Una hoja de ruta

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Aus der Reihe: Pensamiento Actual #34
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¿TIENE LA CIENCIA TODAS LAS RESPUESTAS?

Rob Riemen[1]

Con su estilo sencillo y literario, el pensador ho­landés Rob Riemen relata en este texto la apasionante discusión científica sobre los límites de la ciencia, de la que fue testigo durante un simposio celebrado en Hannover. El fragmento está incluido dentro de su libro Para combatir esta era (p. 62-69).

JUEVES

Tras los soleados días de otoño en Sils Maria, y el buen clima que aún había ayer cuando llegué a Schloss Waldersee, ha sido una pena despertar y ver el castillo entero envuelto en una nube baja y oscura. Se oían los cencerros de vacas y ovejas que caminaban a poca distancia, pero era imposible distinguirlas entre la densa niebla.

A las diez de la mañana todos estábamos sentados en la biblioteca, ante mesas que habían sido colocadas formando un cuadro. Después de las palabras de bienvenida de Wolfgang, ha venido la conferencia inaugural de Shashi sobre «el don más grande del mundo: la ciencia y la tecnología». La mayoría del grupo, sobre todo los estadounidenses, respondió con entusiasmo a su presentación de treinta minutos. Yo, sin embargo, me sentí más bien decepcionado, pues no había escuchado nada nuevo. El maestro checo parecía completamente ausente, como si ni siquiera escuchara lo que estaba diciéndose. Estaba sentado con la mirada fija en un libro, tomando algunas notas. El entusiasmo con el que Shashi había hablado era notable, sin duda, y se acoplaba bien a su mensaje: «La ciencia y la tecnología, las verdaderas soluciones, han reemplazado a la filosofía y la religión con su conocimiento verdadero». Fue más allá de hablar de soluciones verdaderas. Estaba presentando una religión del todo nueva, que rescataría a la humanidad de su valle de lágrimas. La era de la religión había terminado, lo cual era un logro debido exclusivamente a la ciencia y la tecnología. Su referencia a Richard Dawkins fue tan hilarante como simplista. Dawkins alguna vez definió al Dios del Antiguo Testamento como «el personaje más desagradable en toda ficción: celoso y orgulloso de ello, un mezquino, injusto, un controlador implacable, un vengativo limpiador étnico sediento de sangre, un misógino, homófobo, racista, infanticida, genocida, filicida, pestilente, megalómano, sadomasoquista, matón caprichosamente malévolo».

La afirmación de Shashi de que «el judaísmo y el cristianismo pertenecen más a Oriente —donde surgieron— que a Occidente» era absurda. Estaba en lo cierto, sin embargo, en su explicación del grado de desarrollo que la ciencia y, por ende, la tecnología, alcanzaron en Occidente durante la Ilustración. Todo el bien en el mundo, decía, podía atribuirse desde ese momento a ese desarrollo científico y tecnológico; todo retroceso a la barbarie era la consecuencia de la religión y de sentimientos irracionales.

Al llegar a este punto, Walter interrumpió y preguntó a Shashi si de verdad pensaba que el mundo de la tecnología era inocente del genocidio industrial de la Shoá. Shashi respondió tranquilamente que la tecnología y la ciencia no son responsables de los usos que se les da. Pero pronto empezó a contradecirse. Resultó ser un adepto incondicional del tecnoevangelista Ray Kurzweil, un hombre firmemente convencido de que el crecimiento exponencial (una palabra que, para sus seguidores, tiene poderes mágicos) de la tecnología hace posible una fusión entre los seres humanos y las computadoras y otros dispositivos. De acuerdo con Kurzweil y compañía, en un futuro no muy lejano será posible crear a un ser humano —o mejor dicho, crear un híbrido máquina-humano— que no solo será capaz de hacer todo mejor y más rápido, sino que además será inmortal, pues la tecnología ocupará el lugar de la biología.

Walter ha señalado socarronamente: «Les presento al Übermensch».

Shashi, serio, ha dicho: «Sí, les presento las Buenas Nuevas».

Alguien ha preguntado si, entonces, la humanidad no se convertiría en una colección de robots, y Shashi respondió: «No, un robot es una máquina con cualidades humanas, pero el hombre singular, la perfecta fusión de hombre y tecnología, sigue siendo un ser humano, solo que con las cualidades de un robot».

