Alamas muertas

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Aus der Reihe: Vía Láctea #7
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CAPÍTULO 3

Así pues, Chichikov iba sentado con muy buen ánimo en su brichka, que hace tiempo que rodaba por el camino principal. Está claro, ya desde el capítulo anterior, en qué consistía el objeto fundamental de sus gustos e inclinaciones y por qué no era extraño que se hubiera enfrascado en él, en cuerpo y alma, con tanta rapidez. Las ideas, los cálculos y las razones que flotaban por su rostro en apariencia eran muy agradables, pues a cada instante dejaban tras de sí las huellas de una sonrisa satisfecha. Ocupado en tales cosas, no prestó ninguna atención a cómo su cochero, animado por las maneras de los criados de Manilov, hacía observaciones pertinentes al caballo de refuerzo, moteado, que iba enganchado en la parte derecha. Este caballo moteado era enormemente astuto y hacía ver como que tiraba, mientras que eran el bayo central de la troika y el de refuerzo, de pelo castaño claro, llamado Asesor porque fue comprado a un hombre que ejercía como tal, los que se esforzaban de todo corazón de tal suerte que hasta era evidente a ojos de cualquiera el gozo que ello les reportaba.

«¡Trampea, trampea! ¡Ya te ganaré yo a trampas! –decía Sielifan, incorporándose y atizando con el látigo al perezoso–. ¡Conoces tu trabajo, tú, calzonazos alemán! El bayo es un caballo respetable, cumple su deber, con gusto le daré una medida de más, porque es un caballo respetable, y también el Asesor es un buen caballo... ¡Vamos, vamos! ¿Por qué sacudes las orejas? ¡Tú, imbécil, escucha cuando te hablan! A ti, malcriado, no me pondré a enseñarte nada malo. ¡Mira adónde se arrastra!» Aquí, de nuevo, le dio con el látigo, añadiendo: «¡Ah, bárbaro! ¡Maldito Bonaparte!» Luego les gritó a todos: «¡Eh, queridos!» –y les atizó a los tres ya no como castigo sino para mostrar que estaba satisfecho con ellos. Tras darse este placer, de nuevo dirigió su discurso al moteado: «Tú crees que disimulas tu comportamiento. ¡No! ¡Vive honradamente si quieres que te muestren respeto! Donde el terrateniente, todos eran buena gente. Yo hablo con gusto con el hombre que es bueno; de un hombre bueno siempre seremos amigos, buenos compañeros: ¿beber té o comer algo? Con gusto, si se trata de un buen hombre. Al hombre bueno todos le tienen respeto. Por ejemplo, a nuestro señor, todos le respetan porque él, has de tener en cuenta, estuvo al servicio del emperador, él es consejero colegiado...».

Razonando de este modo, Sielifan se adentró finalmente en las abstracciones más remotas. Si Chichikov le hubiera prestado atención, habría conocido más detalles que se referían a él personalmente; pero sus pensamientos estaban hasta tal punto ocupados con su tema que sólo la fuerte sacudida de un trueno le obligó a despertar y a mirar en torno. El cielo estaba todo cubierto de nubarrones y el polvoriento camino de postas se veía rociado por gotas de lluvia. Finalmente, otra atronadora sacudida volvió a retumbar más fuerte y más cerca y la lluvia empezó a caer de repente como si la tiraran con baldes. Al principio, tomando una dirección oblicua, azotó una parte de la carrocería de la kibitka; después, la otra; luego, cambiando la forma de caer y haciéndose del todo vertical, tamborileó recta en la parte superior del carruaje. Por fin, las gotas empezaron a darle en la cara. Esto le obligó a correr las cortinas de cuero de las dos ventanitas redondas, que servían para observar los paisajes del camino y para ordenarle a Sielifan que fuera más rápido. Sielifan, interrumpido también justo en la mitad de su discurso, comprendió que, justo ahora, no había de entretenerse, sacó en este punto de debajo del pescante cierta porquería de paño gris, se la puso por las mangas, tomó las riendas y le gritó a su troika, que cada vez marchaba con más dificultad, pues sentía el agradable relajo de las arengas instructivas. Ahora bien, Sielifan no podía acordarse en modo alguno de si había pasado dos curvas o tres. Después de pensarlo y, recordando más o menos el camino, se dio cuenta de que eran muchas las curvas que había dejado pasar. Y, tal como acostumbra el ruso, que en el momento de la decisión siempre sabe qué hacer sin meterse en una reflexión ulterior, girando a la derecha, en el primer camino que cruzaba, gritó: «¡Venga, mis respetables amigos!»... y se lanzó a galope, pensando poco a dónde llevaba el camino tomado.

