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El Reino de los Dragones

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Aus der Reihe: La Era de los Hechiceros #1
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CAPÍTULO CATORCE

Erin cabalgó rumbo a la Espuela, presionando a su caballo, con la intención de llegar allí antes de que su padre se diera cuenta de que ella no iba a volver y enviara a sus hombres a buscarla. Porque no iba a volver, no después de lo que había escuchado.

–¡Creen que pueden venderme como a una mujerzuela barata! —le dijo en tono de queja a su caballo.

Bueno, no barata. Probablemente sus padres querrían la lealtad de un ducado entero a cambio de ella, como lo habían hecho con Lenore.

–Tendrán que cambiar de opinión cuando logre entrar a la Espuela —dijo ella.

Podía ver la fortaleza  la distancia, con sus múltiples murallas construidas sobre la cima de un afloramiento de roca vítrea que contrastaba con el resto del paisaje, y que había sido forjada con el calor del fuego de los dragones, olvidado hace mucho tiempo. Se decía que en el extremo norte del reino, prácticamente todo el territorio era así, con volcanes en todas las direcciones. Aquí era una mancha negra, incongruente con las tierras de labranza a su alrededor.

Había un puente de piedra que conducía hacia la fortaleza que casi parecía algo natural más que creado por el hombre. Erin llegó hasta él con su caballo y luego se bajó para cruzarlo.

Una figura en armadura le bloqueó la entrada.

–Espera —dijo él—. ¿Quién eres, y por qué has venido a la Espuela?

–Yo soy… —Erin titubeó.

Si supieran quién era ella realmente, quizás la enviaran de regreso. Aún así, tenía que haber más de una joven con su nombre en el reino, ¿cierto?

–Erin. Soy Erin. Estoy aquí para unirme a ustedes. Quiero ser un caballero.

El hombre se quedó allí parado por un momento.

–¿Tú? —dijo él—. Pero tú eres…

–Si dices “una mujer” —dijo Erin—, te empujaré del puente.

–No —dijo el hombre—. No lo harás. Y lo que iba a decir es que eres joven e inexperta.

–He peleado contra hombres —replicó Erin—. He matado hombres. Bandidos que le hacían daño a la gente. ¿No es eso lo que hacen los Caballeros de la Espuela? ¿Ayudar a la gente?

– Servimos al rey —dijo el caballero—. Pero sí, luchamos contra los males del mundo. Aún así, no puedes entrar.

Erin se había preparado para esta parte. Conocía las historias y sabía qué hacer.

–Se dice que cualquiera puede solicitar ser parte de los caballeros. Cualquiera, hombre o mujer, de alta o baja cuna. Se dice que a nadie le prohíben la entrada.

El caballero permaneció, si acaso, aún más inmóvil.

–Eso… es verdad. Cualquiera puede pedir ser parte de nuestro grupo, al menos si logra entrar.

–Entonces hazte a un lado y déjame pasar —dijo Erin .

¿Era una prueba? ¿Tenía que pelear contra este hombre?

Él permanecía allí parado con su armadura, bloqueando su camino. No había sacado su espada, y Erin no sabía qué hacer. Tenía la vara en la mano, pero no podía simplemente derribar a este hombre, especialmente no ahora que sabía cómo era.

–¿Cómo puedo pasar? —preguntó Erin .

–Convenciéndome de que eres sincera —dijo él—. Diciéndome por qué estás aquí, con honestidad. Sé que ocultas muchas cosas, muchacha.

–Ya te lo dije —dijo Erin, sin entender—. Quiero unirme a los caballeros.

–¿De verdad? —Preguntó él— ¿Por qué?

–Yo…

–Arrodíllate allí, sobre la roca, y espera. Cuando me digas la verdad, decidiré.

Erin quiso gritarle y ordenarle en nombre de su padre, pero algo le decía que no funcionaría. Quería atacarlo, pero tampoco se decidía a hacerlo. Así que hizo lo único que se le ocurrió, se arrodilló y esperó.

