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Neoliberalismo. Aproximaciones a un debate

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Esta es la razón por la cual los empresarios no pueden ser ajenos a los impactos que generan sus decisiones en la sociedad. La acumulación de poder genera también responsabilidad política. Es, por lo tanto, estrecho de miras el planteamiento de que la única responsabilidad empresarial es generar utilidades para sus propietarios. Mientras mayor es la concentración de poder económico que se alcanza, mayor es la responsabilidad política ante la sociedad. Y en la actualidad es difícil evitar que las decisiones de las grandes empresas y sus efectos más amplios sobre el medio ambiente, la vida de las comunidades rurales, el sistema político, la sociedad en general, sean ignoradas. No se trata sólo de la legitimidad social del mundo empresarial, sino también de su propio éxito como tal, ya que un ambiente hostil y conflictivo termina minando sus posibilidades de acción.

Hay muchas maneras como ocurren los conflictos entre las empresas y el mundo social y territorial que las rodea. Las que explotan recursos naturales suelen arrasar con una forma de vida de las comunidades circundantes. Esto ocurre con las actividades forestales, de la pesca, de la energía, de la minería. Cuando estas últimas explotan yacimientos en gran escala, suelen afectar el recurso del agua con que cuentan las comunidades. Chile tiene un caso histórico en que la instalación de una represa hidroeléctrica no sólo obligó a la población local a migrar, sino también arrasó con su cementerio. Grandes plantaciones forestales impiden la realización de pequeñas instalaciones sociales que viven de los frutos de los bosques nativos. La explotación en gran escala de la pesca altera las posibilidades de la pesca artesanal. Las empresas constructoras en las grandes ciudades que no trepidan en destruir barrios enteros destruyen también formas de vida urbana y patrimonios históricos. Y así sucesivamente. Las grandes empresas tienen que entender que su desarrollo depende de que sean percibidas como legítimas por la sociedad. Los abusos, excesos e irresponsabilidades les acarrean un desprestigio que no las beneficia y, por el contrario, puede amenazar su existencia.

En tiempos recientes se ha fortalecido la conciencia sobre las interacciones entre las actividades empresariales, sobre todo de la gran empresa con su entorno. Desde Naciones Unidas se impulsa lo que se conoce como el Pacto Global: una propuesta para establecer el compromiso de las empresas para hacerse cargo de las consecuencias de sus actividades sobre su entorno, de su medio ambiente, de sus stake-holders. Es la responsabilidad social empresarial que, para muchos es un sueño o una utopía, pero que alude a esa realidad que ya está manifiesta en todas partes del globo. A medida que las grandes masas de consumidores y usuarios adquieren conciencia del compromiso de las empresas con su entorno, la responsabilidad empresarial se empieza a convertir en un factor de capacidad competitiva, capaz de incidir incluso en sus resultados inmediatos. Lejos de ser una dimensión romántica y utópica, está pasando a ser un factor tangible de beneficios recíprocos y contributivo al bien común.

3. EL FRACASO DE LA NUEVA MAYORÍA Y LA FRAGMENTACIÓN DE LA CENTRO-IZQUIERDA

El lunes 10 de abril de 2017 el ex presidente Ricardo Lagos Escobar depuso su segunda candidatura presidencial, después de la decisión del partido Socialista de proclamar como su candidato al senador independiente Alejandro Guillier. Estas dos decisiones, la del partido Socialista, el partido de Lagos, y la renuncia de éste a la postulación a la primera magistratura, fueron la culminación de un largo proceso de desencuentros, de descalificaciones, de pasiones desbordadas, y marcaron un punto de inflexión en el desarrollo político chileno desde el término de la dictadura en 1990. Es un episodio icónico de la fragmentación progresiva de las alianzas políticas de centro-izquierda que apoyaron el desarrollo nacional en estas tres décadas, primero la Concertación de Partidos por la Democracia y después la Nueva Mayoría. La importancia no fue tanto para el desenlace electoral que pudiera haber ocurrido, sino por lo que reveló en cuanto a la atomización del mundo de una centro-izquierda que le dio gobernabilidad y desarrollo al país durante dos décadas. Una fragmentación profunda que reveló poderosas fuerzas subterráneas que se separaron en múltiples vertientes, tanto por su apreciación histórica sobre lo realizado en el pasado reciente como por su visión sobre cómo enfrentar el desarrollo futuro del país. Una corriente que renegó de los veinte años concertacionistas e incluso por momentos se mostró avergonzada del supuesto neoliberalismo imperante, en tanto también los hubo quienes, aun reconociendo errores y omisiones, en el balance estimaron que había sido un período notable para el desarrollo nacional y la movilidad social.

