La herida de la literatura

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Fósiles en la playa

Héctor estaba en calzoncillos sobre la arena. La silueta de su cuerpo se dejaba adivinar por la iluminación un tanto alejada de las farolas del paseo marítimo y el Puerto Noray. El cielo estaba despejado y podía contemplarse la hermosura de esas estrellas pintando el negro infinito del firmamento. Era lo que él hacía, con las manos bajo la cabeza, mirando hacia arriba, buscando algo, o buscando muchísimas cosas. El arrullo de la leve marea del mar Mediterráneo besando la playa, cálido a pesar de las horas nocturnales, se solapaba con el jaleo del tráfico y los viandantes. El dique estaba situado a pocos metros y aunque él pretendía estar protegido por las sombras, en aquella ciudad la intimidad era un bien escaso. Las melillenses solían detenerse con los coches en el muelle para fumar, charlar y mirar cómo la expansión de mar era acariciada por el pequeño haz de luz del faro del pueblo en la lejanía. Pero Héctor miraba el espacio exterior, que era infinitamente más hermoso.

Lo encontré en el rincón de siempre, en su perpetua observación de lo que las demás no podían ver. Ni siquiera hizo atisbo de moverse cuando lo alcancé y me senté a escasos metros de él, dándole la espalda, abrazándome las piernas. No dije nada y Héctor tampoco. Durante varios minutos permanecimos en un silencio incómodo, como dos extrañas que se encuentran justo donde quieren hacerlo, en el momento exacto. Cerré los ojos, olvidé el sonido de la marea y me concentré en el de la respiración del hombre tumbado tras de mí. Jamás había escuchado una introducción y expulsión de aire más pausada y fascinante en mi existencia. Eso convertía a Héctor en un hombre poderoso, que ejercía control sobre todo, que podía agarrar la vida con sus dedos meñiques. Y eso era porque su vida era muy pequeña. Hundí las manos en la arena, fresca y suave. Busqué el vacío al que siempre me trasladaba ese lugar, pero no lo di hallado. La semidesnudez de Héctor me perturbaba.

El hombre no parecía resuelto a decir nada, así que tomé la determinación de romper esa partida de orgullo en tablas.

—Algún día tendrás problemas por tirarte aquí en gayumbos. Te ve todo el mundo, ¿qué trabajo te costaría ponerte, aunque fuera, un bañador?

—Hace más de un mes que no sé nada de ti, ¿eso es todo lo que tienes que decirme?

Héctor hablaba muy despacio, con un tono adulto y aterciopelado. Se asemejaba a la voz de un cantautor, cada palabra que pronunciaba nacía con alma propia y transportaba al oído al que llegaba a una dimensión que iba más allá de la charla banal. Incluso ese tono de innegable reproche fue cálido al rozar mi marchito tímpano de tanto silencio.

Pero él seguía sin moverse, como si en realidad yo le resultara indiferente, aunque sus palabras dejasen entrever precisamente lo opuesto. Me volví. En el caso de Héctor, la desnudez no parecía sinónimo de fragilidad, sino más bien todo lo contrario: era el orgullo de lo que él era, su ausencia de complejos y el culto a sí mismo que tanto lo identificaba. El vello de su cuerpo era casi imperceptible en esa oscuridad, al igual que el bulto de sus testículos, su prominente mentón o la punta de su nariz. Tenía los ojos cerrados. Pude distinguir la barba recortada, parcialmente canosa, su cabello de ese mismo tono cenizo, algo pobre, que le otorgaba el atractivo de la madurez. Su complexión era delgada pero fofa. Tampoco podían notarse las cicatrices del fuego en su piel.

—Han sido unas semanas complicadas —aclaré, a modo de disculpa.

—¿Y ya está todo solucionado?

—No.

—¿Entonces por qué hoy sí que has venido?

—Necesitaba hablar.

—Entonces vienes por tu absoluto egoísmo.

—No tengo ganas de jugar hoy, Héctor —musité, con la voz rasgada—. De verdad que no.

Él se incorporó. Todavía no se dignó a mirarme, pero se inclinó hacia mí, cruzando las piernas. Superaba mi edad en casi dos décadas, era pocos años más joven que mamá.

