Ni rosa ni azul

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1.5 QUE EL MUNDO SEA IGUAL PARA NIÑOS Y NIÑAS ESTÁ EN NUESTRA MANO

Asumir esta realidad diferenciada es doloroso, pero hemos escrito este libro porque no tenemos que conformarnos con que el mundo en el que van a vivir nuestros menores tenga que ser así. Hay motivos para la esperanza. El principal es que es posible ponerle un fin a este mundo dañinamente desigual y que está en nuestra mano lograrlo.

Tal vez no nos dé tiempo a erradicar estos peligros antes de que nuestros niños y niñas lleguen a la adolescencia, pero estamos a tiempo y es el momento de educar igualitariamente. Si lo hacemos, en el caso de que nuestras criaturas se tropiecen con estos peligros, estarán protegidas, sabrán cómo actuar y no las dañarán permanentemente.

Además, educarlos igualitariamente es la garantía de que ni ellos ni ellas serán generadores de dañinos comportamientos sexistas. Si lo hacemos cuando a un chico un amigo le pida que se sume a insultar y a humillar a una chica por haber tenido varios novios, este no lo hará. Si lo hacemos, cuando un amigo le diga que conduzca borracho porque no hacerlo es de «nenaza», este no lo hará.

Los datos respecto a esta cuestión son contundentes: en España el 80 % de las muertes en carretera son de chicos y/o hombres; realidad que se repite una y otra vez, año tras año. Aquí podéis analizar los datos de 20181.

En el periodo comprendido entre el 1 de enero y el 22 de octubre de 2019 y 2020 encontramos estos datos:


Fallecidos20192020
Hombre723589
Mujer164119
Se desconoce-14
Total886712

De nuevo, la proporción de hombres es muchísimo mayor2.

Si educamos igualitariamente, cuando a una chica su novio le diga que la quiere mucho y que por eso ella tiene que dejar de ver tanto a sus amigas y tiene que dejar de estudiar para estar con él, ella se dará cuenta de que esto no es sano y le dejará antes de que la situación sea más dañina o peligrosa. Si lo hacemos, cuando un chico con el que nuestra hija ya ha empezado a salir le diga que tiene que realizar una conducta sexual que ella no quiere realizar con el argumento «las mujeres tienen que satisfacer a sus parejas» o «hay un montón de chicas que, si tú no aceptas, estarán deseando hacerlo conmigo», a ella le será más fácil decir que no.

Si todos contribuimos a educar igualitariamente (padres, madres, familiares, profesorado, monitores de deporte, profesionales del ámbito de la salud, medios de comunicación), por fin llegará ese día en el que ya no existan niños que se acaben convirtiendo en hombres que intimidan con comentarios obscenos a las adolescentes y a las mujeres por la calle, o que agreden sexualmente a las mujeres. Existe la violencia contra las mujeres porque hay hombres que la ejercen y existen esos hombres porque hay una sociedad que los genera. No lo olvidéis, esos hombres fueron niños que no nacieron así, fueron vidas que, en algún momento, aún estuvieron a tiempo de ser dirigidas hacia el respeto y no hacia la violencia.

Si todos y todas educamos en igualdad, estaremos más cerca del fin de un dañino mundo diferenciado. Llegaremos a una vida en la que cueste recordar que a las mujeres se nos decía que éramos un peligro al volante, que a los bebés los cuidaban solo las mujeres, que los puestos de poder eran casi exclusivamente para los hombres... Igual que ahora nos cuesta recordar que en nuestro país hubo un tiempo en el que las niñas no tenían derecho a estudiar, ni las mujeres a votar, ni a abrir una cuenta corriente en el banco, etc.

Este libro pretende dar claves para poder llevar a cabo esta educación igualitaria y para que, aplicándolas, estemos más cerca del fin de este mundo dañinamente diferenciado que nos hiere a todos: a nuestros niños, a nuestras niñas y a los hombres y mujeres que serán mañana.

__________________________________________

1 http://revista.dgt.es/es/noticias/nacional/2019/01ENERO/0103-Presentacion-balanceaccidentes-2018.shtml

2 http://www.dgt.es/Galerias/seguridad-vial/estadisticas-e-indicadores/accidentes-24-horas/2020/Octubre/VIA_DESP_GEN_EDAD_-2020_10_22.pdf


AZUL Y ROSA. NIÑOS Y NIÑAS,
¿SON DIFERENTES O LOS HACEMOS DIFERENTES?

