Cuando se cerraron las Alamedas

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3

Un día, a fines de septiembre de ese año, la llama Francesca y le cuenta que hay un Centro Latinoamericano donde se reúnen exiliados de distintos países de la región y se organizan actividades culturales, conferencias, películas. Supo que habrá una conferencia sobre la situación chilena en la que habrá un panel con distintos participantes.

− Mujer, vamos, te va a interesar−, le dice Francesca−, te pondrás al día sobre lo que está pasando en tu país. Y conocerás gente interesante, estoy segura.

Margot acepta y deja a Sebastián en casa de un compañero de su colegio. La actividad atrae mucha concurrencia, el golpe en Chile provocó mucho impacto mundial y hay un alto interés en la opinión pública. La conferencia es en un recinto de la Universidad de Barcelona y no queda muy lejos del departamento de Margot. Francesca la pasa a buscar y caminan juntas varias cuadras.

Cuando llegan la sala está casi llena, habrá unas doscientas personas, pero ellas logran ubicar un par de asientos. El panel está formado por dos periodistas españoles de alto prestigio por su conocimiento de América Latina, un comentarista norteamericano y un chileno exiliado, que llegó recientemente a Barcelona. Su nombre es Marcial Moreno. Lo presentan como un alto funcionario del gobierno de Allende. Margot se emociona al pensar que va a encontrar un compatriota quien, quizás, le pueda dar informaciones de primera mano, tanto sobre lo que pasa en su país como respecto de sus conocidos. Piensa en Juan Pablo, de quien no tuvo noticias desde que fue detenido en su casa el día después del golpe. Se le hace un nudo en el estómago y no puede evitar los recuerdos, contradictorios por supuesto. Pero se recupera y pone atención a las presentaciones de los panelistas.

El primero en hablar es precisamente Marcial Moreno. El moderador lo presenta y menciona que fue expulsado de Chile, después de haber estado prisionero en una isla en el sur por más de un año. Margot se estremece porque supo que Juan Pablo también fue detenido en esa isla del sur. Quizás le pueda dar noticias de él. Se anuncia que Moreno está exiliado en España, gracias a una estadía académica que le fue otorgada por la Universidad de Barcelona. Es un individuo bajo, flaco, con grandes entradas en la frente, con bigotes gruesos. Probablemente ya pasó los cuarenta años. Tiene una voz aguda que, inicialmente le molesta a Margot, pero luego se acostumbra. Moreno empieza agradeciendo la invitación a ese acto. Hace un relato muy ordenado de los antecedentes que llevaron al golpe, de la violencia política que se había instalado en el país, las conspiraciones en la derecha, los disensos entre los partidos de gobierno, el deterioro de la economía, la escasez de alimentos, los mercados negros. Tiene un hablar fluido y suena convincente, al menos para Margot. Pero ella observa los rostros del público y nota muchas caras de escepticismo, ceños fruncidos, expresiones de desagrado. Pero no sabe si atribuirlo al rechazo de los hechos mismos o rechazan más bien el punto de vista desde el cual Moreno los presenta. Un joven, probablemente estudiante, se pone de pie y lo interrumpe.

− ¡Señor!−, lo increpa−. Usted está exponiendo una visión reaccionaria del gobierno de Allende. ¿Cómo puede usted haber sido funcionario de ese gobierno, haber sido prisionero de los militares y compartir al mismo tiempo la propaganda que hacen los diarios conservadores y el imperialismo norteamericano?

− ¡Silencio, por favor! - interrumpe el moderador−. Joven, por favor le ruego que espere el término de las presentaciones y después habrá espacio para un debate abierto.

El joven se levanta y se retira de la sala, mascullando algunas palabras de protesta. Moreno toma el desafío y en su respuesta el tono aflautado de su voz se le agudiza.