Una consecuencia de lo anterior fue el desplazamiento de una parte importante del electorado que había apoyado a la Concertación primero, y a la Nueva Mayoría después, hacia la centro-derecha eligiendo por segunda vez en cuatro años a una coalición encabezada por Sebastián Piñera como presidente de la República.

La centro-izquierda en estado de confusión

Para ir por partes. ¿Qué ocurrió en la Nueva Mayoría, el bloque de cuatro partidos de centro-izquierda más el partido Comunista, que se constituyó en 2013 para respaldar la elección a la presidencia de la República de Michelle Bachelet, por segunda vez en menos de diez años?

Al aproximarse las elecciones de 2013, los partidos del conglomerado de centroizquierda decidieron dar por finalizada la Concertación y crear un nuevo bloque, la Nueva Mayoría, ahora con mayor peso de la izquierda gracias a la incorporación del partido Comunista. Se decidió también proclamar como candidata indiscutida a la expresidenta Bachelet, quien gozaba de una gran popularidad nacional e internacional. Para Bachelet, ésta sería la oportunidad de desplegar con máxima fuerza su impronta de izquierda, y encabezar un gobierno focalizado en amplias reformas sociales. A su juicio, se iniciaba un nuevo gran ciclo político que estaría marcado por las reformas sociales y un avance hacia un Estado de derechos.

Al término del gobierno de la Nueva Mayoría en 2017 y con un nuevo triunfo de la centro-derecha, los espíritus siguieron más sombríos aun y la sensación de fracaso se instaló tanto en esta coalición como en sus adherentes. Se denunció, ya no tanto el intento de priorizar el crecimiento económico, lo cual no se logró en la práctica, puesto que el ritmo anual de crecimiento fue inferior al 2 por ciento56, el más bajo de los veinte años concertacionistas, sino una serie de males que emergieron con mucha fuerza en el sistema político. Se trata de su distanciamiento de la ciudadanía, la desconfianza en las instituciones, la corrupción que se reveló tanto en el sector privado como en el público, los contubernios entre dinero y política, el desprestigio de los partidos, del gobierno y del parlamento. Las reformas prometidas no lograron concretarse o se hicieron en forma desprolija, suscitando el rechazo tanto de partidarios como opositores a ellas.

Aparte de la puesta en marcha de una reforma a la educación para otorgar la gratuidad en las universidades, un logro importante de ese gobierno fue la eliminación del sistema binominal de elecciones, lo que abrió la puerta a la participación de más competidores en la arena política. Esto permitió la constitución de una nueva fuerza política, integrada por una multiplicidad de pequeños partidos y una generación de izquierda, más joven, más dura, alejada y desencantada de los partidos tradicionales y sus alianzas, incluso del partido Comunista. Esta nueva generación, liderada por exdirigentes estudiantiles que impulsaron las masivas movilizaciones de 2011 por una reforma profunda a la educación, enarboló esta bandera para cuestionar el sistema público-privado que se venía construyendo, proyectando su malestar a otros ámbitos de la institucionalidad socio-económica. Es una generación más radicalizada y ansiosa por introducir reformas institucionales en profundidad cuyo foco central es la disminución de las desigualdades socio-económicas y la transferencia del poder político desde los partidos tradicionales hacia los movimientos ciudadanos. Se autodenomina como “nuevo progresismo”. No poco importante fue la pretensión de encarnar una nueva ética política basada en valores y principios. Esta izquierda alternativa busca el purismo de objetivos igualitarios a corto plazo, una mayor injerencia del Estado en la gestión de la economía social, la incontaminación con el poder económico y con la política corrupta. La expresión política de este sector es el Frente Amplio que se constituyó en base a un gran número de partidos y movimientos extra sistémicos.

