La versión de Eric

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Aus der Reihe: Gran Angular #378
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SÁBADO, 13 DE JULIO

02:17 a. m.

–¿Se puede saber qué haces, Eric?

Hugo acaba de llegar y está desencajado. Da vueltas furioso por la sala en la que nos han permitido que entremos juntos después de que haya irrumpido como una furia en el despacho donde empezaban a tomarme declaración.

–¿Me quieres contestar de una vez?

Lanza sus llaves con rabia sobre la mesa en un gesto con el que pretende descargar la violencia que lo invade. Si eso fuera posible, me zarandearía. O incluso me abofetearía. Me trataría como al pelele que a veces siento que quiere que sea y en el que no pienso consentir que me convierta.

–Deberías buscarte otro repre –me aconsejó Tania cuando los presenté en la fiesta.

–Este es el mejor.

–Eso es lo que dice él... Pero tú y yo sabemos que hay muchos más.

–No puedes juzgar a alguien a quien acabas de conocer.

–Recuerda que soy muy intuitiva...

–¿Qué pasa? ¿Que tienes poderes o qué?

–Igualita que Eleven –y se rio de ese modo tan contagioso con el que logra que yo también lo haga.

–Hugo fue quien me consiguió el papel.

Tania negó con la cabeza. La encontraba preciosa aquella noche –en realidad, siempre he pensado que lo es–, a pesar de que hubiera estado a punto de darle plantón solo unos minutos antes porque, según ponía en su wasap, no se veía bien con nada. «No querrás aparecer en tu primer gran evento público con una gorda al lado», añadió. «Lo único que sé», le respondí, «es que no pienso aparecer allí si no voy de la mano de mi mejor amiga».

–El papel, Eric, lo conseguiste tú –insistió.

–Pero cuando la productora se enteró de que Hugo era mi repre, se interesaron más. Estas cosas funcionan así: ellos querían a Rex y Hugo los convenció de que si lo contrataban a él, que era el famoso, también tenían que cogerme a mí, aunque fuera un don nadie.

–Eso es lo que tú te dices, Eric. Te lo repites para no dar el paso y largarte. Pero sabes que podrías estar en otro sitio. En una agencia mejor, una que sí tenga algo que ver contigo. Con lo que eres. Este tío te vendería a cambio de lo que fuera...

«Con lo que eres».

Cuando Tania dice cosas así, me descoloca. Debe de ser que tantos años a la defensiva han desarrollado en mí una suspicacia que hace que cualquier alusión a lo que soy, o a cómo soy, abra una pequeña grieta de incertidumbre que ella, por suerte, no tarda en deshacer.

–¿Y qué soy, Tania?

Me conoce demasiado bien como para caer en según qué trampas, así que también aquella noche dio con la respuesta correcta. O con la menos mala.

–Un tío honesto, joder. Eso es lo que tú eres.

Hugo no le cae bien. Lo decidió en aquella fiesta en la que, en realidad, el único que le gustó aparte de mí fue Rex.

Ya se habían conocido durante el taller que la productora había propuesto a modo de casting, pero entonces apenas hablaron. Incluso parecía sentarle mal que él y yo, por el hecho de compartir representante, nos hubiésemos acercado.

La noche de la fiesta, sin embargo, Tania no dejó de hablar con él. De reírse con él. Ese día Rex estaba deslumbrante, con ese rollo medio de galán clásico, medio de superhéroe cachas que logra que todas –y todos– vayan detrás de él. Entonces comenzó una relación que no iba a traernos, a ninguno de los tres, nada bueno.

–Ese tío mola... –me dijo cuando ya nos volvíamos a casa–. Y eso que yo pensaba que era un estirado.

–¿Pero tú no tenías una intuición que no fallaba nunca?

Y Tania, de nuevo, se rio. De algún modo, éramos felices. O creíamos que lo éramos. Esta comisaría quedaba aún muy lejos. Ese cuerpo agonizando sobre el asfalto, también...

