Campo Cerrado

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Y otra cuestión aún es que, ante situaciones determinadas en la existencia humana, cuando las emociones, los sentimientos se manifiestan, quienes los viven experimentan súbitamente la impresión de que la lengua no dispone de los términos precisos para designar lo que están viviendo. Así lo manifiestan repetidas veces a lo largo de la obra de Aub el narrador y sus personajes. En Campo cerrado, es Espinosa quien lo expresa conversando con Serrador al inicio del capítulo «El Oro del Rhin»: «El sentimiento es tuyo, pero las ideas te las dan hechas, aunque no quieras, con la lengua. El idioma es una cosa seria...».49 Ese pesimismo sobre el alcance de las palabras resulta precisamente de la naturaleza del lenguaje humano, como señaló Cassirer: «La realidad subjetiva se caracteriza por su extrema individualidad y concreción, mientras que el mundo de las palabras se caracteriza por su universalidad».50 Como todos los signos, renuncian a lo particular, a lo personal de la intuición, en aras de su comunicabilidad, en la que todos los hablantes se puedan encontrar. Lo que no impide, sin embargo, el fenómeno de la ambigüedad interpretativa, debida a la necesaria polisemia, y favorecida por la producción de contextos insuficientes para su neutralización. De ahí que, en otras situaciones, se pueda sentir una satisfacción gozosa ante la capacidad creativa de quien logra manejar felizmente el idioma.51 Max Aub, por su condición de emigrante de un idioma materno a un idioma de adopción, estuvo obligado a reflexionar más de una vez acerca de los problemas que le iba planteando el aprendizaje del castellano, sobre todo a partir del momento en que lo asume de grado como el suyo, por su libre voluntad, renunciando a escribir en cualquiera de los otros dos idiomas que le eran propios por herencia. Y no tardaría en descubrir que su handicap era, a la vez, una herramienta de creatividad en su nuevo idioma, puesto que es natural en una persona bilingüe mantener viva la capacidad de asombro ante la materialidad de las palabras, y las posibilidades de manipulación que le permite ese don gratuito. El sentido, que en el bilingüe está siempre despierto, de la relatividad en las relaciones entre significante y significado, entre el lenguaje y la realidad no lingüística, se acrece cuando hay más de dos idiomas en juego, y por eso Aub, ya bilingüe franco-alemán al llegar a España, cuando adquiere el uso de dos nuevos idiomas, el castellano y la rama valenciana del tronco catalán –que luego, por sus viajes de trabajo por Cataluña, adquirió también, pasando de uno a otro sin confundirlos–, se sitúa en una posición absolutamente excepcional que contribuirá a caracterizar las formas y los contenidos de su imaginación creadora. Si a estas capacidades se añade el gusto que Aub iba a desarrollar por la prosa clásica y, durante los años de prisiones, por la obra de Quevedo –su única compañía, junto con un diccionario de la lengua–, y culminamos el todo con sus largos años de estancia en México, donde el idioma peninsular se enriquece sobreabundantemente, sería ingenuo asombrarse de la flexibilidad de Aub en el uso del idioma, y del profundo caudal léxico disponible del que hace cada vez más espontáneo y natural uso.

De las tres fases que en la curva de su evolución lingüística observamos en nuestra monografía de 1973, Campo cerrado se sitúa en la que identificábamos como de afianzamiento en el idioma, influida aún por esa tendencia vanguardista de «renovarse o morir», donde sin duda Aub comete lo que podríamos llamar excesos exhibicionistas de nuevo rico. Ya se verá, en el examen de Campo abierto, cómo esas demostraciones de fuerza las cortó Aub radicalmente después de la edición de Campo de sangre.