La roca estaba dura y le cortaba las piernas, finalmente entumeciéndolas. Permaneció de rodillas, y como no había señal de que el vigilante quisiera hablar, todo lo que podía hacer era mirar hacia adelante.

–¿Cuánto tiempo debo permanecer aquí? —reclamó ella.

–Puedes marcharte cuando quieras —dijo el guardia—. También puedes pasar, si eres sincera.

–Estoy siendo sincera.

–No contigo misma.

Erin esperó. Esperó hasta que el cuerpo le dolió por la inmovilidad, y también su mente. Toda su vida querido moverse, hacer, actuar. Su madre había intentado hacer que se sentara inmóvil y fuese femenina, pero Erin siempre estaba lista para escaparse, entrenar y pelear.

–¿Por qué quieres estar aquí? —Le preguntó el caballero, después de que pasara más de una hora—. ¿Por qué no te levantas y regresas?

Erin sacudió la cabeza y se quedó allí. El sol elevado seguía su curso, el día deslizándose hacia la noche. El caballero permanecía allí también, parado en su puesto..

–¿Por qué estás aquí? —repitió.

–¿Quieres saber por qué estoy aquí? —le gritó Erin; su temperamento finalmente había cedido—. Estoy aquí porque durante toda mi vida, lo único que he querido hacer es pelear. Jugaba con espadas mientras mis hermanas jugaban con muñecas. ¡Y todo eso no importa, porque mis padres quieren ofrecerme en matrimonio! —Se incorporó y se acercó al caballero—. Puedes salir de mi camino, o yo te quitaré. Ya maté una vez hoy.

De forma exasperante, él no retrocedió; ni siquiera sacó su espada.

–¿Cómo se sintió eso?

Erin quería decirle que había sido bueno, que había sido fácil.

–Horrible —admitió.

–¿Y?

–Excitante.

Esa era la parte que sabía que debería avergonzarla, incluso atemorizarla.

–Me dije a mí misma que tenía que hacerlo, y así era, pero era más que eso. Lo hice porque quería demostrar mi valor, y porque estaba enojada con mis padres. Estoy aquí por las mismas razones, y porque… bueno, me gusta pelear.

Para su sorpresa, el caballero se apartó a un lado.

–Al fin —dijo él—. Nos dices parte de la verdad. No toda, pero la suficiente. Pasa en paz.

Erin se levantó con las piernas doloridas, por lo que incluso cruzar el puente resultó un desafío. Cada paso que daba requería esfuerzo, y se apoyaba en su vara-lanza como un mendigo en el mercado. Caminó hasta llegar a las puertas de la fortaleza, que estaban tentadoramente abiertas hacia un espacio vacío.

Erin sintió sospechas al instante. Se detuvo en el borde de la puerta, miró hacia arriba y vio las aberturas. Miró hacia abajo y vio el tenue destello de los alambres en el suelo. Retrocedió, tomó una piedra y le arrojó entre los alambres.

Comenzaron a caer dardos desde las aberturas, muy afilados y pesados. Si la atravesaban, la matarían; Erin no tenía duda de ello. Eso hizo que Erin se enfureciera, y extrañamente, no era porque fueran a matarla. Era la idea de que intentaran engañarla, evaluarla, y que no pudieran ver que ella debería ser uno de ellos. Pensaba que había pasado las pruebas.

Lograría pasar. Los dardos seguían cayendo, y Erin se encontró allí parada, intentando entenderlo. Le llevó un minuto entender el ritmo, el patrón. Pasar sin tocar ninguno de los alambres requeriría sincronización y equilibrio, y hacerlo sin que los dardos la atravesaran requeriría velocidad.

–Es una prueba —se dijo Erin, intentando calmarse—. Solo una prueba.

