Memoria del frío

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Aus der Reihe: Sensibles a las Letras #74
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Decide levantarse y salir al corredor. Pero le da miedo que vuelva a caerse algo del saco y todo se venga abajo. Le falta el aire, mientras sigue poniendo cara de nada frente a la mirada de él, que parece escrutarla entre el humo. ¿De verdad la observa? ¿O simplemente mira sin más, y es ella la que concentra en su cara la curiosidad de él? Tiene la sensación de estar roja, de sofocarse. Se levanta sonriente, abre la portezuela y sale al pasillo de primera clase. Para no alejarse, por si acaso, simplemente se apoya en la ventana y mira hacia fuera.

El paisaje se ha aquietado. Van entrando en los llanos castellanos que están verdes en primavera. En esta continuidad sin aspavientos piensa en que no hay pasado ni presente alguno, solo el perpetuo cambio en el que se haya imbuida… Un cambio que quiere llevarla hacia el futuro, pero ¿llegará hacia él? ¿Adónde la conduce este tren que serpentea entre la nada, como si no hubiera peligro? Pero sabe que está amenazada. En realidad, siempre está amenazada.

Se da la vuelta y regresa a su sitio. Suavemente se sienta y saca de nuevo el libro para tratar de leer. De repente, el tomo primero de La montaña mágica le resuena a peligro. Y saca el otro, el que debería servirle de señuelo para su cita en Madrid, Alicia en el País de las Maravillas. Lo abre por donde está señalado y lee para sí: La cuestión es, dijo Alicia, si puedes hacer a las palabras significar cosas diferentes. La cuestión es, dijo Humpty Dumpty, quién va a ser el amo, eso es todo.

¿Cómo puede hacer para que las palabras signifiquen otras cosas? Levanta los ojos y mira al falangista que la mira. No es una figura inocente, no es un simple peligro en su camino. Ese hombre quiere ser el amo, ahora también. Representa justo todo aquello que ella aborrece: el orden, la misa diaria, las mujeres sometidas a dictados que no quieren, en el que son figuritas decorativas o sirvientas dóciles, o las dos cosas a la vez. Ese hombre no la dejará fumar. Ese hombre no es un enigma, ella lo sabe. Necesita saberlo ahora que tiene que llegar a su cita y entregar la multicopista en piezas. Necesita seguir. La cuestión es quién va a ser el amo, sí. Y no quiere amos. Quiere un cigarrillo.

Apagan el cigarrillo en la terraza de la azotea de Feli y Manola. Manoli y Manola lo han fumado como si fuera el último. Luego, ha ido con Manola hasta casa de su prima Angelines. Caminando casi escondidas, parapetadas bajo los muros de los edificios de la calle Santa Engracia. Las dos tocayas han avanzado sin apenas hablarse, cogidas del brazo, mientras a su alrededor hay un ambiente viscoso, gente como ellas que deambula sin ojos, huecas las cuencas mientras avanzan por la acera. Están tan asombradas que no son capaces ni de mirarse, y solo se aprietan con las manos y respiran esa tarde del 27 de marzo. Algunas detonaciones, más cercanas, más lejanas. Una tarde de lunes de Madrid con las tropas del ejército de ocupación a punto de entrar en sus calles.

Angelines la mira con tristeza. No sabe qué decirle. Intuye que todo está en peligro, intuye sobre todo que su prima está en peligro.

—Te esfumaste de tal modo que entramos en pánico. Luego nos dijo Manola, o Feli, no me acuerdo, que todo estaba muy revuelto y que había una asonada, que Casado y otros socialistas habían dado un golpe contra Negrín. Y que estaban deteniendo a los de Negrín y a vosotros. No sabíamos qué hacer, todo se puso peor porque te puedes imaginar los vecinos reaccionarios, se les oía respirar, nos miraban con rabia en la calle y en la escalera. Tú no estabas, yo sola con los niños, Justi aún en el frente. Estaba hecha un lío, solo se oían tiros por la calle. Se armó una que no te imaginas en la glorieta de Bilbao, pero no nos atrevimos a salir. Los nuestros contra los nuestros. No entiendo nada… Bueno, lo importante es que ya estás aquí, entera y verdadera.