Era la noche de la presentación del rodaje Ángeles en el Capitol, el cine por el que había pasado mil veces cuando era un crío y donde jamás había imaginado que alguna vez vería mi imagen. Y, mejor aún, mi nombre. Mi abuelo habría estado tan orgulloso... Aún no intuíamos que estábamos a punto de rodar un éxito internacional que nos cambiaría la vida a todos sus protagonistas, solo que aquella producción iba a ser real y eso, en un mundo donde todo es tan frágil como el del cine, era un logro que había que celebrar.

Rex, en aquel momento, ya era conocido, al igual que Selene, nuestra coprotagonista, y la gran mayoría del reparto adulto. Cuando era niño había salido en unas cuantas series infantiles y se había convertido en uno de los habituales de todo tipo de programas. Unas cuantas sesiones fotográficas luciendo abdominales en ciertas publicaciones online y canales de YouTube hicieron el resto.

Por eso mi madre estaba tan radiante. Porque al verme junto a gente que, gracias a la fama, sí tenía nombre propio, sentía que llevaba razón en ese don que ella había creído ver y que, en realidad, tenía más que ver con el azar que con un informe psicológico que, por momentos, había conseguido amargarme la vida. La losa de la lucidez, como la llamé un día con Julia. La losa de mi maldita lucidez.

Sin embargo, lo que mi madre confundía con el éxito no era más que el resultado de dejar sin respuesta un montón de preguntas incómodas como la de cuánta gente podría estar en mi lugar, cuántos actores tan buenos como yo (o mejores) habrían sido rechazados para ese mismo personaje, o cuántas series fracasan o no tienen la repercusión que está teniendo Ángeles.

Interrogarme me ayuda a mantener los pies en el suelo.

Es fácil olvidarse de quién eres cuando te conviertes en alguien a quien la gente puede ver desde fuera, como si tú estuvieras en una pecera transparente.

Cuando esa misma gente cree que conoce tu vida –aunque no tenga ni idea de tu verdad– porque te sigue en redes.

Porque ve tus stories.

Porque da «Me gusta» a todas tus publicaciones.

Pero allí solo sonríes.

Solo brindas «para celebrar la vida».

He llegado a odiar esa frase. Y eso que la he dicho más de una vez. Hasta la escribí en uno de esos relatos que mi madre me obligaba –perdón: ella diría «impulsaba»– a componer cada vez que había un certamen literario en el colegio.

Odio que me impongan la felicidad.

Odio que no me dejen ni siquiera el derecho a estar triste. A estar perdido. A estar desorientado.

Odio que personas que no me conocen me escriban mensajes fingiendo conocerme.

Que interpreten mis acciones y les den un significado.

Que crean que estoy bien o estoy mal por lo que publico o dejo de publicar en Twitter.

Que haya quien no puede dejar ni uno solo de mis posts sin comentar, como si necesitara saber siempre su opinión. Como si no tuviera derecho a vomitar lo que siento sin que a nadie le importe. Sin que lo juzguen.

Me agobian.

Me anulan.

Me despersonalizan.

Y me agotan.

–Hugo juega a eso... –siguió insistiendo Tania cuando, después de aquella fiesta, volvimos a quedar y le hablé de la campaña contra el bullying que me había ofrecido protagonizar–. Él no quiere un actor, Eric. Hugo quiere una estrella.

–Lo sé, Tania. Pero hay algo en lo que tiene razón.

–¿En qué?

–Si no te ven, no existes.

–Pero es que a ti ya te ven: ven tu trabajo. ¿Por qué deberían ver nada más?

–Forma parte de este oficio. La exposición pública va en el pack.

–No digas gilipolleces. Solo va si tú quieres que vaya.

–Ya te darás cuenta cuando...

–¿Cuando salga de la mierda?

–No iba a decir eso.

