Nacido para morir

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Nacido para morir
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NACIDO PARA MORIR

MAGGIE WOODS

Primera edición: julio de 2019

© Copyright de la obra: Maggie Woods

© Copyright de la edición: Angels Fortune Editions

ISBN: 978-84-120617-0-3

Depósito Legal: B-18728-2019

Corrección de estilo: Teresa Ponce Giménez

Ilustración de portada: Adrián Garre García

Maquetación: Celia Valero

Edición a cargo de Ma Isabel Montes Ramírez

©Angels Fortune Editions

www.angelsfortuneditions.com

Derechos reservados para todos los países

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni la compilación en un sistema informático, ni la transmisión en cualquier forma o por cual- quier medio, ya sea electrónico, mecánico o por fotocopia, por registro o por otros medios, ni el préstamo, alquiler o cualquier otra forma de cesión del uso del ejemplar sin permiso previo por escrito de los propietarios del copyright.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, excepto excepción prevista por la ley»

PRÓLOGO

La vida es una enfermedad de transmisión sexual.

Se propaga por gente teniendo sexo y al final te mata.

Donald Clarke, Muerte de un superhéroe

Todos nosotros nacemos para morir. Y lo hacemos desde el mismo momento en que venimos al mundo. Por eso es tan importante lo que hacemos con los años que nos tocan, ya sean más o menos. Así que lo malo no es morirse, sino no haber vivido.

Cuando eres un adolescente no tienes muchas opciones: todos tus sueños y esperanzas, todo lo que desearías poder hacer es puesto en espera por las obligaciones de la vida real. Luego debes ir a la universidad, obtener un título, encontrar un trabajo y quizá, entre todo eso, hayas tenido la suerte de encontrar pareja y estés pensando en formar una familia. Si habéis leído en algún lugar la frase «La vida empieza a los cuarenta», sabréis que, bien pensado, tiene algo de razón.

Yo nunca cumpliré cuarenta. Pero no hagamos un drama de ello, ¿vale? Esperad a escuchar toda la historia.

CAPÍTULO 1

Adiós, Nueva York; hola, Elmer’s Grove

A veces, toda tu vida cambia de la noche a la mañana. Es un cliché, pero, como todos los clichés, tiene algo de verdad. Eso fue lo que me pasó a mí, aunque en realidad fue una conjunción de varios hechos: los recortes de personal en la empresa de mi padre, la subida del alquiler de nuestro piso en el Upper West Side y la muerte de la abuela Abigail, la madre de mi madre y la última abuela que me quedaba.

No ocurrió todo en el mismo día, pero yo no lo supe hasta que mamá, después de mirar de reojo a mi padre, lo anunció en el desayuno del domingo, apenas un par de semanas antes del comienzo del nuevo curso: nos íbamos a mudar. Parecía haber estado llorando, porque tenía los ojos rojos e hinchados.

Era una broma, ¿verdad? Tenía que serlo. Sintiendo algo a medio camino entre el asombro y la indignación, aderezado con un toque de frustración, los miré alternativamente, como un espectador de un partido de tenis, esperando que alguno de los dos se riera y anunciara que me estaban gastando una broma pesada. Pero no fue así.

—Elmer’s Grove te gustará —me prometió cuando al fin protesté—, es un sitio precioso, ya lo sabes. Y no nos iremos hasta dentro de una semana.

No había estado allí desde los trece años y, sinceramente, me importaba muy poco lo pintoresco que fuera el sitio, no iba a irme de Nueva York sin pelear.

—Pero todos mis amigos están aquí —dije intentando evitar mirar a mamá—. ¿Es que no habéis pensado en lo que esto supone para mí?

—Harás nuevos amigos —me aseguró mi padre—. Serás la estrella de la gran ciudad, todos querrán llevarse bien con el chico de Nueva York.

Al final tuve que ceder, por supuesto, ¿qué otra cosa podía hacer? La abuela le había dejado su casa a mamá, además de bastante dinero, así que como forma de compensarme papá me regaló un coche con parte de sus ahorros. Era un Ford Focus de segunda mano, pero no demasiado viejo, el motor estaba en buenas condiciones y tenía un bonito color azul oscuro metalizado, sin una sola rascadura. Aquello hizo que me ablandara un poco: hasta ahora solo había conducido la furgoneta del trabajo de verano a tiempo parcial que tenía en una tienda de muebles.