No se oye nada desde la casa de Santa Engracia. No hay ruido, mira por la ventana y trata de ver los movimientos de las calles. Tiene que salir a averiguar, tiene que saber qué hacer. Su amiga Mercedes ha llegado casi de noche y le ha dicho que Pepe Suárez está desaparecido. En realidad ha venido para decirle que se va, que sale para Valencia o Alicante y que se vaya con ella. «Ven conmigo, Manoli. Esto va a ser una ratonera. Ven conmigo. Dicen que están llegando barcos ingleses y franceses y que podremos salir. Y luego ya veremos. Vámonos, yo me voy de madrugada, tenemos un furgón grande que nos espera en el Puente de Vallecas. Los muchachos están todos yendo para allá. Hay que salir, niña. Vente conmigo».

—Es demasiado tarde, Mercedes. Ya están aquí, están entrando, ya están en el Clínico, mañana estará esto plagado con la guardia mora. Hay que pensar en resistir aquí. Nos cogerán como a tontas en la carretera de Valencia, antes de que lleguemos a Arganda. Yo me quedo, aquí está mi gente. No sé…

Sentada en la cama, piensa en si se arrepentirá o no. No sabe aún que se pasará la vida pensando esto. Optando y dudando. Optar será el futuro, hasta el final. Será su gran herencia, su principal patrimonio, su bagaje fundamental. Pero aún no lo sabe, le faltan unas semanas para cumplir diecinueve años, y cuando repasa los últimos días le parece que algo se ha metido en su vida como una turbina, dándole energía al mecanismo, una energía incontrolable, una fuerza que la arrastra, que no controla. Como durante toda la guerra, pero la guerra se ha acabado. Se ha acabado y la ha perdido. ¿Se ha acabado?

Es sábado. Primero de abril de 1939. La ciudad está tomada, llena de banderas monárquicas y de gente en las calles que parecen celebrar. Lo observa desde la ventana de la cocina de la casa de su prima Angelines. Cree que allí escondida va a poder pasar de largo. Arrebujada en la silla, destemplada aunque no hace frío, mira por el único espacio del piso interior que asoma a la calle, por encima del cine de verano de Luchana. Mira gente lejos, y escucha en su cabeza los distintos consejos, cada sugerencia, cada mirada muda. «Quédate aquí, nadie va a venir a buscarte aquí, irían a tu casa». «Vete de aquí, vete hacia algún pueblo, cerca de Madrid y te iremos diciendo cómo trascurre todo. No paran de coger gente desde el día 28 cuando entraron, y todo el mundo dice que los matan, que los pasean, que los desaparecen». «¿Por qué no te vas al norte, al pueblo, a Carranza? Allí podrías estar segura». «Si todos se van, ¿cómo vamos a resistir? No podemos conformarnos».

Lleva tres días encerrada, pero hoy que es sábado va a salir, va a buscar a la gente, va a confundirse entre la multitud, va a esconderse en el metro… A través de una vecina ha quedado con Feli y con Manola para ir a la calle, buscar, encontrar, hablar al menos… En un rato, estarán juntas.

Suena la puerta. Imperioso el golpe, con los nudillos. No pueden ser ellas, es temprano aún, y no llamarían así. No pueden ser ellas. Pero los golpes no paran, cada vez más fuertes. Cuando se levanta, Angelines la empuja hacia el retrete, la puerta del fondo en la cocina, el único hueco posible, mientras Justi va hacia la puerta. Nadie habla, pero su prima lo ha entendido, están llegando.

Cuando la puerta se abre, entran en tropel. ¿Cuántos? Siete, ocho, diez. Alguno vestido de militar, algún civil, otros con la camisa oscura de la Falange. Gris, caqui, azul. Azul. «¿Dónde está, dónde está?». «¿Dónde está quién?«. «Imbécil, no te hagas la imbécil, venimos buscando a esa chica, tu sobrina, tu prima, a Manolita, a Manolita del Arco. Dinos dónde está, coño. Venga ya…».

