Las Muertes Chiquitas

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[CASA XOCHIQUETZAL, ENERO 2007] Conocí a Carmen cuando la fui a visitar cerca del centro de la ciudad, a la Casa Xochiquetzal, que ella había contribuido a crear, y que por aquel entonces dirigía. Un antiguo museo, el Museo de la Fama, convertido en una residencia para mujeres mayores, abuelas que se habían dedicado casi toda su vida a la prostitución y que no tenían un lugar donde vivir. Allí también conocí a Nora, a Jimena y a tantas otras abuelas que son para mí un ejemplo de vida. Y allí comí muchas veces porque las abuelas siempre se preocupan de si los jóvenes han comido.

Hicimos la entrevista en el patio de la casa. Carmen había trabajado casi toda su vida como sexoservidora y se había comprometido durante años en la lucha contra el VIH y la discriminación de su colectivo. Me contó que empezó a trabajar en la prostitución cuando tenía diecisiete años y ya era madre de tres hijos. Su marido era un hombre que no trabajaba, que la maltrataba y era capaz de obligarla a salir cuando llovía solo para ver cómo se empapaba. Todos los hijos que tuvo con él fueron fruto de violaciones, y tardó mucho tiempo en abandonarlo porque estaba muerta de miedo.

La primera vez que se prostituyó había ido al barrio de La Merced porque se estaba muriendo de hambre y la iban a echar de su casa; alguien le había dicho que el cura de una iglesia le podía dar algún trabajo, pero no fue así. Una sexoservidora de la zona que la vio a la salida del templo le preguntó por qué lloraba. Ella le contestó que era porque no tenía dinero. La prostituta le dijo que hacía un momento había visto cómo un hombre se le había acercado y le había ofrecido mil pesos para que se fuera con él, y sin embargo ella no lo había aceptado. Ella le preguntó que adónde. ¡Pues al hotel!, contestó la otra. ¿Para qué?, dijo ella. ¡Pues para coger! ¿Y qué es coger?, preguntó Carmen. ¡Pues hacer el amor! ¿Y qué es hacer el amor?, continuó ella. ¡Pues lo que haces para tener estos hijos! Carmen se levantó asustada y se fue mientras escuchaba cómo la sexoservidora le gritaba: «¡Pinches indias ignorantes, se guardan solo para un hombre que además las golpea!». Carmen se detuvo porque sintió que esa era una verdad demasiado grande como para no hacerle caso y regresó para preguntarle a la sexoservidora cómo debía hacer.

Le recomendó que fuera a buscar al hombre que antes se le había acercado, y así lo hizo. Al terminar con él, ya había una fila con otros esperando. Esa tarde solucionó la mayoría de sus problemas económicos y desde entonces juró que ni ella ni sus hijos pasarían más hambre. Trabajó siempre para ella misma, sin ningún hombre que la representara. Pasados los años se separó de su marido, quien se vengó diciendo a los hijos que su madre era una puta barata de La Merced. Todos le dieron la espalda y Carmen tuvo que irse de la casa dejando todas las cosas que ella había comprado con el trabajo de su cuerpo.

Me dijo que había tenido orgasmos maravillosos, que algo bueno del trabajo de la prostitución es que puede ser una manera de conocer el cuerpo y disfrutar de él. Le pregunté si alguna vez había tenido alguno con un cliente y me dijo que no porque, aunque algunos clientes lo hacen muy bien, ella se agarraba al cabecero de la cama para reprimirse porque no quería vender sus orgasmos.

Cuando nos conocimos Carmen estaba enferma, pero no le preocupaba la muerte. Me dijo que tenía preparada una jeringuilla para cuando los dolores fueran demasiado fuertes, para matarse, porque ella sabía que todo tenía un principio y un fin. Le pregunté dónde le gustaría ser enterrada. Sonrió y dijo que le daba igual, que sus hermanos podían tirar las cenizas en la calle, al fin y al cabo era donde siempre había estado. Le pregunté si, siendo creyente, no le preocupaba pecar, y me respondió que su único pecado había sido la ignorancia.


