Filosofía para una vida peor

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Qué sea lo que nos hace humanos es algo que escapa al asunto de este libro, pero en pocas manifestaciones del arte más culto y elitista se logra representar de manera tan eficaz el paso de la humanidad a la inhumanidad como en la trasformación zombie. Lo que también está claro es que los sentimientos que acompañan a la trasformación son dos únicamente: pasamos de la compasión a la repulsión más profunda. Por eso en las películas paródicas del género zombie, o en los momentos en que las películas serias se autoparodian, siempre hay un más difícil todavía en la forma de eliminar a los muertos vivientes. A lo repulsivo, que siempre es anónimo, se lo elimina en masa y sin compasión. En fin: que los zombies sean aquello con los que pasamos de la compasión al sadismo más deshumanizado (porque a los zombies se les mata sin verdadero odio y buscando la creatividad y el espectáculo) nos dice mucho sobre nuestra relación con el ser humano deshumanizado, con el cadáver: debemos apartar el esqueleto de nuestra vista, la podredumbre debe estar bajo tierra. Los zombies son nuestro horror vertical del que hablaba Cioran, la versión más moderna de aquello que querríamos ocultar siempre. Es por ello que todavía nos dan miedo: porque los zombies, en realidad, somos nosotros, o, como mínimo, nuestra última metamorfosis, la que aparece cuando se han quitado las capas de carne que la cultura y la civilización han colocado alrededor de nuestros huesos, para ocultar un desamparo total que nos aterroriza.

Habremos de reencontrarnos con el hombre desamparado en más de una ocasión a lo largo de este libro. El siglo XX, con sus guerras y masacres, brindó numerosas ocasiones para hacer surgir esta figura, y no precisamente en el terreno de la ficción. Volvamos ahora a la temática de nuestro primer epígrafe.

V. Sin embargo, algo habrá que podamos hacer

¿Qué es un pesimista, al fin y al cabo? Alguien que ha alcanzado un grado de lucidez sobre la falta de valor, lo absurdo de la existencia, y no ha querido expulsar esa idea de la consciencia, no ha querido huir de ella, sino explorarla a fondo. Detenerse en ello, sin embargo suele inhabilitar para la acción. Cioran, por ejemplo, afirmó que sólo aspiraba a vivir en París y a no hacer nada (a escuchar a Bach como mucho). Pero, ¿es la inacción la única respuesta posible cuando sobreviene la lucidez que dice que vivimos en un mundo de sombras, carente de valor? El primer (en todos los sentidos) especialista español en Cioran, el filósofo Fernando Savater, lanzaba la siguiente acusación en un libro en el que se entrevistaba a personas cercanas al escritor rumano [Carlos Cañeque y Maite Grau, Cioran: el pesimista seductor, Barcelona, Sirpus, 2007]:

“El pesimista, el que cree que las cosas no tienen por qué ir bien, no se desespera. En el fondo es aquél que defiende las cosas buenas que hay, porque sabe que son improbables. Al optimista, sobre todo al optimista contrariado, nada le parece bueno”.

Para él, Cioran era un optimista contrariado. Y esto es una acusación muy seria. Se podría interpretar que toda la obra de Cioran no es más que una rabieta de niño respondón, que dedica su vida a refinar la expresión de sus frustraciones en una prosa cada vez más afilada, pero que, en realidad, se va a limitar a quedarse sentado a que alguien le solucione la papeleta o le dé lo que quiere. ¿No será, en cambio, un verdadero signo de desesperación el asumir plenamente la ausencia de bien que se da en el mundo, la ausencia de bien puro, y a pesar de todo, levantarse y caminar, penar en el vacío? Cioran aseguraba haber cometido todos los crímenes (seguramente imaginarios) excepto el de haber sido padre. ¿No es un gesto verdaderamente pesimista ser consciente de qué es ser padre, y, a pesar de ello, serlo, sin condenarse a la esterilidad que Cioran tenía por un mérito? Y así con cualquier acto de los que se consideran propios del hombre común: saber de la inutilidad de la vida en pareja y casarse, de la nimiedad de escribir un libro y, a pesar de ello, hacerlo... Todo con el espíritu del que sabe que vive en un mundo de sombras, y que sólo hace lo que hace porque espera algún día despertar, y porque para él la inacción resultaría un postura infantil y en el fondo, no plenamente desengañada.