La lluvia, sin embargo, parecía que iba para largo. El polvo que había en el camino rápidamente se convirtió en barro y a los caballos cada instante que pasaba se les hacía más duro tirar de la brichka. Chichikov empezó ya a preocuparse bastante, al haber pasado tanto tiempo y seguir sin aparecer la aldea de Sobakievich. Según sus cálculos, hacía tiempo que deberían haber llegado. Miró a ambos lados, pero la oscuridad era tal que no se veía nada.

—¡Sielifan! –dijo él finalmente, asomándose por la brichka.

—¿Qué, señor? –respondió Sielifan.

—Mira a ver... ¿No se ve la aldea?

—¡No señor, por ningún lado! –tras lo cual, Sielifan, agitando el látigo, entonó una canción que no era tal canción sino una cosa larga que no tenía final. En ella, cabía de todo: gritos de ánimo que incitaban al movimiento, con los que se agasajaba a los caballos por toda Rusia, de un extremo al otro; o adjetivos de todo tipo sin mayor análisis, tal como iban cayéndole en la lengua. De este modo, llegó hasta un punto en el que empezó a denominar finalmente a los caballos como «secretarios».

Entretanto, Chichikov empezó a notar que la brichka se balanceaba hacia todos los lados y le propinaba fortísimos golpes; esto le hizo sentir que habían dejado el camino y, probablemente se arrastraban por un campo arado. Era seguro que Sielifan también se había percatado pero no dijo ni palabra.

—¡Qué, caradura! ¿Por qué camino vas? –dijo Chichikov.

—¡Qué le voy a hacer, señor, si el tiempo está como está! ¡No se ve ni el látigo de oscuro que está! –diciendo esto, puso la brichka tan oblicua que Chichikov hubo de sujetarse con las dos manos. Sólo entonces se dio cuenta de que Sielifan estaba borracho.

—¡Aguanta, aguanta, que vuelcas! –le gritó.

—Que no, señor, ni se le pase por la cabeza que vaya a volcar yo –decía Sielifan–. No es bueno volcar, si lo sabré yo; no volcaré de ningún modo –luego comenzó poco a poco a girar la brichka; giraba, giraba y por último la volvió del todo de lado. Chichikov cayó al barro de bruces. No obstante, Sielifan hizo parar los caballos; por lo demás, se habrían parado solos, pues estaban completamente rendidos.

Este acontecimiento imprevisto lo dejó absolutamente pasmado. Apeándose del pescante, se puso frente a la brichka, con los brazos en jarras, mientras el señor se revolcaba en el barro, esforzándose por salir de él, y dijo, tras reflexionar un poco: «¡Mira tú que írseme!»

—¡Estás borracho como una cuba! –dijo Chichikov.

—¡No señor, cómo podría estar borracho! Sé que estar borracho es una cosa mala. He estado hablando con un amigo, porque con un buen hombre se puede hablar, en ello no hay nada malo; y hemos comido juntos. Tomar un bocado no es nada injurioso; con un buen hombre, puede uno ponerse a comer.

—Pero, ¿qué te dije la última vez que te emborrachaste? ¿Eh? ¿Se te ha olvidado? –dijo Chichikov.

—No, su señoría, cómo puede olvidárseme. Ya conozco mi deber. Ya sé que no es bueno estar borracho. Estuve hablando con un buen hombre porque...

—¡Cuando te dé con el látigo será cuando te enteres de cómo hablar con un buen hombre!

