La herida de la literatura

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La herida

—Estoy escribiendo una novela.

Lo dije al aire, releyendo lo que acababa de garabatear, con una abochornante osadía llena de pudor y miedo. Enseguida me sentí atemorizada y solté el folio y el bolígrafo como si fueran veneno. Luego dejé que toda esa angustia que sentía dentro se desatara, esperando que un intenso aluvión de llanto agresivo me atacase. Pero eso no sucedió. Permanecí bloqueada, quieta, frente a mis propias letras que ahora no lograba entender ni descifrar. Sentía como si me hubieran arrancado algo de cuajo.

Poco a poco, todo fue poniéndose en su lugar como un puzle que encajaba. La cama revuelta se colocó en la esquina de la habitación junto a la ventana abierta de par en par observando la noche. Del exterior tan solo llegaba una brisa obscenamente cálida y densa. El calor en el interior de mi cuarto era insoportable. Toda la luz existente provenía de las farolas de la calle y de la lámpara de estudio sobre el escritorio. La pantalla del ordenador permanecía apagada y, en ella, podía verse la silueta que adivinaba mi aspecto, las muecas de mi rostro y la postura de mi cuerpo, encorvado sobre una dura silla de madera, intentando resolver un enigma imposible.

Porque yo, Melancolía, no quería escribir. Sabía lo que ello implicaba. Sabía lo que ello podía hacerme.

Ahora me temblaban las manos, las venas y hasta los dientes. Y temblaba cada cabello de mi cabeza como si en mí hubiera un intenso terremoto destructivo.

Me froté los ojos con ahínco, agotada. No sabía si sería capaz de dormirme. Necesitaba recomponer la masa de mi mente. Notaba cómo la cordura se me escapaba entre mis torpes y torcidos dedos. Me aferré al borde del escritorio y empecé a sacudir con frenesí la cabeza. Tenía que dominarme, hacer acopio de todo mi raciocinio. Tenía que dejar que esa maldita inspiración que crecía en mí fluyese como la sangre de una herida. Escribir era peligroso, pero no hacerlo era peor todavía.

Me sujeté la maraña de pelo rizado que tenía sobre la sesera, inclinándome sobre mi propio texto. Quise leerlo en alto, pero mi voz parecía de seda y no fui capaz. Era la soledad que me debilitaba. Yo nunca había disfrutado de la soledad. Era tan sencillo caer en el caos. Mi presente, como si las cuerdas invisibles que se sujetaban a mis muñecas y a mi cuello se hubieran enredado entre ellas y ahora tan solo fuera una marioneta torpe y desvalida, con un aspecto casi cómico, frente a un teatro vacío.

Qué poco perduraba la vida. Qué poco tiempo quedaba y qué efímero era cada uno de los instantes. Y yo, consumiéndome lastimera como un helado de chocolate sobre los adoquines del patio privado de esa urbanización. Caminando sobre un estrecho muro, tal como un pájaro que no podía volar. Intentando remar contracorriente con las muñecas rotas. Pretendiendo escalar una escarpada montaña sin un equipo de sujeción. Escribir una novela sin pensar en las consecuencias.

«¿Una novela? ¿Tú, insignificante ser?».

En el alféizar de la ventana, desafiando la fragilidad de la vida con elegancia y cierta sorna, mi gata Letra me miraba con los párpados peludos entrecerrados, los bigotes finos y toda su escuálida figura expandida como exhibiendo su beldad felina. Mi fiel compañera, mi Sancho Panza, que me odiaba y amaba del mismo modo. Una extensión de mí misma, era como otro miembro de mi cuerpo, pero separado a su placer cuando lo considerase oportuno. Sin Letra, Melancolía no sería Melancolía. Yo no sería yo.

Las palabras de mi gata me hicieron sentirme estúpida. Sin embargo, el animal seguía mirándome con curiosidad y un atisbo de inocencia.

—¿Crees que soy insignificante? ¿Lo crees de verdad?

Letra estiró su lánguido cuerpo con gesto perezoso. Bostezó, mostrando sus pequeños pero afilados dientes y saltó al suelo. Luego se subió a la cama y se enroscó encima de un cojín mullido.