Nota a la edición

Como ya hemos indicado, a partir de un texto mecanografiado hecho por el propio Aub, paralelamente a la redacción de una versión manuscrita (la desaparición de ambos tal vez haya que darla por definitiva), se compuso la primera edición de Campo cerrado, costeada por el propio Aub, que acabó de imprimirse en los talleres de Gráfica Panamericana, en México, D. F., el 25 de noviembre de 1943, seis días después de la anotación del Diario arriba mencionada, por la que sabemos que esta edición fue costeada por el propio autor con el dinero obtenido por su adaptación al cine de La verbena de la Paloma. Estos talleres de impresión tenían la misma ubicación que el Fondo de Cultura Económica –calle de Pánuco, 63–, por lo que es razonable deducir que eran los utilizados por esta editorial, una empresa mexicana fundada en 1934 y a la que los exiliados españoles aportaron un fuerte impulso de expansión. No tenemos constancia del número de ejemplares de esta edición.

Aub no retocó nada del texto mecanografiado cuando lo encontró en casa de Mantecón, y lo entregó directamente a la imprenta. Ya hemos señalado en las notas al texto que los aparentes mexicanismos que en esta edición aparecen son ajenos a la voluntad de Aub, que, ignoramos por qué, no quiso o no pudo revisar la edición. Lo hizo bastante más tarde, para la segunda edición, corrigiendo un ejemplar de la primera que se conserva en la biblioteca de la Fundación Max Aub en Segorbe, y que hemos podido utilizar para nuestra edición.

La segunda edición fue publicada por la Universidad Veracruzana, en Xalapa (México), en 1968, dentro de su colección «Ficción», con el número 77. Se terminó de imprimir en los talleres de Litografía Comercial Nadrosa, S. A. en México, D. F., el 31 de enero de 1968, tirándose 3.000 ejemplares, utilizándose en su composición tipos Baskerville. Al cuidado de la edición estuvieron Ismael Viadiu y María del Refugio González.

La tercera edición, primera española, la publicó Alfaguara en 1978. Se reeditó en Alfaguara Bolsillo, en 1997.

La editorial Aguilar proyectó editar en la década de los sesenta El laberinto mágico completo, con un estudio introductorio de Manuel Tuñón de Lara. El proyecto no se llevó a cabo, pero el original del estudio de Tuñón se conserva, incompleto, en los archivos de la Fundación Max Aub.

En el caso de Campo cerrado se ha tomado como base la primera edición, aunque cotejándola con la segunda, y en caso de aceptar las correcciones –introducidas por el propio Max Aub en Campo cerrado– se ha dejado constancia en el aparato crítico. Las variantes se indican en el texto con letras del alfabeto –en superíndice:a b c– y se recogen y anotan al final de este.

Respecto de las notas al texto, labor que obliga a interrogarse sobre el tipo de destinatario al que van dirigidas, se ha optado por abrir la edición a un lector no condicionado por las circunstancias históricas de la novela, que en muchos casos pueden resultarle remotas, y se ha tendido a ofrecerle la mayor ayuda posible en cuanto al léxico, a menudo poco familiar, marcando en el texto las palabras anotadas mediante enlace en azul con la nota correspondiente. Las anotaciones son, así, fundamentalmente de índole histórica y lingüística, aunque se han completado con algunas otras relativas a aspectos estilísticos y narratológicos destinadas a llamar la atención sobre la complejidad estructural del relato y sus particularidades.

CAMPO CERRADO
A JOSÉ MARÍA QUIROGA PLA
TRES NOTAS a
I

Bajo el título de El laberinto mágico, que le debo a San Agustín, proyecto publicar, amén de esta, cuatro novelas en las que he de recoger, a mi modo, algunos sucesos de nuestra guerra:

II. CAMPO ABIERTO

III. CAMPO DE SANGRE

IV. TIERRA DE CAMPOS

V. CAMPO FRANCÉS

Uds. lo han de ver si el tiempo me da lo suyo y mi pluma lo demás, para lo que les pido paciencia y disimular las faltas, como ya no se dice al término de las comedias.