—Como le venga bien a su benevolencia –respondió Sielifan aceptándolo todo–, si me tiene que azotar me azota; ni por asomo huiré de ello. ¿Por qué no azotar si hay una razón? Para ello está la voluntad del señor. Hay que azotar porque el campesino holgazanea; hay que velar por el orden. Si uno lo merece, ¿por qué no azotarle?

Ante tal reflexión, el señor no supo en absoluto qué contestar. Pero para entonces, parecía como si el mismo destino hubiera decidido apiadarse de ellos. A lo lejos, se oyó el ladrido de un perro. Chichikov, transformado por la alegría, dio la orden de espolear a los caballos. Un cochero ruso tiene mejor olfato que vista; de ahí que, cerrando los ojos, se mueve a veces a toda prisa y siempre llega a algún sitio. Sielifan, que no veía nada, dirigió a los caballos a la aldea tan derecho que paró sólo cuando la brichka golpeó con las varas del coche en la cerca y cuando decididamente ya no había ningún sitio más al que ir. Chichikov sólo observó, a través de la tupida cortina de lluvia, algo que se parecía a un tejado. Envió a Sielifan a buscar el portón, lo que sin duda le habría llevado un rato largo si en Rusia no hubiera, en lugar de porteros, bravos perros que lo anunciaban con tanto estruendo que se tuvo que tapar los oídos con los dedos. Una luz apareció en una ventanita y llegó como un hilo difuso hasta la cerca, señalándoles la puerta a nuestros viajeros. Sielifan se puso a llamar y pronto, abriendo la puertecilla, apareció una figura, cubierta con un armiak, y señor y criado oyeron una ronca voz femenina:

—¿Quién llama? ¿Por qué arman este jaleo?

—Forasteros, buena mujer, déjenos pasar la noche –dijo Chichikov.

—Mira tú aquí el «pies ligeros» –dijo la vieja–. ¡Menudas horas para llegar! Aquí no hay posada para ti: aquí vive una propietaria.

—¿Qué hacemos entonces? Buena mujer, mira, nos hemos apartado del camino. No se puede dormir en esta época en la estepa.

—Sí, el tiempo está oscuro, el tiempo está malo –añadió Sielifan.

—Calla, imbécil –dijo Chichikov.

—¿Y quién es usted? –dijo la señora.

—Un noble, buena mujer.

La palabra «noble» hizo que la vieja se pusiera como a pensar un poco.

—Tenga paciencia, se lo diré a la señora –dijo ella y, al de dos minutos, ya volvía con una linterna en la mano.

 

El portón se abrió. Una lucecita apareció un instante también en otra ventana. La brichka, entrando en el patio, se detuvo ante una pequeña casita que resultaba difícil de percibir a causa de la oscuridad. Sólo una mitad de la misma aparecía iluminada con la luz que salía de la ventana; aún se veía un charco delante de la casa, sobre el que pegaba la misma luz. La lluvia golpeaba ruidosamente sobre el tejado de madera y discurría en arroyos susurrantes hacia un tonel que se había puesto debajo. Entretanto, los perros ladraban en todas las voces posibles: uno, con la cabeza echada hacia arriba, cantaba con tanta monotonía y tanto esfuerzo como si por ello recibiera sabrá Dios qué sueldo; otro lo hacía a toda prisa, como un sacristán; entre ellos, sonaba como la campanilla de un cartero, una soprano inquieta, seguramente un joven cachorro, y todo esto, por fin, lo remataba el bajo, quizá viejo, dotado de una fuerte naturaleza perruna porque roncaba igual que ronca el contrabajo del coro cuando el concierto está en su pleno apogeo: el tenor se pone de puntillas por el fuerte deseo de elevar la nota superior y todo el conjunto se esfuerza en elevarse, echando la cabeza hacia atrás; y él, solo, encajando el mentón sin afeitar en la corbata, se inclina un momento y baja casi hasta tocar la tierra, dejando salir desde allí su nota, que hace temblar y tintinear los cristales.