«No lo sé. Tengo demasiada hambre. Pero diría que tu existencia es tan anodina, aburrida, desdeñable, que no te identificaría con una escritora. No me imagino a Carmen Laforet ni a su querida amiga Elena Fortún en una posición como la tuya».

Yo no miraba a la gata. Leía de nuevo mis letras empapando el papel.

—Carmen Laforet era infeliz. Y Elena Fortún era invisible. Como yo.

Invisible.

«Pero ellas eran amigas. Y tú no tienes amigas», dijo Letra.

No había una cara amable en los años que tenía tras de mí, veintiséis, ni podía olisquear tal cosa en el futuro inmediato, ni lejano. Así, sin pecar de contaminante, ejercía mi derecho a torcer el gesto y permanecer anclada en esa situación haciendo honor a mi fatídico y vulgar nombre, con el que mamá había tenido a bien marcarme de por vida. Como un molesto lunar en el entrecejo, o una marca de nacimiento bajo la nariz.

Mamá.

«Mamá», ronroneó Letra.

Desfallecí al pensar en ella y ahí, al fin, el llanto apareció como la catarsis del alma, que nada tenía que envidiar al hecho de escribir. Vomité lágrimas sobre la almohada, ante la perversa mirada de Letra, que no daba crédito a mis aspavientos repugnantes. Me aferré a las sábanas sudadas, envuelta por el olor que desprendía mi cuerpo después de varios días sin ducharme. Los latigazos de nostalgia fueron cada vez más intensos y la pena hacia mí misma fue putrefacción en mi sentido común. La cama iba haciéndose más y más grande. Yo cada vez más y más pequeña, a la inversa, como volviendo a ser un bebé.

Una trilogía. Una novela. Un capítulo. Una página. Una línea. Una palabra. Una sílaba. Una letra. Un espacio en blanco. El silencio.

Resaca literaria

El día siguiente llegó sin que mi locura ni las heridas de las letras pudieran hacer nada por evitarlo. Los rayos del sol y el ruido del exterior me sorprendieron dormida sobre la cama revuelta, con la boca abierta, la saliva impregnando la almohada, la misma ropa de hacía varios días y la gata durmiendo sobre mi espalda.

El calor era ya insoportable a esas horas. Sentí el malestar típico de haber sufrido una noche de pesadillas espantosas. Me había pegado una paliza con el colchón, sentía el cuerpo hecho polvo. Mi piel pegajosa estaba adherida a ese somier y no parecía resuelta a abandonarlo. No se trataba de una simple pereza común, era algo más. Estaba incapacitada, como si mis niveles de lo que fuera que se compusiera la mente se encontrasen bajo mínimos. O agotados. O perdidos en cualquier otra parte.

Aunque mi consciencia despertó, mis párpados no se abrieron y mi cuerpo no se movió hasta pasada una hora extraña, en la que Letra empezó a clavarme las finas patitas con firmeza sobre la espalda, hasta llegar para escarbar los rizos de mi cabeza. También sentí cómo sus dientes afilados me mordisqueaban la nariz. Empecé a reaccionar muy despacio, siendo consciente de la dolorosa realidad que habría al despertarme. Tenía que enfrentarme a un día nuevo. O, dicho con más certeza, a otro capítulo más.

La resaca literaria podía equipararse a la que se soportaba después de haber ingerido una cantidad nada desdeñable de cerveza. La pesadez de la sesera, la aridez en la garganta y un empacho molesto en el estómago. Y, por supuesto, esa hastiada densidad de cada movimiento, la torpeza y la pasmosa lentitud. La poderosa desgana de enfrentarse a cualquier cosa. La gran diferencia era que las secuelas que dejaban las letras no podía solucionarse con un ibuprofeno. Pero yo era nueva en esto, no sabía cómo mitigar esos síntomas demoledores.

«Me moriré de hambre. Me moriré de hambre. Me moriré y será culpa tuya».

Junto al agudo sonido de las quejas imperiosas de Letra, resonaba en todo mi piso la música incesante de la banda militar que ensayaba a pocos metros de la ventana. La urbanización de Lo Güeno estaba situada en una zona periférica y a escasos kilómetros de la valla de alambre de seis metros de altura que significaba la frontera con Marruecos. Me asomé a la ventana abierta y entrecerré los ojos. Más allá del grupo militar que intentaba con molesta insistencia que la música sonase con algo de gracia, podía verse el pequeño aeropuerto.