II

Problema o problemilla fue desde que la novela ha sido, quiéranlo o no, espejo de lo que vemos y oímos, resolver en metáforas, imágenes, iniciales o puntos suspensivos las palabrotas, ajos, tacos, groserías, juramentos o interjecciones soeces que, a cada dos por tres y sin más valla que la presencia de mujeres, forasteros o la falta de confianza entre los reunidos, se nos vienen a la boca, a los españoles, como contera, inciso o pórtico de las más variadas frases. Vicio que la guerra multiplica y cuya falta tanto nos sorprende en el bien hablar de los mexicanos, fenómeno de orden religioso que bastaría para probar cuán más católicos son del lado de acá del Atlántico que no nuestros coterráneos.

He dejado el problema sin resolver, quizá por impotencia, lo cual tranquiliza mi conciencia, y aquí salen las terríficas interjecciones con todas sus letras porque, a mi ver, el quitarlas cercena autenticidad y regusto. Si mis personajes hablan así en el reflejo mágico de mi imaginación, ¿no sería traicionar mi realidad escamotearles la sal? Porque evidentemente ni el concepto, ni el estilo perderían nada con la supresión de las palabrotas, pero quizá faltara entonces cierto tufillo de la época: cierta desesperación reconcentrada, ciertos clavos a los cuales agarrarse en oscuros reconcomios de imposibles venganzas y que me parecen indispensables para la expresión de nuestro tiempo: todo él de...

(¿Ven Uds. cómo no puede ser? Las frases se quedan cojas, pendientes como hilos de alambre rotos por un bombardeo, descarriladas, muertas sin aire).

 

Claro está que, quiérase o no, surge el «buen gusto», la estética, las caravanas, como dicen aquí con un encantador galicismo,52 los guantes –escondiendo quizá esmaltes imperfectos–, los perfumes –defendiendo alientos fétidos–, las caretas; no es que pretenda acabar con ellos, pero los quiero por quirotecas, olores o máscaras y no por lo que amparan. Añádase el temor de que aparezcan los exabruptos como infantil deseo de asombrar al lector. Claro que todo se resolvería con tacharlos, tarea fácil en un relato indirecto en el cual –¡oh magia de la tercera persona del indicativo!–, con escribir que el lenguaje de los personajes va salpimentado, sálese del compromiso. Pero el traer las conversaciones a primer término, y en primera persona, hace insoluble, para mí, el problema; y bien poco pude contra ese afán de mis personajes por romper a hablar. Lo curioso es que si subieran a las tablas tendrían buen cuidado, creo yo, de reportarse; quizá con pérdida de autenticidad, tal como se columbra en los numerosos Juan Josés,53 u otros de su calaña, tan mesuraditos y cuyo lenguaje casi siempre suena a falso, a menos que las blasfemias deriven a lo cómico, fuente segura de carcajadas debidas al gesto del actor resbalando por los puntos suspensivos y restableciéndose en una onomatopeya.

Concretóse esta pudibundez con la Revolución Francesa, y triunfo de la burguesía, ayudada por la anterior influencia gala en las letras universales que reprimía cualquier licencia, a menos que fuera de otro cuño y en cuyo caso, y en ediciones especiales, llegaba a alcanzar precios fabulosos.54 Pudicicia que recogió el Romanticismo alemán, padre, y muy señor mío, de tanta buena literatura decimonónica, inglesa y más o menos hipócrita. (Lean los curiosos, como envés, los entremeses de Torres Villarroel, pongo por caso de lenguaje popular de nuestro siglo XVIII). Quizá algunos de los diversos movimientos subterráneos acontecidos en las letras (francesas principalmente) durante el primer cuarto de este siglo no eran sino intentos de romper este cerco.

Si me resto lectores, los que queden sean buenos.

III

Sale esta novela, o mejor galería, tal y como nació en 1939. Me hubiese sido fácil ampliar algún dato del capítulo final, pero siendo esta como es, aunque solo para mí, una segunda edición, va sin cambiar una coma.