Ya por el solo ladrido de los perros, ofrecido por tantos intérpretes, podía suponerse que el caserío era bastante grande; no obstante, nuestro empapado y aterido héroe ni reparó en ello, sólo pensaba en las sábanas y mantas de una cama. Apenas le había dado tiempo a la brichka a detenerse por completo, cuando él saltó al porche, se tambaleó y estuvo a punto de caerse. Y de nuevo salió al porche una mujer, más joven que la anterior pero que se le parecía mucho. Ésta le condujo a una habitación. Chichikov lanzó de paso la mirada un par de veces: la habitación estaba cubierta con un viejo papel a rayas; los cuadros tenían algunos pájaros; entre las ventanas, había antiguos espejos de pequeño tamaño, con marcos oscuros en forma de hojas enroscadas; tras cada espejo, había colocadas o una carta o una vieja baraja o una media; el reloj de pared tenía flores pintadas en la esfera... fue imposible percibir nada más. Él sintió que se le quedaban los ojos pegados como si alguien los hubiera untado con miel. Un minuto más tarde, entró la dueña, mujer entrada en años, con una cofia de dormir puesta a toda prisa, con algo de franela en el cuello, una de esas buenas mujeres, pequeñas propietarias que lloran por la mala cosecha y por las pérdidas y que llevan la cabeza un poco de lado, pero que, mientras tanto, guardan un poco de dinerito en bolsitas de tela de saco repartidas por los cajones de las cómodas. En una bolsita, recogerá todo rublos; en otra, moneditas de medio rublo; en una tercera, de cuarto de rublo. De todas formas, por la pinta, parecerá que en la cómoda no hay nada, a no ser ropa interior, camisones, madejas de hilo o un abrigo descosido del que echará mano luego para hacer un vestido, si el viejo por lo que sea se quema al hacer tortas con huevos revueltos a la sartén para una fiesta o se desgasta por sí solo. Pero el vestido ni se quema ni se desgasta por sí solo; la vieja es ahorrativa y ha decidido que el abrigo subsista más tiempo en su forma descosida, y después le to­que en suerte vía testamentaria a la sobrina nieta de la hermana, junto con cualquier otro andrajo.

Chichikov pidió perdón por haber molestado con su inesperada llegada.

—Nada, nada –dijo la dueña–. ¡En menudo tiempo le ha ido Dios a traer! Tanto trueno y tanta tormenta de nieve... Después del viaje debería comer algo, pero a estas horas de la noche no hay manera de prepararlo.

Las palabras del ama fueron interrumpidas por un extraño silbido, que hizo que el invitado se asustara. El ruido era algo así como si toda la habitación se hubiera llenado de serpientes; pero, mirando hacia arriba se tranquilizó pues comprendió que al reloj de pared le había apetecido ponerse a tocar. Tras el silbido, llegó en seguida un ronquido y, finalmente, esforzándose al máximo, dieron las dos con un estruendo semejante al que hace alguien que golpeara con un palo en un puchero cascado, tras lo cual, el péndulo se puso de nuevo a crujir a derecha e izquierda, con toda tranquilidad.

Chichikov le dio las gracias al ama, diciendo que no le hacía falta nada, para que ella no se preocupara por nada, que no requería nada salvo sábanas y mantas y que tan sólo le gustaría saber a qué lugar había llegado y si estaba lejos de allí el camino para ir a casa del terrateniente Sobakievich, a lo que la vieja contestó que jamás había escuchado tal nombre y que en absoluto existía ese terrateniente.

—¿Cuando menos, conocerá usted a Manilov? –dijo Chichikov.

—¿Y quién es ese tal Manilov?

—Un terrateniente, buena mujer.

—Pues no, no he oído nada; ese terrateniente no existe.

—¿Y quiénes son los que hay por aquí?

—Brobov, Svinin, Kanapatiev, Jarpakin, Triepakin, Pliesakov.

—¿Son ricos o no?

—No, padre, no son demasiado ricos. Uno tiene veinte almas, otro treinta, pero de esos que andan por la centena no hay.

