Nacido para morir

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CAPÍTULO 2

Primer día

Esa mañana me levanté justo antes de que sonara el despertador y, después de una breve ducha que me ayudó a espabilarme, bajé a desayunar. Me serví tostadas y empecé a untarlas de mantequilla y mermelada de fresa.

—¡Piensa rápido! —me dijo mi padre, lanzándome una naranja.

La atrapé torpemente con la mano izquierda mientras empezaba a comer con la derecha.

—¿Tienes prisa, cielo? —preguntó mi madre, arrebatándome la naranja.

La cortó en dos y empezó a exprimirla. Tragué antes de hablar.

—Quiero ir a buscar a Hunter —dije—. Es al que más conozco aquí y he pensado que podríamos ir juntos.

—Me parece una magnífica idea —opinó mi padre.

Terminé el desayuno a toda prisa, me lavé los dientes y me peiné. Escoger la ropa me llevó un poco más de tiempo; quería causar una buena impresión, pero no que me consideraran un pijo. Al final, me decidí por mis zapatillas deportivas favoritas, unas Nike blancas y negras, unos vaqueros azul claro y un jersey verde que, según mi madre, resaltaba el color de mis ojos. Me miré al espejo: perfecto.

Salí de casa lo más rápido posible, ya que se me había hecho tarde, y fui hasta la casa de Hunter. Ni siquiera tuve que llamar: él estaba en el jardín delantero, fijando la mochila al portaequipajes de la bici. Bajé la ventanilla del lado derecho.

—Eh, tío, ¿te llevo?

—Claro —sonrió—. Siempre está bien no tener que pedalear a primera hora de la mañana.

Hunter dejó la mochila en el asiento trasero y se sentó a mi lado.

El instituto del Elmer’s Grove tenía aire de mansión colonial, con sus columnas sujetando un pequeño porche, la fachada blanca, las ventanas con contraventanas y la escalinata de acceso; se notaba que el resto de edificios habían sido añadidos con posterioridad, aunque intentaban respetar el estilo original. Aparqué en el primer sitio libre y nos bajamos.

—Instituto de Elmer’s Grove —leí en la placa a la entrada—. Hogar de los Osos Negros.

—Sí, nuestra mascota es Blinky, el oso meloso —respondió Hunter—. Le quita toda la gracia a eso de ser un oso negro.

—Pero es realmente tronchante ver a Dodson embutido en ese traje —dijo Kyle, que llegaba en ese momento en su moto—. ¿Qué pasa, tíos?

Mientras nos saludábamos, llegaron Jim y Jeremy, y otro chico al que no conocía. Este era de estatura media, tenía los ojos azules, el pelo castaño hasta los hombros con un flequillo que le tapaba las cejas, y algunas pecas. Ese debía ser el chico que no había ido el día anterior.

—Perdonad que no fuera ayer —se disculpó—, pero mi madre se puso como loca y me tuvo toda la tarde ocupado con chorradas.

—No pasa nada, tío, lo entendemos —replicó Hunter—. Este es Ben, acaba de mudarse —añadió, llamando la atención de Charlie sobre mí.

—Encantado de conocerte, tío —dijo Charlie mientras estrechábamos las manos—. Soy Charlie Glass.

—Ben Connor, encantado.

Hechas las presentaciones, iba a seguirles al interior del edificio cuando un Mini Cabrio rojo aparcó cerca de donde estábamos. Me llamó la atención porque debía de ser el coche más caro y nuevo de todo el aparcamiento, sin contar quizá el mío. Una chica con pelo largo y rubio rojizo se bajó del coche, se puso las gafas de sol que llevaba a modo de diadema y se encaminó hacia la puerta del instituto como si fuera la dueña del lugar.

—¿Quién es esa? —pregunté.

—¿Quién? —preguntó Hunter, siguiendo la dirección de mi mirada—. Oh, ella. Es Lorelei Parks, la capitana de las animadoras.