− Joven, le ruego que no se retire. Estamos aquí para debatir y lo primero que tenemos que hacer es mirar los hechos y no cegarnos. Después cada cual podrá tener su opinión. Efectivamente, fui funcionario del gobierno del presidente Allende y por lo mismo, tengo conocimiento de primera mano acerca de cómo se desencadenaron las circunstancias. Permítame decirle que yo soy víctima del golpe de Estado, estuve detenido en un campo de concentración y no voy a entrar a un relato de las penurias personales que mis compañeros y yo tuvimos que pasar, por dignidad, por pudor. He tenido que exiliarme de mi país, pero eso no me impide analizar la tragedia con algún rigor intelectual, por mucho que me duela. Estoy relatando hechos que analizamos con mucha calma con nuestros compañeros durante el año de nuestra detención. Los errores tenemos que reconocerlos sin perjuicio del repudio a la violencia de la dictadura que se implantó.

El público irrumpió con un fuerte aplauso. El joven molesto se quedó de pie al fondo de la sala. El moderador le pidió a Moreno continuar con su exposición. Margot estaba impresionada. La sobresaltó la interrupción del joven español, pero después se impresionó más por el aplomo y seguridad con que el chileno asumió el desafío. Ella le encontró toda la razón. Aunque su marido también fue parte del gobierno derrocado, muchas veces conversaron sobre los problemas que enfrentaba el gobierno y la incapacidad de éste para abordarlos con eficacia.

Moreno pasó a relatar la situación que vivió el país después del golpe militar. Los chilenos estaban sufriendo por partida doble, la represión política con todas sus atrocidades y víctimas y la grave crisis económica que azotaba al país, afectando especialmente a los más pobres. La escasez acabó, explicó Moreno, pero los precios se fueron a las nubes y los pobres apenas pueden subsistir. El desempleo es altísimo. Han llegado unos jóvenes economistas al gobierno que están aplicando recetas de texto como si el país fuera un laboratorio. Concluye afirmando que Chile vive uno de los momentos más oscuros de su historia, pero que confía en que la nación saldrá adelante y tarde o temprano esta tragedia tendrá su fin.

Recibe una ovación de una parte del público, aunque Margot observa que muchas manos permanecen quietas y los rostros con señales de desaprobación. Claramente la audiencia está dividida ideológicamente. Siguen después los otros panelistas, elegidos cuidadosamente para presentar distintos puntos de vista, aunque ninguno de ellos defiende el golpe de Estado y se muestran dolidos por la ruptura de la democracia en Chile. Más de alguno comenta la ironía de que hubo tantos partidarios de Allende que denostaron la democracia por considerarla burguesa y elitista y ahora están dispuestos a arriesgar sus vidas por recuperarla. El debate que sigue es intenso. No faltan quienes gustan de lucir sus dotes oratorias, pero el moderador limita el tiempo a un máximo de un minuto para argumentar y plantear alguna pregunta concreta.

Margot está inquieta por la hora. Tiene que ir a recoger a su hijo, pero Francesca le sugiere que esperen al término para que tome contacto con Moreno. La tranquiliza diciéndole que en España se cena tarde y que Sebastián estará bien con su amigo.

Cuando termina el debate, Margot y Francesca se acercan a la mesa donde están los panelistas. Mucha gente los ha ido a saludar y tienen que esperar a que se despeje algo el ambiente. Algunas personas se quedan para continuar sus conversaciones. Margot se pone inquieta y se aproxima, abriéndose paso. Quiere saludarlo y felicitarlo por su presentación. Le hace falta la cercanía de algún compatriota. Por fin logra llegar a él y se presenta como la viuda de Rodrigo Darrigrande. Moreno se sorprende y le da toda su atención.

− ¡La esposa de Rodrigo! Por supuesto que me acuerdo de él y de…

No quiere completar la frase que estima podría ser dolorosa para Margot.

− No te preocupes−, Margot lo tutea de inmediato. Siente que no hay tiempo para formalidades y excusas, y le cambia el tema−. Me encantó tu charla. ¡Te felicito! Mira, quiero presentarte a una amiga−, le hace un gesto a Francesca para que se acerque−. Ella es Francesca, una gran amiga y benefactora, que me recibió.

Se saludan, pero hay otra gente que también quiere acercarse a Moreno y conversar con él. Pero ella le insiste que necesita solo un minuto.

− Tú estuviste en la Isla Dawson. ¿Te encontraste con Juan Pablo Solar ahí, otro detenido político? Entiendo que lo relegaron para allá.