–Ya. Pero a veces lo piensas. Crees que mis consejos valen menos porque todavía lo estoy intentando. Yo soy alguien que quiere ser actriz. Y tú, que llevas dos minutos en esto, ya eres un consagrado.

–No te rayes, en serio. No iba por ahí...

–Lo siento –la disculpa de Tania sonaba sincera. A veces le costaba no ser ácida: bastante difícil resultaba asimilar el éxito de su mejor amigo como propio sin que eso le supusiera recordar, día tras día, lo que no estaba logrando. Quizá por eso aquella tarde la noté más distante que la noche de la fiesta. Más distante, en realidad, de lo que lo había estado nunca.

–Además, en esas redes de las que hablas, tampoco muestro tanto...

–Pero es que ese Eric que muestras no eres tú. O no del todo.

–Mejor, ¿no? Así el Eric que soy de verdad me lo reservo para quienes me conocéis.

–Eso es lo malo.

–¿El qué?

–Que a veces no sé si te conozco... A veces ya no sé si eres la máscara que te has inventado o mi mejor amigo.

–Con Rex no parece que te moleste tanto.

No debí decir aquello.

Lo sé.

Pero su reproche me había dolido de verdad.

–¿Eso a qué viene?

–Habéis quedado un par de veces desde la fiesta, ¿no? –Tania asintió–. Pues él tampoco es el mismo fuera que dentro de las redes. Y tiene más seguidores que yo...

–Pero a él no lo puedo comparar. A Rex lo he conocido siendo Rex. Ni siquiera sé cuál es su verdadero nombre.

Intenté morderme la lengua. Lo intenté. De veras que lo intenté.

–¿Y no será que...?

Me callé... Pero tarde.

–¿No será qué, Eric?

Tania había podido interpretar mi silencio. Eso es lo mejor y, a la vez, lo más peligroso que tenemos nosotros dos: no necesitamos hablar para comprendernos.

–Nada, olvídalo. Es una idiotez.

Ladeó la cabeza: aunque yo no las hubiera pronunciado, Tania había sido capaz de escuchar todas las palabras que no había dicho.

 

Supo que había estado a punto de sugerir que quizá el problema no fuera Hugo, ni Rex, ni lo que muestro o dejo de mostrar en mis redes.

Quizá el problema era que a ella le habría gustado estar en mi lugar.

Que su prueba, ya que nos habíamos presentado juntos al mismo casting, hubiera salido mejor.

Que en los cinco días que duró la experiencia del taller se hubieran fijado en ella con la misma atención con que Úrsula, la jefa de casting, me había mirado a mí.

Que el papel que hace Selene, una actriz muy por debajo de su talento pero con muchos más seguidores en su cuenta de Instagram, hoy fuera suyo.

No llegué a pronunciar la palabra prohibida, pero ella sí consiguió oírla.

Envidia.

–Perdona, Tania. No quería decir que...

–Ya.

–En serio, solo es que estoy cansado. Tengo mucha presión... De verdad, Tania, no tiene importancia.

Se levantó dispuesta a marcharse.

–Lo malo, Eric, es que sí que la tiene.

Creo que fue la primera vez que discutimos de verdad. Y eso que todavía no podíamos siquiera intuir todo lo que iba ocurrir después. La pesadilla que iba a venir después...

Hugo me pide que me calle.

–¿Sabes que te juegas tu continuidad en la serie? –coge de nuevo las llaves y las agita con furia frente a mi cara, como si, ahora que ya ha se ha aburrido de golpear con ellas sobre la mesa, estuviera a punto de tirármelas–. ¿Eso lo entiendes?

Asiento y, a pesar de que posiblemente esté viviendo una de las peores noches de toda mi vida, casi tengo que contener una carcajada amarga ante la paradoja que supondría para el público la noticia de que en Ángeles haya un actor que acaba de quitarle la vida a alguien.

Alguien cuya identidad aún no le he confesado a nadie y cuyo nombre hará que Hugo pierda, definitivamente, los nervios.