La metáfora de la caverna platónica no tiene que ver con lugares físicos, sino únicamente con el conocimiento: la diferencia entre el protagonista y los demás está en lo que él sabe. ¿No tratará la vida, entonces, de exponerse hasta el final a todas sus posibilidades, de desenmascarar todas sus sombras, de recorrer un camino de mayor consciencia aunque ello comporte una mayor infelicidad? ¿Cuándo se sabe que el camino es oscuro, sino cuando se le ha recorrido entero? ¿No dice la alegoría de Platón que hay que andar al fin y al cabo? Quedarse a un lado de la vida, rumiando las propias amarguras, ¿no será la manera más eficaz de no librarse jamás de ese maldito yo? No cabe, pues, como hizo Cioran, sentarse al borde del camino, con los brazos cruzados, el mentón hundido en el pecho, y la frente arrugada, a esperar que la vida nos quite de en medio. Se trata de una postura que tiene algo de abuso de lo estético, algo así como estar enamorado de lo delicado de la propia alma y preferir su dolor, que es artísticamente productivo, a una vida más comprometida pero algo más estéril y indiferenciada: estéril por lo que respecta a lo filosófico, puesto que no hay tiempo de sentarse a pulir aforismos cuando uno está ahogado en las tareas anodinas de lo cotidiano, y indiferenciada, puesto que vivir significa en realidad salir de la torre marfil y perderse entre las masas.

En su anhelo de pureza, Cioran renunció a ensuciarse las manos, e indirectamente, esperaba en el fondo que su propia desesperación le obligara a abrazar un vacío redentor −aunque en el momento de la verdad, algo le detuviera. En el fondo aspiraba a la completa desesperación. Pero, ¿cómo va alguien a desesperar si no compromete su energía vital, sino vive verdaderamente? No: el pesimista auténtico lleva su dolor en secreto y actúa, externamente, como si sus actividades tuvieran pleno sentido, por mucho que sospeche que todo sea una enorme estupidez, por mucho que la lucidez le visite periódicamente para desenmascarar el timo vital. Sólo así fuerza el vacío intuido a penetrar en su interior.

Pero tampoco cabe, de la forma en que quieren hacernos creer los libros de autoayuda, recorrer las etapas vitales como quien recorre caminos de felicidad, como si de una carrera triunfal y plena de sentido se tratara, creyendo acumular crédito en un banco, o que la felicidad nos espera detrás de cada esquina. Los santos actuaban como si lo que hacían tuviera mucho valor, y a la vez, creían saber que el valor residía enteramente en otra parte. ¿No será posible, para el hombre común, actuar como si se supiera que hay un bien puro en otro lugar, afuera −pero sin saberlo ni creerlo verdaderamente− y con ello, actuar con la libertad y generosidad del que no espera nada, y, justamente por ello, es, por fin, libre?

VI. Filosofía para una vida peor

Iniciamos pues, un camino, que nos ha de llevar desde un susto inicial, producido por una lucidez que con mucho gusto rechazaríamos, la que nos dice que todo lo que nos rodea es humo, y, por lo tanto, nada merece el esfuerzo, hasta el punto de saber llevar una vida mínimamente productiva y que no haya tenido que echar tierra sobre esta lucidez.

Repitámoslo: un pesimista es alguien que ha alcanzado cierto grado de lucidez respecto el poco bien que contiene la existencia humana y que no se conforma con baratijas. Quiere oro. Las tentaciones y caminos que nos permiten volver a la ilusión de creer que las cosas valen la pena son muchas (tantas como títulos hay en el género de la autoayuda). El pesimista verdadero no puede fingir ni que la vida es perfecta, ni que no aspira a lo absoluto. Rechazar las medias tintas requiere, aparentemente, un temple inaudito. Pero que eso no nos desanime: como mínimo se puede avanzar hacia ello. Bastará para empezar con no apartarse de ciertas visiones, como la del hombre como ser inerme, como la misma visión del mundo como una sombra del bien. Disponemos de un puñado de autores del siglo pasado que meditaron detenidamente sobre éstas y otras cuestiones relacionadas: estudiarlos nos permitirá no aumentar nuestra felicidad, pero sí nuestra lucidez.

Cioran nos dejó suficiente material para resguardarnos de las ilusiones. Lo mejor sería, sin duda, acercarse a su obra directamente. Pero mientras tanto, podemos usar algunas de sus perlas como protección contra la tentación de olvidar que somos esclavos encadenados en el fondo de una caverna. Como recomiendan los libros de autoayuda, tómense estos aforismos con moderación (uno al día) y medítense con atención y amor.

