Apocalipsis

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Cualquier “cristo” que venga, o que pretenda venir, de un modo diferente de este, es un cristo falso. Y evidentemente, cualquier maestro que diga que Cristo va a venir de otra manera es un falso maestro.

La advertencia de Cristo es urgente. En su Sermón Profético, Jesús dejó en claro que rechazar a los falsos maestros es más importante que saber la fecha exacta de su venida.

“¡Mirad que os lo he predicho!” (vers. 25). Que nadie los engañe. USTEDES HAN SIDO ADVERTIDOS.

Las otras señales verdaderas. Si la forma precisa de su venida es una “señal”, Jesús nos dio también algunas otras señales de su regreso. En Mateo 24:29 y 30 dice: “El sol se oscurecerá, la luna perderá su resplandor, las estrellas caerán del cielo, y las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre”. Sus palabras aparecen en Lucas 21:25 al 27 de esta manera: “Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas, muriéndose los hombres de terror y de ansiedad por las cosas que vendrán sobre el mundo; porque las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria”.

En Mateo 24:33, Jesús dijo: “Así también vosotros, cuando veáis todo esto, caed en cuenta de que él está cerca, a las puertas”. Y en Lucas 21:28: “Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación”.

Muchos cristianos creen que estas señales que habrían de manifestarse en el sol, la luna y las estrellas ya se han producido. Tan impresionante posibilidad merece nuestra cuidadosa atención. La evidencia que tenemos al respecto las trataremos en las páginas 193 a 202.

También, entre “todas las cosas” que Jesús dijo que veríamos al acercarse su segunda venida, hay una señal sumamente impresionante y significativa. “Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin” (Mat. 24:14, RVR). Después de prestar atención a otros asuntos importantes, vamos a referirnos a esta notable promesa en las páginas 44 a 46.

II. La abominación de la desolación

Cuando los discípulos dijeron a Jesús: “Dinos cuándo sucederá eso”, estaban pensando, a la vez, en la destrucción de Jerusalén y en la segunda venida del Señor. Lo hemos verificado varias veces.

En su respuesta, Jesús se refirió a “la abominación de la desolación, anunciada por el profeta Daniel” (Mat. 24:15). Trataremos de estudiar en las próximas páginas esta “abominación” y la “desolación” que produjo. Al ver cuán plenamente se han cumplido las profecías de Cristo acerca de la caída de Jerusalén en el año 70 d.C., se afirma nuestra confianza en el cumplimiento de sus profecías relativas a nuestros días. Esto es importante, porque la abominación de la desolación se aplica a nuestros días tanto como a la caída de Jerusalén.

“Cuando veáis, pues, la abominación de la desolación, anunciada por el profeta Daniel, erigida en el Lugar Santo (el que lea, que lo entienda), entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes; el que esté en el terrado, no baje a recoger las cosas de su casa; y el que esté en el campo, no regrese en busca de su manto. ¡Ay de las que estén encinta y criando en aquellos días! Orad para que vuestra huida no suceda en invierno ni en día de sábado” (Mat. 24:15-20).

El preludio de la destrucción. Cuando se lee el cumplimiento de esta predicción, no podemos menos que apesadumbrarnos, pero es una ilustración impresionante de lo digna de confianza que es la profecía bíblica.

Retrocedamos un poco, para tener una perspectiva adecuada. La pequeña nación de Judea llegó a formar parte del Imperio Romano cuando Pompeyo tomó su capital, Jerusalén, en el año 63 a.C. Pero mientras la mayoría de los pueblos conquistados se enorgullecían de formar parte del Imperio, muchos judíos de Judea y Galilea alimentaron una actitud de resistencia, y llegaron a hacerse notar por su oposición activa a la conducción romana.

Los romanos, por lo general, aunque no siempre, trataron de gobernar Palestina pacíficamente. Pero con el transcurso del tiempo, un incidente sangriento conducía a otro peor, hasta que a mediados de la década del 60 al 70 d.C., la cantidad de judíos palestinenses que podían perder la vida en un solo incidente se dice que llegó a la cantidad de veinte mil. La tensión explotó cuando los sacerdotes del Templo decidieron no ofrecer más sacrificios ni oraciones en favor del emperador romano. En aquellos días, todos los pueblos del Imperio ofrecían sacrificios y elevaban oraciones en favor del emperador; la mayoría de ellos lo consideraba como si fuera un dios.