Atravesó la entrada, moviendo los pies con la velocidad de una bailarina mientras corría hacia adelante. Erin sintió que algo le rozaba el hombro pero siguió con determinación, sabiendo que detenerse era morir. Se lanzó y rodó, llegando al otro lado de la puerta con la lanza en la mano.

Un hombre la esperaba allí, con armadura y una espada larga. Tenía el cabello blanco y una barba que le llegaba casi a la cintura, trenzada y atada.

–Soy el comandante Harr, de los Caballeros de la Espuela —dijo—. Y tú la princesa Erin, la que quiere pelear con nosotros y ser parte de nuestro grupo.

–¿Sabe quién soy? —preguntó Erin, sorprendida.

Otra silueta dio un paso adelante, al costado del comandante. Erin reconoció al caballero que estaba en el puente, y se sintió súbitamente irritada. Había otra entrada, por supuesto. Se había apresurado por el frente, pero por supuesto que había otra entrada.

–¿Por qué estás aquí, muchacha? —preguntó el comandante.

–Quiero unirme a ustedes —dijo Erin .

–¿Estás segura? —Le preguntó— La tercera prueba es letal. Los caballeros solo aceptan a los mejores.

–Puedo hacerlo.

–A tu padre no le agradaría que te hicieran daño —dijo él—. Debería rechazarte.

–Se dice que los caballeros ponen a prueba a cualquiera que quiera unírseles —replicó Erin—. Sin importar quiénes sean.

–Eso es muy cierto —dijo el comandante—. Pero eso no significa que lo que estás haciendo sea inteligente. No dejaré de ser duro contigo por ser quien eres.

–No esperaría que así fuera —respondió Erin.

¿Por qué no querría que fuesen duros? Quería demostrar su valor.

–Fui duro con tu hermano Rodry cuando él se unió a nuestro grupo —dijo el comandante—. Creo que los relatos desalentaron a tus otros hermanos.

Erin sospechaba que tenía más que ver con cómo eran sus hermanos. Vars no arriesgaría su pellejo en una competencia pareja como esta, y a Greave no le gustaba la violencia.

–No soy como mis hermanos —le aseguró Erin.

–Pasaste las dos pruebas —sacó la espada—. Yo soy la tercera.

–¿Debo pelear contra usted? —preguntó Erin .

–Si es que aún quieres sumarte a nuestras filas. Aún estás a tiempo de retirarte, de irte a casa. Esta vida no es para cualquiera. Quizás deberías…

–Estoy lista —repitió Erin.

En respuesta a eso, el comandante blandió su espada hacia ella. Fue tan rápido y feroz que Erin apenas pudo saltar hacia atrás a tiempo, y supo que si aún estuviese allí parada, el golpe le hubiese decapitado.

Eso le produjo miedo. El anciano realmente no iba a refrenarse. Incluso con lo que su padre podría decir o hacer si ella muriera, él aún la atacaba con una fuerza atroz.

–Está bien —dijo ella, desenfundando la cuchilla de su lanza.

 

Aún mientras lo hacía, el comandante la atacaba una y otra vez.

Erin retrocedió, intentando encontrar espacio para contraatacar. Arrojó su lanza y esta rebotó en la armadura del comandante. Dio un paso atrás, medio esperando que reaccionara al golpe.

La pateó con la fuerza suficiente para derribarla al suelo. Erin maldijo, se puso de pie y apenas logró que su lanza bloqueara el siguiente golpe . Hasta eso era suficiente para que se tambaleara. Se estaba enfureciendo. ¿Qué tipo de prueba era esta? ¿Qué sentido tenía una prueba que era poco más una pelea hasta la muerte?

Tampoco ayudaba que el miedo creciera en su interior, porque ¿cómo pensaba que podía pelear contra un hombre tan bien armado, que podía sobrevivir a casi cualquier golpe suyo?

–Si es lo que quieres —Erin murmuró para sí.