–Con lo que me tuve que esforzar para que te cogieran. Como si no fueras ya bastante especialito, joder...

El subtexto de su «especialito», con ese diminutivo innecesario, me resulta nauseabundo. Pero no me siento capaz de replicarle. Quizá porque estoy en territorio enemigo. O porque esta noche no soy dueño de lo que sucede a mi alrededor. O porque no me importa nada de lo que alguien como él, en este momento de mi vida, pueda decirme.

Podría contestarle que me cogieron porque valgo.

Porque soy bueno.

Porque cuando mi padre dio ese portazo no se dio cuenta de que dejaba atrás a un chico que merecía mucho la pena.

Un chico que consiguió superar aquel estúpido 3.º de ESO a pesar del primer ingreso.

Que logró el título en 4.º a pesar del segundo.

Que acabó el Bachillerato aunque intentaran llenarle la cabeza de datos que no le importaban, mientras el alma se le vaciaba de sueños que solo la interpretación le permitía hacer reales.

Y esa certeza, la de que Ángeles no es solo una carambola, sino el inicio de un camino que le da sentido a los años que he dejado atrás, es la que me hace seguir callado mientras Hugo me grita.

Me reprende.

Me amenaza.

Algo en mí se arrepiente de estar a punto de perder esa oportunidad que me ha dado la vida y que no creo tener «por ser especialito», aunque a mi representante se le caliente la boca y sus prejuicios, esos que disimula solo porque le soy rentable, le hagan pensar que sí.

–¿Sabes lo que habría pasado si no te saco de ahí y te dejo que sigas hablando con el poli ese? ¿Lo sabes?

Niego con la cabeza.

No lo sé, pero puedo imaginármelo.

Unas esposas.

Un juez de guardia.

Un calabozo.

Una llamada a casa.

–Mamá...

Y ella levantándose de la cama y corriendo hasta aquí mientras se pregunta en qué momento comenzó a pudrirse todo.

–¿Quién te ha avisado, Hugo?

–En cuanto han metido tu nombre en ese ordenador ha saltado el mío. ¿Te crees que eres el primer actor que me da problemas? Hace tiempo que no contrato a nadie sin asegurarme de que voy a saberlo todo sobre él: dónde duerme, dónde come y, si hace falta, hasta dónde mea.

Cuando se enfada tiende a ser ordinario. Procaz. Es uno de los adjetivos que, cuando hice aquellos test, sorprendieron a la doctora García y que aún hoy uso a menudo cuando alguien dice algo que no me gusta. Aunque no venga a cuento. Hay palabras que empleo solo porque descolocan a quienes nos escuchan. Y «procaz» es una de ellas.

Lo que Hugo no me dice es que seguramente conozca a alguien que, a su vez, conoce a alguien que conoce a otro alguien más. Que tiene gente que le avisa si surge algo grave porque cuenta con los contactos oportunos o, quién sabe, hasta con los sobres necesarios.

Está claro que le han pasado el soplo desde esta comisaría y, como él dice, quizá no sea la primera vez. Aunque puede que los escándalos anteriores resultaran más simples. Una pelea en un garito. O una situación incómoda en una gira. Pero nada que ver con esto. Nada que ver con alguien que lucha por su vida, que tal vez haya muerto ya en algún hospital de esta ciudad.

Nuevo golpe con las llaves sobre la mesa.

–No sé cómo, pero esto lo vamos a solucionar –la respiración agitada de Hugo niega la serenidad que se esfuerza por infundir a sus palabras–. Vamos a salir de aquí como si no hubiera sucedido nada, Eric. Tienes mi palabra.

Marca un número en su móvil y avisa a alguien para que se presente aquí de inmediato.

–Enseguida viene.

Ni siquiera pregunto de quién se trata. Tengo la sensación de que no importa que lo haga o que deje de hacerlo. Esta noche he dejado de ser dueño de cuanto sucede a mi alrededor.

