnico obvio y generan costos que hay que prorratear. Un proyecto de desarrollo del recurso agua no puede prescindir de los conocimientos técnicos y financieros necesarios y, por supuesto, de las urgencias y necesidades de la población.

Con los años se ha entendido que las políticas públicas deben basarse tanto en las prioridades y promesas políticas como en la información detallada, los análisis y las evaluaciones técnicas de las consecuencias que pueden tener. Este es un maridaje necesario entre política y técnica, aunque no siempre se realiza exitosamente. Siempre están los dos grandes riesgos: el predominio total de la política voluntarista, que suele llevar al populismo, o el predominio de la técnica, cuyo exceso puede llevar al tecnocratismo. En sus primeros años, la dictadura militar se dejó llevar por este último, muy contaminado de ideología por lo demás, ignorando las consecuencias políticas que más tarde, después de la crisis de la deuda externa, tuvieron que lamentarse. El tecnocratismo puede camuflar opciones ideológicas o políticas que los responsables de formular las políticas ocultan detrás de un aparente profesionalismo. Estas dificultades no pueden llevar a ignorar la necesaria cooperación que debe haber entre ideología y técnica en la formulación de políticas públicas. El arte de gobernar implica saber llevar ese equilibrio necesario. Pero no es fácil y a menudo los debates de políticas públicas se enredan porque se confunden los planos propiamente políticos con los técnicos.

Es curioso que tanto desde el neoliberalismo más extremo como desde el populismo se desconfía de la técnica en la toma de decisiones. El primero advierte contra la influencia de los técnicos en base a que es imposible que desde el Estado se pueda saber qué es lo que hay que hacer70. Sólo el libre juego de las interacciones individuales, a través del mercado, con plena libertad y reglas claras, podría llevar al progreso de un país. Lo demás sería “constructivismo social” (una postura muy “hayekiana”). Desde el populismo se desconfía también de los técnicos en cuanto éstos pueden interferir con la satisfacción de las demandas indiscriminadas del electorado o con las ofertas irresponsables de líderes populistas. En el primer año del segundo gobierno de la presidenta Bachelet, las autoridades se jugaron por sacar adelante un paquete de reformas, cuyas formulaciones iniciales fueron muy criticadas por su desprolijidad técnica. El gobierno las defendió en base a que estaban en el “programa” comprometido ante el electorado. Por supuesto, un “programa electoral” nunca entra en los tecnicismos necesarios, pero ello no excusa a las autoridades de atenderlos cuando ya tienen la responsabilidad de gobernar.

Por el otro extremo, cuando un gobierno ha convocado a comisiones técnicas para estudiar y proponer alguna política específica, en un área de alta sensibilidad pública, no han faltado los críticos que denuncian un supuesto “tecnocratismo” que estaría minando la institucionalidad, porque es en el Congreso donde deben proponerse las iniciativas y las leyes. Pero esos críticos omiten intencionadamente, porque lo saben, que nunca una comisión técnica va a reemplazar los poderes políticos constituidos. Son aportes a los debates, con conocimiento de causas y efectos, que obviamente enriquecen el debate político. Y el presidente o presidenta de la República tienen todo el derecho, y el deber diría yo, de hacerse asesorar por los mejores expertos.