—¿Qué pasa, mi dulce dama con nombre de tristeza?

Empezaron a escocerme los ojos.

—Mamá se ha ido.

—Vaya… ¿y eso?

—Ha aparecido un maldito fósil en Castilla.

—¿Un fósil?

—En realidad todo un yacimiento de cuantiosos fósiles.

—Pero ella ya tenía trabajo aquí, ¿no?

—Dice que es la mejor, que tenía que estar allí. Que era una oportunidad maravillosa. Estaba frenética. Dice que ya soy mayor para estar sola, que ya no la necesito.

—¿Y durante cuánto tiempo?

—No lo sabe.

—Seguro que vuelve pronto.

—Lleva dos días y doce horas sin llamarme.

—Estará ocupada, Mel.

Apreté la mandíbula.

Sabía que él no lo comprendía. Nadie podría entender cómo a una mujer —ya una mujer— de veintiséis años, le suponía un reto desproporcionado desprenderse de esa forma de su madre. Que el vacío que ella había dejado me sofocaba de angustia y soledad, que la necesidad de ella era más fuerte que cualquier otra cosa. Necesitaba la dulzura de su voz, sus insistentes cuidados, sentir cómo su preocupación me asediaba. El no tenerla y el no saber cuándo la volvería a tener me resultaba demoledor.

—¿Llevas todo este tiempo sin moverte de casa?

—Es que me ha sucedido algo terrible.

—¿Quieres contármelo?

—No lo sé. No sabría por dónde empezar.

—Tengo una idea, pequeña. Me voy a vestir y nos vamos a dar una vuelta en el coche. Luego te vienes a casa y hablamos de lo que quieras.

No dije nada. Ahora era yo quien parecía no prestarle demasiada atención. Aturdida, me giré hacia el mar de nuevo, mientras que Héctor buscaba sus prendas en la arena a tientas.

Sonrió. Sonreímos. El acento melillense de Héctor era precioso. Un deje andaluz muy marcado, las palabras recortadas sin piedad, mostrando una gran expresividad. Era sensual, todo en ese hombre lo era. No se me ocurría otra forma de definirlo. Siempre me había sentido muy fascinada por su espíritu tan juvenil, por su bohemia, por su soledad, por su fuerza y serenidad. Pero era sin duda esa indiferencia que mostraba hacia todo lo que más atracción podía ejercer sobre mí, sobre cualquiera.

Héctor. Sí, sobre él estaba escribiendo pensando.

Él se había presentado una tarde, cuando yo estaba llorando sin consuelo, de vuelta a casa. Aquellas cretinas no se habían contentado con pegar un asqueroso chicle de menta en mis rizos, también me habían quitado las deportivas y las habían colgado de un poste de la luz. Caminaba por la acera con los pies descalzos, a toda prisa, notando cómo las plantas de mis pies se llenaban de heridas. Mis ojos estaban tan plagados de lágrimas que no pude ver un clavo que penetró sin más remedio. Aullé de dolor y de vergüenza. Había sentido que estaba perdida. Héctor me había visto desde su coche. Recordaba que llevaba puesta una camiseta gris de algodón y unos pantalones cortos a pesar de ser noviembre. No tardó ni dos segundos en cogerme en brazos y meterme en el vehículo.

Había pensado que era un violador y que me iba a raptar. Intentaría zafarme, pero no tenía opción. Tampoco podía seguir andando y no tenía teléfono móvil para pedir ayuda.

—¿Dónde están tus zapatos? —preguntó.

La primera vez que oí su voz supe que en él había poesía. Su mirada preocupada casi me enloqueció. Me pregunté si en realidad podía ser un asesino.

—Me los… quitaron.

—¿Quiénes?

Todas. Qué más daba. Ni siquiera conocía el nombre de mis agresoras.

—No me hagas daño, por favor —murmuré, llorosa.

—Por supuesto que no, vamos de inmediato al hospital, criatura adorable.