«Me muero de hambre. Me moriré. Me muero».

Eran cerca de las diez y media. Mamá todavía no había llamado. Hacía exactamente dos días y diez minutos que no se había puesto en contacto conmigo de ninguna forma. Estaba desesperada. Cotilleé durante unos minutos más el patio, donde los niños jugaban estruendosamente buscando competir con la orquesta militar. Los vecinos iban y venían. La mayoría de las mujeres no enseñaban sus cabellos. No hacía falta ir más allá del patio de casa para ver la confluencia de culturas de Melilla. Cerré la ventana.

Traspasar el umbral de mi puerta fue una acción complicada. Todavía no me acostumbraba a ese silencio envenenado que empodrecía las paredes de un eco aterrador. Sin detenerme a mirar el vacío que había a ambos lados, me dirigí al cuarto de baño. La gata me siguió corriendo, sin dejar de insistir en su necesidad imperiosa de comer algo o morir de inanición. Me desnudé, sin mirar mi propio cuerpo, deforme y feo a mis ojos. Tiré la ropa maloliente en el cesto y me senté en el inodoro mirando al frente.

Tiré de la cadena y abrí el grifo de la ducha. Dejé que la bañera se llenase mientras observaba el agua caer, como la banda sonora de esa vivienda en penumbras.

Me metí poco a poco en la bañera. Toqué el agua y me llevé los dedos a la boca. Sabía insoportablemente a sal. Letra, mientras se acicalaba, me observaba sentada en el bidé con expresión de indignación. Aunque el calor fuera importante, bañarme con agua a esas temperaturas heladas resultaba doloroso y no tardé en empezar a tiritar. Abracé mi desnudez mientras apretaba la mandíbula, notando el efecto catártico de ese baño plagado de agujas. Era como infligirme un castigo, o como obligarme a detener mis pensamientos. Solo podía concentrarme en el dolor que sentía en las extremidades hasta que lograba acostumbrarme. Miraba al frente. Luego hacia arriba. Después me sumergía y privaba mi cuerpo de respirar durante instantes más o menos largos. Emergía, tomaba una bocanada de aire y volvía a sumergirme.

 

«¡Acaba ya!».

Letra estaba encorvada en el borde de la bañera, luchando por no caerse dentro de ese detestable líquido transparente. Quité el tapón y esperé a que el agua, haciendo ese desagradable ruido, bajase por las tuberías. La toalla era áspera y me produjo rozaduras en la piel. La deseché en cualquier parte del cuarto de baño y, desnuda, me dirigí por el pasillo en forma de L hacia la cocina.

Había una preocupante acumulación de tazas sucias en el fregadero, la nevera estaba vacía y no había cocinado nada desde hacía medio siglo. El cuadro era patético, reflejaba con bastante acierto mi situación actual. Me incliné y saqué de la alacena el saco de pienso y una lata de salmón para rellenar el cuenco vacío de Letra.

«Sí. Sí. Por favor. Sí. Sí. Comida».

Me quedé mirando cómo mi gata comía, preguntándome qué podría hacer a continuación.

Debería limpiar la casa, poner una lavadora y bajar al supermercado a reponer la nevera. Mi madre me había dejado dinero suficiente como para vivir durante varios meses sin ningún tipo de problema. Regresé a mi habitación y me puse unos pantalones cortos vaqueros y una camiseta gris holgada. Respiré hondo. Pondría en orden esa casa, eso me ayudaría a que todo pareciera menos terrible.

Llené el fregadero de agua con jabón y empapé el estropajo. Miré cómo la espuma iba creciendo, adhiriéndose a la suciedad de las cucharas y las tazas con restos de café. Todo eso transcurrió muy despacio, me concentré con meticulosidad en ese proceso anodino. Las escritoras también fregaban su cubertería, de eso estaba segura. Ninguna se dedicaría únicamente a sentarse a escribir, había más tareas en el día y, tal vez, más inquietudes alejadas de las literarias. Tenía que procurar encontrar un equilibrio entre lo real y el presente. Y la ficción y el pasado.