Hay más en este terreno de las prácticas donde se juega la calidad de las políticas públicas. Se trata de la capacidad de conversación y negociación para lograr acuerdos y sacar adelante los proyectos de leyes. Por años, la idea de “negociación” política sonó a podrido, a componenda, a arreglines, a cocina. Lo cual demuestra que entre virtud y vicio hay una delgada línea de separación. Es muy fácil que sea un vicio, cuando se trata de negociar entre intereses bastardos que nada tienen que ver con el bien común. Pero cuando se negocia abiertamente, de cara a la gente, por un interés general, es una gran virtud. Sólo en las dictaduras los gobiernos no necesitan negociar. Pueden imponer su voluntad, porque normalmente no existen otros poderes independientes con capacidad de decidir (pueden existir órganos legislativos que son de pura fachada y no representan verdaderamente la voluntad popular en forma soberana e independiente). Pero en las democracias, lo normal es que el poder legislativo sea plural y represente distintas visiones de sociedad y distintos programas de gobierno. Esto hace imperioso que los gobiernos en ejercicio negocien con sus adversarios para disponer de las mayorías suficientes que aprueben sus iniciativas. Por cierto, esta responsabilidad también recae en los partidos opositores a los gobiernos. Su función no es impedir gobernar, paralizar, para así pavimentar el camino en futuras elecciones. Las oposiciones también tienen la responsabilidad de negociar y buscar acuerdos. Esto no tiene sólo un fundamento en una política democrática. Como lo explicó el biólogo Humberto Maturana, es parte de la biología del ser humano, que nos hacemos en relación con los otros. Construimos realidades en conversaciones y no en descalificaciones. Hacer oposición democrática, entonces, no es buscar destruir a quienes gobiernan sino proponer alternativas y conversarlas, una y otra vez71.

No basta tener grandes ideas, buenas ideas. Estas deben convertirse en proyectos de leyes que sean debatidos en el parlamento por quienes representan a los electores. Para lograr esto hay que convocar voluntades ajenas, buscar acuerdos, negociar72. Aunque se tenga una mayoría parlamentaria abrumadora para el gobierno, como pasó en Chile después de las elecciones parlamentarias de 2013, no es cosa de pasar una aplanadora, ni menos la retroexcavadora, como anunció, con soberbia, un dirigente político de un partido de gobierno en marzo de 2014, ante los llamados a “cambiar el modelo”. Las minorías deben ser respetadas, si se quiere construir democracia. Por supuesto, una mayoría representa una preferencia clara del electorado por ciertas opciones de políticas públicas y debe usarse, llegado el caso. Pero es el último recurso al cual debe apelarse, no el primero. Aquí es conveniente distinguir entre mayorías electorales y mayorías ciudadanas. Las segundas expresan un sentir que va más allá de los actos electorales, y consideran también las organizaciones sociales, los grupos organizados y representativos. Y no hay que confundir este sentir ciudadano con quienes marchan en las calles. El país no es propiedad privada de nadie. Además, qué duda cabe, unas leyes aprobadas con amplias mayorías, sólidas, ciudadanas, que incluyan tanto a las que gobiernan como a las minorías electorales, pueden tener una legitimidad y una fuerza institucional muy superior, que si sólo son aprobadas por mayorías escasas y circunstanciales. Un buen ejemplo fue la nacionalización de las empresas del cobre en los años 70, bajo el gobierno de Allende, la que se logró por la unanimidad de los votos en el Congreso, incluida la derecha, lo que ayudó a que esas empresas no fueran privatizadas ni por la dictadura militar. Otro ejemplo de una excelente capacidad negociadora y de inclusión ciudadana fue el caso del ex ministro de la Presidencia en el gobierno de Aylwin, Edgardo Boeninger. Dictó cátedra acerca de cómo sacar adelante los proyectos de ley, buscando acuerdos mayoritarios con un sentido ciudadano, y en un período histórico extremadamente complicado, como fue el que debió asumir ese gobierno, el primero de la transición democrática y con la presencia de Pinochet al frente del Ejército. Con justicia, ese gobierno ha sido considerado uno de los más exitosos en la historia de Chile.

Los temas podrían seguir, pero vale la pena tan sólo mencionar otra área de prácticas políticas que afectan negativamente la calidad del proceso democrático. Es lo que podría llamarse la guerrilla política. Es una deformación de la idea de competencia y rivalidad. Se trata de la proliferación de acusaciones recíprocas, del desprestigio, de la calumnia, entre dirigentes políticos y autoridades públicas, con razones no siempre fundadas sino más bien con el propósito de lograr pequeñas ventajas publicitarias o contribuir al fracaso del gobierno en ejercicio. Un ejemplo claro de esto es el recurso frecuente de las acusaciones constitucionales a ministros, para hacerlos responsables de supuestas faltas con muy pocos fundamentos. El uso y abuso de esta práctica política produce cansancio, fatiga ciudadana, especialmente entre los grupos más vulnerables que ven sus urgencias postergadas. Desvía la atención de las necesidades reales que un gobierno tiene que abordar. Pareciera que a los políticos en la oposición, cualquiera que ella sea, les resultara imposible reconocer algún acierto de las autoridades vigentes, so pena de perder prestigio como opositores y bonos para la elección siguiente.