Se abre la puerta: es el oficial más joven (¿será él quien le ha dado el soplo?). De su gesto, más adusto que cuando he llegado, deduzco que no trae buenas noticias.

–Acaban de confirmárnoslo.

No lo digas.

Por favor.

No digas que ha muerto.

–Según los datos que nos han dado los servicios de Urgencias, podría ser la persona de quien nos ibas a hablar antes, Eric.

Sé que vas a hacerlo, pero no lo digas.

No quiero que lo digas.

–Han llamado desde el hospital.

Intento no escuchar.

Cierro los ojos, como si eso impidiera que sus palabras llegaran hasta mí.

Aún no estoy preparado para asumir que esta pesadilla es real.

–Sigue en estado crítico.

Respiro aliviado.

–Sin embargo, nos han avisado de que el equipo del SAMUR no ha encontrado allí una sola víctima.

–¿Cómo? –Hugo no es capaz de asimilar lo que acabamos de oír.

–Han encontrado dos.

2

LO QUE (SÍ) SUCEDIÓ

EL PEOR MEJOR VERANO DE MI VIDA

Tenía doce años el verano en que mi madre me dejó en casa del abuelo.

–No puedo decir que no a este trabajo. Lo entiendes, ¿verdad?

Cuando me dio la noticia, debí de mirarla con una tristeza de la que no fui consciente o que ella malinterpretó, porque pocas cosas me hacían más feliz que quedarme con ese hombre con el que sentía que podía ser con mayor libertad que con el resto. Pero mi madre, aunque en ningún momento le exigí que lo hiciera, no dudó en justificarse.

–Ya sabes que no nos sobra el dinero –¿De verdad era necesario insistir en eso?–. Entre mi sueldo y lo poco que nos pasa tu padre, apenas llega...

No puse objeciones. En primer lugar, porque pensé que aquellos meses con mi abuelo podrían no ser una mala idea. Y, además, porque con doce años entiendes el mundo con mucha mayor claridad de la que los adultos que nos rodean quieren hacernos creer. Y de la que nosotros mismos recordamos, supongo.

Así que, sin que tuviera que explicármelo, entendía que mi padre estaba aún más lejos que nunca, sobre todo desde que había formado su nueva familia. Una en la que acababa de tener una hija («una de verdad», me contó mi madre que le había dicho) y con la que, poco a poco, fue borrando su silueta de mi vida.

También entendía que mi madre no tenía tanta necesidad de dinero como intentaba hacerme creer. Nunca nos sobró ni un euro, pero la nuestra no era una situación más desesperada que la de la mayoría de gente que vivía en nuestro barrio. Entonces me habría limitado a calificarla de normal, pero ahora supongo que podría describirla como miseria asumida y reconvertida, por obra y gracia del conformismo, en reluciente e irreal clase media (a la doctora García le habría gustado esto).

Y entendía, sobre todo, que lo que necesitaba era tomarse ese verano para ella. Alejarse de mí, de mis problemas en clase, de sus impresiones sobre mi presente, de sus dudas sobre mi pasado y hasta de sus expectativas sobre mi futuro.

De los boletines de calificaciones deficientes, de las notas en mi agenda, de las llamadas de mis maestras porque «le pasa algo», «no atiende en clase», «interactúa mal con sus compañeros». De que esos mismos compañeros me llamaran por el nombre equivocado no solían decir nada. De que alguno me hubiera grafiteado un «freak» (que para algo era un centro bilingüe) en la mochila, tampoco.

Y necesitaba alejarse, también, de aquellos hombres –los de los perfumes agrios– con quienes, creyendo que yo no me enteraba, intentaba llenar noches que la hacían sentirse, a la mañana siguiente, tan sola como antes.