Un representante e inspirador destacado de este “nuevo progresismo” es el abogado Fernando Atria. Para él y para toda esta corriente ideológica la cuestión decisiva que marca el clivaje político es si se está a favor o en contra del neo-liberalismo. Obviando el significado del concepto de neo-liberalismo, que en la práctica se ha convertido en un verdadero cajón de sastre, esta idea le ha permitido al nuevo progresismo definir y encasillar a los unos y a los otros. O se está contra el neo-liberalismo o se está con él57. Su propuesta es buscar “otro modelo”58. En la visión de Atria y sus co-autores, la Concertación de los años 90 creyó poder “humanizar el neo-liberalismo”, no oponerse a él. Su centro de gravedad fue la Democracia Cristiana como eje.

El cuadro político que se configuró para la elección presidencial de 2017 mostró, así, una complejidad inédita desde 1990. La Nueva Mayoría y la centro-izquierda Demócrata-Cristiana estaban desgastadas anímica y políticamente, con importantes desencuentros en su interior, como se ha mencionado. Al mismo tiempo enfrentaron a un nuevo desafiante del poder por su flanco izquierdo, el Frente Amplio. Este cuadro de fragmentación culminó con el rechazo del partido Socialista, eje central de la Nueva Mayoría, a la candidatura de Ricardo Lagos. El expresidente, a su experiencia como político y exmandatario, sumaba su capacidad de convocatoria, la adhesión de una clase profesional y ejecutiva de primer nivel, cuadros políticos relevantes y un programa que se preparó durante un largo tiempo enfatizando los desafíos de largo plazo del país, incluida una propuesta de nueva Constitución. Pero parecía estar muy asociado a la vieja Concertación y marcaba muy poco en las encuestas. En cambio, se optó por un senador independiente, Alejandro Guillier, de quien se reconocía carecer de todos esos atributos. Su carácter de ex periodista y conductor de programas de radio y televisión le dieron una visibilidad y presencia pública que fueron decisivas en la apreciación ciudadana sobre posibles líderes políticos, rasgos que influyeron fuertemente en la decisión del partido Socialista respecto de Ricardo Lagos y revelaron que este partido no está exento de la tentación del oportunismo y la búsqueda del poder por encima de los contenidos programáticos.

 

¿Cómo se puede entender este proceso de desgaste y fragmentación de la centro-izquierda, que la hizo caer en un marasmo y confusión, dejando el campo libre para el retorno de la derecha pero, sobre todo, abandonando su vocación de proyectos de desarrollo, equidad y democracia? ¿Qué ha unido y qué ha desunido a estos bloques, de tal manera que se llegó al año 2017 con una proliferación de partidos políticos y movimientos que fácilmente alcanzaron la treintena y que no se veía desde hacía más de medio siglo? Las implicancias de este panorama para la gobernabilidad futura de Chile no podían ser más evidentes. La gobernabilidad fue uno de los grandes activos que pudo exhibir el país en las dos primeras décadas post 1990, e hizo posible un desarrollo económico-social que fue admirado en el resto del mundo, tanto por el alto dinamismo de la economía como por su capacidad de inclusión de sectores de pobreza que tradicionalmente habían sido excluidos. El debilitamiento de estos activos puso en cuestión la continuidad del progreso alcanzado por el país.