 

La política y el dinero

Este es un gran tema de controversia actual, el de las relaciones entre el gran poder económico y la política. Esta requiere de dinero, porque es una actividad, cada vez más una profesión se podría decir, que exige dedicación a tiempo completo. El dinero ha influido siempre a la política. En el Chile decimonónico con el poder concentrado en los terratenientes y banqueros, para votar había que tener propiedades (se llamaba el voto censitario). Después esto cambió y se exigió saber leer y escribir, y ser varón. Pero los procedimientos electorales permitían el cohecho en forma indecente, ya que era muy fácil comprar votos y controlar las preferencias de los votantes. Los terratenientes podían instruir a sus campesinos sobre cómo votar ya que había una extrema dependencia cultural y social de éstos respecto de aquéllos.

Con las reformas electorales de mediados del siglo XX hubo avances muy importantes, ya que se incorporó a la mujer, se estableció la cédula única y se aseguró la independencia efectiva del votante en el momento de entrar al lugar de votación. Además, las condiciones políticas y sociales habían cambiado y ya no era tan fácil que el poder económico influyera tan abiertamente en el resultado electoral.

Lo anterior no significó que ese poder dejara de incidir en las preferencias electorales. La transformación social significó que el pueblo llano también pudo entrar a la política, postularse a candidaturas y ejercer cargos de representación popular. Los políticos del siglo XIX tenían sus propios medios de financiamiento, que eran sus propiedades, empresas y capitales. Pero quienes aspiraban a una representación popular sin disponer de un capital propio, debían enfrentar el dilema de cómo financiarse, tanto en las campañas electorales mismas como durante el ejercicio de sus funciones, si resultaban electos en algún cargo no remunerado. Los partidos políticos populares pudieron remediar en parte ese problema, aportando ellos mismo los recursos necesarios, obtenidos de las contribuciones de sus militantes. Hubo también partidos populares que recibieron recursos desde el exterior, de países cuyos gobiernos eran afines.

El desarrollo de los medios de comunicación y de la publicidad callejera hicieron más costosas las campañas electorales y las convirtieron en una industria. El marketing comercial se trasladó también a la política para desarrollar estrategias de marketing político, que pudieran simplificar los mensajes y hacerlos atractivos y comprensibles a una masa electoral cada vez más masiva, más alerta y más consciente. El aparato publicitario de las últimas décadas se ha hecho más sofisticado, más subliminal, más profesional y también, habría que decir, más mentiroso. Supone equipos de expertos capaces de diseñar los mensajes, de reproducirlos en los medios y de llegar a todos los rincones de los territorios. Todo esto encareció las campañas electorales a niveles nunca vistos antes. Por esta vía, nuevamente la cancha se desniveló y el acceso al dinero cobró más relevancia. Los poderes económicos establecidos han aprovechado estas circunstancias para incidir en los resultados electorales, a través de sus aportes de dinero a las candidaturas más afines a sus intereses.

Estas nuevas formas de relación entre dinero y política han inducido a diversos gobiernos a regular el financiamiento de esta actividad. El tema ha cobrado cada vez más importancia porque los volúmenes que se invierten en la política son enormes y los efectos en la composición de los poderes públicos y por consecuencia, en las políticas públicas y en la institucionalidad, pueden ser muy grandes. Los casos Penta y Soquimich revelaron en 2015 las formas sutiles y no tan sutiles que usa el gran capital para destinar recursos a los candidatos de sus preferencias. En 2003 ya se había legislado en Chile al respecto, pero lo ocurrido en 2015 motivó al gobierno a formular nuevas iniciativas destinadas a una regulación más estricta, a aumentar las sanciones a quienes violan las leyes, a fortalecer los organismos que deben fiscalizar el origen y usos de los dineros en política. Se ha llegado a un consenso ciudadano de que se debe evitar que las empresas hagan aportes financieros a la política, y que ellos deben reservarse exclusivamente a las personas naturales, que en realidad son los ciudadanos que tienen derecho a votar.