M. A.

México, agosto de 1943

PRIMERA PARTE
1. Viver de las Aguas 55

De pronto se apagan las luces: las diez, la luna luce su presencia en las paredes jaharradas: el jalbegue se parte, mitad blanco, mitad gris. El silencio corre por las calles del poblado como un calofrío, de la cabeza a los pies, desde la plaza al Quintanar Alto, ya pegado al alcor. Primeros de septiembre y el aire frío bajando por el Ragudo;56 más arriba las estrellas de monte, tachas del viento.

La plaza, por ocho días ruedo verdadero, apuntaladas las fachadas limpias de derrengaduras con escaleras y tablones; el casino adargando su última luz tras las talanqueras; en el centro, la fuentecilla barroca con su canto de agua de cuatro caños recobrando su calaña de abrevadero; la plaza, acabadas de tocar las diez, ombligo del mundo. Mil quinientas almas y la Raya de Aragón.57 Hacia abajo, caídos hacia la mar, por Jérica y Segorbe, los pueblos de Valencia; cuesta arriba, por Sarrión, el áspero, desnudo camino de Teruel.

El reloj de la iglesia tiene la luna de cara; a todos les baraja el regustillo del miedo con el de la espera, un no se sabe qué otea por las espaldas; hay menos aire entre las gentes. Las diez y cinco: un rumor levanta su cola; asoman por los postigos las cabezas de los valientes, ya corren y cazcalean frente a la casa del notario y la contigua del doctor los que quieren presumir el tipo, puesto el ojo a las hijas en edad de merecer, agrupaditas en los balcones de los probos funcionarios, con su dote por delante y el pretendiente detrás, bálano en ristre, manos invisibles bendiciendo la oscuridad. Las blusas negras de viejos renegridos, que no quieren dar su brazo a torcer por los años, se escurren por las paredes. La albórbola recibe su corrección inmediata: un murmullo la acalla.

En lo más remoto de su memoria Rafael López Serrador no halla un recuerdo más viejo; de su niñez es esa la imagen más cana: el momento en el cual, por las fiestas de septiembre, van a soltar el toro de fuego;58 eso, y el ruido del agua viva por la tierra: fuentes, manantiales, acequias.

El toro de fuego siempre ha matado a cinco o seis hombres: un animal bárbaro y terrible, mejor encornado que «Fávila», que el 89 mató a ocho en Rubielos de Mora;59 su dueño, a quien los niños tienen por rico y misterioso, pasea el basilisco de feria en fiesta; algún año, cuando la pez lo ha dejado cegato, echan el bestión a unos torerillos para que acaben con él. Cuéstales Dios y ayuda, cuando no cornalones, porque el bicharraco sabe ya más que Lepe.60 El ganadero toma café en el círculo maurista.61 Los chiquillos le rodean a prudente distancia: «Ese es, ese es».

Las vaquillas corren, los mozos las jalean y les dan cantonada; la gente, hombres y mujeres, sale a recibirlas por la carretera en busca del susto (¡ay, qué susto!), del miedo (¡ay, qué miedo!), de la topada y del escalo de las rejas de la casa amiga perfectamente determinada de antemano, o del amparo de las cercas, murallones y albarradas de las veras del camino. Los hombres llevan gayatos y blusas negras, los veraneantes van en mangas de camisa; hay quien intenta quiebros y sale con los calzones descalandrajados para mayor burla y risotada. Polvo y cerveza, carreras de cintas62 mientras la banda enhebra pasodobles.

Pero el toro de fuego llega por la noche y está solo en las orillas del río, nadie se atreve a citarlo. Por veredas y balates van mayores y mocosos desde las primeras horas de la mañana a divisar y apreciar el ganado. Se apacienta este en las márgenes de la torrentera, medio escondido por los carrizos, en una madre seca y cantalinosa. Los olivos y las higueras sirven de burladeros. Las señoritas dan grititos que animan al jabardillo. Los novios se apartan a derecha e izquierda «para ver mejor», según aseguran, y sofaldar sin sobresaltos. Hay quien almuerza. Allá abajo, sin dar importancia a los torillos que pacen, cruzan hacia el pueblo tres cavatierras, segur al hombro, colilla terciada, salivazo trallero:

–¡Paece63 que nunca hayan visto animales, rediós!

