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Calló en diciendo esto el elocuente viejo gitano, y el novicio dijo que se holgaba mucho de haber sabido tan loables estatutos, y que él pensaba hacer profesión en aquella orden tan puesta en razón y en políticos fundamentos, y que solo le pesaba no haber venido más presto en conocimiento de tan alegre vida, y que desde aquel punto renunciaba la profesión de caballero y la vanagloria de su ilustre linaje, y lo ponía todo debajo del yugo o, por mejor decir, debajo de las leyes con que ellos vivían, pues con tan alta recompensa le satisfacían el deseo de servirlos, entregándole a la divina Preciosa, por quien él dejaría coronas e imperios, y solo los desearía para servirla.

A lo cual respondió Preciosa:

—Puesto que estos señores legisladores han hallado por sus leyes que soy tuya, y que por tuya te me han entregado, yo he hallado por la ley de mi voluntad, que es la más fuerte de todas, que no quiero serlo si no es con las condiciones que antes que aquí vinieses entre los dos concertamos. Dos años has de vivir en nuestra compañía primero que de la mía goces, porque tú no te arrepientas por ligero, ni yo quede engañada por presurosa. Condiciones rompen leyes; las que te he puesto sabes: si las quisieres guardar, podrá ser que sea tuya y tú seas mío, y donde no, aún no es muerta la mula, tus vestidos están enteros, y de tu dinero no te falta un ardite; la ausencia que has hecho no ha sido aún de un día; que de lo que dél falta te puedes servir y dar lugar que consideres lo que más te conviene. Estos señores bien pueden entregarte mi cuerpo; pero no mi alma, que es libre, y nació libre, y ha de ser libre en tanto que yo quisiere. Si te quedas, te estimaré en mucho; si te vuelves, no te tendré en menos; porque, a mi parecer, los ímpetus amorosos corren a rienda suelta, hasta que encuentran con la razón o con el desengaño; y no querría yo que fueses tú para conmigo como es el cazador, que en alcanzando la liebre que sigue, la coge, y la deja, para correr tras otra que le huye. Ojos hay engañados que a la primera vista también les parece el oropel como el oro, pero a poco rato bien conocen la diferencia que hay de lo fino a lo falso. Esta mi hermosura que tú dices que tengo, que la estimas sobre el sol y la encareces sobre el oro, ¿qué sé yo si de cerca te parecerá sombra, y tocada, caerás en que es de alquimia? Dos años te doy de tiempo para que tantees y ponderes lo que será bien que escojas o será justo que deseches; que la prenda que una vez comprada, nadie se puede deshacer de ella sino con la muerte, bien es que haya tiempo, y mucho, para miralla y miralla, ver en ella las faltas o las virtudes que tiene; que yo no me rijo por la bárbara e insolente licencia que estos mis parientes se han tomado de dejar las mujeres, o castigarlas, cuando se les antoja; y como yo no pienso hacer cosa que llame al castigo, no quiero tomar compañía que por su gusto me deseche.

—Tienes razón, ¡oh Preciosa! —dijo a este punto Andrés—; y así, si quieres que asegure tus temores y menoscabe tus sospechas jurándote que no saldré un punto de las órdenes que me pusieres, mira qué juramento quieres que haga, o qué otra seguridad puedo darte; que a todo me hallarás dispuesto.

—Los juramentos y promesas que hace el cautivo porque le den libertad pocas veces se cumplen con ella —dijo Preciosa—; y así son, según pienso, los del amante; que, por conseguir su deseo, prometerá las alas de Mercurio y los rayos de Júpiter, como me prometió a mí un cierto poeta, y juraba por la laguna Estigia. No quiero juramentos, señor Andrés, ni quiero promesas. Solo quiero remitirlo todo a la experiencia de este noviciado, y a mí se me quedará el cargo de guardarme, cuando vos le tuviéredes de ofenderme.

—Sea así —respondió Andrés—. Sola una cosa pido a estos señores y compañeros míos, y es que no me fuercen a que hurte ninguna cosa, por tiempo de un mes siquiera; porque me parece que no he de acertar a ser ladrón si antes no preceden muchas liciones.

