La herida de la literatura

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III

Solo eran dos manchas que me recordarían que las heridas, a veces, pueden no doler y encontrarse dentro de ti.

Dog Café, de Rosa Moncayo Cazorla

Mamá

Melancolía, de verdad que me encantaría poder ir a verte un fin de semana, pero me resulta imposible. Hay mucho trabajo y no quiero perderme nada. Esto es asombroso.

—Solo serán unos días. Hace más de dos meses que te fuiste.

Pero tienes a tus amigas. Quedas con ellas, ¿verdad? Son buenas chicas, así te entretienes. Sales, bebes... En Melilla sabes que no hay mucha variedad, pero la gente siempre busca qué hacer, Melancolía. No puedes optar por quedarte siempre en casa, te estás perdiendo la vida de afuera esperándome.

—Sí, es estupendo tener a mis amigas. —Mis amigas a las que no había visto desde hacía una infinitud, a las que no había contestado sus mensajes, a las que detestaba—. Pero te echo de menos, mamá. Te necesito. Me divierto mucho contigo, me encanta cuando preparamos la cena, vemos una película en el Perelló o vamos andando hasta el dique…

Cariño, yo también te extraño. Pero, cuéntame, ¿cómo van los estudios?

—Truncados, mamá.

¿Cómo que truncados? Si te pasas el día encerrada con tus libretas y el ordenador.

Sí, mamá. Truncados. Porque me he vuelto escritora.

Escritora. No, eso no fui capaz de decírselo. Me quedé muda de decepción al borde del llanto. Tenía la sensación de que mi madre huía de mí. ¿Dónde estaba? Ni siquiera sabía dónde estaba mi madre.

—¿Dónde estás? —contesté de inmediato.

En la Trinchera del Ferrocarril.

—¿Eso dónde es?

Ya sabes dónde es, Melancolía —replicó, con tono de impaciencia—. En la Sierra de Atapuerca, hija. Te lo he dicho veinte veces ya. En la Cueva de los Fantasmas ha aparecido un yacimiento con restos de hace cuatrocientos mil años. ¿Entiendes lo que quieren decir cuatrocientos mil, Mel?

—Sí, pero ¿y qué? Nosotras no viviremos tanto.

No seas así. Tan solo tienes que saber que es importante para la humanidad, para la historia y, además, para mi carrera.

—Tu carrera —gruñí.

Creo que le diré a la abuela que vaya a verte una temporada. Tal vez así te sientas mejor.

—No quiero que venga la abuela, quiero que vengas tú. No soporto Melilla, no soporto estar aquí sola. Me ahogo. No sé qué hacer, mamá. Si al menos pudiera volver a Galicia. ¿No nos fuimos de allí porque tenías trabajo aquí? ¿En África? ¡No entiendo por qué ahora no puedo regresar a mi casa!

¡Por el Eslabón Perdido! ¡Deja de comportarte como una cría! Llevas viviendo en Melilla desde los catorce años. Ya eres una mujer, haces lo que quieres. Tienes el dinero que necesitas y eres libre. ¡Madura, Melancolía!

Y me colgó. Intenté llamarla en repetidas ocasiones, pero mamá lo volvió a hacer: apagó el teléfono dándole igual todo. De eso había transcurrido una semana y media. Casi dos. Yo había desistido en ponerme en contacto con ella, ella tampoco lo había intentado conmigo. Por lo que ese presente me resultaba más insoportable todavía.

La que sí que me había llamado era mi abuela desde Ourense, a razón de unas cuatro veces diarias, para preocuparse por mí, por mi cabeza, por lo que comía, y por todas esas preguntas que les encanta hacer a las abuelas.

Mi abuela era una especie odiosa y entrañable, farfullando siempre en ese gallego cerrado que a esas alturas era incapaz de entender. En canto descubra onde carallo é Melilla vou. Polos meus defuntos maridos que vou. Tan solo contestaba a las constantes llamadas de mi abuela por la inútil esperanza de tener noticias de mamá.

Al fin decidí salir de casa y regresé a la biblioteca de la UNED. No me había presentado a los exámenes del último cuatrimestre, así que me tocaba repetir curso. Otra vez. Estudiar literatura en aquellos tiempos era más complicado que nunca. Las aulas estaban vacías y la mayor parte de las profesoras impartían las clases vía online. Las más intrépidas habilitaban algunas tutorías semanales, pero las faltas y ausencias eran una lacra habitual.