Oprimidos los hombres, es una tragedia.

Oprimidas las mujeres, es tradición.

Letty Cottin

2.1 DESDE EL PRINCIPIO CREAMOS DIFERENCIAS ENTRE NIÑOS Y NIÑAS

Como explicábamos en el anterior capítulo, durante la casi totalidad de nuestra historia se ha considerado tan cierto como que el sol sale de día y la luna de noche que hombres y mujeres no son iguales. Se ha considerado a las mujeres delicadas, amorosas, sensibles, frágiles, emotivas, tranquilas, etc. O, al menos, con estos atributos significativamente más marcados que los hombres. Se creía que estas características venían determinadas genéticamente por el hecho de nacer mujer, es decir, que una vez se gestara un cigoto XX, este se desarrollaría creando un individuo con tales cualidades. En el caso de los hombres, se consideraba que nacer XY implicaba el desarrollo de un individuo fuerte, intrépido, valiente, inteligente y especialmente dotado para trabajar fuera de casa, manejar el poder, y organizar y participar en asuntos políticos, económicos y científicos.

Se validó que hombres y mujeres eran diferentes de esta manera. Que el hecho de ser hombre permitía desarrollar las capacidades relacionadas con la fuerza, la inteligencia y el desempeño social significativamente mejor que las mujeres y, por tanto, eso significaba ser más apto para el mundo fuera de los confines de una casa. De manera contraria, se validó que las mujeres eran notoriamente mejores para desarrollar las capacidades relacionadas con la gestión de las tareas limitadas por los tabiques de una casa. Seguro que, en alguna ocasión, habéis escuchado comentarios que ponen esto de manifiesto. En mi caso, he crecido con una abuela que, cada vez que mi hermano y yo teníamos que colaborar a la hora de la comida, me decía: «Sí, si tu hermano también lo puede hacer, pero mejor prepara tú la ensalada y pon tú la mesa; una mujer siempre lo va a hacer mejor». Este tipo de comentarios derivan en que a la niña se la sitúe en la cocina ayudando con las tareas domésticas y al niño se le sitúe fuera de la cocina jugando, leyendo o corriendo por la calle mientras las mujeres cocinan y preparan la mesa para él.

Estas consideraciones dadas durante tanto tiempo como verdad universal aún están presentes en el fondo —y, a veces, no tan en el fondo— de nuestro cerebro y, por tanto, ejercen una influencia en nuestra manera de percibir, interpretar y explicar la realidad.

Parte de nuestra realidad son los niños y las niñas, por lo que estas consideraciones influyen también en cómo los definimos a ellos y a ellas. Estas premisas despiertan un mecanismo con el que los clasificamos, un mecanismo con el que definimos y explicamos sus conductas: el etiquetado diferenciado automático, como me gusta denominarlo. Pongamos un ejemplo. Un bebé niño de un año y dos meses, que ha aprendido a andar recientemente, está con un grupo de adultos y no para de moverse. Su madre dice: «Es que está que no para desde que ha aprendido a andar, todo el día así, me tiene reventada». Uno de los adultos del grupo le responde a la madre: «Claro, mujer, ya se sabe que los chicos necesitan mucho movimiento porque son muy inquietos, si tuvieras una niña eso no te pasaría, sería más tranquila». Este es un ejemplo de cómo opera el mecanismo de etiquetado diferenciado automático de este adulto. Rápidamente, sin reflexión, de manera automática, este adulto ha puesto una etiqueta al comportamiento del bebé y al porqué de su comportamiento, basada no en variables propias de ese bebé, sino en estas creencias históricas sobre lo que supone ser un individuo XY.