Se lanzó hacia adelante, atacando una y otra y otra vez. La punta de su lanza era una serpiente atacando una y otra vez, intentando encontrar los huecos en la armadura del comandante.

Pero todas las veces el se retorcía justo lo suficiente para que sus golpes dieran en placa sólida, los bloqueara o cortara para que Erin pusiera fin a su ataque. Entonces él deslizó la pierna y Erin sintió que le pateaban los pies. Se le cayó la lanza de la mano y ahora se le acercaba una espada, y ella sabía que no había forma de esquivarla.

Erin quiso gritar, rodar a un lado o suplicar, pero no lo hizo; se obligó a no hacerlo. En cambio, yacía allí mirando hacia arriba, esperando el final inminente. La espada descendió a una velocidad brutal, y Erin se encontró pensando en todas las cosas que extrañaría cuando estuviese muerta. Pensó en sus hermanas, incluso en sus hermanos, y en todos los momentos que no estaría presente para…

La espada se detuvo a un milímetro de su cuello.

El comandante Harr la alejó mientras Erin yacía allí, jadeando sin entender, aún sintiendo miedo. Aunque ahora podía aplacarlo. El comandante Harr extendió la mano y Erin la tomó, aún sin entender mientras él la ayudaba a levantarse.

–Ser un guerrero no se trata solo de habilidad —le dijo—. Podemos enseñar habilidades. Un Caballero de la Espuela debe ser honesto consigo mismo y con sus compañeros, debe actuar firmemente cuando sea necesario y tiene que poder enfrentar la muerte cuando llegue.

–¿Qué está diciendo? —Preguntó Erin— Perdí.

–Todo el mundo pierde —dijo el comandante Harr—. Hasta yo perdí. A veces se trata de cómo pierdes, y las partes tuyas que demuestras cuando lo haces. Demostraste que eres valiente. Imprudente, quizás, pero valiente.

–Entonces… —Erin no se atrevía a tener esperanzas.

–Estoy diciendo que estás adentro, muchacha. Por ahora. Serás una escudera aquí, servirás con los caballeros. Aprenderás, y si aprendes, te quedarás. Si fracasas, volverás a Royalsport. Es así de simple. ¿Entendido?

–Sí, comandante Harr.

Él asintió, con un hosco reconocimiento en el movimiento.

–Muy bien. Bienvenida a la Espuela.

CAPÍTULO QUINCE

En sus aposentos, Lenore finalmente empezaba a pensar que todo podría ser perfecto. Oh, ella sabía que su padre y el de Finnal habían tenido charlas de último minuto sobre asuntos que tenían que ver con su dote, pero parecía que ya se habían solucionado, y se les había dicho a sus hermanos que hicieran su parte: Erin y Nerra hasta habían soportado una prueba de vestidos más temprano, con la mirada amenazadora de Erin en caso de que alguien se atreviera a decirle que estaba linda, y Nerra cambiándose detrás de un biombo para que nadie la viera.

Los invitados estaban empezando a llegar a la ciudad, las festividades estaban listas y se había organizado el orden de la toda procesión a través del reino. Sí, Lenore hubiera preferido que la escoltara Rodry en lugar de Vars, pero quizás esta fuera una buena oportunidad para tender lazos con su hermano.

Lenore miró a Royalsport por la ventana. La marea alta hacía que fuesen islas brillantes rodeadas por el resplandor del agua. En momentos como este, hasta la ciudad era hermosa. Aún así, Lenore no podía contemplarla, porque aún había mucho por hacer.

–¿Cuál es el itinerario para la procesión nupcial? —preguntó ella.

Una de sus criadas, Zia, sacó un mapa del reino. También mostraba el sur, pero solo vagamente. El río los desconectaba completamente, por lo que casi no valía la pena mapearlo. Distraídamente, Lenore se preguntó cómo sería allí. Quizás un día, ella y su esposo hicieran un viaje cruzando el puente para descubrirlo, quizás en una misión diplomática.