Necesitaba esos meses para no olvidarse de sí misma. Para no perderse entre el fantasma de la mujer a quien le habían roto el corazón hacía tres años y el de la madre a quien le resultaba imposible entenderme tan bien como le habría gustado. O como, aunque eso nunca se lo haya dicho, yo habría necesitado.

Me dejó en casa de mi abuelo con el único propósito de huir de todo, para recuperar lo poco de sí misma que creía mantener a salvo. Justo lo que la vida familiar, con todos los interrogantes que abría en ella lo que a mi madre le dio por llamar «mi singularidad», le estaba arrebatando.

Eso no me lo confesó nunca.

Ni siquiera cuando regresó de aquellos meses –iban a ser tres, pero al final se convirtieron casi en cinco– trabajando fuera y me propuso ir a una psicóloga porque una compañera le había dicho que su hijo (¿o le diría su hija?) podía tener altas capacidades.

–A lo mejor Julia sabe de eso –propuse.

–Julia es una buena amiga de tu abuelo, pero... –negó con un gesto con el que dejaba clara su falta de confianza en ella.

–Es psicóloga. Y me escucha bien.

–Necesitamos que sepa hacer algo más que eso...

–Escuchar bien no es fácil.

–Lo sé... Pero no basta.

Y entonces fue cuando me contó que a otra hija de una amiga suya le pasaba lo mismo que a mí, que también era muy crítica desde pequeña (¿yo lo era?) y que, según le había contado la doctora García –la especialista con quien había consultado y a la que había decidido llevarme–, el fracaso escolar no era más que su respuesta a un entorno poco estimulante.

A mi madre le gustó aquella frase («la respuesta a un entorno poco estimulante») y empezó a utilizarla con frecuencia cada vez que mis penosos resultados académicos estaban a punto de desanimarla.

Mi respuesta a su sugerencia, sin embargo, no la encajó con el mismo entusiasmo.

–En cuanto podamos iremos a verla, Alicia.

–Ya no... –creí que sería más fácil decirlo en voz alta, tal y como lo había ensayado con Julia y el abuelo–. Ya no me llamo...

No salió a la primera.

Y, por un segundo, hasta me arrepentí de haberle dicho que no al abuelo cuando me ofreció estar a mi lado en el momento en que decidiera contárselo a mi madre.

–Lo sabe mejor de lo que siempre lo he sabido yo... Pero ella es como es –me advirtió–. Puede resultar casi tan testaruda como tú.

Le di las gracias, aunque sabía que era algo que debía hacer yo solo.

Y necesitaba, cómo lo necesitaba, que aquella conversación saliera bien.

Así que, a la segunda, sí que lo dije.

–Ya no me llamo así.

–¿Ah, no?

Mi madre omitió la pregunta: no era necesaria.

Prefirió callársela para –eso lo entendí mucho después– ganar tiempo y asimilar que su intuición, esa que siempre tuvo y que había provocado que nunca acabase de sentirse a gusto junto a mí, era verdadera. Pero ella sabía, los dos sabíamos, que en el momento en que dijese mi nombre en voz alta ya no habría vuelta atrás.

 

–No, mamá... Ya no.

Permaneció callada.

Imagino que prefería no hablar a decir algo que pudiera resultar hiriente.

–Me llamo Eric.

Me sonrió con una expresión en la que no sé si había más ternura o inquietud y, sin hablar, me acercó hacia ella y me abrazó.

Fue un abrazo muy largo.

Profundo.

Uno de esos abrazos en los que el cuerpo sustituye al lenguaje porque es la única manera en que somos capaces de decirnos.

Y el mío, con el que ese mismo verano ya había empezado mi propia guerra, se aferró al suyo.

Imagino que en su cabeza desfilaron todos los momentos en que lo había intuido, la tarde de la camisa azul casi negra incluida, al igual que mi memoria fue atravesada por todos los instantes en que habría deseado saber cómo contárselo.

En ese momento creí que mi madre al fin lo había entendido todo.

Que ella era la respuesta. Y mi padre, el obstáculo.