[COLONIA CONDESA, ENERO 2007] Entrevisté a Mayra creyendo que no hablaríamos de ella, sino de un ensayo que había escrito sobre la relación amorosa entre Hernán Cortés y la Malinche, su mujer indígena. Por si acaso había pocas mujeres que se animaran a contar su historia, pensé que tendría sentido indagar sobre las grandes figuras femeninas de la historiografía mexicana; y sobre todo porque existe una expresión que me intrigaba y que hacía referencia a la Malinche. «Ser malinchista» tiene un sentido peyorativo, equivale a ser un traidor o a que te guste más lo extranjero que lo propio.

No hicimos la entrevista en su casa, sino en casa de su madre, y cuando la terminamos entendí que no había elegido el lugar arbitrariamente. Empezamos conversando sobre la vida de la Malinche. Su nombre original era Tenepal y, a pesar de pertenecer a una clase indígena poderosa de la sociedad náhuatl, su familia la había vendido como esclava. A su llegada, Cortés fue recibido por los mayas, que, como símbolo de paz, le obsequiaron con un contingente de mujeres, entre las que estaba la Malinche, que los acompañaron en su ruta conquistadora.

Inicialmente, Marina, el nombre que obtuvo al ser bautizada, no fue amante de Cortés, sino de uno de sus capitanes. En el viaje, al llegar a la zona náhuatl, el traductor que prestaba servicio a Cortés le dijo que no entendía esa lengua y fue entonces cuando la Malinche se ofreció como intérprete. A partir de ese momento se convirtió en la traductora, asesora política, compañera y amante de Cortés. Mayra me contó que, en una de sus cartas a los reyes de España, Cortés se refería a ella como «su lengua». Su relación duró poco más de dos años, de 1519 a 1521, durante los que tuvieron un hijo: Martín Cortés, «el mestizo». Y en Coyoacán, Ciudad de México, todavía existe la casa donde vivieron y que Cortés dejó a nombre de la Malinche. En un parque cercano hay una escultura fascinante e inquietante donde los tres ofrecen las manos a quien mira como si mostraran que no tienen nada que esconder.

La tesis que Mayra escribió se proponía demostrar que estos dos personajes de la historia española y mexicana sí se enamoraron y que, en su lectura contemporánea, son un ejemplo de una relación avanzada para la época en que vivieron. Fueron dos personas que sabían que sus dos mundos habían llegado a su fin y que todo estaba a punto de transformarse. Sabían que el nuevo mundo sería el resultado de esa mezcla. Personajes valientes que a Mayra le emocionaban; en su opinión, la lectura que se ha hecho de la Malinche solamente como de una mujer abusada y violada que traicionó a su pueblo, es una interpretación machista. Estaba segura de que la Malinche y Cortés sí se amaron y no entendía cómo la lectura oficial de la historia se basaba en algo tan racista como que un europeo como Cortés no podía enamorarse de una india como la Malinche.

Me aseguró que existían pruebas que demostraban cómo Cortés nunca desatendió a la Malinche ni a su hijo. Y que escribiendo su tesis lejos de México, enfrentada a los textos históricos originales, se dio cuenta de cómo le habían contado la historia y de cómo todos llevamos una máscara cultural introyectada de racismo y de una visión en la que la mujer siempre tiene que ser la víctima. Así se hizo consciente de que a ella, como a la mayoría de las mujeres, la educaron para ser víctima y que por eso durante mucho tiempo siempre se había sentido una pinche víctima. A partir de eso, me habló de la relación de sus padres, que siguieron juntos sin amarse, de la insatisfacción de su madre en el matrimonio, que de niña tanto le había dolido y que ahora entendía; del accidente en el que murió su padre y ella se salvó. Luego hablamos de sus orgasmos. Me contó que una vez las contracciones fueron tan fuertes que expulsaron al amante que la penetraba fuera de su cuerpo. Le pedí que definiera el orgasmo y respondió: «El orgasmo es sentir y el antiorgasmo es pensar». Tiempo después, hablando de un desamor, me dijo: «Ahora sí, ya enterré a mi padre».