Buscando mi ejemplar de Nubosidad variable me di cuenta de que me lo había olvidado en casa. Tampoco lo echaría de menos, pues en él se hablaba de dos amigas, de una amistad. Y amistad, para mí, era una palabra difícil y triste. Seca. Vacía. Hueca. Con cierta crueldad.

Saqué, pues, un libro de texto para ponerme a estudiar y noté cómo comenzaba la negrura. Desde que empecé a escribir, la actividad de leer me resultaba vacía. Los libros pesaban en mi cama. Al sujetarlos me dolían las muñecas. Al leerlos me perdía. Las palabras impresas se difuminaban ante mis ojos con rabia, empapadas de lágrimas inexistentes. Me sentía alejada de ellas porque no me pertenecían. Había dejado de disfrutar y eso me dolía.

Parpadeé. Mis ojos estaban secos.

La pantalla de mi móvil brilló encima de la mesa. El grupo de mensajería que compartía con mis amigas echaba humo con el inicio del año universitario. Casi todas ellas estudiaban el último curso de sus respectivos grados en la Facultad de Melilla presencial, que pertenecía a la Universidad de Granada. De vez en cuando alguna hacía referencia a mí en busca de respuestas. No escribía nunca. Ninguna intentaba llamar mi atención vía mensaje personal o llamadas. Aquello era muy íntimo y yo no dejaba de ser la rara y extraña Melancolía.

Héctor sí que estaba de una forma sincera pendiente de mí. Nos veíamos más a menudo desde que le había confesado mi nueva dolencia, sobre todo por las noches. Él hablaba de conspiraciones y extraterrestres y yo le hablaba de mamá y de lo que escribía. Creo que no nos escuchábamos, pero era muy agradable la sensación de estar una junto a la otra. Abrazadas. Borrachas. Drogadas. Follando con irrespetuoso silencio y caer semidormidas en el suelo de su achicharrante desván.

Separé el móvil y al rato estuve tentada de dormirme sobre el ejemplar de Introducción a la Teoría Literaria abierto de par en par frente a mí. El párpado de mi ojo verde estaba a punto de cerrarse. Tanto silencio no ayudaba a mantenerme despierta. El quedarme toda la noche escribiendo como una posesa, como una loca, tampoco. Pero escribir significaba recordar y, para mí, era imposible separarme de mi propia ficción.

He intentado describirlo de manera fiel y justa en mi novela, aunque no sé si seré capaz, porque el vocabulario se dispersa cuando siento con demasiada intensidad. Debe de ser una de las consecuencias de esta enfermedad. Incluso me equivoco al colocar las comas, aunque las revise tropecientas mil veces. Trillones de veces.

Una tropa escandalosa irrumpió en la solitaria biblioteca y me sobresalté. Lo peor es que las reconocí a todas: sabía que habían interrumpido la paz de ese lugar porque me buscaban. El bolígrafo cayó de entre mis dedos en medio de libro abierto que nadie estaba leyendo. Pensé que no había nada más melancólico que un libro que nadie estaba leyendo. Lo pensé mientras yo las miraba y ellas me saludaban con ademanes eufóricos, radiantes de energía y de felicidad. Toda esa mezcla se me antojó terrible. Me abrumé.

María, Fatima, Patricia, Nuria, Silvia, Victoria, Teresa, Ana, Sinda. María, la líder con su despampanante melena negra por la cadera; Fatima, la musulmana feminista sin hiyab; Patricia, la esmirriada estudiante de enfermería; Nuria, la vegetariana; Silvia, alta, callada, tocaba la guitarra; Victoria trabajaba en la farmacia de su madre; Teresa era una beata católica; Ana coleccionaba colonias y no salía de casa sin maquillarse; Sinda era bajita y risueña. La variopinta manada se abalanzó sobre mi mesa, casi dando saltos a mi alrededor. María me miraba con su hermosa mirada grave y me sentí cohibida. Su enfado era evidente.

—Todo el puto verano sin dar señales de vida. Tendrás cara dura, reina. Si es que eres más rara que na. Es que ni has venío a la feria, tía. ¿Se puede saber dónde cojones te has metío?