El coche de Héctor era viejo y estaba muy sucio, pero corría. Pudo exhibirse como un conductor experto y bien dotado, pero que rozaba la temeridad. Estaba calmado, como si de forma habitual rescatara jóvenes en apuros de la calle. En el reproductor del coche sonaba a volumen medio una recopilación de grandes éxitos de La Oreja de Van Gogh. Del retrovisor interior colgaba un rosario pomposo y había algunas estampas pegadas en el salpicadero.

—Me llamo Héctor —dijo, cuando paró en la puerta de urgencias del Hospital Comarcal, cerca de mi casa.

—Yo Melancolía.

—Tienes un nombre triste.

No se había separado de mí durante todas las horas que pasamos allí, ni siquiera cuando consiguieron contactar con mamá. Tampoco fue excesivamente cariñoso, dijo que no tenía nada mejor que hacer y que le gustaba ayudar. Mientras me atendían en una de las salas de curación, Héctor se había encargado de conversar con mamá.

Diez años más tarde había cambiado el coche y la ropa de Héctor, algo más su aspecto físico. Pero en el reproductor seguía sonando el mismo grupo, fumaba a través de la ventanilla y conducía rápido por las carreteras de Melilla. Compartió el porro. Me relajé en el asiento, acariciada por la brisa de esa noche, mirando hacia el exterior. A pesar de que casi era la una de la madrugada, las calles seguían estando abarrotadas de vida. Y ruido. Ruido. Ruido.

Héctor dio una vuelta por el dique y después siguió conduciendo por el paseo marítimo. No parecía tener ni la menor prisa por saber qué era lo que yo tenía que contarle y eso hizo que me sintiera un tanto idiota. Necesitaba que el universo se detuviera para escucharme. Todavía le daba vueltas a cuál sería la mejor manera de hacérselo saber sin que pareciera algo demasiado trivial.

—¿Compramos alcohol? —sugirió él.

—Claro.

Con él siempre bebía whisky, a palo seco. En su defecto, vino. Paró en un autoservicio de los muchos que estaban abiertos las veinticuatro horas y salió con tres botellas de Four Roses y una bolsa de hielo. Sacó otra piedra de hachís del bolsillo y preparó un porro más generoso. Me lo tendió para que lo encendiera mientras arrancaba.

 

—¿En tu casa o en la calle?

Sexo o no.

—A casa.

—Lo que diga la dama.

Hacía tiempo que no fumaba, así que empecé a notar el efecto estimulante de la droga en mis sentidos demasiado pronto. Me sentí mejor, más animada y con más ganas de desahogarme con Héctor. Él, por el momento, parecía inalterable.

Vivía en una enorme casa adosada. Su urbanización estaba tranquila a esas horas, ningún vecino alrededor. Se trataba de una de las zonas más caras y apacibles de la ciudad, muy diferente a mi barrio.

Aparcó el coche, yo cogí las bebidas y él abrió el portal. Tenía un pequeño jardín bastante descuidado y una piscina que estaba vacía.

—Tengo la bombilla del salón fundida. ¿Enciendo unas velas o vamos a mi habitación?

No podía entender para qué necesitaba tanto espacio para vivir solo. Dos plantas. Tres habitaciones, dos cuartos de baño, un salón y una cocina. A pesar de que era una vivienda lujosa, el descuido y la dejadez brillaban por su presencia. En la penumbra pude ver la guitarra de Héctor y un montón de colillas apagadas directamente sobre la mesa. Olía fatal.

—Vamos a la buhardilla.

—Va a hacer mucho calor ahí arriba.

—¿No puedes subir algún ventilador?

Allí estaba plagado de libros y de discos de vinilo. También había múltiples cajas llenas de fotografías y de juguetes de su infancia. Héctor era muy descuidado, excepto para con su rincón personal. Me permitía subir ahí, pero no me dejaba tocar absolutamente nada. Incluso parecía molestarle que mirara demasiado.

Colocó el ventilador a toda potencia, extendió un par de sábanas en el polvoriento suelo y abrió la ventana Velux del techo. Podían verse las estrellas desde allí. Me tumbé y seguí fumando despacio mientras Héctor preparaba las copas.

—¿Me puedo desnudar? —me preguntó al mismo tiempo que se bajaba los pantalones.

—Es tu casa.

—Bien. Cuéntame, ¿qué es eso que tenías que decirme?