− ¿Juan Pablo? ¡Por supuesto! Era del equipo−, bromea.

− ¿Sabes que ha sido de él? Somos muy amigos y me encantaría tomar contacto.

− Antes de salir de Chile hablamos por teléfono. Él también había sido liberado con la condición de salir del país en diez días, como todos a los que nos soltaron. Me parece que se venía a Inglaterra y si la memoria no me falla, creo que a la Universidad de Oxford. Tenía una invitación.

− ¿Y cómo podría conseguir sus referencias?

− Te ofrezco lo siguiente. Yo conozco unos estudiantes de historia, chilenos, que están en Oxford desde hace un par de años. Sé cómo contactarlos y si Juan Pablo está allá es seguro que se han conocido. Dame tu dirección y teléfono para avisarte en caso de que consiga noticias.

− Te lo agradeceré infinitamente. Mira que Juan Pablo fue detenido al salir de mi casa el día siguiente del golpe y me he sentido culpable todo este tiempo por no haber podido hacer más para evitarlo.

− ¡No lo sientas así! Hay que sacarse las culpas. Son otros los que deben asumirlas y yo espero que llegue algún día en que los responsables de todo esto tendrán que rendir cuentas.

Margot sacó un papel de su libreta y anotó sus referencias para Marcial Moreno.

− Ya tengo tus datos. A ver si nos encontramos alguno de estos días y te cuento más lo que fue nuestra experiencia.

− Me encantará.

Se despiden y Francesca y Margot se retiran, buscan un taxi y regresan para recoger a Sebastián en la casa de su amigo.

 

4

Casi un año después de haber sido detenido y enviado a la isla Dawson en el extremo sur de Chile, Juan Pablo Solar fue liberado en agosto de 1974 a condición de salir del país en el lapso de diez días. De no hacerlo, arriesgaría penas muy severas. Sería arrestado y acusado de violar órdenes militares bajo estado de guerra. Hasta podría ser fusilado. De modo que no era broma, debería salir del país como fuera. Pero no estaba desprotegido. Dos de sus colegas y amigos más cercanos, Dante Aguilera y Alejandro Torrealba, se habían estado movilizando durante varios meses en la expectativa de que finalmente Juan Pablo sería liberado y tendría que irse de Chile. Es lo que había ocurrido con otros detenidos de alto nivel jerárquico en el gobierno de Allende, aunque sin haber tenido cargos de connotación política. Otros, en cambio, como José Tohá, que fue ministro del Interior de Allende y un líder político, fue muy maltratado durante su detención y su salud se debilitó al punto que tuvo que ser enviado al Hospital Militar en Santiago, en calidad de detenido. Misteriosamente un día fue encontrado muerto por ahorcamiento, suicidio según las autoridades del hospital, pero una historia que poca gente creyó.

Aguilera y Torrealba recorrieron varias embajadas averiguando las posibilidades de que Juan Pablo pudiera ser recibido en algún país en calidad de exiliado y tener acceso a un trabajo que le permitiera ganarse la vida. Por supuesto buscaron en embajadas de países que simpatizaran con la izquierda chilena y que sus gobiernos estuvieran abiertos a acoger a los exiliados. Suecia fue el país más amistoso y su embajadora fue muy activa para tramitar solicitudes de acogida. Ella conocía el caso de Juan Pablo por su amiga Margot Lagarrigue, de modo que ese país era el que ofrecía las mejores posibilidades. El único problema era el idioma y aunque el inglés era muy difundido, era un segundo idioma y sería una limitante para tener una buena inserción social. Muchos exiliados chilenos no se regodearon, por supuesto, y aun sin saber ni sueco ni inglés se trasladaron al país nórdico. Las cosas no estaban para regodeos. Además, el gobierno sueco tenía un programa de aprendizaje del idioma nativo para inmigrantes extranjeros.