“Parecerse a un corredor que se detiene en plena carrera para intentar comprender qué sentido tiene correr. Meditar es signo de sofoco.”

“Imposible hallar lo verdadero por ningún lado; por todas partes simulacros, de los que no debería esperarse nada. ¿Por qué añadir entonces a una decepción inicial todas las que se producen y la confirman con una regularidad diabólica día tras día?”

[Ese maldito yo, Tusquets, Barcelona, 2004]:

“Tertuliano [autor del siglo II d.C.] nos muestra que, para curarse, los epilépticos iban a ‘chupar con avidez la sangre de los criminales degollados en la arena’.

Si yo escuchara la voz de mi instinto, esa sería la única forma de terapia que adoptaría para cualquier enfermedad.”

“El hombre despide un olor particular: de entre todos los animales sólo él apesta a cadáver”

“La historia es, en esencia, estúpida.”

“Levantarse, acicalarse y después esperar alguna variante imprevista de tedio o de horror. Daría el mundo entero y todo Shakespeare por una brizna de ataraxia [estado de calma interna, descrito por Epicuro, filósofo del siglo IV a.C].”

 

[Del inconveniente de haber nacido, de 1973, publicado en Taurus, Madrid, 1998]

“Quien no ha muerto joven, merece morir.”

“Lo que debe hacer soportable la vejez es el placer de ver desaparecer uno a uno todos los que han creído en nosotros y a los que no podremos decepcionar más.”

“Primer deber al levantarse: decepcionarse de uno mismo.”

[El aciago demiurgo, Taurus, 2000]

“Toda palabra es una palabra de más.”

[La tentación de existir, Taurus, Madrid, 1981]

Profesor Pessimus, ¿deberían suicidarse los pesimistas?

No. Cioran, como no podía ser menos, meditó largamente la cuestión, y supo condensar sus ideas en numerosos aforismos sobre el tema. De todos ellos, el que sugiere que uno siempre se suicida demasiado tarde es el más ingenioso. En realidad, para Cioran, el acto requería una fortaleza y una resolución de la que jamás dispuso (en contra de los que creen que suicidarse es un acto de cobardía); por otro lado, pudiera ser el acto en sí fuera tan inútil como cualquier otro: cuando uno ha comprendido la inanidad de la propia existencia, seguir viviendo o morir es indiferente. Por último, Cioran valoraba explícitamente la posibilidad de suicidarse más que el acto en sí. Para los momentos de mayor angustia, saber que uno puede marcharse cuando quiera es motivo de consuelo y le permite a uno sobreponerse la sensación de impotencia.

Profesor Pessimus, ¿defendía Cioran que no había diferencia entre el bien y el mal?

No. Cioran escribió poco sobre la moral, y a pesar de su nihilismo, parecía dar por buenas la ideas corrientes sobre la moralidad, es decir, jamás defendió que todo valía o que las atrocidades estaban justificadas ni nada por el estilo. Más bien defendió la postura de que no existe un bien verdadero en ningún sitio (algo que sacaba de sus sensaciones internas) y afirmó, como siempre sin mucha justificación, que uno debía ponerse siempre al lado de los oprimidos en cualquier circunstancia, incluso cuando estaban equivocados, sin perder de vista, no obstante, que estaban hechos del mismo barro que sus opresores.

3. ¿El futuro? Pon la boca en el bordillo

I. El pesimismo según George Orwell

Fue a finales del año 1946 cuando George Orwell estuvo terminando el manuscrito de Mil novecientos ochenta y cuatro, libro que constituye el principal centro de interés de este capítulo (y cuyo título ha sido habitualmente publicado como 1984 pese a que su autor siempre prefirió llamarle como le llamaremos aquí). Para ello disponía de un alojamiento en la isla de Jura en la costa escocesa. La casa era enorme, no tenía ni calefacción ni agua corriente, y Orwell estaba enfermo de la tuberculosis que arrastraba desde hacía muchos años. Pero ni las incomodidades ni su propio estado de salud le desanimaron: el libro tenía que acabarse como fuere, aún a costa de tener que internarse en un sanatorio, tras el punto y final. Sus estancias en sanatorios se fueron sucediendo en intervalos de meses hasta 1950, en que murió en uno de ellos, sin llegar a cumplir los 47 (había nacido en 1903). Es razonable pensar que fue el sobreesfuerzo de escribir el libro con fiebre, frío y comiendo conservas lo que le mató a medio plazo, y uno se pregunta si una actitud tal es razonable: ¿diría un libro de autoayuda que es bueno dejarse arrastrar por la pasión, por el sentimiento de tener una tarea, en este caso, hasta la muerte? ¿No es mejor preservar la vida, preservarse?