Respiré hondo y cerré los ojos. Qué suave se veía la vida cuando estaba drogada.

Ausencias

Mi nuevo instituto estaba situado en la periferia del pueblo. Debido a la incomodidad que sentía con el resto de mis compañeras, nunca cogí el autobús a pesar de que mamá había pagado el servicio para todo el año. Prefería una caminata larga cada día. La mochila a cuestas, casi vacía, y mi cabello rizado recogido en una coleta con un volumen desmesurado. Caminaba por el arcén, cabizbaja. Tenía que bajar una empinada cuesta hasta llegar al parque del río Anllóns, atravesar el paseo que bordeaba su curso y cruzar hasta la calle Fomento. Podría pensar en lo difícil que iba a ser hacer amigas en el instituto, podría pensar en la nueva materia que me tocaría comenzar a estudiar a partir de ahora o en lo complicadas que me resultarían las prácticas de tecnología. Pero tan solo podía pensar en mi nueva profesora de literatura.

Los bajos de mis pantalones vaqueros se arrastraban por el asfalto y lucían rotos. Llevaba puestas unas zapatillas negras con restos de tierra. Las manos en los bolsillos. Mi mano derecha tocaba la autorización que le daría a mamá. Me imaginaba que aquel sería un burdo trámite porque jamás había encontrado problemas para leer un libro. Si bien era cierto que, hasta el momento, mis lecturas apenas habían salido de la literatura más infantil y juvenil. Tampoco mostraba una gran destreza literaria y no me preocupaba en exceso. La biblioteca me serviría de excusa, sobre todo, para evitar los momentos de soledad en las horas libres.

Llegué a la plaza del Ayuntamiento. Pasé frente a la Librería San Ramón y corrí la recta final hasta alcanzar el portal de mi edificio. Esquivé las miradas de las vecinas y entré, subiendo a trote las escaleras hasta el segundo piso. Abrí y la llamé:

—¡Mamá, ya estoy en casa!

Pero no obtuve respuesta. Tiré las zapatillas junto al paragüero, la mochila en la puerta del baño y arrastré los pies hacia la cocina. Era desolador que la persiana estuviera bajada a esas horas del mediodía. Había una nota encima de la mesa, escrita a mano por mamá.

No llegaré a tiempo para comer, tesoro.

Hay lentejas en el microondas… ¡Y compra pan!

Te quiere

Mamá

Dentro del microondas me encontré un bote de lentejas precocinadas. Lo abrí y lo vertí en uno de los platos soperos que había fregado la noche anterior. Lo calenté y esperé. El silencio en esa casa era desagradable. Encendí el televisor y puse el canal de dibujos animados. Saqué el formulario del bolsillo de mis vaqueros y lo alisé sobre la mesa.

¿Por qué mi profesora de literatura se llamaba Septiembre?

Cuando sonó la campana fui a recoger el plato y me senté a comerlo, releyendo el papel una y otra vez, imaginándome que en mi cabeza sonaba la voz de Septiembre leyéndolo en alto. En realidad, estaba muerta de ganas de que fuera el día siguiente a primera hora, de ir a clase de literatura y entregarle el papel firmado por mamá para poder ir a recoger libros con ella a la biblioteca.

Estaba tan ilusionada que apenas podía pensar en nada más, ni siquiera me importaba que mamá no estuviera en casa. Terminé de comer, pero seguía hambrienta. Cogí un paquete de galletas y me arrastré hasta el sofá sin recoger la mesa. Estuve tentada de sacar los libros de la mochila y hacer alguna de las tareas que me habían puesto en mi primer día, pero estaba abrumada y ni siquiera me moví.

Mamá llegó pasadas las ocho de la noche y me encontró en la misma posición. Escuché su voz cantarina y salté del sofá, alegre de recibirla. Además, traía pizza. Esperé a que me preguntara qué tal había ido el primer día, cómo me encontraba o que se disculpara por su ausencia con excusas que no comprendía. Pero, como si no se acordara de nada de eso, se limitó a besarme en la frente y a sacar dos platos y unos vasos para cenar con la tele puesta en la cocina. Se sirvió una copa de vino y yo bebí zumo de naranja. Sus mejillas estaban encendidas.