Entran por el pasillo hasta la cocina. Angelines con sus tres hijos los espera apoyada en la pila. Los mira, y reconoce en uno de ellos al jovencito Espinosa, los del paseo del Cisne, el nieto o el sobrino del nuevo gobernador militar. Lleva años sin verlos, pero ya están aquí. En realidad nunca se han ido. Siempre les hicieron la vida imposible, molestando a su tío Pedro en la carbonería, y a su tía Mariana cuando iba con Manoli niña de la mano a las manifestaciones de la izquierda. Son ellos, ya han llegado. Va a hablar para proteger a Manoli, pero no le da tiempo.

La puerta del retrete se abre y Manoli sale. Los tipos se miran y van a por ella como si fuera una persona a punto de volatilizarse, como si pudiera esfumarse. La cogen de todas partes y, entonces sí, Angelines habla.

—Pero ¿qué quieren con mi prima? ¿Para qué la buscan? ¿No ven que es una muchachita?

—Manuela del Arco. ¿Eres tú? Aquí está, esta puta roja. Ya la tenemos. Revisar los cuartos, a ver qué encontráis. Y a esta nos la llevamos.

—¿Cómo que se la llevan, adónde? ¿Qué hacen, qué quieren?

El niño pequeño entre sus piernas se pone a llorar, mientras sus hermanas se encogen junto a él. Angelines lo toma entre sus bazos y ve cómo los hombres aprietan a su prima contra la pared, y tiran, revuelven, gritan, dan golpes, todo al tiempo. Uno de ellos encuentra su pequeño joyero con su reloj de oro, la cadenita del tío Pedro, la esclava de su tía. Sin más lo vacía y se lo echa al bolsillo entre risas. Hay un ruido de tumulto, un ronquido, un vuelo de manos y de piernas. Una jauría.

Manoli observa y grita. Grita que se estén quietos, que no hagan daño a los niños, que ella va con ellos. Angelines dice que no se la pueden llevar, se desase de sus hijos y la agarra de la chaqueta.

—Pero ¿quiénes son ustedes, dónde están sus papeles, quiénes son ustedes?

—Cállate, loca. Nosotros somos la ley, nosotros somos los amos, los amos, ¿te enteras?

—No pueden llevársela.

Caminando hacia la puerta arrastran a Manoli hacia el descansillo. La escalera en penumbra, nadie se asoma. «¿Adónde van, adónde se la llevan?». «Esta puta roja se viene. Esta puta roja se viene con nosotros».

 

El ruido punzante de botas y risas atraviesa la escalera mientas bajan a la calle. Gritos, estallidos. Jauría.

Lee los diálogos sorprendentes de Alicia y deja fijada la mirada en la ilustración de Lola Anglada. Ve a la niña tomando en sus manos al cerdo mientras el conejo la contempla. Levanta la cabeza y mira de nuevo al falangista, sentado frente a ella. Él también la mira. Ella sonríe. No va a ser el amo esta vez. A eso se agarra. Me ha costado tanto llegar hasta hoy que es demasiado tarde para ser mañana.

—¿Es usted maestra?

—Perdón. Estaba distraída…

—Siento interrumpirla. Le preguntaba si es usted maestra.

—No, soy contable, secretaria.

—Ah. Pero me dijo que trabajaba usted, ¿verdad?

—Sí, trabajo en Jugueterías Justiniano.

—Ah, la mejor de San Sebastián. Es un buen sitio para trabajar. Un sitio serio.

—Así es, una empresa muy buena, he tenido mucha suerte —y piensa para sí: Ay, si tú supieras, ganso. Y sonríe.

—Para una señorita antes de casarse es un buen lugar —y ahora es él el que sonríe.

¿Se le está insinuando? ¿O es una mera conversación sin más, pura cortesía? Tendrá que cuidarse, pero tiene cierta sensación de seguridad, tiene menos miedo. Lo observa de nuevo con más detalle, ese azul que se le trasluce también en la cara de barba cerrada. Unas manos grandes que reposan en su abrigo negro. Ahora que lo mira bien, repara en el bulto marrón a un lado, lleva pistola. Vuelve a mirarlo con expresión segura y le pasa como tantas veces, parece que sea un muñeco, un disfraz, una construcción de su cabeza. La encarnación del régimen como en un cuento. La camisa azul.