Elmer’s Grove está al norte del estado de Oregón, que es uno de los más húmedos de los Estados Unidos. Normalmente llueve mucho, por eso no me extrañó que lloviera cuando llegamos. Habíamos pasado una quincena allí todos los veranos hasta que cumplí los trece y también íbamos en otras fiestas señaladas, como Acción de Gracias o las vacaciones de primavera. Daba igual la época del año: la lluvia era una constante en todos mis recuerdos. Incluso en verano llovía a menudo, tormentas eléctricas que descargaban varios litros en pocos minutos.

Quizá el azul de la fachada estuviera un poco más desvaído que la última vez, pero por lo demás la casa de la abuela era tal y como la recordaba: las plantas exuberantes del jardín, el césped sin recortar, las cortinas de flores a través de las ventanas del salón...

En cualquier caso, todas las viviendas del vecindario se parecían: dos plantas, tejado a dos aguas, garaje adosado, jardín con vallas blancas y un pequeño porche. Pero era muy diferente al apartamento de Nueva York: demasiado a nivel del suelo, demasiado lejos de un cine o una cancha de baloncesto y de todo y todos los que yo conocía.

Uno de los pocos puntos positivos que tenía el habernos mudado a casa de la abuela es que podía escoger habitación. Acordé con mis padres que me quedaría la que daba al suroeste, en un lateral de la casa, y después de colgar mis pósters de baloncesto, colocar mis altavoces y el reproductor de música empezó a parecer un poco más acogedora.

Al menos, no tendría que volver a escuchar la música anticuada de mi padre si no quería; tenía una caja llena de discos de grupos que me gustaban: Coldplay, Maroon 5, Panic! At The Disco, Artic Monkeys… y algunos grupos de rock, como The Pretty Reckless, Fearless Vampire Killers o Animal Alpha (aunque estos últimos se hubieran separado tras solo dos discos. Una auténtica pena).

Puse la música a todo volumen para intentar fingir que seguía en Nueva York, pero no funcionó. Además, sin la abuela, la casa parecía extrañamente vacía. Su personalidad alegre y enérgica parecía llenar más espacio del que ocupaba su pequeño cuerpo y siempre tenía uno o dos gatos con los que jugar; pero mi padre era alérgico, así que, tras su muerte, el actual gato había pasado al refugio de animales local.

Suspirando, fui a ducharme. Animal Alpha tronaba en mis oídos mientras me enjabonaba, y al llegar al estribillo de Fire! Fire! Fire! me sentí un poco más animado y hasta coreé la letra. Mi voz era horrible, nunca había sabido cantar afinado, pero era liberador, en cierto modo.

El funeral de la abuela fue bastante íntimo, muy sentido y muy triste (sobre todo para mamá, que no paró de llorar en todo el servicio), pero me permitió ir conociendo a algunos de mis nuevos vecinos. En la casa de la izquierda estaba el señor Benson, viudo, cuyo único hijo trabajaba en el instituto como profesor de educación física. A la derecha tenía a la señora Carlson, también viuda, y sus nueve gatos; y una casa más allá estaba el matrimonio Thompson, con su hijo adolescente, Hunter, que resultó ser de mi edad.

—Lo siento mucho, tío —me dijo tras el entierro—. Soy Hunter, Hunter Thompson, por cierto.

Hunter era un chico bastante alto, más o menos como yo, de piel bronceada, pelo castaño muy corto y ojos grises. La extraña combinación le daba un aire exótico, como si procediera de algún país tropical. Recordaba haberle visto alguna que otra vez, pero nunca habíamos hablado antes.

—Ben Connor —me presenté mientras le estrechaba la mano—. ¿Conocías a mi abuela?

—No mucho. A veces me pagaba por hacerle alguna chapuza en casa, ya sabes: cortar el césped, arreglar el fregadero, reparar una silla… Pero era maja, siempre me invitaba a galletas.

Me sentí muy culpable por haber desaparecido todos esos años. Pero yo no tenía toda la culpa, si no íbamos demasiado era por la distancia y el trabajo de papá, que nos mantenía anclados a Nueva York. Y aunque hablábamos por teléfono todos los meses, la abuela nunca parecía tener nada nuevo que contar, así que habíamos acabado intercambiando las mismas preguntas de cortesía una y otra vez. Las historias sobre sus gatos era lo único que cambiaba, pero no se puede decir que contaran mucho sobre ella.