—Mamá, me han dado esto en el instituto —dije.

Mamá se colocó las gafas sobre el puente de la nariz y, mientras mascaba un generoso trozo con jamón y champiñones, se inclinó a leer el formulario con expresión ceñuda.

—¿Esto qué es?

—Lo necesito para coger libros en la biblioteca del instituto.

Mi voz no debía de ser lo suficientemente poderosa para captar su atención, porque sin obtener respuesta, se quitó las gafas y siguió concentrándose en la cena. No tenía ganas de conversar, parecía somnolienta, pero a mí me quemaba la impaciencia en las entrañas.

—¿Lo vas a firmar?

—Sí, claro, cariño, ahora lo leo bien.

—No hay nada que leer —insistí—. Solo es para coger libros y ya está.

—¿Sabes lo que pasa, Melancolía? Que los libros no solo son libros.

—¿Y eso qué significa?

—Termina de cenar, anda, cariño. Que mamá está muy cansada.

Fruncí los labios, dolida. Se me había quitado el apetito, aunque terminé de comer mi ración de comida grasienta, tan habitual en esa casa. Mamá volvió a ponerse las gafas para coger su teléfono móvil. La escuché chiscar la lengua mientras terminaba el vino y se servía un poco más. Yo la miraba, impaciente, con las manos escondidas bajo los muslos y balanceándome levemente. No quería llegar mañana a clase y no poder entregarle el papel a mi profesora, no quería decepcionarla.

—¿Te ha llamado la abuela? —me preguntó entonces, con tono delicado—. Creo que mañana va a venir por la tarde, para que no estés tantas horas sola en casa.

—¿Tampoco vas a venir a comer? —protesté, alertada.

—No creo que pueda, cariño. Ya sabes. Tengo que preparar ese ensayo que me tiene frita, tenemos visita del decano de la Universidad de Santiago y, además, una comida con las colegas del departamento de arqueólogas de Vigo.

No dije nada. Me parecían todo mentiras. Bufé, exasperada, y me levanté de la mesa rescatando el dichoso papel que seguía en blanco. Qué desoladores eran los papeles en blanco. Esperanzadores e inútiles en un equilibro cínico. Lo guardé en el pantalón y salí de la cocina con unas tremendas ganas de llorar. Las sombras del pasillo de esa casa me envolvieron. El silencio y la soledad de las cuatro habitaciones parecían ahogar los cimientos, recordarnos cómo estábamos, recordarnos que no había calor en esas ausencias. A medida que crecía —y ese año había crecido mucho, ¡iba al instituto!— era más consciente de la gris realidad que me esperaba al madurar.

—¡Eh! ¿A dónde vas? ¿No vamos a ver un poco la televisión, pequeña? —me llamó mamá, con cierta desgana, asomándose a mi habitación.

—Tengo sueño —mentí. O no; porque estaba agotada.

Mamá entró en mi habitación, con las luces apagadas, y se sentó a mi lado acariciándome el pelo. Sus manos eran suaves, su aliento olía dulzón y sus ojos rebosaban un amor que me era desconocido. Me gustó sentir sus besos en mis mejillas y dejé de temblar de frustración.

—Es verdad, cariño. ¿Ha ido todo bien en tu primer día en el colegio nuevo? No me he acordado. Lo siento. Se me fue totalmente de la cabeza.

No era lo más importante para mamá.

—Sí —volví a mentir.

Y esas mentiras, poco a poco, empezaron a alimentar mi tardía literatura.

Extraterrestres y dimensiones

—¿¡Escritora!? Pero ¿estás segura, Melancolía?

Héctor estaba tumbado encima de mí, empapado de sudor y poseído por el éxtasis del sexo, el hachís y el alcohol. Su aliento olía de forma intensa y su peso muerto sobre mi tórax me dificultaba la respiración. Aun así, me mantuve quieta y obediente. Sometida. El orgasmo ya había sucedido: generoso con él e insuficiente conmigo. Me había acostumbrado a que fuera así, mi vida sexual siempre había sido tan torpe y vulgar como lo eran el resto de mis facetas.