—Calla, hijo —dijo el gitano viejo—, que aquí te industriaremos de manera que salgas un águila en el oficio. Y cuando le sepas, has de gustar dél de modo que te comas las manos tras él. ¿Ya es cosa de burla salir vacío por la mañana y volver cargado a la noche al rancho?

—De azotes he visto yo volver algunos desos vacíos —dijo Andrés.

—No se toman truchas, etc. —replicó el viejo—. Todas las cosas de esta vida están sujetas a diversos peligros, y las acciones del ladrón, al de las galeras, azotes y horca. Pero no porque corra un navío tormenta o se anegue han de dejar los otros de navegar. ¡Bueno sería que porque la guerra come los hombres y los caballos, dejase de haber soldados! Cuanto más, que el ser azotado por justicia entre nosotros, es tener un hábito en las espaldas, que le parece mejor que si le trajese en los pechos, y de los buenos. El toque está en no acabar acoceando el aire en la flor de nuestra juventud y a los primeros delitos; que el mosqueo de las espaldas, ni el apalear el agua en las galeras, no lo estimamos en un cacao. Hijo Andrés, reposad ahora en el nido debajo de nuestras alas; que a su tiempo os sacaremos a volar y en parte donde no volváis sin presa, y lo dicho: que os habéis de lamer los dedos tras cada hurto.

—Pues para recompensar —dijo Andrés— lo que yo podría hurtar en este tiempo que se me da de venia, quiero repartir doscientos escudos de oro entre todos los del rancho.

Apenas hubo dicho esto cuando arremetieron a él muchos gitanos, y levantándole en los brazos y sobre los hombros, le cantaban el «victor, victor» y «el grande Andrés», añadiendo: «¡Y viva, viva Preciosa, amada prenda suya!».

Las gitanas hicieron lo mismo con Preciosa, no sin envidia de Cristina y de otras gitanillas que se hallaron presentes. Que la envidia también se aloja en los aduares de los bárbaros y en las chozas de los pastores como en los palacios de príncipes, y esto de ver medrar al vecino, que me parece que no tiene más merecimientos que yo, fatiga.

Hecho esto, comieron lautamente. Repartiose el dinero prometido con equidad y justicia. Renováronse las alabanzas de Andrés y subieron al cielo la hermosura de Preciosa.

Llegó la noche, acocotaron la mula, y enterráronla de modo que quedó seguro Andrés de ser por ella descubierto; y también enterraron con ella sus alhajas, como fueron silla, freno y cinchas, a uso de los indios, que sepultan con ellos sus más ricas preseas.

De todo lo que había visto y oído, y de los ingenios de los gitanos, quedó admirado Andrés, y con propósito de seguir y conseguir su empresa sin entremeterse nada en sus costumbres o, a lo menos, excusarlo por todas las vías que pudiese, pensando exentarse de la jurisdicción de obedecerlos en las cosas injustas que le mandasen a costa de su dinero.

Otro día les rogó Andrés que mudasen de sitio y se alejasen de Madrid, porque temía ser conocido si allí estaba. Ellos dijeron que ya tenían determinado irse a los montes de Toledo, y desde allí correr y garramar toda la tierra circunvecina.

Levantaron, pues, el rancho y diéronle a Andrés una pollina en que fuese; pero él no la quiso, sino irse a pie, sirviendo de lacayo a Preciosa, que sobre otra iba; ella, contentísima de ver cómo triunfaba de su gallardo escudero, y él ni más ni menos, de ver junto a sí a la que había hecho señora de su albedrío.

¡Oh poderosa fuerza deste que llaman dulce dios de la amargura (título que le ha dado la ociosidad y el descuido nuestro), y con qué veras nos avasalla, y cuán sin respeto nos trata! Caballero es Andrés, y mozo de muy buen entendimiento, criado casi toda su vida en la Corte y con el regalo de sus ricos padres, y desde ayer acá ha hecho tal mudanza, que engañó a sus criados y amigos, defraudó las esperanzas que sus padres en él tenían, dejó el camino de Flandes, donde había de ejercitar el valor de su persona y acrecentar la honra de su linaje, y se vino a postrar a los pies de una muchacha, y a ser su lacayo, que, puesto que hermosísima, en fin era gitana: privilegio de la hermosura, que trae el redopelo y por la melena a sus pies a la voluntad más exenta.