—¿Por dónde vamos?

—Estamos llegando a Valladolid, ya queda menos.

Y en ese momento otro frenazo. De nuevo, un rollo pesado cubierto de tela cae del saco de viaje al suelo frente a ella. Él vuelve a levantarse y ella también, casi chocan. No va a llegar a Madrid. Se va a descubrir. Esto no es un cuento, ella no es Alicia. Ni él el conejo.

Apenas ve el edificio al entrar, han llegado rápido. Es el número 36 de la calle Almagro. Tiene un portal monumental, inmenso, con una gran enrejada negra. La suben a trompicones por las escaleras a la segunda planta, abren la puerta sin más y dentro aparece una multitud. Una multitud que la acoge. Junto a la puerta hay una mesa y un montón de hombres con camisas azules que parecen ordenar papeles. La paran ahí. Un joven de civil y un falangista le piden los datos. Por detrás oye una voz. «La puta roja del PC, la sobrina de los de la carbonería de la calle Caracas. Que te dé los datos y para dentro».

¿De dónde han salido tantos falangistas, tanta tela azul? Los amos disfrazados de nuevos amos. No tiene miedo, está tan sofocada, tan excitada que no tiene miedo ahora. Solo queda expectación, curiosidad. Apenas da sus datos, los apuntan en un libro de registro. Pregunta dónde está y por qué la han traído. Nadie contesta. Vuelve a preguntarlo, entre los ruidos de gente dando vueltas y voces que se entrecruzan. «Estás aquí porque eres peligrosa, esto es una comisaría. Nosotros somos la policía del nuevo Estado».

Pero esto no es una comisaría, ella lo sabe. La empujan hacia dentro y llega a lo que habría sido el salón de la casa. No tiene un solo mueble, salvo un par de sillas en un lado. La chimenea preside el espacio y hay tanta gente que incluso en su embocadura ve a tres mujeres mayores. Trata de encontrar caras conocidas, rostros en los que descansar sus ojos. Gente tirada encadenada a los radiadores, otros sentados, otros parados junto a las paredes. Va de cara en cara y descubre que es un deambular de miradas. Todas las fisionomías le parecen cercanas, todas observan con expresión asombrada, todas son como ella.

El hombre con traje oscuro se sitúa en medio del gran salón. Habla con tono paternal, rodeado de otros cuatro en mangas de camisa, con las pistolas en la sobaquera. A su lado, ese montón de guardias y falangistas con los fusiles en ristre. Habla y habla sobre la justicia que llegará, la vida nueva que ha venido, que no hay nada que temer, que solo los asesinos tendrán castigo. Lo escucha sin atención, las palabras resbalan mientras sigue observando, de pie junto al radiador. La luz enorme de la primavera en la ventana, en la otra el albor contenido del patio interior.

Al otro lado del salón se abre un pasillo. Largo. Con puertas a los lados. La conducen hacia allí. Abren una puerta al lado derecho. Un cuarto lleno de mujeres. La empujan dentro.

Sentadas en el suelo de la habitación que hace de celda esperan que vuelva esa mujer a la que se llevaron hace más de una hora. Cuando la puerta se abre y la tiran en el suelo como un fardo, se vuelcan todas hacia ella. La acunan, viendo sus heridas abiertas en la boca y la expresión de desconsuelo. «Dejadme descansar». «¿Qué ha pasado, qué te han hecho?». «Dejadme descansar». Al cabo de un rato va volviendo a la vida, y las mira desde lejos. «No me han preguntado nada, nada de nada. Solo me pegaban. No me preguntaban, solo insultaban y me decían tú eres de Vallecas, de los del tren de la muerte. Pero nada más. ¿Por qué me pegaban así, sin preguntarme nada?». Para divertirse, piensa Manoli, por puro placer. Pero calla.