Podría elaborar una lista y colgarla en la pared, una especie de póster recordatorio.

A la izquierda mencionaría Galicia, mi infancia, los libros y a Septiembre; a la derecha Melilla, mi edad adulta, mi soledad, a Letra y mi primera novela.

Mamá debería figurar en ambas columnas en letras mayúsculas.

Letra terminó de comer. Se subió a la encimera y, de un salto limpio, se colocó en mi hombro derecho. Noté la presión de sus afiladas uñas en la piel. Luego el animal se acomodó y empezó a ronronear, mirando de manera apasionada cómo terminaba la tarea de limpieza, al mismo tiempo que se relamía los bigotes. La presencia de la felina lo salvaba todo. Mi gata me necesitaba casi tanto como yo misma lo hacía. A veces desearía que esa necesidad recíproca también ocurriera con mamá.

Cuando limpié la cacharrería, pasé un trapo húmedo por la encimera y las baldosas, barrí el suelo y lo fregué. Me sentí un poco triunfadora. Bajaría a comprar, era una buena idea. Me obligaría a hacerlo. Llevaba siete días encerrada en casa, si seguía demorando el hecho de salir al exterior, llegaría un punto en el que no lo volvería a hacer y moriría de hambre allí dentro. Cogí dinero de la caja metálica, tomé el amasijo de llaves, me puse unas chanclas y agarré el pomo de la puerta.

Y la calle me recibió con una bofetada de calor terrible, como si las aceras ardieran y el viento quemara. No tardé en notar cómo la sudoración se apropiaba de mi piel recién duchada. Miré a la gente de mi alrededor que estaba en el patio y vi que nadie reparaba en mí. Seguía sonando la banda militar, como un eco molesto. Me dirigí al portal de la urbanización y la abandoné. Ahí fue cuando me sentí más expuesta.

Era un ejercicio crudamente complicado el caminar por la calle, aparentando normalidad. Cada uno de mis pasos, esa mirada que pretendía ser sosegada, ese porte indiferente, eran artificiales. Estaba atemorizada mientras recorría los escasos metros que separaban mi casa del Covirán. Me costaba hasta controlar el balanceo de los brazos flacuchos a ambos lados del cuerpo. El movimiento de los pies en la acera, elevarlos, volverlos a dejar caer, el roce de los huesos de la rodilla, mi mirada atenta al frente.

Había mucha gente en el interior del establecimiento. En su mayor parte, mujeres haciendo la compra para preparar la comida. Algunas iban con sus hijas más pequeñas, que correteaban por todas partes. Me puse nerviosa. El jolgorio de voces, de pitidos de cajas registradoras y el chirrido de las ruedas de los carros sobre las baldosas del suelo me hicieron marearme. Me tropecé con varios hombros desconsiderados que hirieron mi equilibrio.

—Bueno’ día’, Melancolía. ¿A dónde va’, chiquilla? No te hemos visto na por el patio esto’ día’. Ya pensé que te hubieras marchado. Qué, ¿qué tal está’? ¿Te está’ portando bien? ¿Haciendo la compra? Yo voy a hacer un pollito al ajillo riquísimo y lo que sobre pa croqueta’ y a la playa con lo’ niño’… Oye, que si te apetece te puede’ venir con nosotra’, ¿eh?, ya lo sabe’.

La verborrea de la vecina del bloque dos, amiga de cotilleos de mi madre, me fastidió demasiado y tuve ganas de escupirle sobre su hinchado rostro y sus cabellos teñidos. Las melillenses y su fastidiosa manía de comerse las eses como si su lenguaje estuviera famélico.

—Gracias. Estoy bien.

—Claro. Sabe’ dónde vivo… cualquier cosa que necesite’ no tiene’ má’ que pedírmela. Ere’ como de la familia. Pásate a comer o a cenar siempre que quiera’, en casa siempre hay de sobra para toda’. Y vete algo a que te dé el sol, harfavó, está’ má’ blanca que una oveja y necesita’ coger color en esa carita tan bonita que tiene’. Mira, mira qué ojo’ tiene mi niña.