De allí a cuatro días llegaron a una aldea, dos leguas de Toledo, donde asentaron su aduar, dando primero algunas prendas de plata al alcalde del pueblo en fianzas de que en él ni en todo su término no hurtarían ninguna cosa.

Hecho esto, todas las gitanas viejas y algunas mozas, y los gitanos, se esparcieron por todos los lugares o, a lo menos, apartados por cuatro o cinco leguas de aquel donde habían asentado su real. Fue con ellos Andrés a tomar la primera lición de ladrón; pero, aunque le dieron muchas en aquella salida, ninguna se le asentó; antes correspondiendo a su buena sangre, con cada hurto que sus maestros hacían se le arrancaba el alma, y tal vez hubo que pagó de su dinero los hurtos que sus compañeros habían hecho, conmovido de las lágrimas de sus dueños. De lo cual los gitanos se desesperaban, diciendo que era contravenir a sus estatutos y ordenanzas, que prohibían la entrada a la caridad en sus pechos, la cual, en teniéndola, habían de dejar de ser ladrones, cosa que no les estaba bien en ninguna manera.

Viendo, pues, esto Andrés, dijo que él quería hurtar por sí solo, sin ir en compañía de nadie. Porque para huir del peligro tenía ligereza, y para acometelle no le faltaba el ánimo, así que el premio o el castigo de lo que hurtase quería que fuese solo suyo.

Procuraron los gitanos disuadirle deste propósito, diciéndole que le podrían suceder ocasiones donde fuese necesaria la compañía, así para acometer como para defenderse, y que una persona sola no podía hacer grandes presas.

Pero, por más que dijeron, Andrés quiso ser ladrón solo y señero, con intención de apartarse de la cuadrilla y comprar por su dinero alguna cosa que pudiese decir que la había hurtado, y deste modo cargar lo menos que pudiese sobre su conciencia.

 

Usando, pues, de esta industria, en menos de un mes trujo más provecho a la compañía que trujeron cuatro de los más estirados ladrones della, de que no poco se holgaba Preciosa viendo a su tierno amante tan lindo y tan despejado ladrón; pero con todo eso estaba temerosa de alguna desgracia, que no quisiera ella verle en afrenta por todo el tesoro de Venecia, obligada a tenerle aquella buena voluntad por los muchos servicios y regalos que su Andrés le hacía.

Poco más de un mes se estuvieron en los términos de Toledo, donde hicieron su agosto, aunque era por el mes de setiembre, y desde allí se entraron en Extremadura, por ser tierra rica y caliente.

Pasaba Andrés con Preciosa honestos, discretos y enamorados coloquios, y ella poco a poco se iba enamorando de la discreción y buen trato de su amante, y él, del mismo modo, si pudiera crecer su amor, fuera creciendo: tal era la honestidad, discreción y belleza de su Preciosa. Adoquiera que llegaban, él se llevaba el precio y las apuestas de corredor y de saltar más que ninguno; jugaba a los bolos y a la pelota extremadamente; tiraba la barra con mucha fuerza y singular destreza. Finalmente, en poco tiempo voló su fama por toda Extremadura, y no había lugar donde no se hablase de la gallarda disposición del gitano Andrés Caballero y de sus gracias y habilidades, y al par de esta fama corría la de la hermosura de la gitanilla, y no había villa, lugar ni aldea donde no los llamasen para regocijar las fiestas votivas suyas o para otros particulares regocijos. Desta manera iba el aduar rico, próspero y contento, y los amantes gozosos con solo mirarse.

Sucedió, pues, que teniendo el aduar entre unas encinas, algo apartado del camino real, oyeron una noche, casi a la mitad della, ladrar sus perros con mucho ahínco y más de lo que acostumbraban. Salieron algunos gitanos, y con ellos Andrés, a ver a quién ladraban, y vieron que se defendía dellos un hombre vestido de blanco, a quien tenían dos perros asido de una pierna; llegaron y quitáronle, y uno de los gitanos le dijo:

—¿Quién diablos os trujo por aquí, hombre, a tales horas y tan fuera de camino? ¿Venís a hurtar por ventura? Porque en verdad que habéis llegado a buen puerto.