—Que esta está enferma, te lo digo yo. Mírala, qué mala cara tiene. En serio, Melancolía, tú sabes lo que se dice de la gente que estudia literatura, ¿verdad? Lo sabes, ¿verdad? —replicó Victoria.

—No la avasalléis —dijo Fatima—. Cariño, ¿va todo bien? ¿Por qué no nos has hecho caso en todo el verano?

—¡Ey! Tú no la trates con esa amabilidad, es que eres idiota. ¿Crees que se lo merece? —protestó María—. Pasa de nosotras y ¿encima le hablas así? ¡Ahora deberíamos nosotras pasar de ti!

—¡Vamos! Conocemos a Melancolía desde hace más de diez años. Nuestra amistad no puede acabarse así. —Sinda se sentó a mi lado y me rodeó los hombros. Luego me besó en la mejilla. Y yo detestaba ese contacto físico—. Dime, ¿va todo bien?

—Es mi madre. Que no está.

La mirada que intercambiaron todas entre sí no me pasó desapercibida, tampoco es que se esmerasen demasiado en disimularla. Excepto Teresa, que estaba mirando con curiosidad el libro que estudiaba.

—¿Le ha ocurrido algo? —preguntó alguna, tal vez Silvia.

—Es por trabajo. Está en Burgos. Dice que no sabe cuándo volverá. Y lo peor es que tampoco me deja ir a visitarla.

—¡Pero serás hija de puta! —chilló María, mirando de soslayo a las demás para buscar su apoyo—. Tú es que ya no tienes solución, es que no vales para nada. ¿Tienes el piso solo y no hemos hecho ninguna fiesta? ¡Es que es para matarte!

 

—¡Joder, para, María! ¡No te vengas arriba! —me defendió Nuria—. Esto tiene solución: ¡este viernes planazo y lo arreglamos!

No creo que a Letra le guste mucho la idea, tenté decir. Pero no quería parecer una ingrata.

—Está bien —gruñí, encogiéndome de hombros. El abrazo de Sinda me resultaba tan molesto que estuve a punto de empujarla—. Como queráis.

—¡Claro que sí! ¡Esta es mi chica! —aplaudió Victoria.

—¡Qué ganas teníamos de verte! —dijo Silvia.

—Yo no voy a beber —objetó Teresa.

—Ya tiene que venir la monja a tocarnos las narices. Oye, que yo también soy muy creyente, pero ninguna virgen me va a impedir que me tome unas birras de vez en cuando —denunció Ana, hasta su voz olía a perfume.

—Yo lo que digáis.

—Compraremos whisky, ron y ginebra.

—Yo iré a por el hachís.

Helga Rivera

Sin darme cuenta, estaba escribiendo en los márgenes de ese insufrible ejemplar de Teoría Literaria. Garabateaba con el bolígrafo verde, febril, poseída por el influjo de las musas, que eran más poderosas que la coherencia y el raciocinio. Al rato me sobrevino un cansancio tan agudo que tuve que dejar de hacerlo, detenerme a respirar, secarme el sudor de la frente. Casi jadeante, aparté la mirada de mis propias letras y cerré el libro con pudor, atormentada de vergüenza. Había olvidado que estaba en un lugar público, que era susceptible a que alguien me viera en ese momento tan íntimo. Escribiendo. Miré a mi alrededor. Por fortuna, la estancia seguía tan vacía como hasta entonces. Pero había una excepción.

Me topé con una joven sentada en la otra esquina de la sala, junto al ventanal. Estaba leyendo, pero por mucho que entrecerré los ojos no fui capaz de divisar el título del libro que tenía entre las manos. Por lo insólito que era ver a una persona leer una novela, aunque fuera en una biblioteca, no dejé de mirarla.