Para Juan Pablo surgió una segunda posibilidad, que fue Inglaterra. El gobierno era presidido por el Primer Ministro Harold Wilson, del partido Laborista y simpatizante de izquierda. Wilson dio órdenes para dar facilidades de ingreso a los exiliados chilenos que optaran por ese país, especialmente si tenían antecedentes académicos. Había sido estudiante y profesor en la universidad de Oxford, donde había un Centro de Estudios Latinoamericanos. El gobierno asignó fondos para que ese centro pudiera recibir académicos latinoamericanos por al menos un año, considerando que la mayoría de los países de este continente estaban bajo dictaduras militares de extrema derecha.

Cuando Juan Pablo fue finalmente liberado, se instaló en el departamento de su hermano mayor, Nicolás, casado y con tres niños chicos, hombres. Ese sería su centro de operaciones para informarse de las opciones que se le abrían y tomar decisiones. Aguilera y Torrealba lo fueron a ver al segundo día de su liberación y después de que hubiera podido descansar, reponerse algo de la pesadilla que había vivido y alternar con sus familiares más directos.

El encuentro fue emotivo. Se abrazaron con mucho afecto y con fuertes palmoteos. Las palabras no salieron con facilidad y los amigos entendieron que no podían exigirle a Juan Pablo un relato detallado de su odisea. Su cuñada había preparado café, té, pastelillos y galletas y con esas provisiones entraron directamente al tema. Le informaron los resultados de sus gestiones y las posibilidades que tenía en ese momento para ser recibido en el exterior. Juan Pablo guardó unos momentos de silencio y luego de agradecerles sus gestiones, habló como si pensara en voz alta.

− A ver, me emociona saber lo que han hecho ustedes y también me siento privilegiado de tener posibilidades como las que me describen. Pocos las tienen. Pero no es fácil llegar y tomar una decisión que puede ser tan determinante por un período largo, aunque entiendo que no hay mucho tiempo y hay que actuar desde ya. Sospecho que la opción tendrá que ser Inglaterra. Me encantaría visitar Suecia, pienso que es un país amable para vivir, pero es claro que la barrera del idioma es importante. Pasar un año o dos dedicados a aprender sueco no me atrae. Si me voy a instalar en un país extraño al mío, quiero poder socializar, establecer vínculos, moverme con facilidad. Y en eso Inglaterra me resulta mucho más favorable. El inglés no es problema para mí, lo hablo desde niño y he viajado muchas veces a Inglaterra y Estados Unidos, por obligaciones profesionales, de modo que creo que me sentiría muy cómodo. Además, y esto es decisivo, ustedes me dicen que hay una invitación de la universidad de Oxford para un cargo de académico visitante. ¿Qué más podría querer? ¡Me parece fantástico!

Juan Pablo se levantó de su sillón y se acercó a abrazar a sus amigos.

− Vamos a los detalles−, le dijo después Torrealba−. Mañana te llevaremos al consulado británico para que te den la visa. Aquí tienes la carta de invitación del director del Centro de Estudios Latinoamericanos. Esta tienes que guardarla celosamente y desde luego, llevarla al consulado, lo mismo que tu pasaporte.

− Hay otra cosa, Juan Pablo−, agregó Aguilera, pasándole un portadocumentos−. Aquí tienes una serie de documentos, artículos de prensa e informes técnicos sobre la situación del país. Para que te pongas al día. Has pasado un año fuera de circulación y necesitarás tener alguna información mínima sobre la política y la economía chilena en el último año. Vas a llegar a Inglaterra al comienzo del año académico, que es en septiembre, y deberás tener preparado algún plan de trabajo y de seminarios, por lo menos para el primer trimestre. Las universidades inglesas funcionan por trimestres. Tú vas a llegar al Michaelmas Term que dura desde octubre a diciembre.

Dieron cuenta de los pastelillos que había preparado la cuñada de Juan Pablo y los invitados se levantaron para retirarse.

− Te dejaremos descansar. Mañana te recogeremos a las diez de la mañana para ir al consulado británico.