Si es que el sexo, precisamente, podía escapar de lo vulgar y lo horrendo. Más allá del placer que podía sentirse, lo demás era casi sórdido. Dos cuerpos desnudos, a veces sin la higiene necesaria, removiéndose como animales salvajes, soltando alaridos que erizaban la piel. Los labios se llenaban de saliva, las partes íntimas de flujos. Esa mezcla siempre me había parecido terrible, espantosa. Lo que sí era cierto es que lo que yo conocía de hacer el amor no se asemejaba, ni de lejos, a lo que había leído en todos aquellos libros durante toda mi vida.

No sabía si él había entendido la gran envergadura de lo que le había explicado con tanto temor. Hacer una confesión de ese tipo mientras nos acostábamos en su buhardilla era lo menos literario que podía haber. Yaciendo bajo el cuerpo desnudo de un hombre con parte de la piel quemada a punto de dormirse, miraba al techo de madera con mi ojo azul y mi ojo verde pensando en qué opinaría Septiembre si supiera que yo era escritora.

—¿No estarías fumada? ¿Por eso empezó esa historia a rular en tu cabeza?

Noté las mejillas azoradas.

—Solo fumo cuando quedo contigo.

—Pues eso suena mal. ¿Has pensado en ir a la psicóloga?

—¿A la psicóloga?

—Sí. Eso de escribir no es ninguna broma, Melancolía. Puedes ponerte enferma.

—Joder, ¿estás diciendo que estoy loca o qué?

—¡Oh, no! Eso no tiene nada que ver. Loca has estado siempre.

Y rio.

No entendí el humor negro de Héctor y me sentí herida. Enfurecida, me liberé de su cuerpo desnudo y, de inmediato, busqué mi ropa para cubrirme. Él, aturdido, cayó sobre su cuerpo y dio una vuelta hasta quedar bocarriba. Soltó un breve quejido y se incorporó. Lo miré. Héctor parecía ser consciente del atractivo de su edad, su mirada enigmática y sus encantos, porque usó todas y cada una de sus armas para hipnotizarme.

—No me tomas en serio —gemí, vistiéndome aprisa, o todo lo rápido que el alcohol me permitía—. Te mofas de mí. Pero lo que me ha ocurrido ha sido horroroso. Creí que moriría y luego, después, quise escribir. Es una puta mierda, Héctor. Necesito que me entiendas. Además, mamá no está y no me llama. ¿Cómo quieres que pueda soportarlo?

 

El hombre se quedó quieto durante unos instantes, cavilando sobre lo que acababa de escuchar. Se echó hacia atrás, apoyando su cuerpo en las manos extendidas en su espalda. Parecía estar tranquilo.

—Yo que tú no contaría mucho por ahí eso de que estás escribiendo.

Jadeaba. Pronto me echaría a llorar, pero no sería un llanto maduro, sería un llanto de niña pequeña, patético, sin ningún tipo de encanto. Más bien irritante. Más bien injustificado.

—¿Crees que estaré enferma?

Héctor se acarició la barbilla, arqueando una ceja.

—Hum. Puede ser, querida. No quiero alarmarte. De todas formas, tal vez no sea tarde. Dicen que, aunque lo de escribir no tenga cura, se pueden paliar los síntomas.

—Es tan fuerte… —musité—. Todo revive en mi cabeza, todo existe de verdad. De repente, de la nada tengo ganas de escribir. De escribir algo bueno, algo grandioso. Algo poderoso. Pero a la vez algo íntimo, algo que me concierne. Que es para mí.

El hombre se inclinó para coger un cigarro y servirse otro vaso de Four Roses.

—¿Y ya sabes sobre qué quieres escribir?

La pregunta maldita, inquisitoria, acusadora. Ojalá nunca hubiera invertido tanto tiempo en leer. Era eso lo que me había hecho enfermar con ese extraño trastorno. Estaba llena de sentimientos que se materializaban. Había tantas vidas en mi interior que no parecían tener cabida. Atiborrada, casi no tenía espacio para mí misma. Estaba segura de que ese era el motivo por el que gran parte de mi cabello era blanco.

—Sí —murmuré.

—¿Sobre qué?