El pensamiento la hizo sonreír. Ya estaba planeando su vida con Finnal aunque aún no estaban casados. Se le hinchaba el corazón solo de pensar en él; era tan apuesto, tan cortés, tan perfecto.

–Cruzaremos los pueblos por esta ruta – dijo Zia—, extendiéndonos hacia el sur hasta llegar a la costa. Luego nos dirigiremos al oeste y al norte.

–¿Y cuánto tiempo tomará? —Preguntó Lenore— ¿Hemos organizado provisiones para todo el recorrido?

–Orianne estaba haciendo eso —dijo Zia, mirando a su alrededor—. No estoy segura de donde está hoy. Dijo que había venido alguien con quien tenía que hablar.

–Estoy segura de que tendrá sus razones —dijo Lenore.

Orianne era una de las mujeres que había estado  a su lado hacía más tiempo, la hija de una familia noble de poca importancia cuyos padres habían decidido que lo mejor que podían hacer era enviarla a servir a una princesa. Lo mismo ocurría con Zia, pero solo hacía unos meses que servía a Lenore. Orianne era a quien Lenore le confiaba la mayoría de los detalles.

–Estoy segura que sí —concordó Zia, porque Lenore se negaba a permitir que sus criadas se criticaran o intentaran hacer política dentro de su círculo.

Echaba a aquellas que no se ayudaban entre sí o que no la ayudaban a ella.

Siguieron con los preparativos, y aunque la mayor parte estaba pronta, aún parecía que había montones de cosas por hacer. Necesitarían carros y conductores para el viaje, ropa suficiente para todos los climas y una idea de las preocupaciones de cada pueblo y región para que no pareciera que Lenore las desconocía durante su recorrido. Luego para la boda en sí, aún había problemas con la primacía por los asientos, con los detalles exactos del banquete, la elección de las canciones de los artistas y…

–¡Su alteza!

Lenore se volteó ante la voz de Orianne. La criada se acercaba con otra mujer a su lado, que no estaba vestida para la corte real. Ah, su ropa era bastante costosa, casi a la par de la de Orianne, pero había algo en el corte y el estilo que hablaban de lascivia y sensualidad de una manera que Lenore nunca hubiese autorizado entre aquellas que la rodeaban.

La mujer en sí era mayor que Lenore, de quizás treinta, con el cabello negro azabache ondulado pasando los hombros y una sonrisa teñida de colorete que parecía burlarse del mundo. Hizo una reverencia ante Lenore, pero incluso la manera en que la hizo estaba a años luz de la elegancia inocente de la corte.

–¿Orianne? —Dijo Lenore— ¿Quién es ella?

–Su alteza —dijo su criada—, ella es alguien a quien acudo algunas veces en busca de información.

–Meredith, encargada de la Casa de los Suspiros —dijo la mujer, enderezándose sin querer que la presentaran.

Lenore contuvo la respiración.

–¿Trajiste a una… mujerzuela a mis aposentos?

Un destello de irritación cruzó el rostro de la mujer.

–Es extraño que seamos una Casa tan antigua como la de los académicos o la de los herreros de armas, o los jugadores, los mercaderes o los constructores, y aún la gente habla de nosotros con tanta vergüenza. Sin embargo, estoy acostumbrada, y es una lástima que tenga que venir a hablar contigo, princesa.

–No tengo nada de qué avergonzarme —dijo Lenore .

–Eso es verdad —respondió Meredith—, pero quizás haya cosas de las que tenga que ser protegida.

–No sé qué tendrá en mente, pero…

–Por favor, escucha lo que tiene para decir, Lenore —dijo Orianne—. Quizás no apruebes a Meredith, pero ella me ha dado mucha información en el pasado, y ha acudido a mí con algo que… bueno, tienes que escucharlo.