Se abrazaron nuevamente y se retiraron. Juan Pablo se quedó solo, pensando. Acababa de tomar una decisión trascendental para sus próximos años, en realidad no sabía por cuanto tiempo. Pero las cosas no podían habérsele presentado en mejor forma. Y, sin embargo, no sentía alegría. Tranquilidad sí. En el fondo de su alma sabía que iba al destierro. Tantas veces que leyó novelas e historias, cuando estaba en el colegio, en las que se hablaba de personajes que habían sido desterrados. En esas historias el destierro era una sanción casi equivalente a la pena de muerte. Era para delitos muy graves, como la traición, algún crimen, una deslealtad. Provocaba dramas. En su inocencia de estudiante nunca le tomó el peso. Era solo una alternativa que enfrentaban los héroes o los villanos de esas historias, lo que les agregaba condimentos. Y ahora era él mismo quien iba a enfrentar esa pena, una de las más graves aparte del fusilamiento. ¿Y cuál era su crimen? Nunca lo juzgaron. Estuvo un año prisionero en las condiciones más inhóspitas, pasó hambre, frío, humillaciones, golpes y todo por haber ejercido algunas funciones de bien público, sometido a la Constitución y las leyes; y al final fue liberado sin haber recibido ninguna acusación. Bueno, era preferible a que, además de todo lo que pasó, hubiera tenido que enfrentar una justicia sesgada, amañada a los propósitos de la dictadura.

No podía abandonar estas cavilaciones. Solo había otra cosa que le daba vueltas en el fondo de su alma. Margot. ¿Qué sería de ella? Ella lo acogió el día del golpe y conversaron largamente en la intimidad de esa noche trágica. Sintió renacer su emoción, que se convirtió en un imperativo. Tenía poco tiempo para tantas cosas por hacer en los escasos días disponibles, pero una, quizás si prioritaria por encima de todas las demás, sería ubicarla y hablar con ella. No le gustaría irse del país sin verla.

Buscó en la guía telefónica porque ya no tenía su libreta de teléfonos. La había arrojado al canal donde se refugió cuando era perseguido por los militares el día que lo detuvieron. Se emocionó cuando encontró su nombre, dirección y teléfono. Marcó el número y esperó. Cuando contestaron preguntó por Margot.

− Lo siento, está equivocado. Esa señora no vive aquí−, le contestó una voz como de sirvienta.

− Pero es que este es su número y su casa. ¿Hay alguien más con quien pudiera hablar?−, insistió.

− Un momento.

− ¿Quién habla?−, preguntó una nueva voz por el auricular.

− Perdone, pero soy amigo de Margot Lagarrigue y hace mucho tiempo que no sé de ella. Necesito hablarle. Este es el teléfono que aparece en la guía.

− Lo siento, señor. Esa señora es la dueña de la casa pero ya no vive aquí. Nosotros somos arrendatarios desde hace varios meses y yo me entiendo con el padre de ella. Parece que no vive en Chile.

− Bueno, muchas gracias y disculpe.

Juan Pablo colgó con desazón. No podía entender por qué Margot ya no vivía en Chile. ¿Qué pasó? ¿Cómo saber? Volvió a llamar al número que tenía.

− Por favor, acabo de hablar con usted, pregunté por la señora Margot−, la voz era la misma−. ¿Me podría dar alguna información de la familia de ella? ¿De sus padres?

− Lo siento, pero no doy informaciones privadas a personas desconocidas. Tendrá que buscar por otro lado.

Y cortó. Juan Pablo tuvo conciencia de la desconfianza que se estaba instalando en el país. En otros tiempos, nadie habría tenido problema en darle la información que pedía. Apareció su cuñada en la sala y lo sacó de sus cavilaciones y ensimismamiento.

5

El viaje en el avión de Caledonian a Londres fue largo, catorce horas. Después de inmigración tuvo que esperar otra hora más para tomar un bus que lo llevaría a Oxford. Luego debería subir a un taxi. Tenía una dirección adonde dirigirse: el Saint Antony´s College, en la Woodstock Road, presentarse y recibir instrucciones para su alojamiento. Iba agotado, había dormido muy poco y las vueltas del bus a la salida de Londres y después a la entrada de Oxford lo tenían muy fatigado. Se daba fuerzas, recordando que las había tenido mucho peores en Dawson. Nada comparable. Pero el cuerpo tiene sus límites.