—Es la tía más buena de toda la escuela —dijo Jeremy.

—Ya te digo —intervino Kyle—. ¡Lo que le haría si se dejase…!

No respondí nada. Kyle estaba empezando a resultar un poco irritante, siempre hablando de aquella forma tan gráfica. Pero luego recordé lo que había dicho Hunter sobre su madre y pensé que quizá Kyle estuviera un poco resentido con las mujeres en general. Entonces sonó el timbre y entramos.

—Oye, deberías apuntarte a las pruebas para el equipo de baloncesto —dijo Hunter entonces, cambiando completamente el tema de conversación.

—La verdad es que ya lo había pensado —dije.

—¿Jugabas en tu anterior instituto? —quiso saber Jim.

—Sí, de escolta. Pero soy bastante versátil, en realidad —añadí, por si acaso estaba pisando la posición de alguien.

—Las pruebas son este viernes, después de clase —me informó Kyle—. No hace falta que parezcas de la NBA, mi padre acepta a cualquiera que sepa encestar un triple.

—No hay problema.

Las clases no me plantearon un reto, pero, claro, era el primer día. Resultaba extraño estar en un instituto tan pequeño, sin cosas como detectores de metales, pizarras inteligentes o pantallas en los pasillos. En su lugar había un sistema de megafonía anticuado, pósters en las paredes y anuncios clavados en tableros de corcho. Al menos habían sustituido los antiguos encerados por pizarras blancas, de esas en las que se usan rotuladores para escribir.

Como era el único chico nuevo en toda la escuela y Elmer’s Grove era un pueblo pequeño donde todos se conocían ya aunque solo fuera de vista, todos me miraban y cuchicheaban a mi paso. Algunas chicas soltaban risitas nerviosas cuando pasaba a su lado y una chica con aparatos y muchas pecas dejó caer los libros que llevaba cuando miré en su dirección.

—Las tienes loquitas, ¿eh? —comentó Kyle.

—Mi hermana dice que estás cañón —me informó Charlie.

—¿En qué curso está? —quise saber.

—En noveno.

—Demasiado joven —reí.

—Sí, pero la de las pecas es Carol Jenkins, solo es un año menor que nosotros ―añadió Hunter.

—¿Y?

—Pues eso, que las has impresionado a todas.

—Solo soy la novedad —dije encogiéndome de hombros—. En un par de semanas se les habrá pasado.

Nunca me había parado a pensar en mi propio atractivo en comparación con el de otros chicos. Sabía que era guapo (al menos eso decía mi madre) y había salido con algunas chicas en Nueva York, pero allí nadie babeaba a mi paso.

En la comida nos sentamos juntos. Como no llovía, Jeremy sugirió que usáramos una de las mesas del exterior, justo frente a la cafetería, y todos accedimos.

No sé por qué esperaba bancos de piedra, como en un merendero, pero resultó que eran mesas redondas de metal y plástico verde, al igual que los bancos que tenían acoplados. Sin embargo, no había mucho que ver en cuanto al paisaje, pues esa parte del instituto estaba rodeada de árboles, altos pinos de denso follaje perenne, así que enseguida volví mi atención a los otros estudiantes.

Un par de chicos y una chica con pintas un poco excéntricas se sentaban a dos mesas de nosotros. Uno de los chicos tenía un pincho a modo de piercing en una ceja y el otro llevaba el pelo en una cresta, teñido de verde. La chica vestía un corsé rojo y falda negra, como en un cuadro antiguo. El chico del piercing la miraba con verdadera adoración.

—¡La reina Rarita ha reunido a su corte! —se mofó Kyle—. ¡Vayamos todos a rendirle pleitesía!

—¿Reina Rarita? —repetí confuso.

—Se refiere a Raven —aclaró Charlie—. Es nuestra chica gótica residente y la presidenta del club de mitología. Esos que ves ahí con ella son el resto de los integrantes.