En mi mente empezó a escribirse la descripción de su físico como yo la entendía en ese momento: no era excesivamente alta. Llevaba puesta una blusa holgada sin mangas, lo que dejaba entrever unos brazos definidos y fuertes. Adivinaba una complexión atlética. ¿Atractiva? ¿Guapa? ¿Bonita? Diferente —escribí en ninguna parte—. El cabello era rubio, casi blanco. Lucía un corte muy exótico, moderno. Le daría un aspecto varonil si no fuera por los densos rizos que, con gracia, peinaba a modo de tupé. Llevaba gafas, unas gafas gruesas, marrones o negras, que le otorgaban la etiqueta de interesante. O embaucadora. Mi subconsciente escribió (esta vez sí) esa palabra en medio del párrafo en el que hablaba de Septiembre. Nunca la había visto en la UNED ni en ninguna otra parte. Melilla era una ciudad lo suficientemente pequeña para que alguien como ella no pasase inadvertida. Debía de ser nueva en estas tierras. Una deliciosa forastera. Y estaba sola.

Entonces levantó la cabeza de su lectura. No era difícil saber que la estaba espiando —analizando, escrutando— porque en esa biblioteca estábamos solo ella y yo. Me avergoncé y, al momento, refugié mi ojo azul y mi ojo verde en mi ejemplar garabateado. Respiré hondo, inquieta. Temí que se levantara y que me increpase por mi falta de educación. Y sí, en efecto, se levantó, pero sin mirarme. Con su libro bajo el brazo, se dirigió a la puerta y la cerró con un movimiento suave. Pude leer el título: L’amica geniale.

Ahí permanecí, masticando mi propio vacío. Abandoné el bolígrafo y enterré el rostro entre las manos. Esa dolencia literaria, ese afán de escribirlo todo hacía que me temblaran las rodillas, que no pudiera dormir, que viera puntos y comas por todas partes. Luego estaba la mudez de mi creación, porque nadie la leía y no sabía si alguien llegaría a hacerlo. Eso mataba la inspiración. O, más bien, la torturaba. Porque yo sentía casi como si un dolor físico me atenazara y me ahogara. Me froté con violencia los párpados.

Tenía miedo. Así que huía de mi propia narrativa como si fuera veneno tóxico, tal vez sí que lo fuera, guardaba cada capítulo en un cajón con premura. Parecía que tenía miedo a que se escapara. Y ahí estaban, creciendo renglón a renglón, hoja a hoja. Escribiendo y pensando en la Melancolía niña y en Septiembre, sin saber si cualquiera que no fuera yo misma sabría entender esa historia.

Porque las escritoras, al fin y al cabo, cuentan historias. Eso es lo que significa ser escritora. De buenas a primeras no parece que suene demasiado peligroso. El problema radicaba en el pulso de esas historias. Si son reales o no, si pueden suceder o no, si son comprensibles o no. Si transmiten o no. Si te hacen fuerte o no. Si te ayudan o si te destruyen. Si pueden matarte o hacerte eterna.

Cerré el libro, pegué con el puño en la mesa y golpeé el bolígrafo. Se partió y la tinta salió disparada hacia mi camiseta blanca de Totoro. Incluso llegó a los vaqueros cortos. Me sentí exageradamente desafortunada. Aprisa, lo guardé todo en la mochila, dispuesta a ir al baño a limpiarme antes de regresar a casa. Tendría que poner una lavadora. Mierda. ¿Las escritoras ponían lavadoras?

«¿Las grandes escritoras echan de menos a mamá?», solía recalcar Letra.

Los pasillos de la universidad estaban casi tan desiertos como la biblioteca. Me refugié en el baño y tiré la mochila al suelo con cierta furia. Luego abrí el grifo y empapé dos paños de papel con abundante agua para intentar limpiar el estropicio. Mi reflejo no podía ser más patético. Un desastre. Mis rizos encrespados acentuaban mi toque de falta de cordura. Esa mirada exaltada, las mejillas sonrosadas. En ellas casi podían verse las sombras de mis letras. Sacudí la cabeza mientras frotaba con ahínco. La tarea era tan inútil como cansina. Abandoné la tela y me concentré en intentar limpiarme las manchas de las manos y las muñecas. Era como si la sangre de mis musas me hubiera reventado, como si hubiera explotado en mis narices. Eran las entrañas de mi imaginación.

Parecía apresurada, pero estaba procrastinando el momento de volver a casa. Podía llamar a Héctor, él estaría ahí. Él siempre estaba ahí. Además, mis amigas vendrían el viernes. Una gran fiesta en mi casa. Todavía no sabía cómo se lo diría a Letra. La perspectiva me dejaba agotada. Y todavía tenía tanto que escribir, tanto que recordar, que se me atrofiaban los sentidos.