Otro consenso que existe, pero que no se ha podido fiscalizar adecuadamente, es que el gasto electoral debe tener límites. No tiene sentido el despilfarro de recursos que en cada campaña electoral tenemos que presenciar los ciudadanos, a través de la proliferación de la publicidad que contamina visualmente las ciudades. Limitar el gasto electoral y las formas de hacerlo, como se hace en países desarrollados, y que el financiamiento de la política se haga con fondos públicos y de personas naturales, asignados a través de los partidos políticos, son dos medidas que deberían contribuir a sanear los procesos electorales y recuperar para la política la legitimidad que debe tener. Es responsabilidad del Estado que existan instituciones y procedimientos electorales que garanticen que la política sea un espacio legítimo y necesario para el buen funcionamiento de la democracia y del gobierno.

Del mismo modo, la modernización y democratización de los partidos políticos es un complemento indispensable del mejoramiento de la calidad de la política. Los partidos políticos son instituciones fundamentales de una democracia representativa. Ellos cumplen la misión de educar, formar y canalizar opinión, formular programas y equipos de gobierno, contribuir a la creación de las leyes y de las políticas públicas. Estas son funciones que difícilmente pueden cumplir los ciudadanos en forma independiente, por muy meritorios que éstos sean. Pero el desprestigio de los partidos y su pérdida de calidad ha inducido un movimiento ciudadano independiente, como se reflejó en la elección de los miembros de la Convención Constituyente de 2021. Es un resultado que puede ser importante en la formulación de la nueva Constitución, pero difícilmente este movimiento va a poder mantenerse como fuerza organizada a largo plazo. De ocurrir aquello, pasaría a ser un nuevo partido político.

La necesidad de coaliciones para crear poder político

En una democracia, es buena y conveniente la rotación de los gobiernos. No debería ser drama que una fuerza de oposición suceda a un gobierno. Esto es, quizás, una de las definiciones de una democracia, que los gobiernos terminen y que le den paso a quienes han competido por encabezar un nuevo período, si es que obtienen las mayorías necesarias. Los gobiernos que se aferran al poder, que tratan de mantenerse, aunque sea usando (o manipulando) resortes legales, como reformas constitucionales que permitan la reelección indefinida (muy abundantes casos en América Latina y en otras partes también), son de dudosa estirpe democrática. Los dictadores se quedan en el poder todo el tiempo que puedan porque se autoconvencen de que ellos son lo mejor para un país o porque obtienen beneficios a los que no quieren renunciar. Otra motivación importante es el temor de los juicios que pueden venir después por las ilegalidades que han cometido. Cuando los “plazos” se subordinan a las “metas”, una práctica de Pinochet, queda abierto el camino para alargarlos indefinidamente. En varios países latinoamericanos, con regímenes supuestamente “populares” o “populistas”, se ha incorporado la mala práctica de que los presidentes traten de reelegirse indefinidamente, mediante triquiñuelas que distorsionan las instituciones electorales. Es una vergüenza y la antítesis de la democracia, una de cuyas principales premisas es la renovación periódica del gobierno.

La dictadura chilena dejó como herencia, entre otras leyes, la del régimen electoral, conocido como el “binominal”, que aseguró un mecanismo para que sólo las dos más grandes mayorías gobernaran el país. Las pequeñas minorías políticas e ideológicas quedaron excluidas y sólo a través de pactos con la Concertación pudieron acceder a algunos cargos parlamentarios y municipales. La Nueva Mayoría que llevó al segundo triunfo de la presidenta Bachelet en 2013 se creó como un pacto electoral mayor para incorporar al partido Comunista y a los nuevos partidos creados por los antes llamados díscolos. Se abolió el sistema binominal y se estableció un sistema proporcional de elección, con la posibilidad de pactos y cifras repartidoras.