En mi vida había oído hablar de un club semejante.

—¿Y qué es lo que hacen? —quise saber.

—Estudian mitos de todo el mundo y su impacto en la cultura moderna —dijo Charlie—. Al menos eso es lo que dice su póster.

—Entiendo.

—Yo que tú no perdería el tiempo en hablar con ella, Ben —me aconsejó Hunter—. Está obsesionada con los vampiros. A menos que vistas de negro y tengas colmillos, no le interesas.

—Es una estirada —dijo Jeremy—. Está buena, pero como que se siente superior a todos los demás, ¿sabes?

—Yo creo que se comporta así porque su padre es el alcalde —apuntó Jim.

La primera clase después de la comida era Historia Americana. Me senté al lado de Charlie, el único de mis nuevos amigos que tenía también esa asignatura.

—Muy bien, silencio, las vacaciones han terminado —dijo entonces el profesor. El señor Jenkins (el padre de Carol) tenía el pelo tan rojo como su hija, pero le raleaba en la frente, y llevaba unas gruesas gafas de pasta negra que le daban un aire severo—. Espero que hayáis pasado un buen verano y todo eso, pero es hora de ponerse las pilas de nuevo. Antes de empezar, sin embargo, como todos sabéis, este año tenemos un estudiante nuevo. Clase, saludad a Benjamin Connor.

—¡Hola, Benjamin! —dijo la clase a coro. Me limité a saludarles con la mano, un poco cohibido.

—Bien. Hechas las presentaciones, empecemos.

No paré de tomar apuntes en toda la hora. El señor Jenkins era de esos profesores que, una vez cogen carrerilla, no hay quien les pare, y tuve que esforzarme por seguirle el ritmo. Al final de la clase, mis apuntes eran casi ininteligibles.

—No te preocupes —me dijo Charlie—, tengo los apuntes de mi primo en casa. El señor Jenkins lleva unos diez años dando clase y siempre es igual.

—Gracias.

Después de clase de Historia Americana me dirigí a mi taquilla para coger mis cosas de Educación Física; ¡por fin una asignatura que realmente me gustaba! Y lo mejor era que, a excepción de Jim, que tenía otra clase a esa hora, el resto de mis nuevos amigos estaban en el gimnasio cuando entré.

El entrenador Benson explicó que íbamos a empezar por baloncesto ese año, escogió dos capitanes al azar y dejó que se formaran los equipos. Kyle y una chica llamada Martha fueron los elegidos.

 

Por alguna casualidad del destino, acabé en el equipo contrario al de Kyle, que sonrió con cierta perversión, como si alguien le hubiera retado a machacar al chico nuevo. Antes de que acabara la clase estaba sudando a mares, pero me lo había pasado realmente bien.

Las últimas clases fueron aburridas en comparación con la clase de Educación Física, pero al final del día me encontré con un montón de deberes. Suspirando ante la tarde que me esperaba, me reuní con los chicos a la salida. Kyle se montó en su moto casi sin despedirse, Charlie se fue en su bicicleta y Jim y Jeremy, que eran vecinos, en el monovolumen del primero.

—Oye, si no tienes coche, no me importaría que vinieras conmigo al insti —le dije a Hunter.

—Pues me harías un gran favor, detesto tener que venir en bici, sobre todo cuando llueve.

—O sea, casi siempre —bromeé.

—Exacto. Oh, mira eso —añadió con un súbito tono lascivo.

Me giré para ver de lo que hablaba: Lorelei y otra chica cuyo nombre no sabía estaban en el coche de la primera. Lorelei se estaba estirando en el asiento del conductor, de modo que su escaso top dejaba ver parte del sujetador.

Debió notar que la mirábamos, porque nos saludó con la mano. Le devolví el saludo, confundido. La otra chica le dio un codazo y ella arrancó el coche y se fueron.

—¡Oh, Lorelei…! —bromeó Hunter—. Anda, vámonos.