Chichikov se dio cuenta de que había entrado en un rincón de provincias bastante apartado.

—¿A qué distancia está más o menos la ciudad?

—Estará a sesenta verstas. ¡Qué pena me da que no haya nada para que usted coma! ¿No deseará usted, padre, beber té?

—Se lo agradezco, buena mujer. No deseo otra cosa que no sean sábanas y mantas.

—Es verdad, con tal viaje hay que descansar bien. Acuéstese aquí usted, padre, en este diván. ¡Eh! Fietinia, trae un colchón de plumas, unos cojines y una sábana. Vaya un tiempo que nos ha enviado Dios: esos truenos... yo tengo toda la noche una vela encendida ante un icono. ¡Ah! ¡Padre mío, tiene toda la espalda y el costado perdido de barro, como un cerdo! ¿Dónde tuvo a bien ensuciarse de tal modo?

—Todavía he de dar gracias a Dios de que sólo me ensucié, y de que no me partí completamente el costado.

—¡Dios mío! ¡Qué horror! ¿No le haría falta que le diesen unas friegas en la espalda?

—Gracias, gracias. No se preocupe; tan sólo dígale a su doncella que seque y limpie mi ropa.

—¿Oyes, Fietinia? –dijo la dueña, volviéndose a la mujer, que había salido al porche con un candil, y que se había apresurado a traer un colchón y levantándolo desordenadamente desde los dos lados con las manos, había provocado un diluvio de plumas por toda la habitación–. Tú, coge su caftán y su ropa interior y primero sécalos al fuego como le hacíamos al difunto señor, y después sacúdelo y límpialo bien.

—¡Oído, señora! –dijo Fietinia mientras extendía la sábana encima del colchón y colocaba los cojines.

—Pues aquí tiene sus sábanas y mantas listas –dijo la señora–. Adiós, padre, le deseo una buena noche. ¿No le hará falta nada más? ¿Quizá estés, padre mío, acostumbrado a que alguien te rasque las plantas de los pies antes de dormir? Mi difunto, sin esto, no se quedaba dormido.

No obstante, el invitado rehusó también a que le rascaran los pies. Así que la señora salió y, de inmediato, se apresuró él a desvestirse dándole a Fietinia todo lo que se había quitado de su armadura, tanto lo de arriba como lo de abajo, y Fietinia, deseándole también por su parte una buena noche, se llevó arrastrando esta armadura mojada. Al quedarse solo, miró no sin placer su ropa de cama, que llegaba casi hasta el techo. Fietinia, al parecer, era una maestra en sacudir las plumas. Cuando, poniendo una silla, logró encaramarse a la cama, ésta se bajó casi hasta el suelo y las plumas, desalojadas por él, salieron volando hacia todos los rincones de la habitación. Apagando la luz, se tapó con una manta de percal y haciéndose un ocho por debajo de ella se quedó dormido al instante.