Los pactos electorales que se entronizaron en el sistema electoral chileno, tienen el problema de estimular la proliferación de partidos pequeños, poco representativos, pero que en base al subsidio de votos de partidos más grandes, con los cuales pactan, pueden colocar a aspirantes a políticos en posiciones de poder, sin la menor experiencia ni vocación. La práctica ha demostrado que este sistema no es inmune a la farandulización de la política, a la vulgarización y al populismo. Lo grave no es sólo la degradación de la política, sino la degradación de la democracia y de la capacidad de gobierno. Se ha propuesto como alternativa que las posibilidades de pactos de gobierno sean posteriores a las elecciones de representantes, de modo que los actores políticos sean partidos fuertes, representativos y con identidades definidas73.

Es cierto, el sistema binominal aseguró una estabilidad política durante dos décadas, aunque fue una estabilidad que no tenía raíces muy profundas. Permitió superar el problema histórico de la política chilena, antes del golpe de 1973, de que los gobiernos no tuvieran el apoyo de coaliciones sólidas, que hicieran factible la aprobación de las leyes en el Congreso. La Concertación fue una coalición mayoritaria de centro-izquierda que logró reelegirse legítimamente cuatro veces. Pero el desgaste natural y, sobre todo, el acostumbramiento al poder de su elite dirigente, le pasó la cuenta. Como también, las transformaciones sociales e institucionales, a nivel del Estado y de la sociedad civil. La segunda mayoría, heredera ideológica de Pinochet, logró mimetizarse con la democracia y los derechos humanos que antes ignoró y tras la candidatura de Sebastián Piñera, alguna vez demócrata cristiano, pero después firme militante de Renovación Nacional, le arrebató el poder presidencial a la Concertación.

Ésta había aprendido a gobernar y a negociar, pero no a ser oposición. Además, estaba herida en el ala, con el desprendimiento de un importante núcleo de exsocialistas, liderados por Marco Enríquez-Ominami, quienes decidieron que ya era suficiente de alianza con el centro y que era hora de radicalizar los cambios que no se hicieron en los veinte años concertacionistas. La razón profunda de las varias y relevantes deserciones al partido Socialista, como Jorge Arrate, Carlos Ominami, Alejandro Navarro y algún otro, es que afloró el viejo socialismo, el de la guerra fría, que nunca se conformó con hacer alianza con la Democracia Cristiana, el partido más importante que se opuso a Allende durante su gobierno y al cual se le atribuye haber contribuido a crear las condiciones para el golpe de Estado del 73. La renovación socialista que volvió del exilio en los años 80 y ayudó a formar la Concertación, en la cual Arrate y Ominami fueron importantes líderes intelectuales, tuvo que hacer unas concesiones ideológicas para aceptar el modelo de economía de mercado que ya se había impuesto en Chile por la dictadura, y que la Democracia Cristiana no estaba dispuesta a echar por la borda, aunque sí a introducir las necesarias reformas que hicieran un capitalismo con rostro humano, un capitalismo social a la usanza europea, una economía social de mercado.

Este resentimiento condujo a una confrontación entre el centro y la izquierda y a un renegar de la Concertación, como si ésta fuera la imagen de la traición a los viejos ideales socialistas74. Este proceso fue mucho más fuerte en las nuevas generaciones, nacidas en los 90s y que no vivieron ni la dictadura ni la lucha por la transición democrática. Se manifestó en las rebeliones estudiantiles de 2006, 2011 y los continuos y violentos atentados a los liceos públicos emblemáticos, como si éstos representaran lo peor del Estado de la transición. La violencia pasó a ser un método validado por estas nuevas generaciones que aparecieron en la escena pública en la segunda década del siglo XXI y su culminación, el “estallido social” de octubre de 2019 y las posteriores asonadas de violencia que han permanecido en la vida nacional como rituales sagrados75.