[COLONIA AJUSCO HUAYAMILPAS, ENERO 2007] Conocí a Citlali una tarde de invierno en el bar del Instituto de Antropología de la UNAM, donde ella cursaba su doctorado. Citlali nació en Ciudad de México, pero su familia es indígena de Oaxaca, del istmo de Tehuantepec, gente que viene de las nubes, los binizaa’.

Me contó que, de niña, su mamá iba a buscarla a la escuela vestida con su traje indígena tradicional y que sus compañeros le gritaban india. Le preguntó a su madre por qué la llamaban así y ella le explicó que la estaban insultando, porque en México eso era muy peyorativo. De pronto se puso a llorar y me contó que el racismo era la violencia más grande y la primera que recordaba desde pequeña. Y creía que esa era la razón por la cual de mayor se hizo antropóloga.

Me explicó que había tenido una relación complicada con el placer. Que cuando se fue a vivir con su novio no podía disfrutar ni tener orgasmos. Se dio cuenta de que eso era debido a la educación que había recibido en su casa y decidió hablarlo con sus padres.

Me fascinó su manera valiente de pedirles permiso y al mismo tiempo de liberarse del peso familiar. Me contó, entre risas, que cuando llegaba a casa de sus padres después de una investigación de campo, cansada y más delgada que de costumbre, su madre le contaba que su padre pensaba que había abortado.

 

Hablamos de sus compañeras de la facultad, que parecían mucho más liberadas sexualmente de lo que en realidad lo eran. Me contó que se daba cuenta de que, en la mayor parte del México contemporáneo de clase media aspiracional, ella era todavía un ejemplo de lo que nadie quería ser: mujer, indígena y pobre. Y que esta sociedad contemporánea le pide a la mujer demasiadas cosas: que estudie, que tenga un doctorado, que hable diversas lenguas, que viaje, que sea una buena madre y esposa, y que a la vez sea multiorgásmica. Que el orgasmo se había convertido en una especie de obligación contractual en las relaciones sexuales.

La conversación derivó hacia otras injusticias y violencias y terminó centrándose en el año 2006 porque para ella había sido el año más oscuro. Me habló del fraude electoral de las elecciones generales, de cómo fue al Zócalo convencida de celebrar la victoria de López Obrador, y su gran desengaño y tristeza, a pesar de que sabía que esa victoria no era la solución a todos los problemas del país. De cómo siguieron las marchas, las manifestaciones, los ayunos, y de que ya no sabía qué más hacer. Después relató el caso de Atenco, donde varios de sus compañeros antropólogos fueron testigos de la represión del pueblo indígena a manos del ejército, y de la sangre que resbalaba por debajo de las puertas. De la impotencia al conocer la detención y violación de Doña Magdalena y de tantas otras mujeres y hombres de Atenco, que seguían encarcelados.

Me habló de la APPO, la Asamblea de los Pueblos de Oaxaca, creada a partir de la violenta represión del gobierno de Ulises Ruiz de las demandas de los maestros. Me detalló el compromiso de tanta gente cercana a ella, de su preocupación por ellos, de los amigos encarcelados y desaparecidos. Del miedo y de tantas cosas que no puedo escribir. Conversamos también del pueblo de su familia en el istmo, San Blas de Atempa, convertido en municipio autónomo después de que, en 2003, el pueblo sublevado echara del gobierno a la presidenta del PRI y tomara el ayuntamiento; el pueblo en el que su abuela ondeó una bandera amarilla dos años después de que le mataran a un hijo por sus creencias políticas. Hablamos de los orgasmos de las mujeres indígenas y me contó que, en una ocasión, en un congreso, un compañero comentó que las mujeres indígenas no tenían orgasmos porque eso era un invento occidental, y que ellas ni lo tenían ni lo necesitaban. Nos reímos y le pregunté qué opinarían de ello las mujeres indígenas mayores y si había una palabra para referirse al orgasmo en su lengua materna y me dijo que no lo sabía, que tendría que preguntárselo a su madre. Un año después, para la celebración del Día de Muertos, viajé a San Blas de Atempa, conocí a su madre y frente al altar se lo pregunté.