La decisión judía de no orar por el emperador fue calificada de traición. El castigo era inevitable.33 Cestio Galo, gobernador de la provincia romana de Siria, que incluía Judea, se dirigió hacia el sur desde Antioquia, con el equivalente de dos legiones de soldados y numerosas tropas auxiliares. (Los auxiliares se podrían comparar con nuestros ejércitos. Las legiones eran grupos seleccionados, constituidos por unos seis mil soldados.) Cuando Cestio Galo llegó a Jerusalén en el año 66 d.C., se encontró con una decidida oposición. Un grupo de guerrilleros le tendió una emboscada, y en ella murieron 515 soldados romanos, y solo 22 judíos. Pero la misma esplendidez de su ejército infundió en los guerrilleros el temor de severas represalias, y se retiraron inseguros, tras los imponentes muros de los edificios del Templo.

Los judíos moderados animaron a los romanos a apoderarse del Templo inmediatamente, para suprimir a los rebeldes antes de que consiguieran un segundo triunfo. Cestio Galo avanzó hacia el Templo. La razón de su llegada era reanudar las oraciones en favor del emperador. Pero sin ninguna explicación, después de un esfuerzo de menos de una semana y cuando ya estaba por lograr el éxito, Cestio Galo se retiró de la ciudad y regresó a Antioquia. Su decisión fue desastrosa para sus tropas. Los combatientes de la resistencia judía dominaban las cumbres de los montes que flanqueaban el lado norte del camino. Con flechas, lanzas y piedras, lograron dar muerte a casi seis mil romanos.

Josefo, el historiador, sirvió por un tiempo como general judío durante la guerra que se produjo después, antes de pasarse a los romanos. Al recordar los hechos algunos años más tarde, consideró la inexplicable retirada del gobernador como un momento decisivo. Si Cestio Galo hubiera insistido en su ataque con un poco más de decisión, según Josefo, la paz romana habría sido restaurada en Jerusalén con poca pérdida tanto de vidas como de propiedades. Josefo escribió: “Si este último [Cestio Galo] hubiese perseverado un poco más en el asedio [de los edificios del Templo], no habría tardado en tomar la ciudad”.4 ¡Y no habría habido guerra judía ni destrucción de la ciudad!

Pero profundamente heridos por la pérdida de sus soldados, los romanos decidieron regresar. El emperador Nerón mandó a llamar desde Gran Bretaña a su capaz general Vespasiano, quien trazó planes cuidadosos con la ayuda de su hijo Tito. (Tanto Vespasiano como Tito llegaron más tarde a ser emperadores.) Juntos, el padre y el hijo, lanzaron una campaña en la que tal vez unos 250 mil judíos palestinos murieron de hambre, fueron quemados vivos, fueron atravesados por las flechas, crucificados, muertos a hachazos o esclavizados hasta morir.

El Templo y la ciudad arrasados. Cuando Tito, con cuatro legiones y una gran cantidad de auxiliares, comenzó el asedio de Jerusalén en la primavera del año 70 d.C., la ciudad estaba atestada de judíos que se habían reunido allí para celebrar la Pascua.5

A medida que el sitio avanzaba, la enfermedad, la suciedad y el hambre comenzaron a cobrar su terrible tributo. En medio del pánico creciente, tres organizaciones semejantes a mafias aumentaron el horror al aterrorizar a sus mismos compatriotas judíos, y al competir salvajemente por el control de los ya precarios abastecimientos. Una madre, muerta de hambre, se comió a su propio bebé.6

Tito trató de salvar el Templo. Era una de las joyas del Imperio. De diversas maneras trató también de salvar la ciudad y el pueblo. Pero los dirigentes de la ciudad rechazaron todas las propuestas, en la creencia de que Dios todavía los honraría como su pueblo y preservaría el Templo como su casa de culto.