Que ella era el sí del mismo modo que mi padre, el no.

Que no habría una sola piedra más en el camino.

Pero me equivocaba.

Durante aquel verano había comprobado que mi abuelo no era un hombre muy locuaz, pero sí muy risueño. Uno de esos tipos a los que la vida les ha dado tantas patadas que conocen bien el valor de una simple sonrisa.

No le gustaba demasiado hablar de aquellos tiempos. De ese pasado en que otros parecían encontrar la fuerza, aunque fuera en forma de rencor, para seguir en pie. Por eso sé que el Círculo, el maldito Círculo que tiene la culpa de todo lo que ha sucedido esta noche, le habría horrorizado tanto como a mí...

Era yo quien tenía que insistirle para que me contara cómo fue aquella vez que estuvo en la cárcel. Ese día en que, por culpa de haber participado en una manifestación contra la censura en la Universidad, acabó detenido y en comisaría, compartiendo celda con otro joven de su edad y soportando a un tipo que intentó hacerles confesar a golpes los nombres de los organizadores de la protesta.

–¿De verdad quieres que te cuente eso?

–Sí, abuelo. Por favor.

Esta comisaría en la que estoy ahora no se parece en nada a la que él me describía cuando accedía a mis ruegos.

Aquí hay una máquina de café.

Un salón angosto, pero dotado de cierta privacidad, donde Hugo y yo esperamos a que vuelvan a llamarnos.

Un oficial joven de ojos azules que va y viene continuamente y que, no sé por qué, me inspira cierta confianza.

Y móviles desde los que avisar a quienes puedan ayudarnos antes de que todo acabe de la peor manera posible.

Entonces no había nada de eso, supongo.

Y mi abuelo me lo contaba con naturalidad, sin engrandecerse. Sin convertir en épicas esas noches que pasó encerrado con aquel otro joven, tan revolucionario como él, en una celda de la que no sabía si iba a salir con vida.

–Pero tu abuela...

Y ahí se le iluminaba la cara. Cuando hablaba de ella, siempre se dibujaba una sonrisa en sus ojos.

–Nunca hubo nada que tu abuela no pudiera conseguir. Fue ella la que dio con nosotros. Conmigo y con Eric –aquella fue la primera vez que escuché el que iba a ser mi nombre–. Ojalá hubieras podido conocerla...

Me habría gustado, pensé mientras él me mostraba fotografías antiguas de esas que yo no voy a tener, porque mi memoria está encerrada en los miles de imágenes de la galería del móvil.

A veces siento envidia.

Es raro.

Pero me pregunto cómo sería la vida cuando era de papel.

Cuando estaba hecha de fotografías impresas.

De cartas escritas a mano.

De llamadas desde cabinas de teléfono.

A mi abuelo sí le gustaba hablar de eso. Del mundo que habitó y que, decía, se había perdido para siempre.

–Tu madre ya no lo conoció... Ella cree que sí, pero solo fue durante unos años. Después, ya no. Es otra como tú. Otra millenial de esas.

Me hacía reír cuando usaba esas palabras que parecía que no le pertenecieran.

Y él lo sabía.

Ese verano hizo cuanto pudo por forzar esas risas, porque fue justo el momento en que sucedió todo.

El momento en que despertó Eric.

Y en el que, como si no se resignara a su muerte, me golpeó con más fuerza Alicia.

Recuerdo la fecha exacta del ataque.

El 6 de julio.

Julio –esta madrugada es la prueba– siempre ha sido un mal mes en mi vida.

Un mes pésimo.

Apenas acababa de instalarme. Mi madre se había ido el 2 y yo ni siquiera había acabado de acomodarme en la habitación que ocuparía en casa de mi abuelo.

Desde mi llegada me había encontrado mal, como si estuviera incubando una enfermedad que no acertaba a descubrir. Pero no dije nada. No quería que mi madre subiese a aquel avión preocupada. Era su momento y sentí que no tenía derecho a estropearlo.