Cambiar el balance público-privado

Hay que partir por el marxismo clásico, como interpretación de la historia. Éste entiende que el progreso opera a través de la lucha de clases, que el enemigo principal es el capitalismo y sus instituciones y que hay que entender las coyunturas para saber adaptarse y reaccionar según las circunstancias del presente. La primera expresión histórica y concreta de esta ideología en nuestro tiempo y en Chile fue la de la Unidad Popular que, aunque plagada de ambigüedades, en último término aspiraba a una revolución clásica, de trabajadores y campesinos contra capitalistas. Sin embargo, entendiendo el presidente Allende que en Chile no estaban las condiciones para una revolución a la rusa o a la cubana (asalto al palacio del Zar o del dictador Batista), buscó esa revolución a través de lo que se llamó “acumulación de poder popular” y el uso de la “democracia burguesa”. Cómo se expresaría esa acumulación de poder popular en los cambios institucionales quedó en la penumbra de la historia, ya que el golpe militar de 1973 terminó con esa opción. Si iba a haber un golpe de autoridad desde la cúpula partidista y gubernamental o si el cambio se iba a lograr democráticamente a través de las suficientes mayorías parlamentarias para una reforma constitucional son alternativas sobre las que sólo se puede especular.

Fracasada esa estrategia y establecida la dictadura militar, esta “vanguardia popular” optó por esperar nuevos tiempos, sumergida en la sociedad civil y en el exilio. La transición democrática iniciada en 1990 fue una ola de social-democracia, a la cual se plegó la gran mayoría del país que anhelaba dejar atrás la dictadura y su secuela de violaciones a los derechos humanos. La vieja izquierda militante, sobre todo aquella que seguía admirando los regímenes socialistas europeos o cubano, imbuída de la cultura de la guerra fría, optó por callar, apretar los dientes y esperar. A fines de los 90 comenzó a sacar voz, cuestionando las grietas que veía en la dominante Concertación. La oportunidad para recuperar protagonismo pareció abrirse en la coyuntura creada por el segundo gobierno de la presidenta Bachelet y su bloque de la Nueva Mayoría, cuarenta años después del golpe militar de 1973.

El programa de ese gobierno fue formulado por una elite partidista de nueva generación, con escaso debate y centrado en promesas de varias reformas estructurales profundas, de rápida implementación, principalmente en la educación, como se señaló. Su foco fue derrotar la desigualdad económico-social que subsistía. Esta propuesta creó muchas expectativas y cercanía con los movimientos sociales, sobre todo por su oferta de gratuidad de la educación, liderados por la nueva generación de dirigentes estudiantiles. La alta adhesión popular a la entonces candidata Bachelet (en gran parte motivada por su carisma personal y su cercanía ciudadana) le permitió alcanzar el triunfo electoral, una suficiente mayoría parlamentaria y poner en marcha ese programa casi sin cuestionamientos.

Pronto fue quedando en evidencia el desapego de este liderazgo político gubernamental y parlamentario con el edificio construido por los gobiernos de los veinticinco años anteriores, para empezar a levantar una nueva institucionalidad, con marcados tintes anti-mercantiles, pero también con bastantes incoherencias entre los objetivos y las propuestas concretas de reformas. Aunque bajo la inspiración de la denuncia de la concentración del poder económico y del lucro irrestricto, no había una doctrina muy definida, que hubiera elaborado una propuesta programática afinada, sino más bien un rechazo cada vez más comprensivo al sistema vigente y, en particular, al llamado neoliberalismo. Era preciso elaborar una nueva doctrina, adaptada a los tiempos post-revolución industrial. Expropiar industrias y bancos a la manera de la antigua Unidad Popular ya no tendría mayor impacto porque el “mundo cambió” y la globalización desplazó los parámetros críticos a otros ámbitos, el de los derechos sociales, los servicios, las finanzas y los medios de comunicación.