Este mecanismo de etiquetado diferenciado automático es muy poderoso; tanto que, a veces, puede producir situaciones como esta. Mi hija no lleva pendientes, decidimos no ponérselos porque nos parecían incómodos. Ella empezó a andar bastante precozmente; a los once meses caminaba ya perfectamente, con estabilidad y con soltura. Un día en el parque, estaba caminando, vestida de gris con ropa que habíamos heredado del hijo de unos amigos, cuando se dispuso a intentar trepar por una roca. Una madre que estaba también en el parque con sus hijas me dijo: «Cómo se nota que es un niño, los niños siempre arriesgándose y tratando de superarse. Muy bien hecho, bonito». «¿Por qué has pensado que es un niño?», le pregunté yo intrigada (sí, deformación profesional). «Pues sobre todo porque no lleva pendientes». El que mi hija no llevara pendientes y escalara una roca, automáticamente hizo que esta mujer pensara que era un niño. Y, a partir de ahí, se puso en marcha el etiquetado diferenciado automático para explicar cómo era mi bebé y animarle a que siguiera con lo que estaba haciendo porque lo consideraba adecuado. Me hubiera encantado ver qué hubiera pasado si mi hija hubiera llevado pendientes y hubiera ido toda vestida de rosa. Tal vez se hubiera llevado un comentario distinto, alguna vez le ha pasado, del tipo: «Anda, deja de trepar tanto, que no es adecuado para una niña».

 

A todos los bebés, cuando empiezan a andar, les encanta esa nueva sensación de estar erguidos y de poder desplazarse de este modo; quieren hacerlo una y otra vez. Niños y niñas sienten una fuerte inclinación a caminar, a ir de aquí para allá, aunque también hay bebés que son más tranquilos. Esta tendencia a la tranquilidad o al movimiento no la define el sexo, sino las características propias de ese bebé y la estimulación y refuerzos que se le ofrezcan. Si una bebé niña es criada por adultos que aplican el etiquetado diferenciado automático de manera muy intensa, le dirán muchas veces: «Tú eres una niña, las niñas no se mueven tanto, a las niñas os gusta estar tranquilitas». Le sonreirán, le mostrarán agrado cuando haga actividades catalogadas como «de niñas» y le pondrán sutiles —pero perceptibles— malas caras o expresiones de no agrado hacia ella cuando tenga comportamientos catalogados como «de niños». Así, su niña dejará progresivamente de hacer aquello que la aleja de conseguir el reconocimiento y afecto de sus personas queridas. Si esto sigue así, puede que esa niña, a los 4 años, en el parque en lugar de correr y trepar por las rocas se quede sentadita en el arenero jugando a hacer comiditas. Si una persona adulta viera a esa niña en ese momento concreto, podría decir: «Claro, juega a comiditas porque es una niña y las niñas son más tranquilas». Esta persona adulta encontrará, además, un dato confirmatorio a la creencia «las niñas son menos movidas que los niños» cuando, en realidad, esta niña no era más tranquila que la media de los niños coetáneos a ella, sino que se la ha hecho más tranquila.

Este mecanismo por el que se etiqueta de manera diferenciada a niños y niñas es aplicado desde el principio de su vida, desde que son bebés y a lo largo de todo el desarrollo; incluso se aplica a los adultos. Todos tendremos ejemplos a nuestro alrededor. Este mecanismo está dirigido por los estereotipos de género, que son el resultado de la condensación en una máxima de las creencias históricas que definen a los hombres como individuos con características psicológicas basadas en la fuerza, la valentía, la acción y la inteligencia, y a las mujeres como individuos con características psicológicas basadas en la debilidad, la emotividad, la tendencia al cuidado y la pasividad.


Durante varias décadas, la psicología se ha interesado por este mecanismo y se han realizado muchas investigaciones que demuestran tanto su existencia como su temprana y extendida aplicación. En el siguiente epígrafe recogemos algunas de las más relevantes.

2.2 LA INVESTIGACIÓN MUESTRA CÓMO HACEMOS A NIÑOS Y NIÑAS DIFERENTES

En 1974 se publicó en el American Journal of Orthopsychiatry el artículo «El ojo que mira: la visión de los progenitores sobre el sexo del recién nacido». En él se explicaba el siguiente experimento: se entrevistó a treinta parejas de padres al día siguiente de haber tenido a su primer bebé. Los bebés eran de idéntico peso y talla. Sin embargo, los padres de bebés niñas las definían como «pequeñitas», «monas», «de rasgos finos»; y los padres de bebés niños se referían a ellos como «grandes», «fuertes», «de rasgos marcados». Los bebés eran muy parecidos, prácticamente idénticos en tamaño y complexión; sin embargo, los estereotipos presentes en sus padres habían activado su mecanismo de etiquetado diferenciado automático y con él estaban viendo en sus bebés rasgos «de niña» y rasgos «de niño» que solo estaban en su mente. Estos rasgos influirán en su manera posterior de educar a esos bebés.