Después me escabullí detrás de las estanterías de champú y geles, esperando a que la maldita vecina desapareciera de las inmediaciones. Tenía suficientes artículos de limpieza, necesitaba algo dulce, carne y verduras. Y agua. Y café. Con eso sobreviviría una semana, tal vez dos. Compraría lo suficiente para no tener que volver a bajar allí tan pronto, no era necesario forzar de esa forma mi contacto con la realidad. Con todo lleno de provisiones, podría sentarme y escribir. Y mitigar ese malestar, ese peso dentro de mí misma que me aletargaba de ese modo.

Galletas. Chocolate. Arroz. Lechuga. Champiñones. Melocotones. Pollo. Pavo. Más azúcar. Café. Leche. Agua. Latas para Letra. Arena para Letra. Gominolas. Palomitas. Cerveza. Cebollas. Ajos. Patatas fritas. Miel.

Comencé a poner la compra en la cinta. La cajera daba voces con otra mujer sobre el calor y las ganas que tenía de tomarse una cañita a la fresca. La otra mencionaba algo sobre sus juanetes. Yo miraba hacia ninguna parte, nerviosa, deseando terminar cuando antes y volver a casa.

Subí las bolsas de la compra y las dejé caer en el suelo del ascensor, exhausta. Casi corrí por el pasillo hasta alcanzar la puerta. Entré, giré la llave dos veces y gemí de alivio al regresar. Me encontré con la mirada de Letra en el mueble de la entrada.

«Ahora a escribir. No hay más excusas, escritora, escritora».

—¿Ha llamado mamá?

«No ha llamado nadie».

Juraría que la felina sonreía.

II

En esos tiempos, leer era lo más parecido a suicidarse por un rato.

Trento, de Gabriel G. Esmero

¡Bosa, bosa!

De los poros de mi piel parecían emanar chorros de agua, en mi primera (y terrible) noche en Melilla. Dormir en una casa extraña pero propia a la vez era una experiencia complicada de definir. Los sentidos no se terminaban de apagar del todo, el olor del lugar era desconocido. No, me era ajeno. Ajeno como si todavía permanecieran entre las paredes blancas y jaspeadas la esencia de los habitantes anteriores. Me retorcía sobre las sábanas, sofocada, martirizada por la irrealidad que me sobrevenía. Era yo, pero no era yo. Casi podía escuchar la respiración pausada de mamá en la habitación de al lado. Mis ojos bicolores abiertos como platos miraban la bombilla colgada del techo. Parecía moverse. La ciudad se orquestaba más allá de mi ventana. El viento golpeaba las persianas y el ruido era insoportable. Había mosquitos. Ni siquiera el aire que respiraba sabía igual que en Galicia.

Lloré. No se me ocurría qué otra cosa hacer. Sabía que ese era el inicio de una de las etapas más duras de mi vida. La de la soledad, y ya no solo de personas, sino de mis lugares y rincones conocidos. Viviría rodeada de rostros que no significaban nada para mí, deambularía por calles laberínticas e imposibles de recordar, asistiría a un instituto salvaje, tan diferente al mío que me sentía tan pávida que podría orinarme encima. Necesitaba a Septiembre junto a mí. La necesitaba con fuerza, con una fuerza tan desesperante que sentía que jamás podría dejar de llorar. Los libros ya no servían para nada. Usaría sus páginas para sonarme los mocos que se me acumulaban en la nariz, bajaban por la comisura de los labios y goteaban en mi tarrillo, manchando la almohada. Esa manera de llorar, tan pueril, tan natural. Como solo se llora una vez. Cuando todavía se es joven, tan joven para parecer un ser humano.

Qué era esa Melilla. Qué era yo. Qué iba a pasar. Estaba exhausta, pero no podía dormirme. Y no tenía a nadie con quien hablar. Quería ir a la habitación de mamá y dormir con ella, pedirle que nos fuéramos de vuelta a dos o tres años antes y nos quedáramos allí a vivir permanentemente. Aunque nos hiciéramos viejas en ese punto inamovible. Sí, mamá, por favor. No quería seguir. Que alguien se aferrase a las agujas del reloj. Que alguien desmembrara la urbe extraña en la que me encontraba.