Hacia fines de agosto, algunos romanos enfurecidos por el aparentemente incomprensible fanatismo de la resistencia judía, prendieron fuego a la madera recubierta de oro de los muros y el cielo raso del Templo. Los judíos modernos todavía recuerdan el incendio que siguió, cada año, en el noveno día del mes judío Ab. Pero incluso después del incendio del Templo, los sobrevivientes rechazaron decididamente la rendición, de modo que Tito, exasperado, dio rienda suelta a sus tropas. La ciudad y el Templo desaparecieron literalmente. A excepción de una pequeña parte del muro y tres torres, “allanaron de tal manera el ámbito de la ciudad”, dice Josefo, “que daba la impresión de que ese sitio jamás hubiese sido habitado”.7

De las multitudes que vivían en la ciudad al comienzo del asedio, aparentemente, todos murieron; con excepción de que en Jerusalén y durante la campaña precedente de Galilea y Judea, 97 mil hombres, mujeres y niños fueron tomados prisioneros. Muchos de los prisioneros fueron enviados a las provincias, para hacer frente a animales salvajes en los anfiteatros. A muchos se los obligó a cavar el canal de Corinto, en Grecia. Muchos más fueron enviados a Egipto para que trabajaran allí como esclavos hasta su muerte. Algunos fueron vendidos como esclavos a los gentiles que vivían en Judea; eran vendidos “a muy bajo precio, por el gran número de que disponían para vender y ser pocos los compradores”.8

 

El cumplimiento de la profecía. La destrucción de Jerusalén cumplió cabalmente la predicción hecha por Cristo 39 años antes: “No quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derruida” (Mat. 24:2). También se cumplieron sus profecías acerca de hambrunas, terremotos, rumores de guerras y ejércitos en torno del Lugar Santo.

La mujer que se comió a su bebé, los esclavos que fueron vendidos por unas monedas y los cautivos que fueron embarcados rumbo a Egipto, cumplieron otras profecías hechas por Moisés unos quince siglos antes, en Deuteronomio 28:15, 52, 53 y 68: “Pero si no obedeces a la voz de Yahvéh tu Dios, y no cuidas de practicar todos sus mandamientos y sus preceptos, los que yo te prescribo hoy [...] [tu enemigo] te asediará en todas tus ciudades [...] comerás el fruto de tus entrañas [...] te volverá a llevar a Egipto [...] por mar [...] y allí os ofreceréis en venta a vuestros enemigos como esclavos y esclavas, pero no habrá ni comprador”.

Pero Dios se interesa por nosotros. La caída de Jerusalén ante los romanos nos recuerda la caída de esta ciudad ante los babilonios siglos antes. En el primer tomo de esta obra, en las páginas 22 al 28, vimos con cuánto pesar Dios “entregó” Jerusalén al rey Nabucodonosor y cómo envió un profeta tras otro para prevenir el desastre en la medida de lo posible.

El Señor hizo aún más en los tiempos del Nuevo Testamento para evitar a los judíos y a Jerusalén su terrible desastre a manos de los romanos. Por más de treinta años, el propio Hijo de Dios recorrió sus caminos y sus calles para señalarles el camino de la paz. Les enseñó a perdonar, a devolver bien por mal, y a respetar toda autoridad legalmente constituida. Cuando un soldado romano, en ejercicio de sus privilegios, obligaba a un judío a llevarle su pesado equipaje por una milla, Jesús les aconsejó que se lo llevaran por una milla más (véase Mateo 5:41).

Si todos los judíos de Judea y de Galilea hubieran aceptado las enseñanzas de Cristo, no se habrían dedicado al terrorismo y al sabotaje que provocó la represalia de los romanos. No habrían dejado de pagar sus impuestos. No habrían suspendido sus oraciones en favor del emperador, acto de traición que produjo la guerra. Ni tampoco habrían llegado a la conclusión de que Dios iba a hacer milagros por un pueblo que desde hacía mucho lo estaba desobedeciendo, a menos que se arrepintiera primero. Tampoco se habrían dividido en feroces facciones, sino que se habrían apoyado generosamente los unos a los otros.

Pero no todos los judíos rechazaron a Jesús. Miles lo aceptaron (Hech. 2:41). Confiaron no solo en sus enseñanzas religiosas, sino también en sus profecías. Recordaron sus palabras: “Cuando veáis, pues, la abominación de la desolación, anunciada por el profeta Daniel, erigida en el Lugar Santo”, es decir, “cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos”, “entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes” (Mat. 24:15, 16; Luc. 21:20).

La asombrosa retirada de Cestio Galo en noviembre del año 66 d.C., cuando la victoria estaba a su alcance, proporcionó una inapreciable oportunidad de huir. Josefo informa que “muchos judíos notables” en ese momento “abandonaron la ciudad, como si fuera un barco a punto de zozobrar”.9

Parece que los cristianos de origen judío dejaron Jerusalén en ese momento. Al trasladarse al norte, fundaron una colonia en Pella, al sudeste del mar de Galilea. Las palabras de Cristo traducidas por “huyan a los montes” en la Biblia de Jerusalén, puede traducirse adecuadamente por “escapen hacia las colinas” o “váyanse al campo”. Pella está ubicada en el campo, en medio de colinas.