—No vengo a hurtar —respondió el mordido—; no sé si vengo o no fuera de camino, aunque bien veo que vengo descaminado. Pero decidme, señores, ¿está por aquí alguna venta o lugar donde pueda recogerme esta noche, y curarme de las heridas que vuestros perros me han hecho?

—No hay lugar ni venta donde podamos encaminaros —respondió Andrés—; mas para curar vuestras heridas y alojaros esta noche no os faltará comodidad en nuestros ranchos. Veníos con nosotros; que aunque somos gitanos, no lo parecemos en la caridad.

—Dios la use con vosotros —respondió el hombre—, y llevadme donde quisiéredes, que el dolor de esta pierna me fatiga mucho.

Llegose a él Andrés y otro gitano caritativo (que aun entre los demonios hay unos peores que otros, y entre muchos malos hombres suele haber alguno bueno), y entre los dos le llevaron. Hacía la noche clara con la luna, de manera que pudieron ver que el hombre era mozo, de gentil rostro y talle. Venía vestido todo de lienzo blanco, y atravesada por las espaldas y ceñida a los pechos una como camisa o talega de lienzo. Llegaron a la barraca o toldo de Andrés, y con presteza encendieron lumbre y luz, y acudió luego la abuela de Preciosa a curar el herido, de quien ya le habían dado cuenta. Tomó algunos pelos de los perros, friolos en aceite, y lavando primero con vino dos mordeduras que tenía en la pierna izquierda, le puso los pelos con el aceite en ellas, y encima un poco de romero verde mascado: lióselo muy bien con paños limpios y santiguole las heridas, y díjole:

—Dormid, amigo, que con el ayuda de Dios no será nada.

En tanto que curaban al herido, estaba Preciosa delante, y estúvole mirando ahincadamente, y lo mismo hacía él a ella, de modo que Andrés echó de ver la atención con que el mozo la miraba; pero echolo a que la mucha hermosura de Preciosa se llevaba tras sí los ojos. En resolución, después de curado el mozo le dejaron solo sobre un lecho hecho de heno seco, y por entonces no quisieron preguntarle nada de su camino ni de otra cosa.

Apenas se apartaron dél cuando Preciosa llamó a Andrés aparte, y le dijo:

—¿Acuérdaste, Andrés, de un papel que se me cayó en tu casa cuando bailaba con mis compañeras, que según creo te dio un mal rato?

—Sí acuerdo —respondió Andrés—, y era un soneto en tu alabanza, y no malo.

—Pues has de saber, Andrés —replicó Preciosa—, que el que hizo aquel soneto es ese mozo mordido que dejamos en la choza; y en ninguna manera me engaño, porque me habló en Madrid dos o tres veces, y aun me dio un romance muy bueno. Allí andaba, a mi parecer, como paje; mas no de los ordinarios, sino de los favorecidos de algún príncipe; y en verdad te digo, Andrés, que el mozo es discreto, y bien razonado, y sobremanera, honesto, y no sé qué pueda imaginar desta su venida y en tal traje.

—¿Qué puedes imaginar, Preciosa? —respondió Andrés—. Ninguna otra cosa sino que la misma fuerza que a mí me ha hecho gitano le ha hecho a él parecer molinero, y venir a buscarte. ¡Ah, Preciosa, Preciosa, y cómo se va descubriendo que te quieres preciar de tener más de un rendido! Y si esto es así, acábame a mí primero, y luego matarás a ese otro, y no quieras sacrificarnos juntos en las aras de tu engaño, por no decir de tu belleza.