En 1976, en Child Development, se publicó el artículo «Diferencias sexuales, un estudio del ojo que mira». En él se describía el siguiente experimento: se proyectaba un vídeo a un grupo de estudiantes en el que se veía a un bebé de nueve meses jugando, que en algunos momentos lloraba. A la mitad del grupo se le dijo que se trataba de una niña y a la otra mitad se le dijo que el bebé era un niño. Cuando se le preguntaba a la mitad del grupo que creía que el bebé era niña por qué había llorado, sus componentes respondían «porque tiene miedo». Cuando se hacía la misma pregunta a la mitad del grupo que creía que el bebé era niño, sus componentes respondían «porque está enfadado». Todos habían visto al mismo bebé, pero en la cabeza de los espectadores se había visto un bebé diferente en función de si consideraban que era niño o niña.

Se había visto un bebé fuerte si se pensaba que era niño o un bebé frágil si se pensaba que era niña. Los estereotipos de género habían hecho su trabajo. El legado de nuestra historia actuando una vez más.

La cadena BBC realizó en 2018 este experimento: se mostraba a los internautas un vídeo, que se hizo viral, en el que aparecían dos bebés (niño y niña) con la ropa intercambiada. Durante el experimento, Marnie se convirtió en «Oliver» y Edward en «Sofie». Pusieron a adultos a jugar con los bebés, dejando a su alcance varios juguetes. ¿Adivináis lo que pasó? Espontáneamente, los adultos ofrecieron a «Sofie» la muñeca y los peluches, y a «Oliver» los cochecitos y robots. Cuando se reveló el engaño, los participantes se mostraron algo enfadados. Estaban convencidos de haber elegido los juguetes al azar, sin tener en cuenta el género del bebé1.

También recomendamos esta miniserie de la BBC llamada No more boys and girls: can our kids go gender free?, que explora a fondo cómo los adultos seguimos educando a los niños y niñas con los estereotipos de género.

Kevin Diter en su artículo «L’ amour c’est pas pour les garçons» (El amor no es para niños) recoge los datos de una investigación en centros educativos. Durante su investigación detectó que el personal educativo no solía reprender a los niños y niñas que se reían de niños varones a los que se consideraba demasiado sentimentales, y tampoco los castigaba si los insultaban.

En el artículo «La vinculación de la educación y el género», de M. Castillo y R. Gamboa, publicado en 2013 en Actualidades Investigativas en Educación, se pone de manifiesto cómo los docentes siguen dando más la palabra y prestando más atención a los niños en clase.

Hemos seleccionado estas investigaciones de un vasto conjunto de estudios científicos que muestran cómo en nuestro cerebro siguen instalados los estereotipos de género y cómo, sin darnos cuenta, organizan nuestra manera de tratar y de enseñar a los niños y a las niñas. Nos llevan a no tratar igual a los niños y a las niñas, a seguir «construyendo niños y niñas», dándoles claves, códigos y formas de ser diferentes que se adquieren de forma invisible, para decir después que estos son innatos cuando verdaderamente han sido enseñados. Como si le cortáramos las alas a un pájaro y después le acusáramos de no ser capaz de volar.

2.3 LAS DIFERENCIAS QUE MANTIENEN LOS ESTEREOTIPOS DE GÉNERO NO EXISTEN

La mayoría de nosotros tendremos la experiencia de conocer a niños y niñas que desafían rotundamente los estereotipos de género, y que suponen pruebas incuestionables de que estos no son ciertos.

Pongamos un ejemplo. Alguno de nosotros tendremos a nuestro alrededor a una niña, pongamos de 5 años, que es extraordinariamente ágil. Que a su corta edad sube entero el rocódromo infantil del parque mientras que el resto de los niños y niñas de su edad solo llegan, como máximo, a la mitad. Una niña que a su corta edad resiste rutas de montaña de tres horas caminando; que aprendió a los 3 años a nadar, casi por sí misma, a montar en bici sin ruedines y a manejar con destreza el patinete. Si los estereotipos de género fueran ciertos, esta niña no podría ser real, no podría existir. Y estas niñas existen, son reales, muchos de nosotros tendremos algún ejemplo cercano. Aunque ahora no se os ocurran, vosotros también tenéis muchos. Solo pensad en todas las atletas profesionales del mundo, que son unas cuantas; la mayoría de ellas fueron como esta niña de nuestro ejemplo.