Si empezamos este capítulo por la muerte de su protagonista es sólo para mostrar que el pesimismo no tiene por qué ser una postura vital puramente estética; que la tragedia de tener que arrastrarse a lo largo de una vida que no tiene sentido, no tiene que por qué vivirse sólo a un nivel literario o filosófico. La convicción de que nada tiene demasiada importancia, y mucho menos la propia existencia, y que, en realidad, no cambia mucho el hecho de estar vivo o muerto, el hecho siquiera de haber existido, no es algo que inutilice para la acción, o no necesariamente. Orwell es testigo de ello. Orwell no escribió de manera tan constante sobre la inanidad de todo, como hiciera Cioran. Quizá por ello no fuera un verdadero pesimista. Aunque como veremos a continuación, sus libros hablaban a menudo de un futuro peor y ofrecieran una visión del hombre como un ser vano. Orwell, ciertamente, tuvo una actitud muy desprendida respecto su propia existencia. Justamente por ello quizá sea Orwell una de las más perfectas encarnaciones del pesimismo: abandonar de una vez por todas, y de manera práctica y clara, la convicción innata de que uno mismo es lo más importante del universo, y que la propia extinción es algo temible, algo así como un mal del que este mismo universo no se recuperaría. El pesimismo dice: tu vida y tu muerte son tan poco trascendentes como las de una mosca; como las del pedo de una mosca. No hay nada sagrado en ti. Pero eso también significa: si vives esta verdad a fondo serás libre. Puede incluso que escribas un libro tan bueno como Mil novecientos ochenta y cuatro.

Ya la figura de Cioran apuntaba a que el santo y el nihilista están próximos. Ambos creen que no hay nada en la vida que tenga el valor que se le atribuye. Nada tiene un verdadero valor. La diferencia crucial entre ellos es que en el caso del primero, tal revelación le lleva a actuar porque se siente libre. No tiene la obligación de respetar las convenciones de su época. No siente que vaya a lograr nada especialmente bueno con sus actos, así que tampoco le da miedo el fracaso. El nihilista, el optimista contrariado del que hablábamos en el capítulo anterior, en cambio, echa de menos el valor, desea todavía la felicidad. El santo ha renunciado a ella. Y muchos estudiosos de Orwell le han calificado de santo. Con los santos comparte, como mínimo, el “fuego en el alma” que el mismo Cioran les atribuía (cosa que esperamos saber explicar en este capítulo) y un verdadero desapego por la existencia, como muestran las circunstancia de su muerte.

A Orwell se le puede comprender muy bien si se tienen en cuenta un par de hechos fundamentales de su vida. El primero: perteneció a una clase social, la clase media (él la llamaba irónicamente upper lower middle class, algo así como ‘la parte más alta de la parte baja de la clase media’) en la que había una fuerte presión para triunfar, para mejorar socialmente a través, claro está, de ganar dinero. De niño fue enviado a un internado que, a base de condiciones draconianas de vida y estudio, lograba colocar alguno de sus alumnos, con beca, en la elitista escuela secundaria de Eton. El pequeño Eric (que así se llamaba George Orwell en realidad: Eric Arthur Blair) fue uno de ellos. En resumen: desde pequeño, Orwell conoció la presión para prosperar, para ser alguien. Prueba de ello es, por ejemplo, uno de los primeros escritos suyos que se conservan, que escribió de chico: un esbozo para un relato en el que el protagonista, un escritor que no logra publicar ni ganarse la vida, presionado por su mujer, que le pide que acepte un trabajo de redactor en una empresa de publicidad, le contesta que sea ella la que se prostituya en su lugar. Éste será el germen de una novela posterior suya, titulada Keep the Aspidistra Flying, ¡Que vuele la Aspidistra! o ¡Que no muera la Aspidistra! (que de las dos formas se ha traducido en las ediciones españolas), en la que se conservan esos personajes. La novela no es muy buena, pero explica bien este estado mental permanente del autor según el cual el éxito es un fracaso. En un escrito autobiográfico que le pidieron se presentó a sí mismo diciendo:

“Sinceramente, no puedo decir que haya hecho mucho salvo escribir libros, cuidar gallinas y plantar verduras y hortalizas”.