Los cristianos judíos obraron como Jesús les aconsejó porque confiaron en su profecía. Y no se sabe de ningún cristiano judío, ya sea madre, padre o hijo, que haya muerto en la terrible destrucción de Jerusalén.

III. La abominación y la iglesia cristiana

Tal como vimos, donde la Biblia de Jerusalén nos habla, en Mateo 24:15, de “la abominación de la desolación”, otras versiones emplean expresiones similares, como ser “la abominación desoladora” (RVR); “el horrible sacrilegio” (versión Dios Habla Hoy); “el espantoso horror” (Versión Popular Inglesa).

Ya hemos visto que Jesús estaba hablando simbólicamente de los ejércitos romanos que asediarían Jerusalén entre los años 66 y 70. (Compárese con Lucas 21:20.) Pero lo que dijo merece mayor atención. “La abominación de la desolación” iba a ser algo mucho más grande que los ejércitos romanos.

Jesús demostró que la abominación de la desolación había sido predicha “por el profeta Daniel”. Eso era cierto, porque Daniel –en diferente idioma, por supuesto, pero exactamente con la misma idea in mente– se refirió en Daniel 11:31 a “la iniquidad desoladora”. Predijo que esta abominación pisotearía “el Santuario y el ejército”. Refiriéndose a lo mismo, de otra manera, en Daniel 9:24 al 27, el profeta nos habla de un príncipe desolador que aparecería en la estela de las abominaciones para destruir la ciudad de Jerusalén y el Templo.

De manera que el profeta Daniel, con distintas palabras, se refirió varias veces a la abominación de la desolación.

En el Antiguo Testamento, la palabra abominación se emplea a veces para referirse a la adoración de ídolos (2 Rey. 23:13; Isa. 44:19.) Sacrilegio tiene que ver con la irreverencia llevada al máximo. De manera que “la abominación de la desolación” y “el horrible sacrilegio” mencionados por Daniel y por Jesús son una y la misma cosa. Básicamente, se trata de un sistema pecaminoso de culto que cometería el sacrilegio de pisotear y desolar la ciudad de Dios, el Santuario de Dios y su pueblo.

El ejército romano que demolió Jerusalén constituía, precisamente, una abominación desoladora e idólatra. En lugar de banderas, los soldados romanos llevaban estandartes. Eran algo así como astas con una cruceta en el extremo superior, de la cual pendían los símbolos característicos de cada legión. (La “décima Fretensis” y la “duodécima Fulminata” se encontraban entre las legiones que combatieron en Jerusalén.10) Mientras los modernos soldados saludan sus banderas, los romanos a veces adoraban sus estandartes. El antiguo escritor Tertuliano incluso afirmaba que “la religión practicada por los romanos en campaña, se manifiesta plenamente por la adoración de los estandartes”.11

Después de que los soldados romanos destruyeron el Templo de Jerusalén, mientras el humo cálido se elevaba aún sobre las ruinas y los derrotados judíos todavía se desangraban, maldecían y morían por todos lados, los romanos “colgaron sus insignias en el Templo”, y según Josefo, “frente a la puerta oriental, ofrecieron sacrificios”.12

El ejército romano que se ubicó en el Lugar Santo y que destruyó y desoló Jerusalén, era intrínsecamente idólatra. Era ciertamente una “abominación” y un “sacrilegio”, que produjeron “desolación”.

La abominación era “Roma”. Ahora bien, en Daniel 8:13 la expresión “la iniquidad desoladora” se aplica al “cuerno pequeño” simbólico. En el primer tomo de esta obra, en las páginas 148, 149 y 181 a 184, vimos que algunos estudiosos de las Escrituras han supuesto que este cuerno pequeño era Antíoco Epífanes. Estudiamos acerca de este excéntrico reyezuelo de Siria (175-164 a.C.) que suspendió los sacrificios del Templo entre los años 168 y 165 a.C. Descubrimos que realmente no cumplía las numerosas especificaciones referidas al cuerno pequeño. Y, por cierto, el hecho de que en Mateo 24:15 y en Lucas 21:20 Jesús identificara la abominación de la desolación con los ejércitos que circundarían Jerusalén –suceso que en ese momento (31 d.C.) todavía estaba en el futuro–, prueba fuera de toda duda que no se trataba de Antíoco Epífanes.