Mis labios estaban verdes. Parpadeé. Volvieron a su palidez habitual. A juego con el poco color de mi pecosa piel. Era la definición de la fealdad.

—¡Vaya! Te has puesto perdida. Toma, que tengo por aquí unas toallitas. A ver si puedes solucionar algo. Aunque yo que tú daría por perdida esa camiseta.

Era la chica que había visto hacía un momento en la biblioteca, la que se había ido después de haberme descubierto mirándola, la que leía en soledad. Acababa de salir de uno de los retretes, acompañada de un aroma afrutado que no parecía pertenecer a ningún perfume, sino más bien surgir de sí misma de manera natural. De cerca todavía me sentía más abrumada por las características de su físico. Era más alta que yo, unos tres o cuatro dedos, y su mirada era poderosa a pesar de las gafas. Sonreía, no con amabilidad, sino más bien con autosuficiencia. Tardé unos instantes extraños en coger el papel húmedo que me tendía y empezar a frotar, sin mucho entusiasmo, mi ropa hecha un cisco.

—Gracias —murmuré, aturdida.

Por un momento deseé que se despidiera y desapareciera, que ese incómodo encuentro terminase. Mi apática timidez era una barrera infranqueable para sociabilizar con los demás seres humanos, aunque existían excepciones, mamíferos con los que me sentía más a gusto que en soledad. Véase Letra, mamá y Héc tor. Ella, la del pelo casi blanco, no parecía tener prisa. Es más, estaba muy atenta a los movimientos frenéticos de mi muñeca para limpiar las manchas imposibles.

—Espera, también te has manchado la cara.

Y sacó otra toallita y se colocó a tan solo un palmo de mí. Contuve la respiración y dejé que, con una suavidad maternal, pasara el tejido enjabonado por el contorno de mi ojo verde y, después, por mi mejilla acalorada. Temí que notase que el bochorno ardía en mi piel. Pero nada desagradable sucedió. Cuando liberó mi tez de las marcas de la explosión de mis musas se separó y comprobó el resultado con ojo experto.

—Así mejor.

—Gracias… —repetí—. Soy un desastre. De todas formas, será mejor que vaya a casa a cambiarme.

No sé cómo sonó mi voz, supongo que ridícula. Ella no parecía dispuesta a terminar esa conversación.

—Te vi antes en la biblioteca, cuando tus amigas interrumpieron en estampida —dijo—. Justo vine a leer un rato a la UNED porque me han dicho que hay muy poca gente. Sé que es más seguro hacerlo en casa, pero se me caían las paredes encima.

—No… —me aclaré la garganta—. ¿No estudias aquí?

La muchacha se encogió de hombros en un gesto ambiguo. Seguía penetrándome con su mirada poderosa.

—Es que acabo de llegar a Melilla hace nada y todavía intento ubicarme. No sé ni dónde vivo. Los últimos años he sido una nómada. Primero de niña, por el trabajo de mis padres, siempre de un país a otro. Ahora supongo que me he acostumbrado y no suelo quedarme en el mismo sitio mucho tiempo. Mi última casa fue en Madrid, pero antes de eso estuve en Japón.

Ese cambio de raíces explicaba por qué su acento no tenía ninguna particularidad. Era limpio, técnico y vibrante. Su voz era muy agradable.

—Pues bienvenida a la ciudad en la que se mezclan dos mundos —dije, intentando mostrarme ingeniosa—. Yo llevo ya mucho tiempo viviendo aquí, así que si necesitas que te enseñe algo, pues…

—¿No eres de aquí, entonces?

—No, qué va. Yo soy de A Coruña. De un pueblo que se llama Carballo. Pero no he vuelto a ir desde que nos mudamos mi madre y yo, cuando tenía catorce años. Casi quince.

—Encantada de conocerte, gallega exiliada. ¿Tienes nombre?

—Soy Melancolía —dije.

Ella se inclinó para darme dos besos de cortesía, inundándome de nuevo con su olor afrutado.

—Yo soy Helga Rivera.

Helga Rivera. Su nombre y su apellido, que sonaron como la melodía de la mejor orquesta sinfónica del mundo. En un instante pareció grabarse, más bien esculpirse, en mis entrañas. Casi convirtiéndose en algo imborrable. Pensé en decir algo apropiado, porque mi mutismo era descortés, pero estaba demasiado abrumada ante su presencia. Quizás ella estuviera dándose cuenta, aunque no mostraba incomodidad alguna. Todavía sosteniendo la toallita manoseada, dibujé algo parecido a una sonrisa.