[LUCES EN EL MAR, FEBRERO 2007] La entrevisté de noche, fumando «la gran maestra» en el tapanco de madera de coco más alto de Nuestra Casa, al que se subía por una escalerita, y donde ella dormía cada vez que llegaba para descansar y refugiarse. Vero es psicóloga y cuando hicimos la entrevista trabajaba en educación capacitando a maestros en zonas indígenas.

Es hija de una mujer de Oaxaca y un hombre del D.F. que fundaron en Acapulco un cabaret llamado El Gato Negro. Vero, como sus hermanas, lleva el nombre de una de las bailarinas porque creció en medio de ese espléndido puterío. Me contó que una vez vio cómo una artista del local se desabrochó su bata roja, mostrándose delante de un cliente chino que abrió tanto sus ojos que dejaron de ser rasgados. Vero le preguntó a su padre qué había visto aquel hombre para abrir así los ojos, y su padre le dijo: «¡El cielo, hija, el cielo!». Su padre era un hombre muy femenino, la primera vez que se acostó con la madre de Vero se vistió con una bata de mujer; y, en otra ocasión, cuando por un desamor Vero llegó llorando a casa buscando a su madre, su padre, viendo que no había mujer que pudiera consolarla, le dijo: «Voy a agarrar mis testículos y me los voy a poner hacia atrás y se va a hacer una vagina. Entonces vamos a poder hablar de mujer a mujer, ¡ven!».

Vero ama a los hombres y a las mujeres, y explicaba, entre risas, que estas le gustaban más porque su madre le había contado que, cuando estaba embarazada de ella, hizo el amor con una mujer en unos baños. Y porque, de pequeña, cuando estaba triste o enojada, su madre le agarraba la cabeza y jugando se la metía entre sus piernas diciéndole: «¡Métase a su hoyo, métase, que jamás tendría que haber salido de ahí!». Le pregunté sobre algún orgasmo en especial y terminamos hablando de los orgasmos místicos. Vero decía que eran como meterse en una cueva o en una matriz, y creía que demasiado placer te podría matar.

Cuando era niña, una tarde sus padres la sorprendieron con su hermano mayor en un juego erótico que ella, de algún modo, había provocado. Los padres regañaron mucho a su hermano; desde ese día, se estableció una distancia entre ellos dos con la sombra de una situación malentendida. Luego me habló de la noche en que, muchos años más tarde, asesinaron a su hermano cuando la defendía en un asalto a la casa en el que un hombre la intentó violar. Recibió un balazo. Ella le tocó el pecho y le pidió que aguantara y la esperara.

Me dijo emocionada que esa fue la primera vez que pudo tocar a su hermano después de tantos años. Pero no fue hasta que estuvo junto al ataúd cuando le pudo decir que todo estaba bien, que aquella tarde de niños no pasó nada malo.

La madre de Vero, que le había enseñado mucho y escuchado sin hacer juicios sobre su placer, murió de cáncer acompañada por todos sus hijos y en el momento que ella decidió. Pasó parte de sus últimos días en la misma casa donde hicimos la entrevista. Vero describió Nuestra Casa como un gran útero que todo lo contenía y que nada negaba. En el momento de su muerte, Felisa, su madre, pidió que le cantaran «La llorona», esa canción mexicana que dice así: «… tú eres como el chile verde, llorona, picante, pero sabroso».