Cuando se vuelve a abrir la puerta, la llaman a ella. Se levanta y sale al pasillo, mira a cada lado y ve el revuelo constante del sitio, la gente amontonada, las puertas cerradas. Quiere ir al baño, pero no lo dice. La puerta de la habitación del fondo se abre y entra en un lugar con ventanas tapiadas con maderos informes y luz en el techo. Paredes sucias. «Hombre, esta es la secretaria de Mendezona, y de Pepe Díaz. De los asesinos, que se han largado y te han dejado aquí tirada. Mírate niña, ven, siéntate aquí». Cuando otro policía le aprieta el hombro y se sienta, solo tiene en los ojos la luz de la lámpara. Un destello. Y silencio.

Piojos. Y chinches. Se lo dice la de Vallecas. No sabía lo que eran, solo era rascarse, no los había visto hasta ahora. Luego los verá mucho más, aún no lo imagina. No hay ninguna higiene, dos minutos para lavarse las manos y la cara una vez al día, cuando las llevan al baño. Una manta que le ha traído Angelines es lo único que tiene, sobre lo que duerme. Como todas. Reparten lo que una vez a la semana traen las familias, las que pueden. Pero no están hundidas, no están desalentadas, ni siquiera después de las sesiones de golpes. Piensan que ya se va acabar. No puede durar. Van a salir indemnes. La de Vallecas, que es la mayor del grupo de catorce mujeres amontonadas en el cuarto, es la menos animosa. «Nos matarán aquí, o nos matarán fuera de aquí, vamos a envidiar a los que ya se murieron antes», dice de repente cuando ve a alguna de ellas llegar hecha un sudario tras algún interrogatorio. Pero luego pasan horas, incluso días sin que la puerta se abra salvo para ir al baño. Y entonces todas piensan que ese tiempo ha de acabar. Se cuentan sus vidas, algunas se conocen de vista, o conocen a gente común. Una malla que se teje y se desteje.

Se abre la puerta y otra vez llaman. Todas están en tensión. Se levanta de nuevo. Ya sabe.

Ve al hombre con la camisa sucia, el más mayor. En la mano sujeta una taza. Quizá de café, pero no logra verlo ni olerlo. Mantiene la taza en el aire sin probarlo mientras la observa en silencio. Sentada en una silla con tapicería color burdeos, una silla de patas torneadas, espera. Los primeros golpes llegan sin preguntas. Luego los dos que la golpean comienzan a hablar. No interrogan, solo hablan. Acusan. Desde el suelo al que ha caído, le parece imposible lo que escucha. «¿A cuánta gente matabais en tu oficina del partido, la escondíais allí mismo? ¿Dónde están los cuerpos de las monjas a las que habéis matado? ¿Dónde habéis enterrado a los niños?». Escucha, pero no escucha. Se dobla en el suelo tratando de protegerse de las patadas en la tripa, en los costados, en la espalda. La suben de nuevo a la silla. La boca le sabe a sangre. Tiene tanta sed. Desplaza los ojos y lo sigue viendo, frente a ella, con la taza suspendida en la mano.

«Dinos el nombre de tu jefe. Quién era tu jefe. ¿En la carbonería escondías las armas? ¿Mataste a gente en la carbonería?». Piensa en su tío Pedro, en su tía Mariana. Tan mayores, trabajando aún con el carbón para que ella estudiara. Por dentro se ríe. Es como una defensa. Escucha por primera vez la voz del hombre de la camisa sucia. «Atadla». Ve entonces cómo inclina la taza sobre su boca y se la bebe de un trago. Un solo trago. Sí, parecía café.

Cuando regresa al cuarto no es capaz de sentarse en el suelo. De apoyarse en la pared. Le han guardado un poco de agua en un frasco y se lo dan cuando se tiende. Sabe que tiene que esperar un rato. Aguardar. No dice nada. Con los ojos cerrados trata de imaginar lo que ha pasado. En medio del dolor, duerme.

Ya no tiene hambre. ¿Qué día es hoy? Ya no lo saben, pero ayer trajeron a cuatro mujeres nuevas, tres habían salido por la mañana. Vienen de la calle Jorge Juan, otro lugar como este. «Hay muchos lugares como este, chicas. Y las cárceles están llenas». ¿Qué día es hoy? Es miércoles. ¿Miércoles qué? Miércoles 19. 19 de abril de 1939. «Mañana cumplo diecinueve años», dice Manoli. «Lo vamos a pasar en grande, ya verás». Y se ríen.