Lo recibió un portero correctamente vestido y con un sombrero de hongo. Después de presentarse y mostrar la carta de invitación del college, el hombre miró un listado que tenía, asintió y le informó la dirección de su residencia. Le habían asignado una habitación en una casona a menos de una cuadra del college. No le valía la pena pedir otro taxi. Podría caminar y junto con su cansancio, arrastrar la maleta, que tenía ruedas. Le entregaron las llaves y las indicaciones para llegar. También una carta que guardó en su bolsillo. La casa era una vieja residencia victoriana, de tres pisos y amplios jardines alrededor. Tenía un pequeño muro a la calle, de piedra caliza, de no más de un metro y medio de altura. La avenida era hermosa, con grandes árboles en las veredas. El aire estaba templado; no hacía frío, aunque a esa hora, las cinco de la tarde, estaba bastante oscuro. Su habitación estaba en el segundo piso y tuvo que subir una escalera con su equipaje. No vio a nadie, pero ubicó el número de su habitación, entró y se encontró con una pieza amplia, con bastante espacio libre, una cama de plaza y media, una mesa de trabajo con una silla, un sillón confortable, una lámpara de pie, un pequeño closet y otro cubículo que hacía de pieza de baño. Indudablemente, estos habían sido agregados en alguna remodelación. Este sería su hogar por quien sabe cuánto tiempo. Un palacio al lado de la barraca donde tuvo que dormir en Dawson. Estaba agotado, así es que sin abrir la maleta ni sacar ninguna de sus pertenencias, se echó sobre la cama y sin darse cuenta cayó en un sueño profundo.

Despertó con una luz que entraba por la ventana. Ya era la mañana. Miró su reloj pulsera y constató que su hora eran las dos de la madrugada. Recordó la diferencia de horas entre Londres y Santiago, seis horas le habían dicho. Aunque seguía con sueño, le pareció que lo más prudente sería incorporarse de una vez al horario inglés. Recordó la carta en su bolsillo. Era del director del Centro Latinoamericano, el profesor Harold Templeton. Le daba la bienvenida, le deseaba una grata estadía en Oxford y le informaba su teléfono para que se comunicaran. Esa carta lo reconfortó anímicamente. Desde la llegada a Londres había comenzado a experimentar una sensación de soledad que lo molestaba. En Santiago vivía solo, pero tenía un círculo de amistades, colegas y familiares que le creaban una atmósfera de pertenencia, de afectos, de ansiedades, miedos y esperanzas compartidas. Incluso en Dawson si algo echó de menos fue un poco de privacidad, que fue uno de los bienes más escasos. Mientras estuvo detenido siempre estuvo rodeado de compañeros de infortunio y entre ellos desarrollaron lazos de amistad y solidaridad. Siempre formó parte de un grupo mayor. Ahora era solo él. Sus vínculos se habían cortado, se encontraba en un país extraño, amigo y hospitalario, no cabía duda, pero ajeno. Supuso que de a poco tendría que construir nuevos lazos, nuevas redes de amistad y cooperación, pero no estaba seguro con qué carácter.

 

Prefirió alejar esas dudas, instalarse, ducharse, cambiarse ropa e iniciar su exploración de este nuevo mundo que tendría que conquistar, el viejo mundo, pensó con ironía. Además, tenía hambre y decidió que lo primero sería buscar donde tomar desayuno y luego haría contacto con el director del centro. Cuando estuvo listo, fue a la portería del college para indagar por posibilidades de desayuno en las cercanías. El portero le indicó que ahí mismo el college tenía un comedor para sus académicos y estudiantes, aunque era pagado. Pero a precios muy convenientes, le agregó. El comedor estaba en un edificio moderno, adjunto a una especie de sala de estar con muchos muebles, y diarios. Le llamó la atención una colección de tapices orientales que colgaban de los muros, bastante altos. En el comedor bullían las conversaciones. En un sector estaban los autoservicios y bandejas para coger las meriendas y en el resto había mesas para unas ocho personas con sus respectivas sillas. Le impresionó la cantidad y variedad de viandas. Como para un almuerzo. Salchichas, tocino, huevos fritos o revueltos, porotos, ensaladas, panes de diversos tipos, mermeladas, mantequilla, café y té, a discreción. Cogió una bandeja y platos y se sirvió salchichas, dos huevos fritos, un par de panes, mermelada y una taza de café con leche. En la caja le calcularon el precio y le pareció irrisorio, convertido a precios chilenos. Le habían dicho que Inglaterra era muy caro, pero ese desayuno era un regalo. Supuso que habría algún subsidio de la universidad. Seguro que en muy poco tiempo recuperaría el peso que tenía antes de haber pasado por la detención en Dawson. Llevó su bandeja a una mesa donde había suficiente espacio y se aprontó a desquitarse de la mucha hambre que pasó durante un año. Les hizo una leve venia a otros comensales que había en la mesa, a manera de saludo y se sentó.