Cuando se despertó al día siguiente, la mañana estaba ya bastante avanzada. A través de la ventana, el sol le daba directamente en los ojos y las moscas, que el día anterior dormían plácidamente en las paredes y en el techo, iban todas a él: una se le posó en los labios; otra, en la oreja; la tercera trataba como de posarse en el propio ojo; la misma que tuvo la imprudencia de posarse junto al agujero de la nariz, y a la que él, entre sueños, se metió en la nariz, lo que le llevó a estornudar con fuerza, circunstancia que hizo que se despertara antes. Lanzando una mirada a la habitación, se daba cuenta ahora de que en los cuadros no todo eran pájaros: entre ellos, había colgado un retrato de Kutusov[1] y cierto viejo pintado al óleo con los puños de la guerrera rojos como estaba mandado en la época de Pavel Piotrovich[2]. De repente, los relojes emitieron un silbido y dieron las diez; en la puerta, apareció una cara de mujer, que acto seguido se escondió, pues Chichikov, deseando dormir un poco mejor se había quitado absolutamente todo de encima. El rostro que había visto le parecía como que le fuera un tanto conocido. Trató de recordar quién era y por fin se acordó de que era la dueña. Se puso la camisa; el traje, ya seco y limpio, estaba junto a él. Vistiéndose, se acercó al espejo y estornudó de nuevo, con tal fuerza que el gallo que se acercaba en aquel momento a la ventana –ésta estaba casi pegada a la tierra– empezó a cacarearle algo de repente y muy deprisa en su extraña lengua, probablemente «¡Salud!», a lo que Chichikov le respondió: «¡idiota!». Acercándose a la ventana, empezó a ver el paisaje que había frente a él. La ventana casi daba al gallinero; al menos, lo que se encontraba ante él era un pequeño patio todo lleno de aves y de toda suerte de animales domésticos. Había incontables pavos y gallinas; entre ellos, se paseaba un gallo con paso cadencioso moviendo la cresta y girando la cabeza de través, como si estuviera escuchando algo con atención. Había también en el sitio una cerda con su familia; estaba ésta removiendo un montón de basura, cuando se comió un pollito y, sin darse cuenta de ello, siguió comiendo con apetito cáscaras de sandía, como si tal cosa. Era un patio pequeño, o un gallinero, cerrado por una cerca de madera, tras la cual se abrían amplios huertos con coles, cebollas, patatas, remolachas y otras verduras. Por la huerta, había diseminados aquí y allá manzanos y otros frutales cubiertos con redes para protegerlos de urracas y gorriones; estos últimos se movían de un sitio a otro en verdaderas nubes oblicuas. Por esta misma causa, se habían puesto algunos espantapájaros en largas pértigas, con los brazos abiertos; a uno de ellos, le habían puesto una cofia de la propia señora. Tras las huertas venían las casas de los campesinos, que aunque estaban construidas sin orden y no formaban una verdadera calle, en cambio, según observó Chichikov, mostraban el bienestar de los habitantes, pues se mantenían como sigue: las tablas envejecidas en los tejados se habían cambiado por otras nuevas; las puertas no se inclinaban por ningún lado y en los cobertizos cubiertos de los campesinos, que se abrían ante él, percibió algunos sitios en los que había un carro de repuesto casi nuevo y otros en los que había hasta dos. «Pues no es tan pequeño este caserío» –pensó él y decidió por ello hablar con la dueña y conocerla un poco más de cerca. Miró por la rendijilla de la puerta por la que ella había asomado la cabeza y viéndola sentada en una mesa de té, salió y se dirigió a ella con una expresión alegre y zalamera.

—¡Hola, padre! ¿Cómo ha descansado? –le dijo el ama, levantándose de su sitio. Ella estaba mejor vestida que la noche anterior, con un vestido negro y sin cofia de dormir, pero seguía llevando algo al cuello.

—Bien, bien –dijo Chichikov, sentándose en el sillón–. Y usted, ¿qué tal, buena mujer?

—Mal, padre mío.

—¿Y eso?

—Insomnio. Me duelen los riñones y las piernas, como un poco por encima de los tobillos. Ahí es donde me duele.

—Vamos, vamos, buena mujer. De eso no hay que preocuparse.

—¡Ojalá se pase! Me he dado friegas con grasa de cerdo y lo he humedecido también con trementina. ¿Con qué toma el tecito? En este pocillo, hay jarabe de fruta.

—Muy bien, buena mujer, con jarabe de fruta.