En lugar de explicar la diferencia —que se me escapa— agregó amenazadoramente que «simplemente debemos ajustarnos al hecho de que este es el futuro, estos son los desarrollos tecnológicos que vendrán, nadie puede detenerlos. Este es el mundo nuevo».

Walter dijo entonces: «Querrás decir “valiente” mundo nuevo», pero Shashi no contestó.

Todo esto me pareció irritante. Primero, la ciencia y la tecnología eran absueltas de toda responsabilidad en la barbarie suprema, y luego las posibilidades tecnológicas eran equiparadas, de súbito, con una ley natural de lo cual no hay forma de escapar. Esto implicaba un grave error de juicio sobre la esencia del ser humano, al menos de como este es entendido por el humanismo europeo: la humanidad es libre. Podemos elegir. Esta es la esencia misma de la moral, del conocimiento del bien y del mal. El hecho de que la naturaleza humana tenga aspectos agresivos y de que todos seamos capaces de asesinar, saquear y violar no quiere decir que debamos aceptar tal agresividad bajo el principio de que, simplemente, debemos acostumbrarnos a ello, de que así son las cosas y no podemos evitarlo. La civilización es precisamente la capacidad humana de decir «no», y me parece que podemos decir «no» a la clonación y a esa horrible máquina disfrazada de hombre singular. Aun me parece asombroso que los tecnoevangelistas hagan alarde de que pueden ofrecer una suerte de eterno progreso a la humanidad; sin embargo, tan pronto como son confrontados con cuestiones éticas, caen en el determinismo y el fatalismo.

Las Buenas Nuevas de Shashi no habían terminado aún. Todos los problemas del mundo serían resueltos por estrategias y dispositivos inteligentes, innovadores, empresariales o emergentes. «En los últimos cincuenta años —ha dicho con satisfecho desdén— Europa no ha podido hacer ninguna contribución real al nuevo pensamiento, al pensamiento innovador. Todo lo que hoy está cambiando al mundo viene del occidente de Occidente, de California. Es la cuna de la nueva civilización. ¿Por qué? Porque pensamos positivamente y sabemos cómo arreglar las cosas».

Creo que Wolfgang fue sincero cuando agradeció a Shashi su «realmente inspiradora participación». En este sentido, Wolfgang tiene el corazón dividido: su amor por la cultura Europea es grande y genuino, pero, al mismo tiempo, está por completo bajo el hechizo de la visión de futuro de Shashi, que yo no puedo ver sino como un tecnológico y valiente mundo nuevo. Estaba interesado en ver la reacción de Walter. Durante la ponencia de Shashi, estuvo tomando notas diligentemente y, por su lenguaje corporal, me daba cuenta de que estaba ansioso por tomar la palabra y convertir el encuentro en un enfrentamiento de boxeo verbal.

Con su pesado acento alemán dijo: «Occidente y, en primer lugar, nosotros en Europa, hemos dado al mundo la ciencia y la tecnología. Otro de los dones de Occidente es aún más viejo: la filosofía. Bueno, la filosofía no puede arreglar nada —y pronunció la palabra “arreglar” como si tuviera un mal sabor—, pero puede darnos percepciones profundas. Como la percepción que nos ofrece Wittgenstein, quien era filósofo e ingeniero y arquitecto, al final de su Tractatus logico-philosophicus: “Sentimos que aun cuando todas las posibles cuestiones de la ciencia hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales todavía no se han rozado en lo más mínimo”. Por favor, piensen un poco en lo que Wittgenstein quiere que entendamos». Walter no dijo nada más durante unos instantes, así que todos tuvieron que pensar más por un momento en la afirmación del filósofo. Después continuó: «No sé nada en absoluto de lo que nuestros jóvenes amigos en California pueden o no arreglar, pero, al ser un poco más viejo que estos nuevos pensadores y dueño quizá de más experiencia, me atrevo a sugerir que las grandes preguntas de la vida, preguntas sobre la tragedia, el sufrimiento, la verdadera felicidad, y el significado mismo de nuestras vidas, nunca serán arregladas por la ciencia o la tecnología. Wittgenstein tiene razón: la ciencia y el misterio de la vida pertenecen a mundos distintos. Por supuesto que la ciencia y la tecnología son im presionantes, son el fruto de grandes esfuerzos de la mente y, en muchos sentidos, una bendición para la humanidad. Sin ciencia médica, yo, un hombre viejo, no estaría sentado aquí. Pero deben entender que el pensamiento científico también nos ha dado una caja de Pandora. Y no, no me refiero a la destrucción que el hombre puede ocasionar mediante la tecnología. Me refiero a algo más grave y fundamental, algo que traspasa nuestras vidas, nuestro mundo, sin que nos demos cuenta de ello».