—¡Válame Dios —respondió Preciosa—, Andrés, y cuán delicado andas, y cuán de un sotil cabello tienes colgadas tus esperanzas y mi crédito, pues con tanta facilidad te ha penetrado el alma la dura espada de los celos! Dime, Andrés: si en esto hubiera artificio o engaño alguno, ¿no supiera yo callar y encubrir quién era este mozo? ¿Soy tan necia por ventura que te había de dar ocasión de poner en duda mi bondad y buen término? Calla, Andrés, por tu vida, y mañana procura sacar del pecho deste tu asombro adónde va o a lo que viene. Podría ser que estuviese engañada tu sospecha, como yo no lo estoy de que sea el que he dicho. Y para más satisfacción tuya, pues ya he llegado a término de satisfacerte, de cualquiera manera y con cualquiera intención que ese mozo venga, despídele luego y haz que se vaya; pues todos los de nuestra parcialidad te obedecen, y no habrá ninguno que contra tu voluntad le quiera dar acogida en su rancho; y cuando esto así no suceda, yo te doy mi palabra de no salir del mío, ni dejarme ver de sus ojos, ni de todos aquellos que tú quisieres que no me vean.

Y prosiguiendo adelante, dijo:

—Mira, Andrés, no me pesa a mí de verte celoso; pero pesarme ha mucho si te veo indiscreto.

—Como no me veas loco, Preciosa —respondió Andrés—, cualquiera otra demostración será poca o ninguna para dar a entender adónde llega y cuánto fatiga la amarga y dura presunción de los celos. Pero, con todo eso, yo haré lo que me mandas y sabré, si es que es posible, qué es lo que este señor paje poeta quiere, dónde va o qué es lo que busca; que podría ser que por algún hilo que sin cuidado muestre sacase yo todo el ovillo con que temo viene a enredarme.

—Nunca los celos, a lo que imagino —dijo Preciosa—, dejan el entendimiento libre para que pueda juzgar las cosas como ellas son: siempre miran los celosos con antojos de allende, que hacen las cosas pequeñas grandes; los enanos, gigantes, y las sospechas, verdades. Por vida tuya y por la mía, Andrés, que procedas en esto y en todo lo que tocare a nuestros conciertos cuerda y discretamente; que si así lo hicieres, sé que me has de conceder la palma de honesta y recatada, y de verdadera en todo extremo.

Con esto se despidió de Andrés, y él se quedó esperando el día para tomar la confesión al herido, llena de turbación el alma y de mil contrarias imaginaciones. No podía creer sino que aquel paje había venido allí atraído de la hermosura de Preciosa; porque piensa el ladrón que todos son de su condición. Por otra parte, la satisfacción que Preciosa le había dado le parecía ser de tanta fuerza, que le obligaba a vivir seguro y a dejar en las manos de su bondad toda su ventura.

Llegose el día (que a él le pareció haberse tardado más que otras veces), visitó al mordido, preguntole cómo se llamaba, y adónde iba, y cómo caminaba tan tarde y tan fuera de camino; aunque primero le preguntó cómo estaba, y si se sentía sin dolor de las mordeduras.

A lo cual respondió el mozo que se hallaba mejor y sin dolor alguno, y de manera que podría ponerse en camino. A lo de decir su nombre y adónde iba, no dijo otra cosa sino que se llamaba Alonso Hurtado y que iba a Nuestra Señora de la Peña de Francia a un cierto negocio, y que por llegar con brevedad caminaba de noche, y que la pasada había perdido el camino, y acaso había dado con aquel aduar, donde los perros que le guardaban le habían puesto del modo que había visto.

No le pareció a Andrés legítima esta declaración, sino muy bastarda, y de nuevo volvieron a hacerle cosquillas en el alma sus sospechas, y así le dijo:

—Hermano, si yo fuera juez y vos hubiérades caído debajo de mi jurisdicción por algún delito, el cual pidiera que se os hicieran las preguntas que yo os he hecho, la respuesta que me habéis dado obligara a que os apretara los cordeles. Yo no quiero saber quién sois, cómo os llamáis o adónde vais, pero adviértoos que si os conviene mentir en este vuestro viaje, mintáis con más apariencia de verdad. Decís que vais a la Peña de Francia, y dejaisla a la mano derecha, más atrás de este lugar, donde estamos bien treinta leguas; camináis de noche para llegar presto, y vais fuera de camino por entre bosques y encinares que no tienen sendas apenas, cuanto más caminos. Amigo, levantaos y aprended a mentir, y andad enhorabuena. Pero por este buen aviso que os doy, ¿no me diréis una verdad? Que sí diréis, pues tan mal sabéis mentir. Decidme: ¿sois por ventura uno que yo he visto muchas veces en la Corte, entre paje y caballero, que tenía fama de ser gran poeta, uno que hizo un romance y un soneto a una gitanilla que los días pasados andaba por Madrid, que era tenida por singular en la belleza? Decídmelo; que yo os prometo por la fe de caballero gitano de guardaros todo el secreto que vos viéredes que os conviene. Mirad que el negarme la verdad de que no sois el que yo digo, no llevaría camino, porque este rostro que yo veo aquí es el propio que vide en Madrid. Sin duda alguna que la gran fama de vuestro entendimiento me hizo muchas veces que os mirase como a hombre raro e insigne, y así se me quedó tan estampada en la memoria vuestra figura, que os he venido a conocer por ella, aun puesto en el diferente traje en que estáis agora del en que os vi entonces. No os turbéis, animaos y no penséis que habéis llegado a un pueblo de ladrones, sino a un asilo que os sabrá guardar y defender de todo el mundo. Mirad: yo imagino una cosa, y si es así como lo imagino, vos habéis topado con vuestra suerte en haber encontrado conmigo. Lo que imagino es que, enamorado de Preciosa, aquella hermosa gitanica a quien hicisteis los versos, habéis venido a buscarla, por lo que yo no os tendré en menos, sino en mucho más; que, aunque gitano, la experiencia me ha mostrado adónde se extiende la poderosa fuerza de amor y las transformaciones que hace hacer a los que coge debajo de su jurisdicción y mando. Si esto es así, como creo que sin duda lo es, aquí está la gitanica.

—Sí, aquí está; que yo la vi anoche —dijo el mordido.

Razón con que Andrés quedó como difunto, pareciéndole que había salido al cabo con la confirmación de sus sospechas.

—Anoche la vi —tornó a referir el mozo—; pero no me atrevía a decirle quién era, porque no me convenía.

—Desta manera —dijo Andrés—, ¿vos sois el poeta que yo he dicho?

—Sí soy —replicó el mancebo—; que no lo puedo ni lo quiero negar. Quizá podría ser que donde he pensado perderme hubiese venido a ganarme, si es que hay fidelidad en las selvas y buen acogimiento en los montes.

—Hayle sin duda —respondió Andrés—, y entre nosotros los gitanos, el mayor secreto del mundo. Con esta confianza podéis, señor, descubrirme vuestro pecho; porque hallaréis en el mío lo que veréis sin doblez alguno. La gitanilla es parienta mía, y está sujeta a lo que yo quisiere hacer della. Si la quisiéredes por esposa, yo y todos sus parientes gustaremos dello, y lo tendremos por bien; y si por amiga, no usaremos de ninguna melindre, con tal que tengáis dineros, porque la codicia por jamás sale de nuestros ranchos.

—Dineros traigo —respondió el mozo—; en estas mangas de camisa que traigo ceñida por el cuerpo vienen cuatrocientos escudos de oro.

 

Este fue otro susto mortal que recibió Andrés, viendo que el traer tanto dinero no era sino para conquistar o comprar su prenda; y con lengua ya turbada dijo:

—Buena cantidad es esa; no hay sino descubriros, y manos a la labor; que la muchacha, que no es nada boba, verá cuán bien le está ser vuestra.

—¡Ay, amigo! —dijo a esta sazón el mozo—. Quiero que sepáis que la fuerza que me ha hecho mudar de traje no es la de amor que vos decís ni de desear a Preciosa; que hermosas tiene Madrid que pueden y saben robar los corazones y rendir las almas tan bien y mejor que las más hermosas gitanas, puesto que confieso que la hermosura de vuestra parienta a todas las que yo he visto se aventaja. Quien me tiene en este traje, a pie y mordido de perros, no es amor, sino desgracia mía.