Pienso que el lector ya se habrá dado cuenta de que Chichikov, aparte de la expresión zalamera, hablaba, no obstante, con gran libertad, más que con Manilov, y en absoluto se andaba con cumplidos. Hay que decir que entre nosotros, en Rusia, si bien hay cosas en las que aún no hemos igualado a los extranjeros, en cambio, les hemos dejado muy atrás en la habilidad para el trato. Los matices y sutilezas de nuestra manera de tratar a la gente son incontables. El francés o el alemán nunca han comprendido ni comprenderán todas las peculiaridades y diferencias que ello implica: éstos casi con la misma voz y con la misma lengua se ponen a hablar con el millonario y con el dependiente de un estanco, aunque, bien es verdad, en su interior ante el primero serán muy comedidos. Nosotros somos diferentes: entre nosotros hay sabios tales que con un terrateniente que tiene doscientas almas hablarán de un modo completamente distinto que con uno que tiene trescientas; pero con el que tiene trescientas hablarán a su vez de una forma diferente a como lo harán con uno que tenga quinientas; pero una vez más, con el que tiene quinientas no hablarán igual que con el que tiene ochocientas..., en una palabra, aunque subiera hasta un millón, siempre encontrarían matices. Pongamos, por ejemplo, que hay una oficina, no aquí, sino en el Estado tal y, en la oficina, pongamos, hay un director. Pido que se le mire cuando está sentado entre sus subordinados..., ¡tan sólo por miedo, no pronunciarás ni una palabra! Orgullo y nobleza, ¿qué no expresará su cara? Sencillamente como para coger un pincel y pintarlo: ¡Prometeo, un enérgico Prometeo! Acecha como un águila, avanza con armonía, con mesura. Pero esta misma águila, tan pronto como salga de su sala y se acerque al despacho de su jefe, se apresurará, a más no poder, como si fuera una perdiz, con los papeles debajo del brazo. En sociedad o en una reunión, si son todos de categoría inferior, Prometeo aparecerá como Prometeo, pero si alguno es algo superior a él, con Prometeo se operará una metamorfosis tal que ni el propio Ovidio se hubiera imaginado jamás: ¡se deshizo en una mosca, en algo más pequeño incluso que una mosca; en un grano de arena! «Éste no es Ivan Piotrvich –dices mirándole–. Iván Piotrvich es más alto y éste es bajito y delgado; habla fuerte, con voz de bajo y nunca se ríe, y el diablo sabe que éste pía como un pájaro y se ríe todo el rato». Te acercas un poco más, miras –¡Es Ivan Piotrvich! «Ah» –piensas... Pero volvamos, no obstante, a los personajes. Chichikov, como ya hemos visto, decidió ante todo no andar con cumplidos y por ello, tomando en su mano la tacita con té y echando en ella jarabe de fruta, soltó estas palabras:

 

—Buena mujer, tiene usted una buena aldeíta. ¿Cuántas almas tiene?

—Lo que son almas, padre mío, en ella hay casi ochenta –dijo el ama–, pues por desgracia, los tiempos son malos y el año pasado la cosecha fue tan mala que el Señor nos guarde...

—Sin embargo, los campesinos aparentemente están fuertes, sus casitas parecen sólidas. Pero permítame saber su apellido. Estaba tan distraído... llegué tan de noche...

—Korobochka[3], secretaria colegiada[4].

—Le doy las gracias con la mayor humildad. ¿Y su nombre y patronímico?

—Nastasia Pietrovna.

—¿Nastasia Pietrovna? Es un nombre bonito Nastasia Pietrovna. Tengo una tiíta carnal, hermana de mi madre, que se llama Nastasia Pietrovna.

—¿Y su nombre, cuál es? –le preguntó la propietaria–. ¿Pues usted es, según parece, asesor?

—No, buena mujer –respondió Chichikov riendo ligeramente–, creo que asesor no soy, viajo por asuntos propios.

—¡Entonces usted es un comprador! Qué lástima, de verdad, que haya vendido la miel tan barata a unos comerciantes, estoy segura de que tú, padre mío, seguro que me la habrías comprado.

—No, la miel no la habría comprado.

—¿Qué, si no? ¿El cáñamo, quizá? Lo que pasa es que ahora me queda poco cáñamo: ocho kilos en total.

—No, buena mujer, otro tipo de mercancía: dígame, ¿se le han muerto a usted campesinos?

—¡Ay, padre, dieciocho hombres! –dijo la vieja dando un suspiro–. Y todos los que murieron eran tan buena gente, todos tan trabajadores. Después de todo, la verdad es que han nacido otros, pero qué haremos con ellos; ¡menuda morralla! Eso sí, el asesor ha venido y ha dicho que hay que pagar por las almas. La gente se ha muerto pero paga como si estuviera viva. La semana pasada ardió el herrero que tenía; un herrero tan hábil y que conocía tan bien el arte de la cerrajería.