La puerta se abre otra vez. Otra vez. Se callan. Silencio.

Modesta, la de Vallecas, está deshecha. «No puedo más. Firmaré lo que me pidan, por mis hijos. No puedo más». «Aguanta, aguanta…». «¿Para qué? Igual voy a salir con las piernas por delante. Ya no puedo». «Aguanta, aguanta…». «¿Para qué?». «Para no ser una chivata…». «¿Chivata?».

Modesta aguanta callada, pero aprovecha un descuido del tipo que la lleva al baño por la mañana, abre la pequeña ventana, se sube al alféizar. Y se tira al patio. Se desploma. Se vence en el espacio hueco y parece suspendida mientras cae. Así se siente. El ruido de los cristales rotos, el sonido de algo que retumba, un clac de un golpe seco. Ellas lo oyen desde su celda. No saben qué es. No se atreven a imaginar. Cuando el guardia abre la puerta por la noche le preguntan. «La de Vallecas se ha ido». «¿Se ha ido?, ¿cómo que se ha ido? ¿Adónde?«. «Se ha ido. A callar». Cuando cierra la puerta se miran pero no se dicen nada. No saben qué decir. Miran el suelo y la rubia jovencita que no ha dicho su nombre acaricia el dibujo de la baldosa y llora. Nadie se mueve. Todas miran el recorrido de sus manos en el suelo. «Se ha ido».

Esa mañana hay más movimiento del habitual. Se oyen ruidos en el vestíbulo, voces, gente que llega, golpes de puertas. Mira a Cloti y a Ciri en la penumbra, casi las adivina. Tiradas en el suelo. Tienen hambre y sobre todo tienen sed. Siempre tienen sed, porque no les dan agua. Esa mañana tienen mucha sed, porque desde el mediodía anterior no les han dado nada. Como cada mañana cuando se despiertan y un poco de luz se filtra entre las lamas cerradas de las ventanas, se ponen a patear. Rítmicamente, como si fuera un ensayo de un paso de baile. En un crescendo que no cesa hasta que entran y les gritan, las golpean, las arrastran. Pero finalmente traen agua. Hay algo incomprensible en la falta de agua, el agua que sale por los grifos de ese sitio improvisado. Agua en una ciénaga, un no-lugar.

«Levántate y sal. Y tú. Y tú. Y tú. Y tú…». Las empujan hacia otra habitación. La luz del sol que entra por las ventanas las deslumbra, una luz a raudales se come el escenario blanco, blanquísimo, de la estancia. Tres hombres con papeles las miran como si no estuvieran ahí, como presencias fantasmales. «Tu nombre». «A ver, Manuela. Pues hoy te vas para tu casa, tu domicilio es calle Caracas, 3, 2.º centro. Pero ahí no puedes volver, esa casa va a ser recuperada para el Estado, vete con tu familia. Este papel es tu salvoconducto. Tienes que presentarte en la comisaría de Hospicio, en la calle San Mateo, 25. Con este papel, para que te lo sellen, un día sí y otro también, hasta nueva orden. Sabrás de nosotros. Ahora, largo». Va con el papel hacia la salida y se detiene a esperar a sus compañeras. «Lárgate ya, ¿o prefieres que te dejemos?». En el vestíbulo, camina hacia la puerta. Con lo puesto, nada tiene que recoger, nada se ha llevado, nada trajo.

Un muchacho vestido de falangista se dirige con ella al descansillo. Ahí, la detiene y, entonces sí, otras cuatro o cinco mujeres se paran junto a ella. No ve a Cloti, ni a Ciri, ni a la chica rubita. «Andando». Bajan las escaleras del inmueble, la luz tamizada de las vidrieras modernistas que se asoman, la sensación del lujo, del buen gusto. ¿Puede ser que ese espacio de ausencia, ese espacio que no existe, se esconda allí y que nadie lo vea? Mientras baja piensa en los vecinos, en la gente que vive en esa finca, que escuchan los gritos de dolor, el trasiego de personas. Nunca sabrá que ese piso es enorme y lleno de recovecos con gente encerrada, a la que no ha visto, que en apariencia nunca estuvo allí. Un agujero negro en la realidad.