La viga maestra de las reformas propuestas y delineadas en términos muy generales fue un cambio radical en el balance estatal-privado de la educación, destinado a fortalecer la institucionalidad de la educación estatal y a impedir que la educación privada siguiera siendo el trampolín de las elites económico-políticas para monopolizar el poder. Adicionalmente, y bajo la presión de los antiguos dirigentes estudiantiles, se privilegió otorgar la gratuidad de la educación superior antes que al fortalecimiento de la educación pre-escolar y primaria, reconocidamente como claves para disminuir las desigualdades59. De una lógica basada en que la cooperación estatal-privada podría generar ganancias para todos, se pasó a la lógica de un juego de suma cero, es decir, unos ganan a costa de los otros. La educación secundaria estatal sufría una notoria pérdida de calidad y de atractivo en la población, en comparación con la educación privada, especialmente aquélla subvencionada por el Estado, que estuvo creciendo mucho más rápidamente en las décadas anteriores, a pesar de exigir un co-pago de las familias. La conclusión fue que ese desarrollo de la educación privada fue a costa de la educación estatal. El corolario sería que para fortalecer la educación estatal habría que jibarizar la educación privada, léase quitarle los subsidios estatales o someterla a tales regulaciones y condicionamientos que en la práctica tuviera que desaparecer, excepto para la minoría de más altos ingresos que podrían seguir autofinanciando una educación privada independiente.

Las manifestaciones denunciaron también el encarecimiento de la educación superior, determinante del endeudamiento bancario al que tuvieron que recurrir los estudiantes de más bajos ingresos para financiar sus estudios. El proyecto gubernamental de reforma de la educación partió por el objetivo de lograr la gratuidad universal de la educación superior, financiada por el Estado y una reforma tributaria que aumentaría la recaudación en tres puntos del PIB. Y en cuanto a la educación media, como se dijo, el gobierno centró el debate en nuevas regulaciones y restricciones al sistema de educación privada subvencionada, que era el que estaba creciendo más, con el objeto de impedir la selección y la exclusión, consideradas fuentes predilectas de la discriminación social. Además, los establecimientos de educación media que quisieran aspirar a los subsidios estatales tendrían que abandonar sus objetivos de lucro y convertirse en corporaciones sin fines de lucro.

Aquellas propuestas, mal diseñadas y enfocadas, se hicieron rápidamente impopulares, primero porque no apuntaban a las causas de la baja calidad de la educación estatal en el sector secundario. Más que a los contenidos de la enseñanza, la calidad de los profesores y los métodos pedagógicos, se apuntó a los aspectos institucionales, financieros y organizacionales. Una paradoja en un movimiento ciudadano que enarboló la bandera de la calidad educacional. En segundo lugar, porque restringieron los grados de libertad para los sostenedores privados de la educación privada subvencionada o incluso les hicieron muy difícil la sobrevivencia en las nuevas condiciones. Y, en tercer lugar, porque la gratuidad universal de la educación superior supone un volumen muy grande de recursos públicos con los que el Estado no contaría ni aun en el mediano plazo y también porque implicaba subvencionar a grupos sociales de ingresos altos y medios. La fuerte caída en el precio del cobre que se inició en 2014 y el aumento de la incertidumbre político-económica debilitaron el crecimiento económico y restaron buena parte de los recursos que el Estado esperaba recaudar.

En un plano más general, la estrategia seguida por el gobierno para la reforma educacional mostró el objetivo último de cambiar el balance estatal-privado. El Estado pasaría a tener un poder discrecional inédito en la asignación de los recursos y en la definición de los establecimientos que serían merecedores de los recursos públicos. Pero emergió una crítica dura de los sectores medios por el menoscabo a sus derechos para organizar emprendimientos educacionales que respondieran a valores y preferencias de las familias, de acuerdo a la diversidad cultural y valórica. Al mismo tiempo, arreció la crítica desde la nueva izquierda, con el argumento de que los proyectos de reforma educacional propuestos no eran lo suficientemente profundos.

El caso de la educación no es sino una instancia en la cual las políticas hacia la provisión de bienes públicos de ese gobierno mostraron fuertes sesgos estatizantes. En otros ámbitos como el de la salud, la seguridad social, la construcción de hospitales e infraestructura, emergieron tendencias similares. En 2017 el movimiento social “no más AFP” ilustra muy bien la tendencia estatizadora que se arraigó en este “nuevo progresismo”. El argumento de fondo es que se trata de derechos sociales exigibles por la ciudadanía que no pueden quedar sometidos a la provisión por los mercados, porque éstos dependen de la generación de lucro, directa o indirectamente. Por lo tanto, el Estado es el que debería asegurar el cumplimiento de esos derechos sociales. Sólo así se evitaría la discriminación entre ciudadanos de acuerdo a su poder adquisitivo y la acumulación de ganancias en los bancos y grupos financieros que intermedian en algunos de esos procesos.