Las capacidades humanas, las físicas y las psicológicas, se distribuyen entre la población no en función del sexo de las personas, sino en función de una distribución normal según la famosa curva normal o campana de Gauss. Este hecho ha sido puesto de manifiesto en la investigación de la psicología de las diferencias individuales.


Imaginemos una capacidad intelectual cualquiera; por ejemplo, el cálculo mental. La mayoría de nosotros estamos en la media, es decir, con que nos hayan enseñado a sumar, restar, multiplicar y dividir, podremos hacer «de cabeza» cálculos mentales básicos de manera correcta esforzándonos un poco. Dentro de esta curva estaríamos en la zona más oscura. La mayoría de nosotros somos ese 68 % de la población; tenemos una capacidad para sumar y restar normal, y con ella y con un poco de estimulación calcularemos bien. Pero, aunque tengamos esta capacidad «normal», si no nos estimularan nunca aprenderíamos a hacer operaciones matemáticas. Si con esta capacidad normal nos dedicáramos en cuerpo y alma a hacer cálculos, llegaríamos a ser muy buenos. Si con esta capacidad normal no practicáramos mucho o nos hubieran estimulado poco, calcularíamos regular. Por otro lado, si estuviéramos en el lado derecho de la zona más oscura, que representa al 14 % de la población que tiene la capacidad de calcular mentalmente por encima de lo normal, con poquito que estimuláramos esta capacidad seríamos realmente buenos. Y luego está ese mínimo porcentaje de personas de más a la derecha que son excepcionales en esta capacidad, sencillamente geniales; tanto que, sin apenas estimulación, hacen cálculos complejos mentalmente muy rápido.

Para seguir ejemplificando esto, pondré un ejemplo real. Uno de mis amigos del colegio, que no era ni especialmente bueno en los estudios, ni le atraían demasiado, desde muy pequeño mostró un don muy marcado para el cálculo mental. Siempre que vamos a comer juntos todos los amigos y tenemos que dividir la cuenta, aun con cantidades complicadas, él hace el reparto en cuestión de segundos, sin calculadora —como tenemos que hacer los demás— y con decimales. Es maravilloso verle. Todos los demás del grupo hicimos cuentas todas las tardes, nos estudiamos las tablas de multiplicar una y otra vez, nuestros padres nos las preguntaron y nos las volvieron a preguntar e hicimos los deberes de verano cada julio y cada agosto. Mi amigo apenas hizo nada de esto, os lo aseguro, no vio ni un solo cuadernillo de verano. Y él es capaz de hacer operaciones matemáticas mejor que ninguno de nosotros. Está por encima de la media en cálculo mental; no por ser hombre, claro está, sino porque él tiene esta capacidad muy alta. Este don de mi amigo le viene muy bien para su trabajo: es comercial y su capacidad le permite hacer mentalmente muy rápido un montón de descuentos, promociones, saber de dónde puede rebajar y, con todo esto, ganar mucho dinero (sin haber pasado por la universidad, por los cuadernillos de verano ni por las tardes de hacer deberes). Mi amigo es verdaderamente excepcional en esto. Como mi amigo, obviamente, también hay mujeres con este «superpoder»; como él, son estadísticamente infrecuentes, pero también existen. Que la persona tenga esta capacidad especialmente alta no lo marca el sexo sino las diferencias individuales. Todos, por ejemplo, podremos recordar a ese compañero o compañera de clase que dibujaba, sin haber ido a clases, especialmente bien, que hacía caricaturas de los profesores como si fuera un retratista profesional o que hacía dibujos de hadas, elfos o duendes a mano alzada que parecían calcados. Probablemente en vuestra época de escolares os cruzasteis con muy pocos, pero con alguno o alguna. Y estos compañeros tan artistas, de nuevo, eran indistintamente chicos o chicas.