 

En la calle se despiden como autómatas. Se tocan y se desean suerte. Ella vive al lado, apenas a unas manzanas. El sol la calienta, la envuelve. Al llegar a la esquina de la calle Caracas, su calle, se mira en el reflejo de un portal y se ve con un aspecto deleznable, de abandono, como si llegara de un hospicio, de una batalla, de una guerra. Y de ahí es de donde llega. Con rapidez sube la calle, pasa por delante del portal de su casa, mira la oscuridad del zaguán y sigue de largo. ¿Será alguno de los vecinos de su escalera quien la ha denunciado? ¿Quién? ¿Alguien que también pretende quedarse con el piso? Junto al portal, la vieja carbonería de su tío está a medio abrir, con el cierre a la mitad. ¿Quién está ahí? Desde la muerte de su tío hace apenas un año, la carbonería está cerrada. No puede evitar agacharse y asomarse por debajo. Siente como un vómito en la garganta cuando ve a varios hombres dentro, hablando entre ellos, uno de ellos un primo suyo lejano, y también el portero de una finca del paseo del Cisne. Se incorpora rápida y sigue hasta Santa Engracia, cruza y se mete como una proscrita en el portal de su prima Angelines. Como una proscrita, porque es una proscrita.

Esta vez no puede perder el tiempo. Mientras sube la escalera empieza a maquinar. Quiere ver a Joaquín, a Mercedes, a Pilar Bueno, a la gente que pueda encontrar y que le digan cómo se están organizando. Se va a asear, sacarse los piojos, y va a ir a buscarlos. A Feli y a Manola, a ver cómo están. A pensar qué van a hacer entre todas. A pensar cómo sobrevivir.

—¿Cómo que te vas? ¿Que te vas adónde? —dice Angelines asustada.

—Me tengo que ir de Madrid. He dado vueltas todo el día buscando gente. Manuel está encerrado en el campo de concentración que han montado en el estadio Metropolitano, Joaquín en la cárcel de Torrijos, a Pilar se la han llevado a la cárcel de Quiñones o a la de Ventas, no lo sé. Pero he visto a otra gente. Tengo que salir, me parece lo más prudente ahora. Antes de que os ponga en un problema a los demás.

—Pero ¿has visto cómo estás? Con la cara señalada y el cuerpo lleno de moratones, Manoli. Así no puedes ir a ninguna parte. Te vas a enfermar. Tienes que recuperarte primero. Además, ¿y adónde vas a ir?

—Esta es la cosa, hay que pensar qué sitio sería el más adecuado, adónde puedo llegar y aparecer sin más. Estoy haciendo acopio de memoria. Mi amiga Fina, ¿te acuerdas?, que iba conmigo a clase, vive en Coruña desde el 36. Sería una posibilidad. O el tío Paco, que debe estar en Santander. Salir hacia algún sitio donde no se me imagine. Pero no puedo estar yendo cada día a presentarme a la comisaría de San Mateo. Todo el mundo me ha dicho que eso es ratonera segura. Además, quien me ha denunciado volverá a denunciarme, los que se quieren quedar con la casa y la carbonería, no sé.

—Lo de la casa y la carbonería son los Espinoza, los del paseo del Cisne. Se están quedando con medio barrio. Para eso su tío es el gobernador. Pero no puedo imaginar quién te ha denunciado, no me lo explico.

—La gente de Almagro eran los del servicio de información de Franco, los del SIPM. Alguien me ha denunciado, y volverá a hacerlo. Y entonces no me llevarán solo a mí, Angelines, caeremos todos. Y eso no puede ser.

Nunca sabrá Manoli quién la denunció, si esa denuncia existió, esa denuncia que no aparece en ningún sitio, que ningún archivo contiene. O era una pieza más de una gran batida. Como de caza.

—Manoli, te va a parecer una locura, pero ¿por qué no te vas a Bilbao? —dice Angelines de repente.

—¿A Bilbao? ¿Y qué voy a hacer yo en Bilbao?

—En Bilbao vive tu madre, tenemos su dirección, podrías quedarte en su casa, vive con su marido y con tu hermana.