Las evidencias prácticas sobre la incapacidad del Estado para hacerse cargo de tales ofertas, que es lo que realmente importa (ilustrada por la drástica caída de la calidad de la educación pública, el colapso de hospitales públicos y sus servicios de urgencia, el aumento insostenible de la deuda hospitalaria, la imposibilidad de cumplir con las metas de construcción de hospitales, la crisis del sistema de protección de menores, la quiebra de los sistemas públicos de seguridad social en muchos países, incluso desarrollados) no son consideradas relevantes y son más bien desechadas. La capacidad o incapacidad del Estado no se refiere sólo al ámbito financiero (lo que podría resolverse con más impuestos), sino a su capacidad de gestión, de información y conocimiento de las preferencias de los ciudadanos.

Es una ironía que quienes más defienden la necesidad del Estado para satisfacer esos derechos sociales no reparen en el voluntarismo implícito: se supone que interviniendo el Estado, éste siempre tendrá la capacidad para cumplir las metas. La evidencia empírica demuestra lo contrario. Los grupos sociales que más dependen de las provisiones estatales, los más vulnerables, son los que más sufren la mala calidad o insuficiencia de esas provisiones. Esta es una cuestión que generalmente pasa desapercibida o es omitida por quienes propician estas estrategias.

 

El estigma del lucro

En breve, unas políticas públicas promovidas por este mal concebido reformismo de la Nueva Mayoría, una vez destilado de sus concreciones, desprolijas o no, muestran el objetivo de restringir progresivamente el ámbito del mercado y la actividad privada como tal, en beneficio de una estatización de lo que podría llamarse la “economía social”, la que tiene que ver con la provisión de servicios en la educación, salud, previsión y otros similares. La razón básica es que en la medida que el mercado intervenga en esas provisiones, inevitablemente aparecen formas de lucro que deslegitimarían el carácter social o de bienes públicos (argumento ejemplificado en la imagen, caricaturesca, de que “la educación no es un bien de consumo”). Parecería que no es el lucro ilegítimo lo que se condena sino el lucro a secas, como sinónimo de abuso por su origen mercantil y capitalista. Y una consecuencia obvia, se condena también la actividad privada en sectores que proveen bienes públicos de carácter social, aun cuando se la tenga que aceptar como mal menor, en la medida que en el presente satisface una parte muy importante de las demandas por esos servicios. En el largo plazo, supuestamente debería desaparecer. Es una manera elegante de postular la estatización progresiva de la economía y de la sociedad60.

La condena del lucro como tal proviene del marxismo clásico cuando formuló la teoría de la explotación del trabajo por el capital. El supuesto de esta teoría fue que sólo el trabajo es productivo, pero no así el capital. Por lo tanto, la obtención de una ganancia por el capital significa que el trabajo no recibe lo que le corresponde, que es la productividad media del trabajo. Y, por el otro lado, los capitalistas “expropian” a los trabajadores la plusvalía o la parte del ingreso que estrictamente les correspondería a los trabajadores. Esta teoría, con alguna base en la economía política clásica de principios del siglo XIX, fue después desechada por la teoría económica convencional y, desde luego, por la evidencia histórica del desarrollo del capitalismo que mostró que efectivamente la acumulación de capital y el progreso técnico aumentan la productividad por lo cual tienen derecho a percibir una remuneración61.