—Bueno, supongo que te veré en clase —se despidió Hunter.

Después del funeral, volvimos a nuestra nueva casa y, aunque estaba cansado, me forcé a abrir unas pocas cajas más e ir colocando cosas antes de la cena. Suspirando, fijé la mirada en mi póster de Michael Jordan.

—Tú sí me entiendes, ¿verdad, Michael?

Evidentemente, no dijo nada. Sacudiendo la cabeza, encendí mi ordenador. No tenía correos nuevos, así que me metí en Skype, solo para comprobar desanimado que había muy pocos de mis amigos conectados. Chris, mi mejor amigo, me habló.

—¡Eh!

Chris siempre saludaba de esa forma. En persona, el «¡eh!» solía incluir un gesto de la mano acorde.

—Hola —saludé, sonriendo al imaginármelo.

—¿Cómo va todo por Lluvialandia? —quiso saber.

 

—Esto es deprimente. ¡Ni siquiera tienen cine! Tampoco he visto ningún polideportivo ni nada parecido, e internet va más lento que una tortuga coja —me quejé—. Apenas hay nada que hacer… A menos que te guste ir de acampada al bosque.

—Seguro que hay osos o lobos —observó Chris.

—Seguro.

—¿Y cómo se supone que vas a sobrevivir? —preguntó.

—No lo sé… Quizá me acostumbre —escribí, encogiéndome de hombros.

—Si no te vuelves loco antes. —Emoticono de risa—. Oye, tío, ¿vas a venir al concierto de Halloween de Garage Suckers?

Garage Suckers era una banda de rock del instituto al que solía ir. La novia de Chris, Leonora, alias LeoRoar! (con signo de exclamación y todo), era la cantante, y un par de mis amigos, Tommy y Adam, tocaban también (el bajo y la batería, respectivamente). Chris y yo no nos perdíamos ningún concierto, en especial el de Halloween, que solía ser muy sonado.

—No creo que pueda ir…, estoy al otro lado del país.

—No será lo mismo sin ti, ya lo sabes.

No, no iba a serlo. Echaría de menos saltar al ritmo de la música y gritar los estribillos.

—Odio esto —dije.

—Anímate, a lo mejor hay tías buenas en Lluvialandia.

—Claro que sí —repuse sardónicamente. Tampoco es que eso fuera lo más importante, ¿no?

—Ya… Lo siento, tío, pero tengo que irme —escribió Chris tras una pausa—. He quedado con Leo.

—Pasadlo bien.

Durante la cena, pregunté a mi padre si me dejaría ir a Nueva York en Halloween, para el concierto.

—No, Ben, lo siento, pero es mucha distancia para solo un par de días.

Ya sabía que iba a decirme eso, pero tenía que intentarlo. Decidí que era mejor no discutir, aunque no estuviera de acuerdo con él, así que no volví a hablar en el resto de la noche.

Subí a acostarme bastante pronto y me quedé dormido en cuanto mi cabeza tocó la almohada. Soñé con la abuela: estaba sentada en su mecedora en el porche, bebiendo té helado, como solía hacer en verano. Tenía en el regazo un gato viejo que había muerto hacía años llamado Señor Darcy, y me sonreía. A pesar de que no era un mal sueño del todo, me hizo sentir triste.

Al día siguiente, al abrir la ventana comprobé que ya no llovía y apenas había algunas nubes perezosas sobre el horizonte. Eso mejoró considerablemente mi estado de ánimo, así que bajé a desayunar con una sonrisa.

—¿Ya te has enterado, campeón? —me preguntó mi padre.

Él y mamá ya estaban terminando de desayunar. Me senté a su lado y mamá me sirvió un plato con tortitas recubiertas de jalea, como a mí me gustaban. Unos mechones de pelo rubio se habían escapado de su coleta despreocupada y bailaban delante de sus ojos; se los apartó con un movimiento compulsivo. Estaba siendo muy difícil para mamá estar aquí sin la abuela.

La gente siempre decía que mi madre y yo nos parecíamos mucho, y lo cierto es que había heredado el color de pelo de mi madre, más claro que el de mi padre, que tiraba al castaño; el de ella era más como el trigo maduro. Sin embargo, la nariz y las cejas eran las de mi padre, sin dudarlo.

—¿De qué? —pregunté, empezando a comer.