 

Volviendo a la distribución estadística de las capacidades humanas, las malas noticias son que muy pocas personas tienen capacidades tan brillantes y tan geniales como para no necesitar estimulación para dibujar, escribir, calcular rápido, etc. Solo presentan esta excepcionalidad los extremos finales de la curva. Las buenas noticias son que la mayoría de nosotros estamos en ese 68 % en el que con enseñanza, estimulación y práctica desarrollaremos nuestras capacidades a un nivel bueno, satisfactorio, suficiente para desenvolvernos con soltura ante los desafíos de la vida. Y, si trabajamos duramente en desarrollar más estas capacidades, podremos ser bastante competentes. Negativo y positivo es que algunos de nosotros estaremos un poco por debajo de esta media en algunas capacidades, en el 14 % del lado de la izquierda, y necesitaremos un poquito más de esfuerzo y estimulación para llegar al nivel normal. Pero con ese extra de esfuerzo se consigue sin problemas. Y también es negativo y positivo el hecho de que pocas personas estarán en el extremo izquierdo de la curva para alguna capacidad y, por tanto, necesitarán muchísima estimulación y dedicación para desarrollar bien esa capacidad. Sin embargo, con esa estimulación y dedicación, podrán conseguirlo y llegar a ese nivel medio al que quienes están en el centro de la curva llegan sin más problemas.

Quiero resaltar de nuevo el papel de la estimulación como pilar fundamental para entender cómo desarrollamos las personas nuestras capacidades. Pensemos en la música. Si nos enseñan a tocar un instrumento desde los 3 años y practicamos sin parar hasta los 30, a esa edad sabremos tocar, por ejemplo, el violín, y tendremos las capacidades musicales muy desarrolladas. Como la mayoría estamos en la media, lo realmente decisivo, más que las diferencias individuales, es la estimulación, puesto que con ella desarrollaremos suficientemente bien nuestras capacidades intelectuales y psicológicas. Eso sí, no podré ser un virtuoso de la música si no estoy en el extremo de la derecha de la curva y además he tenido esta masiva estimulación. De nuevo en este extremo de la derecha la estimulación es decisiva. Mozart era sin duda un genio de la música, pero sin duda también desde los 3 años fue constantemente estimulado por su padre músico. Compuso verdaderas obras de arte, pero se dedicaba intensamente a ellas, es decir, estuvo presente en su vida esa estimulación masiva, primero de otro, su padre, y después de él mismo hacia sí mismo. Sin este nivel de dedicación, su talento tampoco habría llegado a expresarse a este nivel. Del mismo modo que Picasso creó joyas como el Guernica porque pasó horas y horas entregado a desarrollar su extremo talento. «Ojalá que la inspiración me encuentre trabajando», solía decir. Cierto es que, cuando algo se nos da bien, nos suele gustar, y, cuando algo nos gusta, no es esfuerzo pasarnos horas y horas practicándolo.

Otra cuestión relevante, que hay que sumar a la estimulación y que está estrechamente relacionada con esta, es la de las opciones que la sociedad da a las personas para realizar actividades que permitan desarrollar sus capacidades. Para explicar esto pondremos el ejemplo de conducir. Si midiéramos las capacidades relacionadas con la conducción en un grupo representativo de chicos de 18 años antes de sacarse el carné de conducir, por un lado, y en otro grupo representativo de chicas de 18 años, también antes de aprender a conducir, los datos que obtendríamos serían semejantes. Es decir, los dos grupos mostrarían una puntuación media parecida en todas estas capacidades. Y, dentro de cada grupo, las capacidades para conducir de las personas que lo componen se distribuirían siguiendo la curva normal. Es decir, la mayoría de los chicos y chicas tendrían capacidades medias para conducir, un pequeño porcentaje tendría capacidades para conducir muy altas y un pequeño porcentaje tendría capacidades para conducir muy bajas.

Ahora bien, si esta generación de jóvenes viviera en un país donde no se permite conducir a las mujeres (en Arabia Saudí, hasta el 24 de junio de 2018 lo tenían prohibido), obviamente estas no podrían practicar para desarrollar más sus capacidades. Por lo que, si midiéramos las capacidades de hombres y mujeres para conducir cuando estos tuvieran 40 años y una vida de conducción casi diaria a sus espaldas, obviamente las de los hombres serían superiores. Pero ese dato es engañoso y sería falso decir, basándose en él, que las capacidades para conducir de los hombres son superiores a las de las mujeres.

Durante mucho tiempo, en nuestro país se mantuvo como completamente cierto el estereotipo que sostenía eso de «mujer al volante, peligro constante», es decir, que las mujeres tenían menos y peores capacidades que los hombres para conducir. Aunque aún hay quien cree en este estereotipo, afortunadamente se ha ido eliminando. Si fuera cierto, todas las mujeres que hoy conducen, que son la mayoría, no podrían hacerlo. Y menos aún las compañías de seguros de coches preferirían a las mujeres como clientes porque tienen menos accidentes que los hombres. Por otro lado, esta realidad —que los hombres tienen más accidentes— se explica porque nuestra sociedad enseña a los hombres, y no a las mujeres, que para ser adecuados, para ser válidos, han de ser intrépidos, fuertes y valientes, y esto los lleva a cometer muchas más imprudencias que las mujeres y, por tanto, a tener más accidentes.