Descubrimos que lo que realmente representa el cuerno pequeño de Daniel 8 es “Roma”; tanto la pagana como la cristiana; tanto el Imperio Romano como la Iglesia Romana medieval.

Las profecías de Daniel 2, 7 y 8 son paralelas. (Veáse el diagrama en el tomo 1, p. 241). Cada profecía comienza en los días de Daniel y transcurre a través del tiempo hasta el final del mundo. Los diversos símbolos de Babilonia, Persia y Grecia están seguidos en cada capítulo por un símbolo de Roma: hierro en Daniel 2, un monstruo en Daniel 7 y un cuerno pequeño en Daniel 8. Tal como lo vimos en el primer tomo, en las páginas 114 a 128, intencionalmente Dios pasó por alto los beneficios que produjeron tanto el Imperio Romano como la Iglesia Romana. Decidió en cada capítulo poner énfasis sobre los aspectos negativos y represivos de Roma, con el fin de enseñar importantes lecciones.

Estamos listos ahora para preguntarnos: el cuerno pequeño de Daniel 8, es decir, “la iniquidad desoladora” de Daniel 8:13, ¿“pisoteó” el “santuario” de Dios y su “ejército” (o su pueblo)? La respuesta es SÍ. En su etapa pagana, Roma destruyó el Templo de Jerusalén, que había sido el principal sitio de culto público de Dios por casi mil años. Todos sabemos que el Imperio Romano también persiguió a la gente que creía en el verdadero Dios; pero en su etapa cristiana, también persiguió a los creyentes. Además, como lo vimos en el primer tomo de esta obra, las enseñanzas y la conducta de la cristiandad medieval oscurecieron muchísimo el ministerio “continuo” (tamid, en hebreo) de Jesús en el Santuario celestial. Entre Cristo y su pueblo, la Roma medieval interpuso un falso sacerdocio, un falso sacrificio, una falsa cabeza de la iglesia y una falsa forma de salvación. (Véase el tomo 1, página 169.) Que la Iglesia Cristiana medieval se comportó mal, ha sido reconocido por prominentes autores jesuitas a partir del Concilio Vaticano Segundo. (Véase el tomo 1, páginas 164 y 169.)

Desde este punto de vista, “la abominación de la desolación” es un falso sistema de culto, es decir, Roma tanto en su forma pagana como cristiana. La Roma pagana destruyó el santuario visible de Dios, el Templo de Jerusalén, y persiguió a los verdaderos cristianos. La Roma cristiana también persiguió y se opuso al santuario invisible donde Jesús ministra en nuestro favor en el cielo.

La apostasía y el hombre impío. Decir que la cristiandad medieval obró mal equivale a lanzar una clarinada de alarma. ¿Cómo podían los cristianos actuar de esa manera, sin apostatar o dejar la fe primero?

Esta misma apostasía está predicha en el Sermón Profético. Jesús dijo: “Muchos se escandalizarán” (“Muchos tropezarán”, RVR; “Muchos perderán su fe”, Dios habla hoy; “Muchos abandonarán su fe”, versión popular inglesa, Mateo 24:10). Unos 25 años después de este sermón, el apóstol Pablo, al referirse a la misma tragedia, escribió a los dirigentes cristianos de Éfeso: “Yo sé que, después de mi partida, se introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán al rebaño; y también que de entre vosotros mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas, para arrastrar a los discípulos [los miembros de la iglesia] detrás de sí” (Hech. 20:29, 30).

“Que nadie os engañe de ninguna manera”, dice Pablo a algunos nuevos cristianos de Tesalónica que anhelaban el regreso de Jesús. (Estas palabras son un claro eco de la advertencia de Cristo en Mateo 24.) “Primero tiene que venir la apostasía y manifestarse el hombre impío [“el hombre de pecado”, Reina-Valera 1960], el hijo de perdición, el Adversario que se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto, hasta el extremo de sentarse él mismo en el Santuario de Dios y proclamar que él mismo es Dios. ¿No os acordáis que ya os dije esto cuando estuve entre vosotros?” (2 Tes. 2:3-5).

El “misterio de la impiedad” ya estaba obrando, sigue diciendo el apóstol, al referirse a las condiciones que prevalecían a mediados del siglo primero “Tan solo”, explica Pablo, “conque sea quitado de en medio el que ahora le retiene, entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor destruirá con el soplo de su boca, y aniquilará con la manifestación de su venida” (2 Tes. 2:7, 8).