—Han contratado a tu viejo. Soy el nuevo orientador del instituto —anunció.

Papá había estudiado psicología y en su anterior empresa estaba en el departamento de recursos humanos. Pero creo que esto le pegaba más, algo en su aspecto parecía decir «orientador»; quizá se tratara de la sonrisa bonachona o los brillantes ojos azules, justo como los míos.

—¿Alguna vez has ejercido la psicología?

—Tu padre trabajó en una consulta antes de que nacieras, cielo —me aclaró mamá.

—Bueno, vale, pero nada de llevarme a clase —bromeé.

—Ni se me ocurriría. ¿Para qué crees que te he comprado el coche? —convino sonriendo.

—¿Y tú qué vas a hacer, mamá?

—Bueno, aquí no hay un gimnasio en el que pueda dar clase, pero quizá el ayuntamiento pueda dejarme una sala en el centro social.

Mamá había sido monitora de pilates en un gimnasio cerca de casa en Nueva York. Me obligó a ir a un par de clases para probarlo, pero no era mi tipo de ejercicio favorito y, además, interfería con los entrenamientos del equipo de baloncesto, así que lo dejé bastante pronto. Sin embargo, el pilates te mantiene muy en forma y, aunque yo ya era más alto que mamá, sus músculos, bien definidos, sugerían fuerza y control a simple vista.

—No me imagino a nuestros vecinos haciendo pilates —rio mi padre—. ¿Te imaginas a la señora Carlson yendo a clase con todos sus gatos?

—¡Arthur! —le riñó mamá, dándole un golpe en el brazo al tiempo que intentaba contener la risa—. Tú también tendrías una mascota si fueras viudo y no hubieras tenido hijos.

—¡Tiene nueve gatos, Mary, nueve! Eso no es sentirse sola, es ser una loca de los gatos.

—Haz caso al psicólogo, mamá —me reí.

Era tan gracioso que, por un momento, me olvidé de lo enfadado que estaba con ellos por haber cortado las alas a mi futuro en Nueva York.

Después del desayuno deshice el resto de las cajas hasta la hora de comer. No me llevó mucho tiempo colocar los libros en la estantería, o las películas, pues no tenía mucho de lo uno ni de lo otro (al menos no en formato físico), pero pasé bastante más tiempo colocando mi ropa y mis numerosos equipos deportivos. El baloncesto era mi pasión, pero también me gustaba patinar, tanto con monopatín como con patines de línea, y mamá me había aficionado al tenis y al pádel de pequeño. Tenía una gran colección de zapatillas deportivas como resultado y ocuparon dos de los cajones del armario ellas solas.

—¿Qué vas a hacer esta tarde, hijo? —me preguntó mi padre mientras comíamos.

—Creo que voy a ir a explorar un poco el pueblo. No recuerdo dónde está el instituto y las clases empiezan mañana —dije.

—Necesitas refrescar la memoria, ¿eh? Buena idea —aprobó mi padre—. Pero vuelve a tiempo para ver el partido, ¿de acuerdo?

El baloncesto era una de las pocas cosas que tenía en común con mi padre: ambos éramos fervientes seguidores de los New York Knicks. A mi edad, él jugaba en el equipo de su instituto y consiguió una beca deportiva para la universidad; sin embargo, no era lo bastante bueno para que ningún equipo grande le fichara. Cuando yo entré en el equipo en mi anterior instituto, intentaba ir a verme jugar siempre que podía, pero el trabajo solía mantenerle ocupado. Ver la NBA juntos era la única tradición que podíamos mantener.

—Claro, papá.

Así que me puse una chaqueta impermeable (por si acaso el tiempo cambiaba de repente) y salí sin rumbo fijo. Elmer’s Grove no era muy grande, pero parecía aún más pequeño porque el bosque se metía en el pueblo constantemente.

La parte más antigua la ocupaba una plaza principal, donde se encontraban los edificios del ayuntamiento y la biblioteca. En las calles adyacentes había un par de parques infantiles con espacios verdes (más bosque), una consulta de medicina general, un par de cafeterías, un restaurante italiano, un diner típicamente americano, comercios variados (dos o tres tiendas de ropa, un par de supermercados y una tienda de deportes) y el instituto. Este no era difícil de encontrar, aunque no estuviera en la calle principal, y enseguida memoricé el camino.