Igual que sucede en hombres y mujeres adultos, las capacidades y competencias intelectuales de niños y niñas son las mismas, motivo por el cual realizan con igual nivel medio sus tareas escolares. Un fuerte estereotipo ha sido y es que las mujeres son malas en matemáticas. Esta idea se ha creado a partir de que las mujeres hayan sido consideradas intelectualmente inferiores y las matemáticas se hayan entendido como una disciplina de alto nivel a la que, con nuestra debilidad mental, no podíamos optar. De nuevo estamos ante un ejemplo como el de conducir: si las mujeres estudiamos y practicamos matemáticas, podremos aprenderlas como aprendimos en su día a conducir. Otra cosa es que tanto se repite a las niñas que son torpes con las matemáticas que puede que lleguen a incorporarlo en su identidad, aunque sea de modo no consciente, y esto les genere nerviosismo cuando tienen que realizar ejercicios de matemáticas y, con esta inseguridad, los hagan mal y suspendan. Estos suspensos en absoluto serían datos fiables y confirmatorios de que las mujeres somos peores en matemáticas. De hecho, las niñas suelen obtener calificaciones académicas en general superiores. Del mismo modo, el mayor número de accidentes de coche de los hombres no es un dato confirmatorio de que son más torpes al volante.

De igual manera que hemos considerado las capacidades intelectuales, tenemos que considerar también las capacidades psicológicas y emocionales. Capacidades como cuidar, entender las emociones, consolar o mostrar empatía se distribuyen también según la curva normal y, para llegar al nivel medio, necesitan de una estimulación. Los hombres no están peor dotados que las mujeres para cuidar a sus bebés. Cierto es que no los pueden amamantar, pero para todo lo demás, que es bastante(consolar al bebé, calmarlo, jugar con él, limpiarlo, estimularlo, dormirlo…), están igualmente capacitados. Una mujer no tiene por qué hacerlo mejor que un hombre. Igual que una mujer no tiene por qué cocinar mejor que un hombre, y por eso existen grandes chefs. Ahora bien, si a los hombres se los excluye de estas tareas, si se los priva de la estimulación necesaria para desarrollar las capacidades que permiten llevarlas a cabo, obviamente no lo harán bien, lo harán desastrosamente. Pero no será por no ser capaces, sino porque no se les ha permitido desarrollar estas capacidades.

Por tanto, la conclusión que la investigación no sesgada pone de relieve, así como los datos empíricos que todos tenemos a nuestro alrededor (como las mujeres atletas, las mujeres científicas, los hombres solos sin pareja que adoptan y crían a sus hijos excepcionalmente bien, los hombres sensibles que escriben novelas o canciones profundamente sentimentales, etc.), es que tanto las diferencias conductuales que se observan entre niños y niñas como las cerebrales son fruto de nuestra cultura y de nuestra educación, y no son innatas. La variabilidad entre individuos es más significativa que la variabilidad entre los sexos. Es decir, a nivel estadístico, hay más diferencias cerebrales entre personas del mismo sexo que entre hombres y mujeres o que entre niños y niñas.

Para terminar, quisiéramos volver al ejemplo con el que empezamos este epígrafe, el de las mujeres especialmente capacitadas para el deporte, donde se encuadran las atletas profesionales. Todas ellas son mucho más fuertes, más rápidas, más ágiles y más resistentes que cualquier hombre promedio. Si comparáramos a cualquiera de ellas con cualquier hombre no atleta profesional, veríamos claramente cómo el sexo no es una variable relevante en absoluto para explicar las diferencias «atléticas» entre hombres y mujeres. Se podría decir que esta mujer atleta entrenó mucho; ¿realmente es solo por esto por lo que es profesional? Si ese hombre promedio hubiera entrenado de niño igual que entrenó esa mujer atleta de niña, no hubiera llegado a ser ágil, fuerte y rápido como ella, a no ser que hubiera estado tan dotado como ella para el deporte.