Pablo pone énfasis en que el hombre impío no aparecería hasta un poco después de sus días; pero una vez que apareciera, perduraría hasta la segunda venida de Cristo.

Parece poco amable, y hasta anticristiano, sugerir que la Iglesia Romana cumplió esta profecía. Pero Pablo estaba hablando de una “apostasía”, de una “rebelión”. Las apostasías y las rebeliones se producen dentro de las filas de la iglesia, no fuera de ellas. En el primer tomo, en las páginas 123 y 124, vimos que varios papas y sus admiradores verdaderamente pretendieron que los papas eran en cierto modo divinos; pretensiones que nunca fueron repudiadas. En las páginas 127 a 134 del tomo citado, vimos cómo, tal vez con las mejores intenciones, la Iglesia de Roma se ha opuesto a la Ley de Dios. Y no ha cambiado de actitud al respecto.

 

Notables cristianos manifiestan su preocupación. En la cúspide de la Edad Media, algunos eruditos dirigentes cristianos se manifestaron profundamente preocupados por la apostasía de la iglesia. Con verdadero riesgo de sus vidas, manifestaron la perturbadora convicción de que el hombre impío, la abominación desoladora, había aparecido en sus propios días. Llegaron a la conclusión de que la iglesia (o su dogma, o a lo menos sus dirigentes terrenales) era “el hombre impío” de 2 Tesalonicenses 2 y la “abominación” de Mateo 24.

Jan Milic (pronuncie Milich) (m. 1374) fue uno de esos dirigentes. Secretario del emperador Carlos IV y archidiácono de la catedral de Praga, Milic rechazó una promoción y renunció a su cargo a fin de disponer de tiempo para predicar. En ocasión de un peregrinaje a Roma, se dirigió a una vasta asamblea de clérigos y eruditos, y su discurso llevó el título de “¡El Anticristo ya llegó!” Detenido cuando estaba en Roma, escribió un folleto en el que declaraba: “Cuando Cristo habla de la ‘abominación’ en el templo (Mat. 24:15), nos invita a observar a nuestro alrededor para verificar cómo, por la negligencia de sus pastores, la iglesia yace desolada”.13

Juan Wiclef (m. 1384), bien conocido clérigo católico, estadista inglés y catedrático de Oxford, vio la abominación desoladora en la doctrina de la transustanciación, impuesta a la gente por los obispos bajo pena de excomunión.14

Sir John Oldcastle (m. 1417), conocido también como Lord Cobham, merece ser más conocido. Después de la muerte de Wiclef, Sir John patrocinó a los estudiantes de Oxford en el estudio de las Escrituras y proveyó de los medios para que los “predicadores pobres”, o “lolardos”, enseñaran las Escrituras por todo el país. El arzobispo Arundel, de Canterbery, consiguió que el rey de Inglaterra lo reprendiera. Sir John replicó que, aunque debía obedecer al rey de acuerdo con Romanos 13, no iba a obedecer una orden de la iglesia que le impedía continuar con la predicación de las Escrituras. Sabía por medio de ellas, según dijo, que el papa era “el hijo de perdición” (es decir, el “hombre impío” de 2 Tesalonicenses 2:3) y la “abominación [...] erigida en el Lugar Santo”. Sir John fue enviado a prisión, pero logró escapar. Vuelto a capturar cuatro años más tarde, se lo sentenció a morir asado a fuego lento. Murió entonando himnos de alabanza a Dios.15

Juan Huss (m. 1415), de Bohemia, como Milic, también identificó al papa con el hombre de pecado. “Huss” significa ganso en checo, y él era consciente de que su ganso bien podría ir a parar al asador. Efectivamente, así ocurrió. El 6 de julio de 1415, los obispos del Concilio Eclesiástico de Constanza lo hicieron quemar vivo.16

Martín Lutero (m. 1546) era monje. Sus oraciones profundizaban su preocupación espiritual. Llegó a considerar a la iglesia de su tiempo como la “abominación [...] de la cual habla Jesús en Mateo 24:15” y como el hombre impío de 2 Tesalonicenses 2, que se sienta “en el templo de Dios (es decir, de la cristiandad), haciéndose parecer Dios”.17

Trágicamente, la abominación desoladora acerca de la cual hablaron Jesús y Daniel, fue ciertamente tanto la Roma pagana como la cristiana.