De nuevo ha habido silencio, de nuevo nos miró a todos y le ha dado un sorbo a su café, que debía estar frío para entonces. Todos estábamos callados. De alguna manera, Walter estaba causando una impresión más profunda con el tono apacible en el que hablaba, tan diferente al estilo de Shashi.

Walter siguió, casi entre susurros: «La ciencia nos ha privado de la verdad». Miradas de incredulidad cayeron sobre él y Shashi no ha podido contener la risa; era posible escucharle pensar: «¡Lo sabía! Este viejo está loco».

Luego sonó la voz de Walter otra vez: «Usted se ríe y lo entiendo, lo entiendo perfectamente bien. Parece una locura. La ciencia, la ciencia que solo quiere darnos la posibilidad de conocer la verdad, y para la cual nada existe aparte de la verdad. ¿Cómo podría la ciencia habernos privado de la verdad? Sin embargo, así ha sido. Eso es lo que Wittgenstein quería que comprendiéramos, pero lamentablemente muy pocos lo han hecho. Ya han escuchado un discurso y no quiero dar otro, pero, Verzeihung bitte, es ist wichtig, esto es muy importante. La verdad científica está constituida por hechos, por la realidad que podemos ver, tocar y calcular. Es racional, pero la razón no puede determinar el valor de las cosas y no tiene significado. La razón puede describir, puede informarnos acerca de los hechos, pero no puede decirnos cuál es el significado moral de esos hechos, porque no sabe qué es el bien y qué es el mal. La ciencia, y este es su don más grande, nos permite conoce la naturaleza, pero no el espíritu. La ciencia debe trabajar con teorías y definiciones, pero el espíritu humano no puede ser expresado y capturado en teorías y definiciones, ni tampoco nuestro orden moral, el reconocimiento de lo que es y no es una sociedad justa. Este conocimiento corresponde a una verdad distinta, una verdad que la ciencia no puede conocer porque es una verdad meta-física. Quizá por envidia una envidia provocada por el hecho de que existe otra verdad, más alta—, la ciencia ha intentado privarnos de la verdad, ha intentado hacer que la olvidemos, hacernos creer que todo cuanto existe es científico, debe ser científico, si no, no es importante. Y esto es una mentira, damas y caballeros. ¡Una mentira grande y peligrosa! Una mentira que, desafortunadamente, todos hemos llegado a creer y a la cual nos sometemos. Para nosotros, ya solo cuentan los hechos; nos hemos enamorado de los datos y la información y, dado que ya no podemos distinguir los significados verdaderos, el único valor que reconocemos es el económico: ¿Cuánto podemos cobrar? ¿Qué de altos serán nuestros rendimientos? Así, a todo se le impone la obligación de ser útil, instrumental; debemos ser capaces de hacer algo con cada cosa, de lo contrario la descartamos. La ciencia se ha convertido en una ideología, una idea, un engaño, en el que estamos atrapados. Estamos atrapados porque en nuestro mundo solo hay cabida para las cosas materiales, todo se ha convertido en dinero, todo es calculable y reducido a un número. ¿Comprenden esto? ¿Comprenden las consecuencias, el terrible resultado de la desaparición de la realidad metafísica? Hemos perdido todas las cualidades y calidades, la calidad de la vida, porque la calidad es la expresión de un valor espiritual, un valor que ya no reconocemos y que no deseamos reconocer. El mundo, el futuro, como acaban de decirnos, se ha vuelto “exponencial”. Los desarrollos tecnológicos y la información aumentarán exponencialmente y cambiarán el mundo. Sin lugar a dudas. Pero ¿saben qué otra cosa aumentará ex-po-nen–cial-mente? ¡La estupidez! La ciencia nos ofrece conocimiento, pero ni un atisbo de autoconocimiento. Pascal —quien, no lo olviden, era matemático— tenía razón: “Le coeur a ses raisons que la raison ne connaît point”. El corazón tiene razones que la razón no entiende. El nuevo conocimiento, con la ayuda del conocimiento científico, quiere que todo sea inteligente. Pero ya nadie busca la sabiduría, y la ciencia nunca podrá encontrarla. Toda forma de educación superior ha de ser científica, es decir, llena de teorías, definiciones y pruebas. Sin embargo, la literatura, la historia, la filosofía y la teología no saben de teorías, definiciones o pruebas. Estas disciplinas cuentan historias, historias sobre lo que implica ser humanos, sobre las limitaciones humanas, las mismas que nos definen como personas. Su verdad no es científica, pues la verdad que ofrecen es metafísica, la cual nos ha sido arrebatada y ya no es enseñada en ninguna parte. ¿Quién, en estos días, nos enseña a leer la vida? Nos hemos vuelto ciegos ante todo lo que es verdaderamente importante en la vida y que la hace digna de ser vivida. Pues ¿qué cosas nos parecen aún importantes? La utilidad, sobre todo la utilidad económica. Nuestro ideal de conocimiento, el mundo de la cultura, nuestra vida social, todo y todos somos medidos con esta regla económica. Por lo tanto, los economistas se han vuelto los nuevos sumos sacerdotes de nuestra era, y declaran —en un lenguaje oracular de números y teorías— qué tiene y qué no tiene valor económico, qué debe existir y qué no. Dado que la calidad de vida no puede probarse en términos económicos ni científicos, la economía solo reconoce la cantidad; todo es un número, por ello la economía siempre debe crecer, pues un número más grande es mejor que un número pequeño, sin importar las consecuencias sociales. Lo único que cuenta es el dinero.