Esa noche, después de la previsible conversación durante la cena sobre el primer día, hice los deberes y me fui a dormir pronto. Soñé que volvía a estar en Nueva York.

En mi sueño, estaba en el lugar donde los Garage Suckers solían ensayar, el centro juvenil de mi barrio. Adam estaba dándole a la batería con desgana y los otros ni siquiera estaban tocando, pero cuando me vieron todos corrieron a abrazarme como si no me hubieran visto en años, hablando todos a la vez.

—Te echamos de menos, Ben —me decía Chris—. Vuelve, por favor.

—Vuelve —decía Adam.

—Vuelve, te echamos de menos —añadía Tommy.

—Te echamos de menos —repetía Leo.

—Te…

Desperté entonces; había sido tan vívido que me sentí muy desilusionado. Miré el reloj: las cuatro de la mañana. Decidí darme una ducha para quitarme el sudor de la piel y volver a dormir, pero después de un rato me di cuenta de que no iba a ser posible; así que, para despejarme, salí a correr antes de desayunar. Cuando pasé a recoger a Hunter estaba totalmente calmado.

CAPÍTULO 3

El Chico No

La semana fue de mal en peor a partir del martes. En las clases no me estaba yendo tan bien como debería, básicamente porque me pasaba gran parte de mi tiempo de estudio chateando con Chris o algunos de los otros y luego hacía los deberes a toda prisa. Sabía que no debía hacerlo, y todos los días me prometía empezar antes; pero todos los días acababa diciéndome a mí mismo que, si no hablaba primero con ellos, no podría hacerlo debido a la diferencia horaria, y no quería perder el contacto con mis amigos de Nueva York.

Además de eso, Kyle estaba cada vez más competitivo conmigo, hasta el punto de que, cuando llegó el jueves, llegué a plantearme no presentarme a las pruebas de baloncesto.

—Tío, no hagas caso de Kyle, todo el mundo sabe que se le va la fuerza por la boca —dijo Hunter cuando se lo comenté, de camino a casa desde el instituto—. Preséntate, por favor. Te necesitamos.

—De acuerdo, me presentaré —claudiqué.

—Genial. ¿Quieres venir a hacer los deberes a mi casa? —preguntó al bajarse del coche.

—Vale. Voy a por mis cosas.

—Te espero en mi casa.

Pero la que yo pensaba que iba a ser una quedada tranquila para estudiar acabó incluyendo a todos los demás. Así que, como no cabíamos todos en la habitación de Hunter, nos instalamos en el sótano, donde tenía su consola y había un sofá viejo y varias butacas para poder sentarnos. Al poco de bajar, la señora Thompson nos trajo refrescos y algo de picar.

—Estudiad mucho, chicos —nos deseó, acariciando la cabeza de su hijo. Hunter hizo una mueca avergonzado e intentó zafarse, pero su madre se limitó a sonreír e irse.

—Tío, esa sí es una madre a la que me follaría —dijo Kyle cuando oyó la puerta de la escalera cerrarse.

Hunter no dijo nada, pero frunció el ceño de una forma que dejaba bien claro que no le gustaba que se hablase así de su madre. Kyle, que no lo vio, rio y volvió a sus cosas, pero pronto demostró que no sabía estar en silencio ni para hacer los deberes: a cada poco resoplaba, bufaba o hacía algún comentario, y Jeremy le reía las gracias. En un descanso para ir al baño aproveché para responder a un mensaje de Chris.

—¿Qué tal te va? —había escrito.

—Regular —escribí—. Quiero volver a Nueva York.

—¿No tienes amigos? —me respondió enseguida. Aún debía de estar viendo la tele a escondidas de sus padres.

—Sí tengo, pero… no es lo mismo, tío. ¡Ah, casi se me olvida! Le he preguntado a mi padre si me dejaría ir al concierto. Ya sabes, por intentarlo.

—¿Y qué dijo? —quiso saber Chris.