De pronto escuchó hablar en castellano. Puso atención y comprobó que era un castellano chileno. Perfectamente reconocible el idioma criollo, con sus medias palabras, las eses omitidas y mucho garabato entre medio. Percibió un calorcito en el corazón. Se dio vuelta y vio a dos jóvenes que hablaban acaloradamente en la mesa del lado. Se levantó y fue a saludarlos.

− ¡Qué alegría escuchar a unos compatriotas!

Los jóvenes lo miraron sorprendidos. Se presentó y les mencionó su nombre.

− Vengo llegando de Chile, como profesor visitante y estaré un año aquí. Cuéntenme, me imagino que son estudiantes. ¿Quiénes son ustedes, qué hacen?

− ¡Tanto gusto!−, contestaron.-Sí, somos estudiantes de post-grado en historia. Soy Rodrigo Avendaño.

− Carlos Müller−, se presentó el otro.

− ¿Les importa si traigo mi desayuno?

− Pero, ¡por favor!

Iniciaron una conversación que se extendió más allá del desayuno. Los jóvenes no podían creer que estuvieran conversando con uno de los detenidos en la isla Dawson. Juan Pablo había sido franco y les contó la verdad. Era un exiliado que recién salía de la prisión, o del campo de prisioneros mejor dicho y venía a Oxford a realizar un trabajo académico. Los jóvenes estaban gratamente sorprendidos de haber conocido a Juan Pablo. Eran militantes del Mapu y aunque no fueron detenidos, habían postulado y obtenido unas becas para seguir sus estudios de post-grado en historia. Fueron estudiantes en la Universidad Católica y en base a su buen rendimiento académico se beneficiaron con esas becas del British Council. Juan Pablo estaba feliz de sentirse acompañado de estos jóvenes compatriotas. Aunque sus disciplinas eran completamente distintas, había mucho tema de interés común. De hecho, se habían inscrito en su seminario, al cual tenían derecho de asistir. Además, ellos llevaban un año en Oxford y ya conocían los pequeños secretos que podían hacer la vida más placentera, aparte de los trabajos universitarios propiamente tales. Le contaron que había cine arte, le hablaron de la mundialmente famosa librería Blackwell, que era maravillosa, de los hermosos parajes en torno a Oxford, del río, de las regatas, de las tradicionales ciudades cercanas como Stratford-on-Avon, la cuna de Shakespeare, de Reading, donde Oscar Wilde estuvo preso por su homosexualidad, de los infinitos atractivos de Londres, a una hora en tren.

− No tendrá cómo aburrirse−, le dijeron por fin.

− Oigan, por favor, no me traten tan formalmente. Solamente Juan Pablo y siéntanse ya mis amigos.

Se despidieron no sin antes haberse comunicado los respectivos teléfonos y direcciones. Le cambió el ánimo a Juan Pablo. Hacía pocas horas se sentía un solitario náufrago en ese mundo desconocido y ahora ya tenía un par de amigos. A pesar de la diferencia de edades y de venir recién conociéndose, sintió que podían llegar a ser su familia. Le contaron quien era el director del Centro Latinoamericano, cómo era el profesor Templeton y donde estaba su oficina. Tenía una especial predilección por Chile. Un antepasado suyo había vivido en Chile, en Valparaíso más concretamente, y su contribución a la ciudad determinó que le dieran su nombre a una de las calles del puerto. El profesor era historiador también y había escrito algunas obras sobre América Latina. Era feroz opositor a la dictadura de Pinochet en Chile y ciertamente Juan Pablo podría esperar todas sus simpatías.