 

»Círculos viciosos, los llamó Kierkegaard. Círculos viciosos: cuando la calidad de la vida es subordinada a abstracciones y la moralidad es desplazada por la racionalidad. ¿Entienden ustedes que, si el único criterio para las decisiones que debemos tomar como sociedad es la utilidad económica, estamos entonces a merced de los excesos? Porque los números nunca son lo suficientemente grandes. Y esta es la razón por la que nuestra sociedad se encuentra sumida en el caos. Andamos a la deriva, arrastrados y empujados por nuestros propios deseos y ansiedades.

»La ciencia como ideología nos ha hecho, no solo estúpidos, sino también mudos. Ya no tenemos idea de lo que significan las palabras y nos hemos vuelto incapaces de sostener una conversación real. Lo que queda es la palabrería. Y los más grandes palabreros son las personas que más tienen que decir: los políticos, los empresarios, y las personalidades de los medios de comunicación. Pero todo está bien, esta mañana han sido anunciadas las Buenas Nuevas, nacerá el hombre-máquina inmortal, una estrella brilla al occidente de Occidente. Sea como fuere, yo prefiero ser un hombre mortal con corazón y alma que un inmortal hombre-máquina sin alma. Prefiero vivir en una civilización humanista con un orden social, aunque siempre deba ser defendida de fuerzas bárbaras, que sumergido en un mundo regido por la ciencia y la tecnología. Anhelaba que este horror científico fuera mera ciencia ficción. Tristemente, he aprendido esta mañana que no es así, y más triste aún me parece el hecho de que estas noticias sean recibidas tan apasionadamente por ustedes, como descerebrados».

Ese último comentario, que concluyó lo que ya había sido una dura invectiva, fue una bofetada para todos los que habían aplaudido con entusiasmo la visión de Shashi, y yo pensé que hubiera sido mejor que Walter no lo hiciera. Ni siquiera un aplauso de cortesía era ya viable y Wolfgang estaba claramente molesto con la situación. Para romper con el doloroso silencio, dijo: «Bueno, Walter, nos das mucho en que pensar. Afortunadamente, también hay mucho que comer, ¡así que vayamos!». Sin mirar siquiera a Walter, Shashi tomó sus cosas y salió de la biblioteca sin decir una palabra. Los otros lo siguieron. Me sorprendió notar que Radim, el añoso profesor checo que parecía ausente mientras Shashi hablaba, había escuchado, sin embargo, con mucha atención a Walter, y cuando los otros se fueron, se acercó a este en silencio y asintió enfáticamente. Jossi también se ha acercado a Walter y ha dicho: «Gracias, Walter, me alegra mucho haberte escuchado».

Me pareció ver que los ojos de Walter se llenaban de lágrimas al darse cuenta de que no estaba solo.