Como todavía no había recorrido el pueblo en su totalidad y era pronto, seguí explorando. Mis pies me llevaron a un lugar que recordaba vagamente de mis visitas al pueblo de niño: un antiguo mercado cubierto reconvertido en parque, con zona de patinaje, columpios y toboganes para los niños pequeños, bancos y un tipo que vendía helados en verano y perritos calientes en los meses fríos.

Había unos chicos de mi edad jugando en la vieja canasta y vi que uno de ellos era Hunter, así que me acerqué.

—Hola, ¿puedo jugar? —pregunté afablemente.

—Claro —dijo Hunter—. Chicos, este es Ben, acaba de mudarse con sus padres a Elmer’s Grove.

—¿Por qué? —dijo uno de los chicos, muy alto y delgado, que leía un cómic sentado en uno de los bancos a un lado de la pista. Su tono sugería que el concepto de que alguien quisiera mudarse a Elmer’s Grove era algo ajeno e incomprensible.

—Mi abuela ha muerto y mis padres querían venir. —Me encogí de hombros. No era toda la verdad, pero no tenía tiempo ni ganas de contarles mi vida.

—Oh. —El chico enrojeció violentamente—. Lo siento, tío.

—No pasa nada, no lo sabías.

—Te presento a los demás —dijo Hunter.

El chico del cómic se llamaba James Chapman, aunque dijo que prefería que le llamaran Jim. Su pelo era castaño claro, tan largo que casi le tapaba los ojos, estos de un verde desvaído, y llevaba gafas. El más bajito del grupo era Jeremy White, que tenía el pelo negro muy corto y los ojos oscuros. El otro chico se llamaba Kyle Benson, era alto y rubio, como yo, aunque tenía el pelo ondulado y los ojos marrones. Por los músculos muy definidos de sus brazos y piernas, supuse que practicaba algún deporte.

—¿Eres el hijo del entrenador Benson? —pregunté. Asintió lacónicamente casi sin mirarme.

—Hoy nos falta Charlie —dijo Hunter—, así que estamos jugando todos contra todos, pero si te unes podemos hacer equipos, aunque sean de dos.

—¿Tú no juegas? —pregunté a Jim.

—¿Quién? ¿Este paquete? —intervino Kyle; Jim frunció el ceño de un modo casi imperceptible—. ¡Nah! Jim es más de ciencias, ¿verdad?

—Sí, lo mío es la informática. Y los cómics —dijo, agitando el cómic que tenía en las manos para enfatizar sus palabras.

—De acuerdo, entonces.

Me puse con Hunter contra Kyle y Jeremy. Tras varias canastas por nuestra parte, me quedó clara una cosa: Kyle era de ese tipo de personas que no soporta perder. Se esforzaba mucho y era realmente bueno, pero no tenía muy buen carácter.

Cuando empezó a hacer frío, me despedí de ellos.

—Debería irme a casa ya, se está haciendo tarde —dije.

—¡Espera, voy contigo! —dijo Hunter, cogiendo sus cosas a toda prisa.

—Kyle tiene mal carácter —comenté cuando ya no teníamos el mercado a la vista.

—Sí, un poco… —admitió Hunter a regañadientes—, pero es entendible, con lo que le pasó y eso…

—¿Qué le pasó?

—Su madre se largó un día sin dar explicaciones cuando él tenía seis años —me susurró Hunter—, y desde entonces vive solo con su padre.

—Entiendo.

Debía de haber sido muy duro para Kyle perder a su madre de ese modo: saber que aún estaba viva, pero que él ya no le importaba.

—Además, tiene la presión de su viejo —continuó Hunter—. Kyle es el capitán del equipo de baloncesto, como lo fue en su día el entrenador Benson, y le machaca más que a los demás.

—Quiere que mantenga vivo el legado —apunté.

—Sí, exacto. El entrenador fue un jugador soberbio de joven: el instituto de Elmer’s Grove no ha tenido tantas victorias desde que él se graduó —confesó Hunter―. El equipo ha remontado ahora que Kyle es capitán, pero parece que no es suficiente para el entrenador…

Cuando llegué a casa, vi a mamá reorganizando compulsivamente las fotos de la abuela, pero no dije nada; según papá, cada uno llevaba el duelo a su manera. El resto del día sucedió según lo planeado: cena y tele. Me fui a dormir bastante pronto, ya que al día siguiente empezaba el curso y no quería llegar tarde el primer día de clase.