Una mula remacha el lendel64 circular de un azud quintañón y martillea el jolgorio con el ritmo de sus pezuñas ciegas; corre un agua estrecha. Rafael Serrador pasa el meñique derecho de su fosa nasal diestra a la siniestra, bájase luego a coger un guijo e intenta largarlo al río, y se queda corto. Otros, ya muy creciditos, lanzan a voleo pedruscosa a los lomos de las vaquillas. Algunas, las menos, levantan el testuz y miran indiferentes, otras, a lo sumo, adelantan un paso, el belfo rastreante en busca de hierbajos escuálidos entre tanta cárcava.

El río corre al amparo de una cortadura que raja, del ocre al cárdeno, los verdes de la ribera contraria. Las aguas se saben y adivinan tras el cañaveral; donde muere la corta65 se ven las aguas arremolinadas. El cielo, de su propio azul; rayándolo crascitan unos cuervos. Ya llegan las gentes que salen de misa, atajan por las albardillas y los caballones despreciando sendas, pisando alfalfas, las enroscadísimas calabazas, las cebollas; roban uva y melones.b

–¡Así reventaran tós, hijos de la gran madre que los parió! –rezonga un ganapán que trabaja un cuartel, al socaire de un paredón a medio derruir, en el camino del barranco, cuando cada año, tras las fiestas, tiene que recavar ardillones y replantar cercas y varasetos. Entre el sendero y el cuadro corre la acequia, menean las clarísimas aguas transparentes ovas sobre musgos, crecen los culantrillos por los balates. (Ahora hace dos años estuvo Rafael en cama de un fuerte resfrío y le dieron, para curarle, culantrillo en infusión). La madre es un tanto rabisalsera y amiga de gaiterías. Hay quien mira a Rafael y dice que se parece a su padre. Aquello le choca: le parece lo natural, pero se da cuenta de que no es verdad. ¿Qué quiere decir con eso la gente? El padre es corto y negro. Rafael está contento de parecerse a su madre, más alta; con su corpiño negro, su falda negra y su pañuelo anudado en la garganta, cuando tiene que salir, sobre todo si lleva zapatos abotonados, con un dedillo de tacón y puntera fina.

Ya toca la música dándole a septiembre el calor que le falta. Vino el diputado y su familia. El registrador, el boticario y don Blas bajan cada día al casino; se runrunea que este año habrá un día más de vaquillas. El padre sigue maldiciendo de todo lo habido y por haber: desde el lunes hay un tren más, de Valencia al pueblo y viceversa, y el ómnibus amarillo que él lleva y trae a su trote mulero tiene que hacer cuatro viajes suplementarios, del pueblo a la estación, llueva o solee. El faetonte es republicano y enemigo de las vaquillas, que tiene por espectáculo bárbaro y retrógrado, pero no falla el verlas. Las moscas parecen soliviantarse por aquellos días, dan más quehacer que nunca; a la hora de la siesta óyese el runruneo que forman, alrededor de ligas y vinagres – colgadas las unas, engañososc con su terrón de azúcar los otros– en sus desesperados esfuerzos sobremosquiles por no malmorir. Hacia el sur, por el abra de Jérica, se descubren lejanías azules y verdes; hacia los nortes solo se encuentran carrascas, jarales, tierra de nieve: lo uno horizonte, lo otro monte.

De la cocina del Casino bajan, todavía calientes, empanadillas de pescado: doradas, la masa cuscurrosa, la panza mollar, el olor del buen aceite, la pasta vuelta sobre sí, encerrando tras el borde bien horneado las tiras verdales o granas de los pimientos asados, gustosamente casadas con el rosicler del atún desmenuzado, el carmesí o la rojuela color de los tomates fritos, el amarillejo de los piñones enteros. Resbalan por las mejillas de los niños bien vestidos unas gotas azafranadas dejando un reguero brillante.