Bastantes días le había arruinado ya...

Ella no lo dijo nunca, pero a veces, en alguna de esas cenas donde apenas éramos capaces de cruzar unas palabras, creo que sí lo pensaba.

–No se ha ido por tu culpa –me decía, como si así pudiera espantar sus propios pensamientos o ayudar a que se alejasen los míos.

Esa era la versión oficial, pero el simple hecho de que me lo repitiese tanto me hacía creer que, en el fondo de su corazón, siempre creyó que sí.

–Tu padre no se ha ido por tu culpa.

Y esa palabra, culpa, se instaló en mi vida como un acompañante más. Sustituyendo a los amigos invisibles que tienen otros niños y que, en mi caso, se convirtieron en dos siluetas con la mirada condenatoria de mi padre y el silencio melancólico de mi madre.

Así que cuando se fue no le dije que me encontraba mal. Ni siquiera la llamé ese 6 de julio al comprobar que mi malestar no era, como esperaba, una indigestión, ni un resfriado veraniego, ni nada que se fuera a pasar tan rápido como me habría gustado.

Sabía lo que iba a ocurrir. Laura, la de Naturales, nos lo había explicado ese mismo curso.

Y, cuando lo hizo, me miraba especialmente a mí.

–Si quieres que hablemos... –me sugirió un día.

No parecía una mala idea. A fin de cuentas, ella era una de las pocas que parecían entenderme.

Entonces no era oficial.

No lo había dicho aún.

Las discusiones entre mi madre y mis profesores llegarían a partir de 2.º de ESO. En el primer impreso de matrícula donde me atreví a poner Eric antes de que un señor con cejas muy anchas y mirada muy gris lo tachara, al comprobar que no era el mismo nombre que figuraba en mi DNI.

Ahí fue cuando empecé a pelear por que me vieran. Pero antes, no.

Cuando Laura me daba clase, aún estaba en los días en que solo quería que no me viesen.

Me daba miedo hablar y hacerme daño. Sentía que cada vez que abría la boca, corría el riesgo de que alguien cruzara una puerta desde la que pudiera golpearme.

Si no hablo, no me ven.

Si no digo, no estoy.

Si no me pongo en pie, no podrán derribarme.

No sé de dónde saqué aquellas ideas, pero mi deseo de ser invisible vivió dentro de mí todo el tiempo que duró la Primaria. Y ni siquiera las palabras de Laura consiguieron anularlo, aunque las memorizara y se convirtieran en un territorio donde refugiarme unos años después.

–Cuando pase, eso no cambiará quién eres –me dijo en un recreo en el que me había pedido que la ayudase a colgar unos murales en el aula–. ¿Lo entiendes?

En aquel momento, la verdad es que no.

Mi cuerpo aún no se había convertido en un problema.

No habían aparecido las curvas.

Ni se había desarrollado el pecho que intentaría ocultar bajo camisetas anchas primero y con la ayuda de un binder, después.

Pero, sobre todo, no había ocurrido lo que empezó a pasar aquel 6 de julio.

El primer día que tuve la regla.

Aquel verano fue el mejor peor de mi vida porque empecé a odiar cuanto me convertía ante los demás en una duda que ellos se creían con derecho a resolver por sí mismos.

El verano en que sentí que utilizar el masculino para hablar de mí provocaba sonrisas sarcásticas en algunos vecinos.

El verano en que la ropa no me quedaba como lo hacía antes.

El verano en que juré que no volvería nunca más a la piscina.

El verano en que le mandé un wasap a mi madre para pedirle que, a su regreso, quitara el espejo de mi cuarto.

El verano en que no quería verme, sino imaginarme, porque mi reflejo cada vez se parecía menos a mi idea de mí mismo.

El verano en que, aunque lo busqué, no encontré ni un solo libro ni una sola novela que hablase de mí.

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