Después de comer, caminé un poco y tomé algunas notas para mañana. Con algo de suerte, el clima mejorará y el sol pondrá a todos de mejor humor.

Personajes mencionados:

WALTER: intelectual austriaco retirado que había estado a cargo del Archivo Brenner en Innsbruck.

SASHI: ponente estadounidense de ascendencia hindú, afincado en California, que defiende la importancia radical de la ciencia y de la tecnología.

WOLFANG WALDERSEE: propietario del Schcloss Waldersee, donde se celebra el simposio al que se refiere Riemen.

[1] Rob Riemen (Países Bajos, 1962) es ensayista, y fundador del Nexus Ins­titute. El texto ha sido incluido por cortesía de Random House Grupo Editorial S. A. de C.V. (México). D. R. Copyright 2017, Romero Tello A., por la traducción.

VERDAD, BELLEZA Y BIEN EN ROGER SCRUTON

Enrique García-Máiquez[1]

El perfil mediático de sir Roger Scruton (1944-2020, filósofo, escritor, e investigador del Ethics and Public Policy Center) suele pergeñarse con sus afilados trazos de polemista y con las sombras de escándalo político que siempre le acompañan. Sin embargo, un sereno escrutinio de su aportación filosófica nos descubre que el secreto último de su pensamiento estriba en su loa luminosa y entusiasta de la belleza y la cultura.

¿SCRUTON CONTRA MUNDUM? NO, CONTRA EL NIHILISMO

El peligro de acentuar el perfil polemista de Scruton no está solamente en quedarnos en las brillantes y beligerantes afueras de su figura. También podríamos perdernos el fondo de afirmación tajante que lo constituye. Roger Scruton cumple al pie de la letra con el adagio de Chesterton: «Un verdadero soldado no lucha porque tenga algo que odia delante de él; lucha porque tiene algo que ama detrás». Él ama el mundo con pasión y disfruta del regalo de sus encantos y placeres con un hedónico agradecimiento: la naturaleza, el arte, la música, las confortables costumbres, la historia, la literatura, etc.

Dante recordaba el día y la hora y el lugar de su enamoramiento de Beatriz, y Scruton recuerda el instante y el sitio en que se convirtió en un conservador. Lo detalló en una entrevista en The Guardian en 2002: «[En Mayo del 68] estaba en el Barrio Latino de París viendo a los estudiantes volcar coches, romper ventanas y lanzar adoquines y por primera vez en mi vida sentí una oleada de indignación política. De repente caí en la cuenta de que yo estaba en el otro bando. Vi una multitud ingobernable de hooligans de clase media encantados de haberse conocido. Cuando pregunté a mis amigos qué pretendían, qué intentaban lograr, todo lo que me contestaron fue un centón de perezosos tópicos marxistas. Me irritó y pensé que debía de haber un camino de regreso a la defensa de la civilización occidental. Fue entonces cuando me convertí en conservador: quería conservar las cosas en lugar de derribarlas». A partir de entonces repetirá que el conservadurismo trata de amor. Sensu contrario, ha declarado: «Me parece que la característica más importante de nuestra cultura posmoderna es que se trata de una cultura sin amor». No son frases cursis. Remiten a un flechazo verdadero y tumbativo con la realidad. Que le ha abocado a una defensa sin cuartel, como a Dante su enamoramiento le exigió el Inferno y el Purgatorio.

A ese giro defensivo responderán libros tan celebrados como Pensadores de la Nueva Izquierda (1985) o Cómo ser conservador (2014), entre otros. Pero su pensamiento será ideológico apenas en segunda instancia y por instinto de conservación. Solo se enfrenta a quienes no aprecian ni lo que hay ni lo que tienen. Si el 68 trató de volcar un mundo que merecía ser amado, Scruton, en legítima defensa, iba a poner al 68 patas arriba. Observen el efecto: del 68, dado una vuelta de ciento ochenta grados, sale el 89, la fecha de la caída del Muro de Berlín, el evento histórico al que el pensador inglés contribuyó cuanto pudo no solo con sus escritos desde Occidente, sino allí, sobre el terreno, con su participación en la resistencia intelectual tras el Telón de Acero. Esa experiencia la ha novelado en Notes from the Underground (2014). La anécdota biográfica tiene importancia, además de por sus atractivos tonos como de espías de Graham Greene, porque retrata la actitud de Scruton: nunca se queda en la crítica, sino que propone, coge las vueltas, actúa.