Y segundo: siguiendo los pasos de su padre, se hizo funcionario en las colonias tan pronto como acabó la educación secundaria. Concretamente, se hizo policía, y fue destinado a Birmania (en 1922, con sólo 19 añitos). Su padre, dicho sea incidentalmente, era funcionario del Ministerio del Opio, la oficina que se encargaba del tráfico legal de drogas entre los diversos territorios coloniales. Esa estancia, que se alargó cinco años, le marcó profundamente. Comprendió desde dentro qué significaba la opresión del hombre por el hombre, y se asqueó profundamente de ella, y de haber sido parte del sistema. No sólo entendió que el racismo no es más que una excusa para someter a los demás; también comprendió que un sistema colonial, que niega la igualdad entre las personas, acaba quitando la libertad también al opresor. En un relato absolutamente magistral titulado To kill an Elephant, Matar a un elefante, Orwell explica cómo se vio obligado a disparar sobre un ejemplar doméstico de este animal que, en un ataque de furia, había causado algunos destrozos y la muerte a una persona. Cuando ya había decidido que no valía la pena matar al paquidermo, al que al final encontró pastando tranquilamente tras una breve búsqueda a la que se añadió todo el pueblo, tuvo que disparar por el peso del uniforme y la presión de la muchedumbre que se había congregado a contemplar el espectáculo. La agonía del animal, tal como él la describe, fue sobrecogedora y deprimente. Aunque los biógrafos no se ponen de acuerdo sobre la autenticidad completa de la historia, su moraleja está clara, y revela de manera diáfana el poso de la su experiencia en Birmania: al final, el papel del opresor se vuelve contra él mismo, obligándole a hacer lo que le resulta repugnante. Logró expresar la misma idea en otra pequeña obra maestra del relato breve, esta vez sobre una ejecución en una cárcel birmana, titulado A Hanging, Una muerte por ahorcamiento.

La reacción fue tan fuerte que, de vuelta a Europa, decidió dedicarse a algo tan poco seguro como escribir, y para ello empezó a vivir en París, como tantos otros artistas en el período de entreguerras (llegó el año 1927). No se conserva casi nada de lo que escribió en ese periodo. Orwell mismo juzgó en un momento dado que no valía la pena conservarlo, y lo destruyó más tarde. Vivía en pensiones de mala muerte, y a base de no lograr ninguna publicación, consiguió arruinarse y tener que vivir como indigente, que era lo que en el fondo pretendía.

De su experiencia entre los marginados nació su primer libro: Down and Out in Paris and London, Sin blanca en París y Londres. Una vez, por una crisis de su tuberculosis, tuvo que estar ingresado en un hospital para pobres en París. Allí descubrió otra verdad que le marcó profundamente. Una de las noches la pasó en vela, porque las enfermeras le colocaron al lado de un moribundo que estuvo agonizando durante largas horas. Años más tarde Orwell se refería a esa experiencia en unos términos inequívocos de repugnancia, y desde entonces siempre pensó que era mejor morir por un balazo o la explosión de una bomba que por la llamada muerte natural. En el libro, además, se pude notar la constatación de una idea que se había ido fraguando en su interior desde su experiencia en las colonias: todos los hombres somos iguales. Todos nuestros esfuerzos por prosperar, todas nuestras ideologías de superioridad racial, social o religiosa, no son más que el puro miedo a verse en la indigencia, el miedo a reconocerse uno mismo en el otro que vive en necesidad. La experiencia de vivir con indigentes, de verse a sí mismo en la indigencia, le llevó a descubrir que el miedo está totalmente injustificado: en el libro él habla de alivio en el momento de llegar a la pobreza total.

No es de extrañar entonces que se marchara a combatir el fascismo en España con cierta alegría, con la alegría del hombre libre, en la Guerra Civil española, llegando el 23 de diciembre del 36. Existía la posibilidad de morir de manera significativa. Además, era, sin duda, un hombre de izquierdas, un hombre a favor de los oprimidos. Por otro lado, la guerra había ejercido sobre él cierta fascinación desde niño (se conservan algunos poemas patrióticos, escritos en tiempos de la Primera Guerra Mundial, durante su estancia en el internado). En fin: en Aragón estuvo a punto de morir, cuando una bala atravesó su cuello, dañándole sólo una de las cuerdas vocales, aunque casi le secciona la yugular. De España tuvo que marcharse a escondidas por las persecuciones políticas dentro del bando republicano.