Con estas razones que el mozo iba diciendo, iba Andrés cobrando los espíritus perdidos, pareciéndole que se encaminaban a otro paradero del que se imaginaba. Y deseoso de salir de aquella confusión volvió a reforzarle la seguridad con que podía descubrirse.

Y así, él prosiguió diciendo:

—Yo estaba en Madrid en casa de un título, a quien servía no como a señor, sino como a pariente. Este tenía un hijo único, heredero suyo, el cual, así por el parentesco como por ser ambos de una edad y de una condición misma, me trataba con familiaridad y amistad grande. Sucedió que este caballero se enamoró de una doncella principal, a quien él escogiera de bonísima gana para su esposa, si no tuviera la voluntad sujeta como buen hijo a la de sus padres, que aspiraban a casarle más altamente; pero, con todo eso, la servía a hurto de todos los ojos que pudieran con las lenguas sacar a la plaza sus deseos. Solos los míos eran testigos de sus intentos. Y una noche, que debía de haber escogido la desgracia para el caso que ahora os diré, pasando los dos por la puerta y calle desta señora, vimos arrimados a ella dos hombres, al parecer de buen talle. Quiso reconocerlos mi pariente, y apenas se encaminó hacia ellos, cuando echaron con mucha ligereza mano a las espadas y a dos broqueles, y se vinieron a nosotros, que hicimos lo mismo, y con iguales armas nos acometimos. Duró poco la pendencia, porque no duró mucho la vida de los dos contrarios, que de dos estocadas que guiaron los celos de mi pariente y la defensa que yo le hacía, las perdieron, caso extraño y pocas veces visto. Triunfando, pues, de lo que aquí no quisiéramos, volvimos a casa, y secretamente, tomando todos los dineros que pudimos, nos fuimos a San Jerónimo, esperando el día que descubriese lo sucedido y las presunciones que se tenían de los matadores. Supimos que de nosotros no había indicio alguno y aconsejáronnos los prudentes religiosos que nos volviésemos a casa y que no diésemos ni despertásemos con nuestra ausencia alguna sospecha contra nosotros; y ya que estábamos determinados de seguir su parecer, nos avisaron que los señores alcaldes de Corte habían preso en su casa a los padres de la doncella y a la misma doncella, y que entre otros criados a quien tomaron la confesión, una criada de la señora dijo cómo mi pariente paseaba a su señora de noche y de día; y que con este indicio habían acudido a buscarnos, y no hallándonos, sino muchas señales de nuestra fuga, se confirmó en toda la Corte ser nosotros los matadores de aquellos dos caballeros, que lo eran, y muy principales. Finalmente, con parecer del conde mi pariente y del de los religiosos, después de quince días que estuvimos escondidos en el monasterio, mi camarada, en hábito de fraile, con otro fraile se fue la vuelta de Aragón, con intención de pasarse a Italia, y desde allí, a Flandes, hasta ver en qué paraba el caso. Yo quise dividir y apartar nuestra fortuna, y que no corriese nuestra suerte por una misma derrota: seguí otro camino diferente del suyo, y en hábito de mozo de fraile, a pie, salí con un religioso, que me dejó en Talavera. Desde allí a aquí he venido solo y fuera de camino, hasta que anoche llegué a este encinar, donde me ha sucedido lo que habéis visto. Y si pregunté por el camino de la Peña de Francia fue por responder algo a lo que se me preguntaba; que en verdad que no sé dónde cae la peña de Francia puesto que sé que está más arriba de Salamanca.

—Así es verdad —replicó Andrés—, que ya la dejáis a mano derecha, casi veinte leguas de aquí; porque veáis cuán derecho camino llevábades si allá fuérades.

—El que yo pensaba llevar —respondió el mozo— no es sino a Sevilla; que allí tengo un caballero ginovés, grande amigo del conde mi pariente, que suele enviar a Génova gran cantidad de plata, y llevo designio que me acomode con los que la suelen llevar, como uno dellos, y con esta estratagema seguramente podré pasar hasta Cartagena, y de allí, a Italia, porque han de venir dos galeras muy presto a embarcar esta plata. Esta es, buen amigo, mi historia: mirad si puedo decir que nace más de desgracia pura que de amores aguados. Pero si estos señores gitanos quisiesen llevarme en su compañía hasta Sevilla, si es que van allá, yo se lo pagaría muy bien; que me doy a entender que en su compañía iría más seguro, y no con el temor que llevo.