Su activismo y su hedonismo son consecuentes porque se oponen al nihilismo, que es lo único que ofrece, según él, la posmodernidad (con sofisticados envoltorios). No pierde de vista el aviso de Heidegger: «Nichts nichtet», la nada nadea. Su postura será la opuesta: sostener lo bueno, lo hermoso y lo verdadero, demostrando que es hermoso, verdadero, bueno y, encima, mejor, más práctico y más feliz que la nada. Esto es, que todo todea. Su incansable defensa de la belleza, no de cualquier belleza, sino de una belleza (como subraya Calvo Serraller en El País el 14 de marzo de 2017) beligerantemente vintage, y sus constantes llamadas de atención sobre la importancia de la alta cultura cimientan su obra completa. La hermosura de la naturaleza y del arte, el misterio de la música, el sabor de lo antiguo y los grandes hitos culturales son, a la vez, la mejor defensa de su posición política y lo mejor que su posición política defiende.

LA BELLEZA CUENTA

Roger Scruton inició su andadura intelectual con una tesis doctoral sobre Estética. Es muy significativo que se la dirigiese Elizabeth Ascombe, preclara figura del pensamiento aristotélico-tomista de Cambridge. Pero también es esencial el tema con el que nuestro filósofo arranca, porque, ante la belleza, nuestra sensibilidad estremecida sale de su entumecimiento. Es la más poderosa e inmediata apelación frente a la nada. En Bebo, luego existo (2009) confiesa: «Muy pronto me convencí de que no había ninguna cuestión filosófica más difícil ni más importante que la de la naturaleza y el significado de la música».

 

La belleza interpela por encima de las ideologías: es, por tanto, un inmejorable punto de partida para entendernos. Scruton abre el libro La belleza (2011) con contundencia programática: «La belleza puede ser consoladora, turbadora, sagrada, profana; puede ser estimulante, atractiva, interesante, escalofriante. Puede afectarnos de un sinfín de formas distintas; sin embargo, nunca nos deja indiferentes: la belleza exige el reconocimiento; nos interpela directamente como la voz de un amigo íntimo».

Esa voz amiga otorga sentido. Una observación cotidiana y perspicaz lo demuestra. En los edificios modernos y en las ciudades contemporáneas, señala Scruton, se necesitan incesantes carteles indicando direcciones, usos y dependencias. La nueva arquitectura y el nuevo urbanismo en sí mismos son mudos, incapaces de transmitir por sus medios ningún tipo de sentido u orientación. Ni las viejas ciudades —con sus plazas y sus torres— ni los edificios clásicos —con sus ornamentos y sus estructuras— necesitaban más código que su propia plenitud formal.

Para un pensador tan británico como Scruton, constantemente tentado por el empirismo, esta característica de la belleza blande una hoja de doble filo: desactiva el pragmatismo del funcionalismo y, a la vez, demuestra la utilidad de lo estético y espiritual. «El funcionalismo (explica) apostó por la utilidad y prescindió de la belleza a la hora de diseñar colmenas habitables, edificios de oficinas y estaciones de autobuses. Eso llenó nuestras ciudades de fealdad y mutilación, olvidando que no todas nuestras necesidades son prácticas, pues tenemos necesidades espirituales y morales, éticas y estéticas».

En el documental de la BBC de 2006 titulado On Beauty, muestra cómo los edificios más funcionales han dejado de funcionar porque nadie quería vivir ni trabajar en lugares espantosos, mientras que los edificios bellos siempre encuentran una nueva función que los revitaliza. El utilitarismo resulta, a la larga, más inútil que la estética más exquisita. Como Dostoievski, Scruton sostiene que la belleza salvaría el mundo, si la dejasen.

Tras el sentido y la utilidad, a renglón seguido, la belleza conlleva una exigencia. Para Scruton, «no es extraño que usemos tan a menudo las palabras bello y hermoso para describir el aspecto moral de la gente. […] El alma bella es aquella cuya naturaleza moral es perceptible, que no es solo un agente moral sino una presencia moral, con el tipo de virtud que se muestra a la mirada de quien la contempla. […] La apreciación moral y el sentimiento de la belleza están inextricablemente unidos, y ambos tienen por objeto a la persona concreta e individual».