Escuchaba sirenas de ambulancias y me asusté. Me levanté y abrí las persianas y la ventana. El viento me golpeó la cara, pero era pegajoso y me impedía respirar. Eran hombres, altos y fuertes, algunos desnudos, corriendo por la calle arriba como si estuvieran de celebración. En esa oscuridad vislumbré el brillo de la sangre en algunos de esos cuerpos. Abrí mucho los ojos, aturdida. Eso era real. Pero lo real de verdad. Eran muchos. Una muchedumbre. Cada vez más. Y, por unos segundos torpes, me sentí ridícula por llorar una desdicha dentro de un techo caliente y una familia. Luego pensé que yo también estaba fuera de mi hogar, como ellos, ellos que gritaban «¡Bosa! ¡Bosa!». Parecía un grito victorioso, pero al mismo tiempo era un lamento que erizaba la piel. Actuaban como si esas heridas no doliesen, no sangrasen. Apreté los puños, pegados al cuerpo, hasta que los nudillos se volvieron blancos como las páginas no escritas. Los vi pasar, confundiéndose entre las sombras o, mejor aún, resplandecientes. Otorgando vida a la noche dormida. Plagando de significado la hipocresía de un mundo del que yo, todavía, no sabía nada.

Mamá me sorprendió entrando en mi habitación (esa habitación nueva, no propia), cubierta con una bata y sus cabellos pajizos peinados por la almohada.

—¡Ay! ¿Te han despertado, mi pequeña? —Mamá corrió a asomarse a la ventana—. Impresiona, ¿verdad?

—¿Quiénes son?

—Vienen de Sudáfrica, del otro mundo.

—¿A qué?

—A vivir, cariño.

—¿Aquí? —inquirí.

Mamá no se daba cuenta de que yo lloraba.

—No tengas miedo. No va a pasarte nada. Ellos no vienen a hacerle daño a nadie.

—No me dan miedo —confesé—. Nosotras tampoco somos de esta ciudad.

—La diferencia es que nosotras hemos venido en un avión. Su viaje ha sido mucho más largo y duro que el nuestro. Además, no estamos solas.

¿Cómo hacerle entender a mamá que yo sentía que mi viaje había sido largo y duro desde que había sabido que nos iríamos? ¿Cómo explicarle que despedirme de mi profesora había sido un hecho lento y tortuoso, como una enfermedad dolorosa e incurable? ¿Cómo explicarle que yo me sentía sola, tan sola que estaba ahuecada, tan sola que esa soledad me estaba carcomiendo los huesos? ¿Cómo explicarle que, aunque estaba sofocada de calor, me moría de frío?

 

—Estamos en una ciudad fascinante, Melancolía —dijo mamá—. Y, como en todos los lugares fascinantes, verás cosas terribles.

Me parecía un presagio espantoso. Cuando los hombres que corrían desaparecieron y sus voces fueron apagándose más y más a lo lejos, todavía nos quedamos unos minutos mirando la calle, las estrellas. Mamá me dio un beso en la cabeza y me acarició los hombros. Sí, era esa su respiración, la respiración de que había tomado una buena decisión, la respiración de que allí el dolor no dolía igual. Pensé que mamá huía de las cosas que habíamos dejado atrás. Y tuve el terrible pensamiento de que menos mal que yo no había sido una de ellas. No obstante, pensé también que las personas acostumbradas a huir se pasaban la vida huyendo.

A esa edad, esa primera noche en Melilla, en el triste mes de octubre cuando septiembre acababa de morir, era consciente de que mi madre me abandonaría algún día. Era consciente de que cualquier persona era susceptible de abandonarme. Quise ser apasionante para alguien, como había leído en los libros, pero yo no sabía cómo serlo. Mamá dijo algo más antes de irse a dormir, aunque lo único que recuerdo es que me indicó que me acostase.

Volví a mi jaula sobre el colchón. Lo hice sintiendo un peso muy extraño en el pecho. Un peso cargante y liviano al mismo tiempo. Como si mi ser flotara dentro del cuerpo, pero, a la vez, se hubiera vuelto de plomo.

Una pluma de plomo que vuela. Una pluma que escribe «¡Bosa! ¡Bosa!», valiéndose de un tintero de lágrimas que alguien, o álguienes, habían derramado.