 

–¡Tu traje nuevo, José Luis!

–Los pimientos son de la finca.

Córrese la voz. Don Blas se arrellana.

–Los ha ofrecido al casino.

En el umbral se apelotonan los chicos del pueblo, procurando despuntar cabeza.

–Los pimientos son tós de la finca.

Miran con entusiasmo cómo se repapilan los sentados.

–¡Mejores que los de Martí, don Blas!

–¿Cómo se va a comparar?

–¡Aquí no hay química que valga, ni invenciones!

–Al pan, pan, y al vino, vino.

Y don Blas, cruzando sus manos de abad:

–El buen paño en el arca se vende.66

Al toro de fuego le tienen atado y cubierta la cabeza con un saco, en una jaula de madera, formada con estacas bajo el sotechado de la casa del tío Cola. En cada cuerno le fijan una gran bola de alquitrán sostenida por unos flejes de hierro, ya las encienden y flamean, ya sueltan el pavoroso bruto. Por las calles blancas y negras culebrea la serpiente del terror pánico.

Anúnciase67 por su luz. Tíñese la cal68 del más leve rosear cuando todavía le separan cincuenta metros de la esquina inmediata. Aparecen larguísimas sombras; a todo correr se empequeñecen, reduciéndose a la nada para volver a surgir, creciendo contrarias según la carrera del basilisco. De portones, portaladas, portillos y balcones, recovecos, esquinas, escaleras y mástiles, de la plaza y de las calles ligadas entre sí en círculo para que el toro persiga su propia sombra hasta que se le acabe,69 surgen, se alzan, levantándose los unos a los otros, gritos y voces, clamores y chillería. ¡Ya viene! ¡Ya llega! ¡Ya está ahí! Lo llaman, lo desean, lo quieren y cuando la luz, las llamas, la bárbara mole nocturna se abalanzan por el callejón, vuélveseles pavor el deseo, como tras un primer coito frenético y furtivo.

¡Ya viene! ¡Ya llega! ¡Ya está ahí! Pasa la bestia velocísima, huyendo de sí misma, viril maldición ardiente, mito hecho carne y uña, con olor de cuerno quemado. Ya se despeña hacia arriba,70 ya vuelven la luna y su sombrilla leve por la lechada nueva de los paramentos. Ronda el toro su forzado circuito; el amplio rumor de la plaza señala a los espectadores de las callejas la vuelta cumplida.

¡Ya vuelve!

Busca ardiente cinco, seis, siete veces su salida inalcanzable. Rueda su fuego. Párase frente a una casa, revuélvese en un callejón sin salida; baladran las mujeres, cían los valientes.d A lo tarde se entablera a la querencia del campo en una esquina de la plaza. Los más osados, viéndole rendido, se atreven, desde lejos, a desafiarlo, sálense de naja al menor reparo del bruto. Rafael Serrador odia a sus convecinos: al Maño, al Pindongo, al tío Cuco, al Tartanero, al Serranet, que se lanzan ahora a citar el espléndido animal. «¡Si los moliera!».

Todas las tertulias del pueblo, de la del Casino a la del Círculo Radical –que ahora se llama Unión Patriótica–,71 condenan durante 357 días al año la cruel costumbre; nadie, sin embargo, cuando llega la época de las fiestas de septiembre, deja de desear la aparición mítica del toro de fuego. Rafael Serrador quisiera, con la fuerza de sus ocho, de sus diez años, que el toro la emprendiera con todo el pueblo, que no dejara piedra sobre piedra; y se figura, en su noche, el pueblo humeante y todos sus vecinos malheridos, y por los cielos una gran procesión de toros de fuego en forma de arcoiris. Él corre por las ruinas, camino de la escuela, quemándose los pies con los rescoldos. Porque la aparición del toro de fuego prejuzga ya la vuelta a clase. A Rafael lo mismo le da ir como no ir. Don Vicente es inocuoe y lleva barba; ha perdido toda autoridad desde que todos saben que le ha hecho un chico a la hija del montanero de don Blas. –¡Un tío puerco! –dicen los padres–. ¿Cómo va a atreverse a castigar a los niños? Estudia el que quiere. Rafael no es de los peores. En casa hay dos libros que su padre le ha prometido dejarle cuando sepa leer bien: una historia de la Revolución Francesa, de don Vicente Blasco Ibáñez,72 y el otro, sobre los romanos, de don Emilio Castelar.73 Alguna gallinácea ha pagado con su vida el olvido de defecarse en ellos.