La historia de la ciencia económica demostró que efectivamente puede haber lucros ilegítimos, cuando se coarta la competencia, cuando se imponen monopolios, cuando hay concentración excesiva del capital, cuando se manipulan los mercados para imponer precios abusivos, como en la colusión, o incluso cuando se manipulan a las autoridades políticas para que adopten decisiones favorables a determinados intereses. Adam Smith fue un ferviente opositor de los monopolios y de los abusos empresariales. De aquí su propuesta de ampliar los mercados y la competencia, como la mejor manera de evitar los abusos. Pero esto no significa condenar todo lucro, un incentivo necesario para estimular la iniciativa privada, sino desarrollar políticas públicas capaces de diferenciar las prácticas abusivas de aquellas que son legítimas y necesarias para el buen desempeño de las economías. Entre ellas, instituciones de fiscalización, investigación y sanción de las malas prácticas empresariales destinadas a impedir la libre competencia, a ejercer actos de colusión y abusos en general contra el interés de los consumidores. Smith advirtió explícitamente en contra de esas malas prácticas ejercidas por empresarios inescrupulosos62.

Y la ciencia económica también demostró que el funcionamiento de los mercados puede ser ineficiente, no sólo por malas prácticas empresariales sino también por muchas otras circunstancias como la existencia de externalidades que distorsionan los precios con respecto a los costos sociales de producción, por la información insuficiente, por las barreras de entrada y a la movilidad, por la existencia de bienes públicos, entre otras imperfecciones de los mercados. Todas estas situaciones requieren de políticas públicas y de instituciones que corrijan esas ineficiencias. Pero otra cosa muy distinta es restringir la iniciativa privada y entregar la actividad económica al monopolio del Estado, como si éste no sufriera también de imperfecciones, ineficiencias y abusos cuyos costos recaen en toda la ciudadanía63.

El convidado de piedra: un nuevo revolucionarismo

¿Qué efectos ha tenido esa evolución política y en particular, la aparición de un flanco más a la izquierda de la NM, la fragmentación en general de la izquierda chilena, el debilitamiento del centro político y el menosprecio de muchos de esos sectores hacia el tipo de desarrollo que hubo en el período concertacionista? Para avanzar en forma más concreta a la coyuntura que experimentaba Chile en 2017 conviene aplicar una mirada más focalizada en la nueva configuración de fuerzas políticas de ese período. La gran pregunta que emerge es ¿estaba volviendo Chile a una distribución del poder político entre los tercios que hubo previo al golpe militar de 1973, o entre cuatro esquinas como sugirió algún comentarista político?

Como han puesto de relieve varios autores, en el programa de la NM hubo un supuesto implícito que permeó las decisiones iniciales de ese gobierno, al menos de su equipo estratégico, pero generó una gran ambigüedad política, que se convirtió en el convidado de piedra del segundo gobierno de Bachelet: la intención de retomar el camino de los cambios revolucionarios que pudieran llevar, eventualmente, más temprano o más tarde, a una superación del capitalismo, denominado eufemísticamente como “el modelo”. Cambios caracterizados por el anti-mercadismo, la deslegitimación del lucro y un manto de sospecha generalizada sobre el sector empresarial. Además, varios cambios sistémicos hechos en forma simultánea, con rapidez y sentido de emergencia (para un gobierno que dura cuatro años), con bastante improvisación. Todo esto, a contrapelo de la experiencia latinoamericana más reciente de signos parecidos: la caída y fracaso de los “nuevos populismos” con tintes socialistas, admirados por el nuevo progresismo criollo y encarnados en los regímenes bolivarianos de Venezuela y Bolivia (con Evo Morales) y el kirschnerismo de Argentina.

La ilusión del revolucionarismo ha tenido consecuencias muy negativas en Chile, en la medida que sembró la expectativa de la “retroexcavadora”, la destrucción del “modelo” y el repudio del período concertacionista. En otras palabras, mientras las experiencias populistas latinoamericanas (y algunas europeas también) caen por su propio peso, el gobierno de la Nueva Mayoría intentó iniciar ese camino a la hora undécima, con muchas desprolijidades, sumiendo al país en un marasmo político (proliferación de partidos, desencuentros y descoordinaciones internas por “matices” que al final de cuentas no eran tales sino cuestiones más de fondo, abandono de las agendas sustantivas y prioritarias) y en medio de un cuasi-estancamiento económico que nadie hubiera imaginado hacía tan sólo cinco años.