—Sí llevarán —respondió Andrés—; y si no fuéredes en nuestro aduar, porque hasta ahora no sé si va al Andalucía, iréis en otro que creo que habemos de topar dentro de dos o tres días, y con darles algo de lo que lleváis facilitaréis con ellos otros imposibles mayores.

Dejole Andrés, y vino a dar cuenta a los demás gitanos de lo que el mozo le había contado y de lo que pretendía, con el ofrecimiento que hacía de la buena paga y recompensa. Todos fueron de parecer que se quedase en el aduar. Solo Preciosa tuvo el contrario. Y la abuela dijo que ella no podía ir a Sevilla ni a sus contornos a causa que los años pasados había hecho una burla en Sevilla a un gorrero llamado Triguillos, muy conocido en ella, al cual le había hecho meter en una tinaja de agua hasta el cuello, desnudo en carnes, y en la cabeza puesta una corona de ciprés, esperando el filo de la medianoche, para salir de la tinaja a cavar y sacar un gran tesoro que ella le había hecho creer que estaba en cierta parte de su casa. Dijo que como oyó el buen gorrero tocar a maitines, por no perder la coyuntura, se dio tanta priesa a salir de la tinaja que dio con ella y con él en el suelo, y con el golpe y con los cascos se magulló las carnes, derramándose el agua, y él quedó nadando en ella y dando voces que se anegaba. Acudieron su mujer y sus vecinos con luces y halláronle haciendo efectos de nadador, soplando y arrastrando la barriga por el suelo y meneando brazos y piernas con mucha priesa, y diciendo a grandes voces: «¡Socorro, señores, que me ahogo!». Tal le tenía el miedo que verdaderamente pensó que se ahogaba. Abrazáronse con él, sacáronle de aquel peligro, volvió en sí, contó la burla de la gitana, y con todo eso, cavó en la parte señalada más de un estado en hondo, a pesar de todos cuantos le decían que era embuste mío; y si no se lo estorbara un vecino suyo, que tocaba ya en los cimientos de su casa, él diera con entrambas en el suelo, si le dejaran cavar todo cuanto él quisiera. Súpose este cuento por toda la ciudad, y hasta los muchachos le señalaban con el dedo y contaban su credulidad y mi embuste.

Esto contó la gitana vieja, y esto dio por excusa para no ir a Sevilla. Los gitanos, que ya sabían de Andrés Caballero que el mozo traía dineros en cantidad, con facilidad le acogieron en su compañía y se ofrecieron de guardarle y encubrirle todo el tiempo que él quisiese, y determinaron de torcer el camino a mano izquierda, y entrarse en la Mancha, y en el reino de Murcia. Llamaron al mozo y diéronle cuenta de lo que pensaban hacer por él. Él se lo agradeció y dio cien escudos de oro para que los repartiesen entre todos. Con esta dádiva quedaron más blandos que unas martas. Solo a Preciosa no contentó mucho la quedada de don Sancho, que así dijo el mozo que se llamaba; pero los gitanos se lo mudaron en el de Clemente, y así le llamaron desde allí adelante. También quedó un poco torcido Andrés, y no bien satisfecho de haberse quedado Clemente, por parecerle que con poco fundamento había dejado sus primeros designios; mas Clemente, como si le leyera la intención, entre otras cosas le dijo que se holgaba de ir al reino de Murcia por estar cerca de Cartagena, adonde si viniesen galeras como él pensaba que habían de venir, pudiese con facilidad pasar a Italia. Finalmente, por traerle más ante los ojos, y mirar sus acciones, y escudriñar sus pensamientos, quiso Andrés que fuese Clemente su camarada, y Clemente tuvo esta amistad por gran favor que se le hacía. Andaban siempre juntos, gastaban largo, llovían escudos, corrían, saltaban, bailaban y tiraban la barra mejor que ninguno de los gitanos, y eran de las gitanas más que medianamente queridos, y de los gitanos, en todo extremo respetados.