Siguiendo a Platón, Scruton conecta la belleza con el deseo, y ambos con lo sagrado y añade: «Kant también creía que la belleza natural es un “símbolo” de la moral, y observó que las personas que se interesan de verdad por la belleza natural demuestran con ello que poseen el germen de una buena disposición moral, de una “buena voluntad”. El argumento kantiano en defensa de esta opinión es algo vago, pero es una opinión que compartía con otros autores del siglo XVIII, entre los que figuran Samuel Johnson y Jean-Jacques Rousseau. Y es una opinión que nos atrae instintivamente, por muy difícil que resulte construir una argumentación a priori en su favor».

Dejando apuntada esa conexión de la belleza con la bondad, Scruton prefiere orientar su camino hacia la verdad. Luego, como veremos, todo se andará, pero, a raíz del verso de Keats «La belleza es verdad y la verdad, belleza», constata: «Nuestras obras de arte favoritas parecen guiarnos hacia la verdad de la condición humana».

LA VERDAD EXISTE

La existencia de la belleza implica una jerarquía de logros estéticos y la necesidad inherente de un juicio personal, pero no caprichoso, sino estricto y exigente, que ha de juzgar, por tanto, según criterios objetivos. Para Scruton, como explica Josemaría Carabante (en su recensión a La cultura cuenta —2007—, en la web de Nueva Revista, 8 de marzo de 2018), «el relativismo es una enfermedad tremendamente contagiosa y nociva en el campo de la estética cultural. E inocula diversas enfermedades: complejo de inferioridad, sentimiento de culpa, vergüenza por la tradición. Porque si bien es verdad que, como afirma el pensador británico, los juicios culturales son de alguna forma subjetivos, ya que dependen de experiencias acumuladas, de impresiones vividas y de la formación recibida, también implican cierta adecuación y poseen sentido normativo. Gracias a ello podemos afirmar sin complejos que hay cuadros buenos y malos, mejores y peores canciones, libros más conseguidos en términos artísticos que otros».

Sin relación con la verdad, no estaríamos ante un arte auténtico, sino ante la falsificación de la emoción del kitsch o, en el otro extremo, ante el efectismo hueco del arte rompedor. No se trata solo de un problema para galeristas y críticos de arte. Como comprobamos en nuestra vida cotidiana, «el juicio estético es necesario para hacer bien cualquier cosa».

A su crítica al relativismo, Scruton suma la del reduccionismo, ejercido a través del muy recurrente tópico del nothing-buttery, esto es, del “nada-más-que”. No es nada más que una expresión más de la retórica nihilista que despliega la posmodernidad. Consiste en afirmar que los hombres no somos nada más que química o construcción social o intereses económicos o memes o código genético… Naturalmente, Scruton contrapone el ejemplo de la estética. Un paradigma de nothing-buttery sería afirmar que un cuadro no es nada más que pinceladas de óleo sobre una tela. El sentido común y la verdad nos dicen que son mucho más: el buen gusto, la técnica pictórica, el diálogo con la tradición, la visión del artista, su espíritu, el del público…

Del mismo modo, un ser humano es mucho más que un conjunto de genes o una cultura más que un añadido de intereses económicos. Detrás de esos discursos, según Scruton, no hay nada más que intentos de negar la dignidad de la naturaleza humana con el propósito consciente o inconsciente de liberarse de la obligación de vivir de acuerdo con la exigencia moral que implica. Obsérvese su letal ironía: utiliza el mecanismo nothing-buttery para rebatirlo. Es una constante: Scruton —hijo, al fin y al cabo, aunque rebelde o del revés, de Mayo del 68— recurre a las armas y tácticas de su tiempo.

La misma pulsión desesperada de escapar de las elevadas exigencias que emanan del espíritu humano se esconde detrás del feísmo del arte y la arquitectura moderna y posmoderna. El reflejo de la belleza pone en evidencia el alma. Por tanto, más allá de la irremediable confrontación con la posmodernidad, importa lo que Scruton afirma, como siempre. En este caso, que hay que rebelarse ante el relativismo y al reduccionismo porque nos privan de la riqueza de nuestra cultura, que se sostiene sobre la jerarquía, el reconocimiento de la verdad y los juicios de valor. En La cultura cuenta advierte: «La conclusión ineludible es que el subjetivismo, el relativismo y el irracionalismo no se defienden para acoger todas las opiniones, sino para excluir específicamente las opiniones de los que creen en las viejas autoridades y en las verdades objetivas».

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