—Que me fuera olvidando —respondí—. Esto es un asco.

—Ánimo.

Volví al sótano, sintiéndome mentalmente agotado.

—Ben, ¿estás bien? —me preguntó Jim cuando me senté—. Pareces cansado.

—¡A lo mejor la señora Thompson puede hacerte un masaje! —rio Jeremy.

Jeremy solía creer que era gracioso y en ocasiones hasta lo era, pero esa vez solo me pareció que su chiste era de muy mal gusto.

—Creo que me voy a ir a casa, puedo terminar lo que me queda yo solo —dije empezando a recoger mis cosas.

—¿Qué pasa? ¿Te ofende lo que he dicho? —quiso saber Jeremy, a la defensiva.

—No me parece gracioso, solo eso —contesté encogiéndome de hombros—. Aunque no es a mí a quien deberías preguntarle si le ofende. Si se tratara de mi madre, no me gustaría que hablaras así de ella.

—¡Habló el abanderado del feminismo! —dijo Kyle, saliendo en defensa de Jeremy—. No te creas mejor que nosotros, Ben.

—No me creo mejor que nadie —dije levantándome.

—Bien, porque ser de Nueva York no te hace mejor —replicó levantándose también, con los puños cerrados.

¡Lo que me faltaba, pelearme con Kyle! Pero no iba a malgastar ni un solo segundo en él, así que opté por la vía diplomática y le di la razón.

—Lo que tú digas, Kyle —dije encogiéndome de hombros—. Estoy cansado, os veo en clase.

Y sin esperar a que respondiera, subí las escaleras hasta el primer piso; afortunadamente, Kyle no me siguió. Saliendo de la casa encontré a la señora Thompson en el jardín, recortando los setos.

—¿Ya te vas a casa, Ben?

—Sí, señora Thompson —respondí componiendo una sonrisa—. Gracias por los refrescos y la comida.

—Ha sido un placer.

Al llegar a casa terminé lo que me faltaba, apenas un par de preguntas bastante sencillas, y bajé al salón. Papá estaba en la cocina haciendo la cena (su plato especial, raviolis de setas), pero mamá estaba sentada en el sofá, mirando algo en el portátil.

—Hola —saludé sentándome a su lado.

—Hola, cariño.

—¿Qué haces?

—Estoy buscando información sobre un curso de montañismo —explicó—. He pensado que, ya que ahora vivimos más cerca de la naturaleza y más lejos de las amas de casa ricas con el culo gordo, quizá sea hora de cambiar de profesión —bromeó.

—Ajá. ¿Y qué cosas te enseñan en ese curso? —quise saber.

—Orientación, supervivencia en la montaña, primeros auxilios…, ese tipo de cosas.

—Parece divertido —acepté—. ¿Dónde es?

—En la parte de las Rocosas que atraviesa Montana —me informó, señalándome el mapa en la página web.

—La cena está lista —intervino papá, asomándose al salón.

Mientras cenábamos, retomé la conversación.

—Entonces, ¿vas a ir al curso, mamá?

—Sí, eso creo. He visto en el súper un anuncio de trabajo para guías de montaña y la verdad es que las condiciones son bastante buenas —explicó ella—. Me van a hacer una entrevista el lunes que viene y, si me contratan, es probable que la empresa se haga cargo de al menos la mitad de gastos del curso.

—Genial. Oye, papá, ya que mamá va a ir a Montana, podría yo ir…

—No, Ben, ya hemos hablado de esto —me interrumpió con tono cansado.

—¡Ni siquiera me has dejado acabar! —exclamé, dejando caer los cubiertos de golpe, que tintinearon con fuerza sobre el borde del plato.

—Ibas a preguntarme sobre Halloween otra vez —apuntó él manteniendo la calma—. Nueva York está al otro lado del país, no vas a coger un avión para pasar dos días con tus amigos —añadió categórico.

—Pero mamá sí puede ir a Montana, ¿no?