—Pero Angelines, no conozco a mi madre, nunca la he visto en mis diecinueve años… Bueno, nunca no, desde los cuatro años. No me acuerdo de ella. Ni ella de mí. Es como que no exista.

—Quizá sea el momento de hacerla revivir. Quizá este sea el momento.

Absorta, pensando en Bilbao, sabiendo que no hay tiempo, pero con un sabor acre en la boca. Su madre, un agujero. Otro más. Una puerta cerrada desde siempre. ¿Hay que abrirla ahora? No le da tiempo ni a avisarla. Presentarse en su casa, a puerta fría. Y descubre asombrada que le falta valor, que prefiere quedarse, que no quiere afrontar esa herida.

—Mejor me quedo antes que ir a Bilbao. No quiero ir a Bilbao.

—Pues me parece que es la mejor opción. Piénsalo mejor, consulta a tu gente, pero si quieres hacerlo rápido… —Angelines la mira, se acerca y la toma de la mano. Luego da la vuelta.

Suena la puerta, los golpes de unos nudillos se agolpan en sus oídos. Se asustan. Pero son golpes suaves, quedos. Cuando se repiten, Angelines va hacia la entrada y pregunta. «¿Quién es?». «Somos Feli y Manola».

Se abrazan otra vez. Cada vez que se abrazan parece un universo que se abre. Feli está tan delgada. Es como la copia de su hermana en puros huesos. Pero toda su boca pinta alegría. Manola besa a Manoli con esos besos sonoros que tanto la reconfortan. La vida de las tres pende de un hilo. Lo saben, pero solo a medias. Estos días de torbellino no dan para mucho meditar, solo para sobrevivir. «Vete a Bilbao, Manoli. Es buena idea, y desde allí lo piensas mejor. Pero puede ser un buen refugio, nadie te va a relacionar con tu madre, al menos de momento». «Pero ¿y llego y me presento sin más, por las buenas, qué tal está usted señora, yo soy su hija, me persiguen, vengo a quedarme? ¿Así, alegremente? Es una locura». «La locura es esto, tienes que salir y no hay ningún sitio ahora en Madrid seguro para ti, ya lo has visto». «Me siento en medio de la niebla, sin saber adónde ir, cómo girar. Un marinero en medio de la niebla, con solo mar alrededor». «No seas tan literata, déjate de monsergas, ni que conocieras el mar. Hay que decidirse, y tirar, tirar, no dejarse engañar, hay que seguir…».

Juan, un camarada también de Chamberí, consigue el billete para esa noche, el tren nocturno que sale de la estación del Norte. En tercera, no tienen para más, pero al menos ha podido conseguirlo a través de un contacto en las taquillas, sin documentación. Y otro contacto en la estación que la auxilie para entrar. Angelines la ayuda a hacer una maletita, lo que queda de su ropa, unos pendientes pequeños de oro, el anillo de la tía Mariana. Están sin una peseta, han confiscado sus cuentas en la Caja de Ahorros. Rebuscando atesoran algunas monedas.

Cuando anochece sale a la calle. Junto a su primo Justi, que lleva la maleta, se dirige al metro de la plaza de Chamberí. En la propia boca se despide de Feli y de Manola. Se abrazan. No saben aún que no volverán a verse en años. No lo saben, pero se abrazan como si lo supieran, como si no fueran conscientes de que apenas tienen diecinueve años. Son ya unas viejas. Cargadas de cenizas.

Sale disparada con Justi escaleras abajo, hacia el andén. Va nerviosa, pero menos de lo que imaginaba. Recuerda las instrucciones. No te quedes sentada en el mismo asiento siempre, el tren irá muy lleno en tercera. Muévete, métete en el servicio del tren cuantas veces puedas y quédate allí. No tienes documentación en regla, ese salvoconducto destrúyelo cuando llegues a Bilbao, recuerda bien las direcciones, la de tu madre, la de los contactos del partido en Gallarta y en Bilbao, ve tranquila, observa a tu alrededor lo que pasa, mira los periódicos cada día, pon telegramas en sitios distintos, no des señas ni nada, come bien, busca cómo salir de Bilbao, no vuelvas a Madrid, vuelve cuando puedas…