—¿Tienes algo que hacer ahora, Melancolía?

Mi nombre sonaba de todo menos melancólico en los labios de Helga. Di un respingo inapreciable y mi cuerpo entero vibró como si fuera de gelatina. Había llenado los márgenes de mi libro de notas que debía pasar a limpio si quería mantenerlas con vida. Mi ficción más privada y más reconfortante, expuesta en un libro abandonado en el cuarto de baño que cualquiera podía leer. Sí, tenía algo que hacer. Tenía que ir a proteger esas palabras y descansar. O escribir un poco más. El compás de las musas era intenso, aunque en mi mente sonaba fatal. Rechinaba. Era un violín sin afinar. Terrible.

—Creo que no —mentí.

«Qué mentirosa, escritora, escritora».

—¡Estupendo! Porque no sé con qué más entretenerme. Lo único que hago es leer, leer y leer —replicó, sacudiendo el libro que todavía tenía entre las manos—. Y me encanta, en serio, de verdad. Leer es genial y todo eso. Pero, a ver, necesito actividad. Necesito vida social. ¡Necesito hacer amigas! ¿Sabes? No sé, debería estar acostumbrada a volver a empezar, aunque si te digo la verdad, en esta ocasión me ha pillado un poco de manera cruzada. En fin, ¿me dejas invitarte a un café?

—Vale, está bien.

Me apresuré a recoger mis cosas y guardé el libro con cuidado en la mochila. Todavía temblaba y todavía seguía manchada, pero era algo que mi mente había decidido olvidar para no sentirme más cohibida. Aunque Helga seguía hablando, me costaba diferenciar las palabras para procesarlas en mi cerebro.

Salimos del edificio y la calle nos regaló una bocanada de aire caldoso, obsequio del levante. Me volví a mirar la universidad, porque mi madre solía hacerlo, dado que se trataba de una especie de monumento. Su fachada de piedra caliza estaba decorada con pilastras y cornisas de piedra artificial.

 

—Fue remodelada en 1983. Antes era un convento de las Franciscanas Terciarias —dije, señalando el edificio, con torpeza.

—¿El qué? —preguntó Helga, que ya había avanzado unos pasos.

—La UNED. A mi madre le encantan ese tipo de detalles.

—¿Es arquitecta o algo?

—Es arqueóloga. Ahora está trabajando fuera en no sé qué yacimiento.

—¡Sí! Lo vi por la tele. Uno en Atapuerca. Parece ser que es algo importante de verdad.

—¿En serio hablan de eso por la tele? Creí que mamá exageraba.

Helga se encogió de hombros. Seguíamos avanzando por la avenida Juan Carlos, en el corazón de la ciudad. Rozando el mediodía, el tráfico y la vida en las aceras era un caos asombroso de jolgorio y jarana. Caminábamos muy juntas para poder oírnos en medio del bullicio.

—De esas cosas siempre se habla en los informativos. Ya sabes, a la gente le gusta sentir que el ser humano es importante. El trabajo de tu madre suena genial, ¿no?

Sentí pánico cuando el abrazo de la nostalgia me obstruyó la garganta y temí ponerme a llorar. Apremié la urgencia de dejar de hablar de mamá para no provocarme una catástrofe emocional. Apuré el paso y Helga hizo lo mismo sin apenas inmutarse.

Al llegar al edificio de la Reconquista giré sin avisar a la izquierda, todavía sin romper mi mutismo. Mi recién adquirida compañera estaba contrariada, pero era tan cordial que no dejó que ninguna mueca desagradable afeara su rostro. Al fin, me detuve frente a la cafetería Los Arcos.

—¿Te parece bien aquí? —pregunté, con la voz tomada.

—Sí, claro. ¿En la terraza?

El calor era sofocante, pero no me negué. Tomamos asiento en la única mesa libre, bajo un toldo que proyectaba una sombra poco fresca. Acomodé mi mochila con mi tesoro literario en el suelo, entre las piernas. Helga dejó su libro sobre la mesa y bostezó.

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