—Sobre una profesora de literatura que tuve de niña.

Lo había dicho en voz alta. Qué débil y poco consistente había sonado mi argumento. Qué triste, más triste todavía. La expresión de Héctor apenas se vio alterada. Bebió dos tragos y aspiró dos generosas caladas. Parecía estar en el limbo, radiante. Me arrodillé y me desplacé como un perro para colocarme a su lado. Le robé el vaso, con las mejillas rotas de vergüenza.

—Vaya… ¿quién era esa profesora? Será una novela muy aburrida. Las profes son gruñonas, viejas y agrias. Como la señorita Rottenmeier o algo peor. ¿Tienes un trauma con ella?

—Ella no era así, gilipollas —protesté, sin suficientes argumentos para defender mi postura—. Ella me enseñó muchas cosas, era fantástica.

—¿Cómo se llamaba?

—Septiembre.

—¿Septiembre? ¿En serio? —Héctor me miró con los ojos muy abiertos, socarrón.

—Eso dijo ella.

—¿Y qué tiene de fascinante? ¿Qué puede tener de importante esa tal Septiembre para protagonizar una novela?

—Bueno… —rumié, aturdida—. Para mí era fascinante.

Y lo seguía siendo. Pero Héctor parecía estar a punto de quedarse dormido.

—Yo tengo una teoría sobre eso de escribir —dijo entonces, tras una breve pausa.

—¡Oh, no! Tus teorías no, Héctor. Ya sé de qué me vas a hablar. Y hoy no, por favor, hoy no me apetece.

Con el cigarro sujeto entre los labios, levantó los brazos en señal de inocencia. No pude evitar soltar una risotada ante ese gesto y él también rio. Fue un momento breve pero delicioso. Se me relajó la tensión, me acomodé en su pecho, que comenzó a vibrar cuando Héctor empezó a relatar su hipótesis.

—Creo que las artistas en general y las escritoras en particular tienen la capacidad de apreciar cosas, vivencias, llámalo equis, desde la cuarta densidad. Desde esa cuarta densidad, pueden recordar vidas suyas que están teniendo lugar en otras dimensiones. Es decir, hechos que su yo perteneciente a otra de las infinitas dimensiones ha vivido. De ahí surge esa creatividad, ese desasosiego por contar historias ficticias, esa locura, esa enfermedad. Un método similar es el que usan los extraterrestres para viajar por el espacio.

Héctor era un fanático de los extraterrestres y todo lo que ello implicaba. Casi era su forma de vida, su religión. No se basaba, simplemente, en la idea de que seres de otros planetas existían o nos habían visitado en alguna ocasión. Tenía un conocimiento pormenorizado de diferentes razas, colonias espaciales y constelaciones. Esto venía acompañado de la más absoluta teoría conspiratoria. Según él, la Tierra y los seres humanos eran una especie de zoológico para dichas razas superiores, casi como sus juguetes. Había una facción llamada «de luz» que velaba por nuestra seguridad y bienestar; sin embargo, también existía una raza malvada y demoníaca: los draconianos o reptilianos. Reptiles gigantescos que se camuflaban entre nosotras, que controlaban los gobiernos y la realeza. Para más perturbación, dichas criaturas tenían sus bases bajo tierra. Y se alimentaban de niñas.

Cuando no bebía, fumaba o nos acostábamos, Héctor hablaba constantemente de dicho tema. Cualquier tipo de conversación era idónea para tal fin: la política, el arte, la familia, la vida, el trabajo. Lo que fuera. De hecho, ese era su secreto para estar poseído por esa calma permanente. Nada le creaba ansiedad ni nada parecía perturbarle. Sus días, sus semanas, transcurrían inmersos en internet y en su búsqueda de La Verdad.

—Sé que todo esto te suena a chino, pero algún día despertarás y lo verás como yo. Hablando de idiomas, ¿sabes que el euskera tiene su origen en una raza alienígena?

—Tengo que irme a casa, estoy cansada, es muy tarde y Letra está sola —tercié, molesta.

—Endemoniada gata. ¿Qué tal está?

—Bien.

—Al final, entonces, ¿no me vas a contar nada más sobre tu profesora?