[PIE DE LA CUESTA, FEBRERO 2007] Eva llegó a la entrevista vestida con un traje indígena, los labios pintados, una pluma en la cabeza y la mirada más altiva y penetrante que había visto en mucho tiempo. Me habían contado de ella que era una mujer muy cabrona, que dormía con un machete, al que le había puesto nombre, debajo de la almohada y no permitía que nadie la maltratara. Pero en la entrevista lloró como hacía mucho que no lloraba. Eva es psicóloga y nació en la región norte del estado de Guerrero, en un pueblo llamado Apaxtla. Trabaja atendiendo a mujeres víctimas de violación en aquella zona y gracias a ella muchos violadores están en la cárcel. Mientras releíamos juntas esta biografía, me dijo que se daba cuenta de que al atender a otras mujeres en realidad ella se estaba atendiendo a sí misma.

A Eva, como a tantas otras mujeres de Guerrero, la casaron de niña con un tipo que la secuestró y que, al día siguiente, manteniendo las tradiciones de la zona, fue a pedir el perdón y el permiso de los padres, que, sin preguntarle a ella su opinión, firmaron el acta matrimonial. Además, Eva recibió una tremenda paliza de su madre y eso le confirmó que era mejor irse con ese pendejo que no quedarse allí. Le pregunté por su vida con él y me respondió, con una gran sonrisa en el rostro, que, tiempo después y gracias a Dios, su marido murió. Ya viuda, de regreso en la casa de su madre, siguió sufriendo el control y los maltratos de las mujeres de la familia. «Antes como antes y ahora como ahora», sentenciaba su madre.

Se volvió a casar con un hombre mayor y adinerado, pero con el que apenas tenía relaciones sexuales. Conoció a un primo lejano e inexperto que se convirtió en su amante. Eva quería tener un hijo. Y, a pesar de que pensó que su relación solamente duraría hasta que ella quedara embarazada, se enamoró de él, lo llevó a casa y, al cabo del tiempo, dejó a su marido y se fueron juntos. Eva tuvo dos hijos: un varón al que llamó Adán y una mujer a la que llamó Yamel. Los dos mejores orgasmos de su vida fueron cuando se quedó embarazada de ellos dos. Eva cree que un orgasmo es como agarrar las alas de un ángel. Después empezaron los maltratos mutuos e incomprensiblemente su nueva vida se convirtió en una relación de violencia en la que ella estuvo a punto de morir.

Me contó que pensó muchas veces en suicidarse porque no podía entender que ella fuera capaz de hacer el amor con un tipo que la maltrataba. Un día se lo confesó a su hijo y él le dijo que sí, que se quitara la vida. Fue así como reaccionó y entendió que no era ella la que tenía que morir, porque ella había dado vida y placer. Una noche, en la cama, bañó al hombre en alcohol, prendió un encendedor y le dijo que si alguna vez la volvía a mal tocar, mal mirar o mal hablar lo mataría. A partir de entonces ese hombre se dio la vuelta como un calcetín y se convirtió en un hombre que la cuidaba, la tocaba y le hablaba exactamente como a ella le gustaba, y al que, si quería, le podía decir «No me gusta cómo me estás tocando». El padre de sus hijos sabía silbar canciones bellísimas iguales a las que tarareaba su padre, al que siempre adoró, pero Eva ya no le permitía ni eso. Aunque nunca se separó él, ha tenido amantes mujeres porque son maravillosas. La última vez que la vi me dijo que se hacía cargo de su madre enferma en casa. ¿Por qué? ¡Si te maltrató tanto!, le pregunté yo. «Porque yo no soy como ella.»

Al final de la entrevista me comentó que le gustaba ver y sentir que había tanta gente viva, pero que ella no estaba viva. Que yo estaba entrevistando a una mujer que había muerto hacía tiempo. Tan cabrona era que le había ganado la batalla a la muerte.