Eso fue suficiente para hacer que Lenore se detuviera. Sabía que Orianne solo consideraba sus intereses, y había escuchado que en la Casa de los Suspiros a veces la gente decía cosas que no debía. Por más que Lenore que la mujer mayor desapareciera de su vista, sabía que debía escucharla.

–¿Vino? —dijo ella, y una de sus criadas le acercó copas.

Meredith aceptó y dio un sorbo.

–De los viñedos de Helast, en el sur —dijo ella—. Nada mal.

–¿Conoce de vinos? —dijo Lenore .

–De todos los lujos y placeres —respondió Meredith—. Pero eso no es lo que quieres escuchar de mí, ¿cierto?

–¿Qué es lo que ha venido a decirme? —Preguntó Lenore— ¿Y qué es lo que quiere a cambio? ¿Dinero?

–Comúnmente sería dinero —dijo Meredith—. Difícilmente me avergüence de pedirlo. Pero hoy… considéralo un obsequio de bodas.

Lenore sintió desconfianza. Una mujer como esta no haría nada a menos que hubiese una recompensa para ella.

–¿Qué tiene para decirme? —repitió.

Meredith sonrió dejando entrever que entendía el efecto que tenía.

–Simplemente esto: tu impoluto, adorado y fiel futuro esposo estuvo anoche en mi establecimiento, rodeado de hermosas mujeres …y hombres.

Lenore quedó paralizada.

–En eso fue bastante boca suelta —dijo Meredith—. Habló de ti, cariño, de cómo deseaba no tener que casarse contigo, pero que su padre se lo había insistido por la conexión con sangre real. Aparentemente discutieron sobre el tema.

Lenore sacudió la cabeza.

–No.

–Sí —dijo Meredith—. Por supuesto que escuchar la verdad suele ser impactante, pero…

–No —gritó Lenore con el cuerpo rígido por la tensión—. ¡No, no sé por qué hace esto, pero no escucharé esas mentiras!

Meredith se encogió de hombros y dejó su copa.

–Cree lo que quieras. Yo ya hice mi parte. Estoy segura de que, con tiempo, verás la verdad.

Lenore fue a darle una bofetada, vencida por la ira, pero Meredith frenó el golpe.

–Uno de tu familia ya hecho esto lo suficiente. Es una de las razones por las que estoy aquí. Ahora, me retiro. Buena suerte, su alteza.

Se volteó y se alejó, dejando a Lenore allí, sin saber qué pensar o qué decir. Volvió su atención a Orianne, que aún estaba allí parada como si fuese a consolar a Lenore, pero Lenore no quería nada de eso.

–Vete —le dijo a su antigua amiga.

–Lenore…

–Es ‘su alteza’ —dijo Lenore, sintiendo la frialdad en su voz—. ¿Me traes mentiras como esta, y esperas que esté contenta?

–No contenta —dijo Orianne—, pero pensé que tenías que escucharlo. Cuando Meredith me lo contó…

–¿Y en dónde estabas para que ella te contara algo? —Dijo Lenore—. ¿Tengo una criada que se junta con mujerzuelas? ¿Qué estabas haciendo en la Casa de los Suspiros?

Hizo una pausa.

–Es obvio que no puedo tener una criada que se asocie tan fácilmente con el escándalo. Ahora, debes marcharte. Márchate, y no regreses. Estás despedida de tu cargo.

–Por favor…

–No hables —le gritó Lenore.

En ese momento, no importaban los años de servicio de  Orianne, solo lo que había dicho.

–Solo márchate. Si sigues aquí en la mañana, haré que los guardias te escolten hacia afuera del castillo.

Su criada giró y se marchó, y Lenore se quedó parada allí, sintiendo la ira incendiándose en su interior. Zia estaba allí, atrapada entre intentar consolarla y el miedo de lo que pudiera hacer.

–No hablaremos de esto, o de ella, nunca más —dijo Lenore—. Nunca.