—¿Acaso tuviste un incendio, buena mujer?

—Dios nos guarde de tal desgracia, un incendio sería aún peor; murió él solo, padre mío. Es como si, de algún modo, se hubiera quemado por dentro, había bebido demasiado, sólo salió de él una llamita azul, ardió todo él, se redujo a cenizas y se ennegreció, como el carbón ¡Pero qué buen herrero era! Y ahora no me queda nadie al que ir para herrar a los caballos.

—¡Por encima de todas las cosas, buena señora, está la voluntad de Dios! –dijo Chichikov dando un suspiro–. Contra la sabiduría de Dios no se puede decir nada... ¿Por qué no me los cede, Nastasia Pietrovna?

—¿A quién, padrecito?

—Pues a todos esos que han muerto.

—Pero, ¿cómo se los podría ceder?

—Pues es muy sencillo. O, quizá, véndamelos. Le daré dinero por ellos.

—Pero, ¿cómo? Yo, de verdad, no lo entiendo. ¿Es posible que quieras sacarlos de la tierra?

Chichikov vio que la vieja estaba yendo muy lejos y que por narices había que aclarar de qué iba la cosa. En pocas palabras, le explicó que la cesión o la compra figuraría tan sólo en el papel y las almas serían registradas como si estuvieran vivas.

—¿Pero para qué los quieres? –dijo la vieja, abriendo los ojos desmesuradamente ante él.

—Eso es asunto mío.

—Pero están muertos.

—¿Pero quién está diciendo que vayan a estar vivos? Por ello es por lo que son una pérdida para usted, porque están muertos: usted paga por ellos y ahora yo a usted le libro de inquietudes y de pagos. ¿Entiende? Y no sólo le libro, sino que además de eso le daré aún a usted quince rublos. ¿Está claro ahora?

—A decir verdad, no sé –articuló la dueña pausadamente–. Pues yo aún no había vendido muertos nunca.

—¡Cómo! Lo que parecería un prodigio en seguida sería que usted se los hubiese vendido a alguien. ¿O cree usted que de ellos se saca en efecto algún tipo de provecho?

—No, eso no lo creo. No es posible que en ellos haya provecho, no hay provecho de nadie. Lo que me preocupa es que ellos están ya muertos.

«¡Parece que la mujer es un poco dura de mollera!» –pensaba para sí Chichikov.

—Escuche, buena mujer. Juzgue usted tan sólo como es debido: se va a arruinar; pagará por ellos el podat, como si estuvieran vivos...

—Ay, padre mío, ¡no me hable de eso! –dijo la propietaria–. Hace sólo tres semanas, pagué más de ciento cincuenta rublos y porque soborné al asesor.

—Lo ve, buena mujer. Ahora tome en consideración sólo que a usted ya no le hace falta sobornar más al asesor porque ahora yo pago por ellos; yo, y no usted; yo tomo sobre mí todas las cargas. Hasta me haré cargo del acta notarial de compra, ¿entiende usted esto?

La vieja se quedó pensativa. Ella veía que el asunto era de verdad muy ventajoso, sólo que demasiado nuevo y sin precedentes; por eso, al principio, tenía mucho miedo de que el comprador éste la engañara de alguna forma; había llegado sabrá Dios de dónde y, además, en plena noche.

—Entonces, buena mujer, acepta, ¿no? –dijo Chichikov.

—Sí, padre mío, nunca antes había vendido difuntos. He transferido algunos vivos; hace dos años, dos jóvenes campesinas al arcipreste, por cien rublos cada una y me lo agradeció mucho, ellas se hicieron dos excelentes trabajadoras: tejen servilletas ellas mismas.

—Pero aquí no se trata de vivos; Dios los guarde. Yo lo que le pido son muertos.

—La verdad es que tengo miedo porque es la primera vez, no sea que vaya a tener alguna pérdida. Quizá tú, padre mío, me engañas, y ellos, eso... ellos de algún modo valen más.

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