[SUR DE CIUDAD DE MÉXICO, MARZO 2007] A Ana María la conocí en una sesión del Seminario Permanente de Antropología de Género que estaba coordinando en la UNAM. Creo que fue Ulises, que se reía mucho de mí pero se tomaba en serio mi proyecto, quien me puso en contacto con ella. Me invitó a presentar la propuesta y yo lo hice como pude delante de una docena de investigadoras que me dieron consejos y mucha bibliografía. Cuando acabó la sesión, al ver que ninguna aceptaba mi petición de entrevista, ella se ofreció.

Nos encontramos en su casa; lo primero que dijo fue que aquello se asemejaba a las ondas que se producían en un vórtice. Porque siendo ella investigadora, alguien que estudiaba los datos de otros, de pronto se convertía en objeto de observación mientras ella indagaba en los intersticios de su historia y sus fantasmas personales.

Ana María nació en la década de los cincuenta en Ciudad de México. Llegó a esta vida –como ella decía– a gritos y sombrerazos, pero en medio de la censura y el reproche de la sexualidad activa de unos padres demasiado mayores. La séptima hija, hermana muy menor, ocupó un lugar en esa familia numerosa donde sus sobrinos se convirtieron en hermanos, y en la que un primo abusó de ella. Así empezó un silencio largo y un deseo de venganza muy fuerte que se materializó cuando el primo murió en un accidente de alpinismo en el volcán Popocatépetl. En su fantasía infantil, convivió con la idea de que «tan fuerte era el deseo de venganza que hasta la muerte se pudo».

Durante mucho tiempo le dio vergüenza exponerse a otro porque se sentía incompleta, un producto dañado, y acercarse a alguien era quedar expuesta y poner en evidencia el daño.

Independientemente de lo graciosa e inteligente que fuera o de los tantos atributos que hubiera desarrollado como sujeto, siempre estuvo presente esa falta y el dolor. Un dolor que se resarció en la década de los setenta, después del golpe en Chile, con un chico de las juventudes comunistas exiliado, alguien que venía también con una historia de dolor y persecución. Para Ana María el orgasmo significó resolver ese hueco, esa herida profunda de niña y descubrirse como un ser gozoso. Ante eso, no tenía nada más que decir que gracias. «Porque negarnos la posibilidad del placer es como negarnos la vida misma.»

 

Luego conoció a su esposo y padre de su hija. Vivieron en Michigan, EE. UU. Siguió con su proyecto académico y regresaron a México. Quedó embarazada sin desearlo y a pesar de los métodos anticonceptivos utilizados. Abortó. Una decisión tomada en esa inevitable soledad del «es tu cuerpo; y tú decides», donde la decisión queda de tu lado y es, al fin y al cabo, un desafío frente a las instituciones y los prejuicios. Tiempo después, tuvo una hija, y cuando la niña tenía ocho años descubrió que su marido era gay. Entonces todo lo que le había parecido un deseo genuino de formar una familia lo vivió como una mascarada. Se sintió violentada en lo más profundo y, aunque él seguía negando su homosexualidad, se divorció. Porque no hay peor violencia que la deshonestidad hacia el otro. A partir de ahí, y gracias al trabajo académico de la universidad y el proceso psicoanalítico, descubrió otro placer. «Ese que más allá de una sexualidad vinculada al erotismo se manifiesta de muchas otras formas que no pasan por la cama: el placer de dialogar y debatir. Un placer que tiene que ver con el reconocimiento de tu persona, con la ética del trabajo y con los logros personales. Porque todo está unido y mientras más integrados estemos, más placentera será nuestra existencia.» El celibato voluntario en el que vivía cuando la conocí era una gran fuente de placer que le permitía aprender a disfrutar de sí misma y dejar de ser perfeccionista. El mundo no es perfecto, y mucho menos las personas, y su hija siempre le recordaba: los perfeccionistas son infelices.

Ana María me dijo que hay que escapar de la violencia institucionalizada, del cautiverio de uno mismo, de nuestros cuerpos, de nuestra ignorancia. Insistía en que no podíamos quedarnos con el papel de víctimas. Y lamentaba que a los mexicanos se les hubiese educado para serlo siempre.

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