Su experiencia en España es una de las raíces de Mil novecientos ochenta y cuatro, porque fue durante la guerra española cuando Orwell conoció no sólo la persecución política, con las torturas y desapariciones de otros combatientes (en particular la de un soldado, George Kopp, por el que Orwell medió para que fuera liberado, el cual, sin él saberlo, claro está, se cepillaba a su mujer, o por lo menos, lo intentó intensamente), sino también las manipulaciones en la prensa y las falsedades en general. La otra raíz del libro fueron sus experiencias en Saint Cyprian’s, el internado al que fue enviado de pequeño. La directora, la señora Cicely Vaughan Wilkes, tenía un exhaustivo control sobre todo el colegio, que estaba excesivamente regimentado, y promovía el culto a su personalidad, como cualquier líder totalitario. De allí sacó la idea, monstruosa y real a la vez, de que uno puede llegar a amar a sus opresores. Además, Orwell se inspiró, confesadamente, en un libro de un exiliado ruso, Yevgeny Zamiatin, titulado Nosotros. En él, los personajes no tienen nombre, sino número, y no son controlados por cámaras, sino que viven en casas de cristal. Hay aún una última fuente literaria: Jack London, que también escribió sobre los marginados habiéndose mezclado con ellos, y que es el autor, no sólo de Colmillo Blanco y La llamada de la naturaleza, sino de The Iron Heel, El talón de acero, una profecía sobre un movimiento fascista (el libro fue escrito en 1908) que fascinó a Orwell. En realidad, algunas de las páginas culminantes de Mil novecientos ochenta y cuatro están casi copiadas de su antecedente.

 

Se podría decir que en España Orwell escogió el bando equivocado dos veces. No sólo el gobierno de la república y la democracia desaparecieron tras la derrota, sino también la revolución de los primeros meses de la contienda, que tuvo lugar en Cataluña y Aragón, y que fue liquidada por el propio bando republicano, presionado por la URSS de Stalin, que quería acaparar todo el poder en la izquierda internacional. Ello supuso que el cuerpo al que Orwell se había alistado, las milicias del POUM, fuera perseguido hasta la desaparición.

A la vuelta a Gran Bretaña publicó Homage to Catalonia (en 1938), Homenaje a Cataluña, en la que denunciaba estas maniobras de la URSS. El libro, ignorado, fue un nuevo fracaso. En esos momentos, los intelectuales y políticos de izquierdas, a quienes se dirigía el libro, no estaban por la labor de reconocer que la URSS era una fuerza antirrevolucionaria. Todavía gozaba de mucho prestigio, y la izquierda británica más avanzada no estaba dispuesta a quedarse sin referentes.

Ninguno de los libros que Orwell fue publicando tuvo demasiado éxito. En lo profesional no le faltó trabajo, aunque tuvo que ser muy prolífico como periodista para llegar a fin de mes. En lo personal, las cosas tampoco le fueron demasiado bien. Su mujer Eileen, con la que se había casado en el 36, murió en una operación de histerectomía, hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, de forma imprevista, justo después de que hubieran adoptado un hijo. El éxito profesional sólo le llegó con Animal Farm, Rebelión en la granja, en 1945, unos pocos años antes de su muerte. El éxito de Mil novecientos ochenta y cuatro fue casi enteramente póstumo.

George Orwell nos da un par de lecciones vitales pesimistas. La primera: el éxito es el fracaso. Sometido desde pequeño a la presión de prosperar, de sacarse la beca, criado en un ambiente en el que el sistema de clases sociales tenía una vigencia todavía muy explícita, en el que el miedo a la desgracia social lo dominaba todo, descubrió luego en Birmania que el sistema colonial, que se esforzaba en mantener a hombres sometidos, resultaba también opresor para los opresores. La presión por prosperar le había hecho sentirse un esclavo de pequeño; la obligación de mantener el dominio sobre una nación también la resultó una experiencia opresiva. En cuanto alcanzó cierta madurez, dentro de su juventud, rechazó para el resto de su vida la obligación impuesta desde su educación de buscar el ascenso social. Para él, el éxito social, implica ponerse uno por encima de los demás, lo que en realidad no es más que vivir pendiente de lo que los demás opinen. Desde Birmania en adelante, Orwell sólo aspiró en lo económico a no morir de hambre, y en lo social, a conservar a toda costa su libertad de pensamiento. Orwell jamás rechazó la pobreza a lo largo de su vida, y aunque empezó a ganar dinero hacia el final, nunca lamentó no disfrutarlo. Y la segunda y más importante: el verdadero pesimista es un hombre de acción. Se trata a sí mismo con una indiferencia brutal. Considera que la propia felicidad es una quimera, un absurdo que no vale la pena buscar.

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