—El curso son dos semanas, cielo, no dos días —dijo ella, poniéndose del lado de mi padre, cómo no.

—Además de que tu madre es una adulta, no un adolescente en edad escolar ―añadió mi padre—. Dos días no son comparables a dos semanas, Ben.

—Pero si me fuera el viernes podría… —empecé, intentando argumentar.

—No vas a perder clase por algo como eso, me niego —me interrumpió de nuevo.

—¡Pero, papá, se trata de mis amigos!

—¡Pues haz nuevos amigos! —exclamó finalmente subiendo el tono de voz.

—Que te den. ¡Me iré a Nueva York aunque tenga que hacer autoestop todo el camino! —grité levantándome.

—Ben, por favor, cálmate y hablemos esto —intentó tranquilizarme mamá.

—No hay nada que hablar —repliqué, quizá con más brusquedad de la que pretendía—, no me vais a dejar y ya está, ¿no es eso?

—Estás siendo un crío, Ben —dijo mi padre levantándose también—. Será mejor que vayas a la cama.

—¡Te odio! ¡Y odio este maldito pueblo de mierda! —añadí, dándole una patada a la silla.

—¡Benjamin Arthur Connor, a tu cuarto ahora mismo!

Pero en lugar de obedecer a mi padre, salí corriendo de la casa, casi sin ver a dónde iba. Oí a mi madre llamándome a gritos desde el porche cuando crucé la carretera sin mirar, pero su voz y el resto de sonidos de la civilización se apagaron en cuanto me interné entre los árboles, aún corriendo. El maldito bosque estaba por todas partes, y en circunstancias normales no me habría acercado a él, pero no estaba pensando con claridad.

No estuve corriendo mucho tiempo, pero las ramas eran espesas e impedían el paso de la luz, así que pronto me encontré con que, a pesar de ser de día, bajo el dosel de ramas la claridad era mínima. Y lo peor de todo es que me había perdido.

Recordé haber leído en alguna parte que el musgo crecía en la cara norte de los árboles, porque era la más fresca y el musgo necesitaba humedad para crecer, pero el musgo estaba por todas partes, y no había camino.

Si hubiera ido en línea recta habría sido más fácil, pero no lo había hecho, sino que había ido esquivando ramas bajas, rocas y los propios troncos de los árboles, y eso hacía imposible que supiera de dónde había venido exactamente. En una clara falta de lógica, decidí que, en lugar de quedarme allí, llamar a emergencias y esperar a que me encontraran, volvería por mis propios medios. No estaba dispuesto a que un par de policías me llevaran a casa; habría sido admitir que mi padre tenía razón y me estaba comportando como un crío.

Después de veinte minutos de deambular, aún no había aceptado que me había perdido. Pero para entonces ya era de noche, con lo que no veía nada. Encendí la linterna de mi móvil y fui avanzando despacio. Todo iba relativamente bien… hasta que salí a un claro. Había dos personas allí: un chico y una chica de más o menos mi edad. Me habría alegrado de haber encontrado a alguien si no fuera por lo que estaban haciendo.

Había un ciervo muerto entre ellos, y ambos estaban mordiendo su cuello, bebiendo su sangre. Estaban tan absortos en su macabra tarea que al principio no se dieron cuenta de mi presencia, pero cometí el error de moverme, haciendo ruido al dar un paso atrás.

Al estar de cara a mí, ella me vio primero. Se apartó del ciervo y se puso de pie lentamente, quizá para no asustarme aún más. La sangre le manchaba la boca y la barbilla, convirtiéndola en una visión aterradora. Durante unos segundos, solo me observó con la cabeza ligeramente ladeada, luego dio un paso hacia mí y entonces fue cuando me di la vuelta y volví a correr a ciegas por segunda vez en un día. No llegué muy lejos, sin embargo: apenas había avanzado un par de metros cuando un puño salió de la oscuridad y me noqueó.