A Rafael le suele despertar el cloquear de las gallinas a la altura de su cabeza. Los polluelos van y vienen por los aledaños de su jergón. Para entrar en la casa hay que bajar dos escalones. El corredor no está enlosado, la tierra batida por generaciones se basta sola. A la derecha viven las mulas, la una se llama «Lucera», la otra «Gabriel». Murió hace años una que se llamaba «Fraternidad», para escándalo de bienquistos, cuando, en el recuesto, el carruajero arreando zurriagazos en los lomos del penco, guiñaba el ojo volviéndose cariacedo, gritando con segundas:

–¡Toma, Fraternidad, y que no se entere Gabriel!

Con las mulas engorda, una vez al año, un cerdo. Suelen llamarle «Perico».

–El Perico de hace cinco años, cuando se casó la Juana, ¡aquel sí que era...!

La casa huele a establo y estiércol; cuando Rafael remira su niñez percibe el vaho y el tufo a muladar de la casucha, lo blando de la paja nueva, el lamedal de los excrementos podridos. Tras un portalón descansa un solarcillo donde cabe justo, alzada la lanza, el deslustroso y amarillento ómnibus, fuente de vida.

Cada año, con la vendimia, nace un crío.74 A veces se muere, otras no. Entonces se va alzando, sucio, con costras, granos, ulcerillas y lagañas, sin conocer lo que es el frío ni el hambre, porque son su aire y su alimento. Crecen renegridos, escuetos y duros, muy hechos a hacer lo suyo y a no importarles un cominof los demás, como no sea, muy luego, el sexo de sus hembras, que tienen en mucho, y las caballerías, que aprecian otro tanto: lo atestiguan dichos y canciones: todavía llegan allí los zorongos75 y las jotas; se las oye por montes y campos.

Mueren por aquella tierra los olivares; más arriba solo quedan carrascas, jaramagos, romero y zarzas. Los inviernos son largos y con nieve. Ido el toro de fuego, muérense los campos quedándose quietos. Algunos perdigachos más listos que el hambre salen duros al menor ruido. Las casuchas pardas solo saben del cielo por los lentos humos de sus chimeneas. El agua sigue corriendo igual a sí misma. Por los campos dormidos va y viene cada día el carromato amarillo del padre de Rafael Serrador. Cada día las pocas palabras que se cruzan son para tratar de la compra de una camioneta de ocasión, una Ford casi nueva, carrozada que no se puede pedir más. El tráfico es escaso, solo los días de mercado en Segorbe bajan unos cuantos del pueblo para volver a la noche. No traen en los ojos ni reflejos del pueblo grande.

Los años van cayendo y Rafael Serrador los atraviesa; crece poco a poco sacando la cabeza por unas hojas enormes que cada año, cual corteza, caen sobre la serranía añadiendo canas donde ya no cabe gloria. Ya deletreó los dos libracos sin enterarse de gran cosa; ya le tienen por mayor y le mandan a Castellón, de aprendiz en una platería. Aquel año, por casualidad, no hubo toro de fuego; había gobernador nuevo de la víspera y, con el acostumbrado lujo de adjetivos laudatorios en la prensa local, prohibió las vaquillas en toda la provincia –siempre dispuesto a conceder autorizaciones especiales–. Como pedía más que los anteriores y no hubo tiempo de regatear ni modo de complacerle, quedóse el pueblo sin toro y el gobernador como político «nuevo» y hombre integérrimo.